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martes, 30 de octubre de 2007

Salta: Pueblitos en la montaña

En el noroeste de Salta hay cincuenta y tres pueblitos aislados en la montaña a los que sólo se llega en camioneta 4x4, a caballo o a pie. Desde Iruya, excursiones entre los cerros hacia San Isidro y Las Higueras, donde la vida palpita con sosiego al tiempo de la siembra y la cosecha.


La nena baja de su casa en lo alto de un cerro con su hermano mayor y dos burritos muy cargados. Van camino a Iruya, a hacer “unos mandados”. Nos cruzamos sobre el lecho arenoso de un río seco al pie de una altísima quebrada, y es ella la que pregunta:

–¿Vos tenés ovejitas allá en Buenos Aires?
–No, yo no.
–¿Y tampoco tenés cabritos allá?
–No, tampoco.
–¿Y no tenés dónde sembrar?
–No, en la ciudad no hay dónde.
–¡Entonces sos muy pobre vos!

Hace ya varios años que Iruya tiene una afluencia regular de turismo. Sin embargo, extrañamente, todavía se mantiene bastante virgen de la “contaminación” turística. Los alojamientos proliferan en su justa medida –sólo cuenta con seis hospedajes y unas cuantas casas de familia–, hay apenas un cíber con cuatro maquinas y, por sobre todo, los pobladores guardan una distancia cautelosa con el turista, al que miran con timidez.

Los caracoleos de la Ruta Provincial 133 conducen hasta Iruya, en medio de un paisaje de colores.

Iruya sigue teniendo el encanto de un pueblito auténtico –sin escenografías impostadas– que perdura más o menos como ha sido en los últimos 100 o 200 años. Mantiene sus callecitas inclinadas sobre la ladera de la montaña que caracolean sin un orden regular. Y su empedrado no está preparado para autos sino para caminantes y jinetes. Por eso es muy angosto y si dos autos se encuentran de frente, uno tiene que retroceder inevitablemente hasta alguna esquina para dejar pasar al otro. De hecho, el viaje a Iruya –donde no hay mucho para hacer– se justifica, básicamente, por las excursiones a los pueblos de alrededor, como San Isidro y Las Higueras.

En los recorridos por la zona, cada tanto uno se cruza con pobladores de alguno de los 53 pueblitos o caseríos de montaña del departamento de Iruya, quienes inevitablemente se tienen que desplazar a pie, o con suerte a caballo o a lomo de mula. Muchos aprovechan el paso de un vehículo para “hacer dedo”, lo cual es ideal para todo viajero que quiera confraternizar con personas que viven casi aislados del mundo.

Aunque Iruya en sí es un pueblito ínfimo (350 habitantes), para los habitantes de los poblados “satélites” ir hasta allí, donde pueden comprar lo más elemental, es un gran acontecimiento que insume una jornada de viaje muy cansadora. A veces, esos caseríos no tienen más de dos o tres casas, y el más grande de todos, como es San Isidro, no tiene ni luz, ni gas, ni tampoco televisión. En casos muy especiales, como la final de un mundial de fútbol si juega Argentina, los hombres del pueblo se van a lo alto de un cerro y, con una televisión alimentada a batería, se sientan en unas rocas a mirar lo que se pueda ver del partido.

Camino a San Isidro, las casitas solitarias junto a un precipicio le hacen a uno preguntarse: “¿Quién vivirá allá arriba?”.

San Isidro
No es un pueblito tradicional ya que sus casas no están agrupadas en un solo lugar. Tiene sí un núcleo central urbano alrededor de la iglesia, junto a la cual surgen dos senderos muy angostos que se pierden irregularmente entre las casas, a veces al borde de una cornisa. Y a un lado del amplio cañadón del río San Isidro está otro de los “barrios”: cinco o seis casitas desperdigadas entre alguna plantación de maíz o papas. Se lo considera un pueblo de artesanos, básicamente tejedores, pero cuando es tiempo de siembra o cosecha, casi todos se van a trabajar durante el día a los sembradíos en la montaña. Se siembran varias clases de maíz, habas, quínoa y papas de los tipos lisa, oca (alargada), tuni (muy pequeña), criolla y verde.

La pintoresca iglesia blanca de San Isidro fue construida con adobe hace unos 80 años y el cura de Iruya va una vez por mes a celebrar los oficios. En diagonal está la competencia –la Asamblea de Dios–, que en 30 años ha captado a no más del 20 por ciento de los habitantes del lugar. Sus sacerdotes –algunos de origen brasileño–, llegan dos veces por año.

Ubicado a unos siete kilómetros de Iruya, San Isidro sigue siendo un pueblo peatonal –sin el trazado de calles–, tal como era cuando se fundó hace unos 222 años. Así que los pocos vehículos que llegan por el lecho del río seco tienen que estacionar allí, y sus ocupantes deben subir unos metros a pie por la ladera de la montaña.

La excursión a San Isidro es la preferida por casi todos los visitantes de Iruya, desde donde se puede llegar caminando, en camioneta 4x4 (en media hora) o incluso a caballo en temporada de vacaciones, cuando hay prestadores permanentemente. El “camino” es el amplio lecho del río, que salvo en verano trae muy poca agua. El trayecto es sencillamente increíble, en medio de una enorme quebrada que por momentos se asemeja a un cañón, con laderas de colores intensos que van del naranja al violeta. El principal paseo que justifica pasar la noche en San Isidro es una caminata hasta la Laguna Verde, ubicada a 10 kilómetros del pueblo y a 4500 metros de altura. La zona es casi virgen y deshabitada, y se ven manadas de vicuñas y guanacos paciendo en libertad. La excursión se debe hacer con un guía local ($ 60 por persona) e insume cinco horas de ida y cuatro de regreso. Además se pueden visitar otros pueblitos similares, aunque más aislados, como San Juan y Chiyayoc.

El poblado de San isidro no tiene calles, sino senderitos en la montaña, donde arrear caballos no es una tarea sencilla.

Las Higueras
De todos los pueblitos que rodean Iruya, Las Higueras es acaso el de la llegada más espectacular. Las camionetas deben avanzar por el curso de un río que atraviesa un gran cañón y bordear una montaña que se cruza en el camino. Allí, al final de una pequeña planicie, aparecen unas cuarenta casas blancas apretujadas en lo alto de un pequeño pero empinado cerro. Hasta el año pasado Las Higueras no recibía turistas, simplemente porque sus habitantes no querían que les rompiesen la tranquilidad (de todas formas son muy pocos los viajeros que la visitan). Hoy en día los reciben gustosos, les ofrecen algún hospedaje en casas de adobe, y les venden cintos y lazos de cuero, quenas, flautas y erkes.

Desde Iruya, saliendo temprano en camioneta se pueden visitar San Isidro y Las Higueras en la misma excursión. Aunque las crecidas del río en verano complican bastante poder llegar. Caminando se tardan unas cuatro horas desde Iruya y una hora en camioneta.

La postal clásica de la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario en Iruya, siempre impactante.

Amanecer en Iruya
En un viaje a Iruya –como a tantos otros pueblos de montaña en el noroeste–, el trayecto hacia allí vale tanto como el destino mismo. Por empezar, hay que atravesar toda la Quebrada de Humahuaca, ya que no hay otro camino desde Salta. Al abandonar la famosa quebrada, también se abandona el pavimento: la ruta pasa a ser de ripio en muy buen estado. El camino sube hasta los cuatro mil metros en el Abra del Cóndor, justo el límite entre Salta y Jujuy, y comienza a bajar en zigzag, mientras se encienden los colores vivos de los cerros y tras la ventanilla se ven senderitos que rayan la montaña en diagonal. A lo lejos proliferan pircas rectangulares y circulares, y aparecen manadas de llamas, cabras y ovejas con su pastorcito atrás. También hay grupos de dos o tres casitas con alguna iglesia, o casas que directamente están solas, todas de adobe, el único material que se usa en la zona para las viviendas. Hasta Iruya son 19 deslumbrantes kilómetros hasta bajar a los 2800 metros, la altura del pueblo. Al costado de la ruta también baja el río Colanzulí, mientras Iruya se hace desear.

Después de cada curva uno espera encontrarse la famosa iglesita de 1753, pero siempre falta una vuelta más. Hasta que finalmente aparece, iluminada por el sol, en la parte baja de un valle muy cerrado por todos sus lados, una especie de anfiteatro descomunal con gradas multicolores. En el medio –la parte más baja del valle– pasa el río, así que el único lugar para las casas es la ladera misma de las montañas. Al rayar el día esos cerros suelen tener la cima tapada por unas nubes que se disipan al salir el sol, dando lugar a un espectáculo de colores que va subiendo por las laderas. Aclara en un instante, y en ese “acto” eterno de cada despertar se concentra lo distintivo de Iruya, encerrado en la belleza irrepetible de un “sencillo” amanecer.

Los pobladores de la montaña bajan de sus casas con burritos de carga a aprovisionarse en Iruya.

Hilandera de los cerros
En San Isidro, al pie del cañadón y a orillas del río, se instala diariamente doña Etelvina, una anciana ya sin dientes que trabaja tras una pequeña pared de piedra pircada que le sirve de acequia para robarle un hilo de agua al arroyo. Es hilandera –hace ovillos de lana de oveja–, y todos los días clava tres ramas en el suelo para hacerse un toldito, se quita el calzado y se sienta sobre un cuero de cordero para hilar con el mismo arte que aprendió de sus abuelos. En vez de usar una rueca que se mueve con los pies como en la Patagonia, en esta zona es un chorrito de agua el que hace girar el palito donde se va enroscando el hilo de lana. Etelvina, con manos prodigiosas, va extrayendo de un vellón unos finos hilos y los estira hasta el punto de que parece que se van a cortar.

Una punta está atada en el palito que gira, y así se va enrollando el hilo, por la fuerza del agua. Lo hace todos los días, a partir de las 11 de la mañana en su idílico lugar de trabajo entre las montañas. Luego regresa un rato a su casa para almorzar y retoma a las cuatro de la tarde. Al final de la jornada ha producido apenas cuatro ovillos, que para ella son suficientes. Después, esa será la materia prima para que los hombres de la comunidad trabajen en sus antiguos telares tejiendo unos hermosos ponchos, alforjas, pulóveres y mantas de oveja y llama que venden a los turistas.

–¿Usted tiene hijos, Doña Etelvina? –pregunta el cronista.
–Sí.
–¿Cuántos?
–Poquitos nomás... tres varones y tres chicas.
Los hijos viven todos en la ciudad de Salta, y su madre no los visita muy seguido, no sólo porque no es fácil –ni barato– llegar, sino porque además “en Salta me aburro, ahí no hay nada para hacer”.
–¿Y acá se divierte?
–Sí mucho, con el trabajo, y ahora vienen los turistas también, pero tenemos miedo de que también lleguen asesinos.

Datos útiles
Cómo llegar:
A Iruya se llega desde Jujuy por la Quebrada de Humahuaca. Desde la ciudad de Humahuaca son 70 kilómetros. En ómnibus: Transporte Mendoza (son unas 3 horas hasta Iruya). La empresa Transfer Line tiene micros diarios a Rosario de la Frontera en la provincia de Salta. Desde allí hay micros hasta la capital salteña cada media hora (tardan dos horas). El servicio ejecutivo desde Buenos Aires hasta Rosario de la Frontera.

Cuándo ir:
Iruya se visita todo el año, incluso en la época de lluvias (el verano) cuando puede haber ciertos inconvenientes con la ruta. En verano hay hasta una docena de colectivos diarios que llegan a Iruya. Pero en días de mucha lluvia, los pasajeros deben bajar de los micros dos kilómetros antes del pueblo –por la crecida de un arroyo que cruza el camino– donde los recoge una camioneta que los lleva a Iruya. Quienes lleguen con vehículo propio tienen que esperar unas horas hasta que baje el agua. Y podría ocurrir también que las personas queden del lado del pueblo y no se puedan ir por unas horas, o incluso por un par de días. En verano se recomienda ir con vehículo 4x4 o en micro, y unos días de más en caso de lluvia. El resto del año se puede llegar con vehículo común. La excursión a San Isidro en camioneta cuesta $ 40 por persona. Y un guía para llegar a pie cuesta $ 10 por persona (se recomienda para no perderse).

Dónde alojarse:
En Iruya: En total hay 280 plazas hoteleras, incluyendo casas de familia y hostels.

En San Isidro existe un alojamiento sencillo –el hospedaje Yuli–, donde muchos visitantes se quedan una o dos noches para sentir el ritmo de la vida cotidiana, marcada por los horarios de la agricultura. En el hospedaje Yuli hay una pieza con tres camas, otra habitación matrimonial y una pieza más, y quienes no se queden a dormir igual pueden almorzar en el lugar. Un plato muy común y muy local es el guiso de mote (maíz cocido), que se prepara con unos granos muy grandes de maíz blanco, papa, zanahoria, morrón, cebolla y carne. Pero además se puede comer locro, charquisillo (guiso de charqui), guiso de papa verde, empanadas de quínoa, y también un cabrito cocinado en horno de barro, que se debe encargar con un día de anticipación.

Julián Varsavsky
Pagina 12 - Turismo

viernes, 26 de octubre de 2007

Canada: Retiro menonita

A una hora de Toronto por la carretera 401, un conjunto de aldeas parece anclado en el pasado. Elmira, Elora y St. Jacobs, hogar de prominentes comunidades menonitas, son un destino más que interesante.

TORONTO.- Entre las consecuencias del panfleto incendiario que Lutero clavó en aquella puerta de Wittemberg se cuentan la fundación de la Compañía de Jesús, y claro, de la Universidad del Salvador; la invención del Bloody Mary, trago que debe su nombre a María Tudor y su cruenta represión de protestantes; el ascenso y caída del pastor Giménez, y cientos de viajes en barco desde el norte de Europa hacia el norte de América. De la descollante cantidad de afiliaciones protestantes que proliferaron como setas después de la lluvia de acusaciones anticlericales de Lutero y sus continuadores, los menonitas son una de las más curiosas. Su fundador, Menno Simons, sacerdote holandés, pasó del catolicismo al anabaptismo y adoptó una postura alineada con la Iglesia estatal en Suiza. Luego de su muerte, sus seguidores se autodenominaron menonitas.

Sin embargo, una vez que se le toma el gusto al cisma es difícil ponerle límites al afán de discordia, y los menonitas, como tantas otras iglesias protestantes, se fueron desmembrando hasta atomizarse casi por completo. Igual que muchos otros protestantes demasiado radicales para Europa, muchísimos clanes menonitas cruzaron el océano y se instalaron en América. Una vez allí decidieron conservar su estilo de vida por los siglos de los siglos.

A una hora de Toronto por la carretera 401, en dirección sudoeste, hay un grupo de aldeas menonitas que realmente sorprenden, burbujas congeladas donde los relojes dejaron de funcionar hace cuatrocientos años. Es preciso tomar la salida de Guelph, ciudad por demás interesante, con un nombre muy poco inocente. Considerado uno de los mejores sitios para vivir en Canadá, Guelph fue fundada en 1827 y su nombre honra a la casa real inglesa de los Hannover, que se consideraban descendientes de los güelfos, aquella dinastía europea que en la Alta Edad Media fue partidaria furibunda del papa, contra los gibelinos antipapistas.

El centro de Guelph está dominado por la iglesia de Nuestra Señora Inmaculada, un verdadero monumento neogótico, que como una gárgola imponente domina el paisaje y contrasta violentamente con la geografía urbana amplia y despojada, típica de los pueblitos norteamericanos. En medio de un océano de comunidades protestantes, la Iglesia Católica afirma su presencia vigilante e incólume. Guelph, sin embargo, no ofrece demasiados atractivos y en un día se la puede agotar. Un buen sitio para almorzar es el Carden Street Café, en pleno centro, 40 Carden St., que tiene cocina fusión asiático-caribeña, a un promedio 12 dólares canadienses por persona. El Days Inn es un sitio céntrico y decente para pasar la noche.


Los caminos rurales de la región son un espectáculo de aromas y de colores; a 25 km de Guelph está Elmira, un poblado de diez mil habitantes fundado por inmigrantes menonitas. Por las calles bucólicas de Elmira se puede ver hombres y mujeres vestidos en el estilo conocido como Pennsylvania Dutch, conduciendo carros tirados por percherones. Sombreros de ala ancha, tiradores y zapatos de labriego, los hombres; vestidos largos, cofias y botines negros, las mujeres. Elmira se jacta de tener el mejor jarabe de arce, la famosa maple syrup con que se bañan waffles y panqueques, de toda la región. El Magnolia Tea Room, 40 King St., es un excelente sitio para desayunar y probar la deliciosa pastelería local, los pasteles de pecana son un manjar de reyes.

Luego de pasar la mañana en Elmira, la recomendación es orientarse hacia Elora, a 13 km. Aldea famosa por su arquitectura decimonónica en piedra caliza y por el Elora Gorge, un profundo cañón cortado por el río Grande, Elora es uno de esos sitios donde lo rural y lo urbano, la naturaleza y la cultura, se confunden de manera mágica. El Elora Mill Inn funciona en un molino de ciento cincuenta años y es la opción más pintoresca a la hora de pernoctar. Las habitaciones se orientan sobre el cañón y el puente que lo atraviesa y cuestan alrededor de 200 dólares la noche, con desayuno incluido. El restaurante del albergue también es formidable.

A escasos 20 km de Elora, el pueblo de St. Jacobs es otro famoso asentamiento menonita. Su mayor atractivo es el mercado de granjeros. Este tipo de mercados, los farmer s markets, son una tradición muy antigua, pero muy viva tanto en Canadá como en Estados Unidos. En general funcionan los sábados hasta el mediodía, y en ellos se dan cita los agricultores, ganaderos, tamberos, apicultores y demás granjeros de la zona para vender sus productos. El mercado de St. Jacobs es famoso por ser uno de los más grandes y antiguos de la región. Las estrellas del mercado son, sin duda, los menonitas con sus manzanas, calabazas y jarabe de arce. Hoy en día St. Jacobs es un pantagruélico banquete comunal en donde se pueden degustar exquisiteces de todo tipo.

A quienes el atracón en St. Jacobs les haya despertado aún más el apetito, así como dormir mucho da sueño, comer mucho a veces da hambre, el consejo es que, de vuelta hacia Toronto paren en Kitchener, cualquier semejanza con un epónimo es pura coincidencia, y se harten de delicias en el restaurante coreano más famoso y auténtico de Ontario, y quizá de todo Canadá: Korean BBQ (265 King s St.). El panqueque coreano es una maravilla gustativa.

Pablo Maurette
La Nación - Turismo


miércoles, 24 de octubre de 2007

Arizona: el cañon del colorado


A lo largo de cientos de kilómetros, el trabajo del tiempo y el río Colorado abrieron una larga hendidura en la tierra del norte de Arizona. Es el espectacular Cañón del Colorado, un destino para todos los extremos.

Magnetismo e inmensidad. Aunque Estados Unidos sea la tierra de todas las enormidades, al norte de Arizona, donde la tierra se abre hasta lo más profundo para mostrar su corazón hacia el cielo abierto, el asombro vuelve a aflorar ante la magnificencia del paisaje. Durante millones de años, desde los tiempos primigenios de la Tierra, las aguas del río Colorado fueron dejando su huella hasta excavar en el terreno una hendidura que se extiende durante casi 450 kilómetros, con una profundidad que supera en algunos puntos los 1600 metros.

Al mismo tiempo que el río y sus afluentes horadaban la piedra, la meseta del Colorado se fue elevando gradualmente, contribuyendo a la extremada profundidad de la garganta. El Gran Cañón del Colorado revela así los estratos que forman la historia del planeta, poniendo al descubierto los misterios geológicos y paleontológicos de una región que se recorre como un libro abierto en la página que lleva al pasado de la Tierra.

VIAJE AL CENTRO DE LA TIERRA
Oficialmente, el Cañón del Colorado comienza en el sitio conocido como Lee’s Ferry, a pocos kilómetros de la ciudad de Page y de la frontera con Utah. Antiguamente, funcionaba aquí un servicio de ferry establecido por un colono mormón, en uno de los pocos lugares donde el río se podía cruzar de manera segura con los precarios medios del siglo XIX: décadas después el ferry, que había sido ampliamente usado por los viajeros que pasaban de Utah a Arizona, dejó de funcionar cuando se levantó el Puente Navajo, sobre el Marble Canyon. Actualmente, esta zona es punto de partida de excursiones de pesca y rafting: lo mismo que el resto de las actividades en el Cañón, todo debe hacerse con guías autorizados y auténticos conocedores de la zona, ya que las enormes extensiones, la soledad, la peligrosidad de las aguas y las altas temperaturas no hacen de este maravilloso sitio natural un buen lugar para aventurarse sin estar convenientemente preparados.

En Lee’s Ferry, numerosas empresas de rafting lanzan sus lanchas al agua para excursiones que pueden durar al menos una semana. Otra posibilidad es embarcarse en aguas más tranquilas hacia el comienzo del dique de Glen Canyon, una obra realizada hace décadas para proveer agua y energía eléctrica a una vasta región de Arizona, pero que todavía hoy sigue siendo cuestionada con dureza por su impacto ecológico: la represa causó la inundación del Glen Canyon y la creación de un lago artificial, Lake Powell, que hizo desaparecer un área de gran importancia escénica y natural.

El Gran Cañón integra el área de drenaje del río Colorado, que se formó hace unos 40 millones de años, en tanto el cañón en sí mismo tiene una edad de unos seis millones de años, con el último tercio como el período de mayor erosión. Este fascinante proceso de sacar a la luz las distintas etapas de la formación de la Tierra sigue actualmente: todavía hoy el río sigue horadando su cauce paciente pero firmemente, revelando capas aún más antiguas de rocas milenarias. Para los geólogos, es como un viaje en el tiempo expuesto a los extremos climas de Arizona, un tesoro que regala la tierra a quienes se inician en los misterios de sus orígenes.

También por eso, el Gran Cañón se ha visto envuelto en la increíble disputa que enfrenta a los científicos con los partidarios del relato bíblico de la creación del mundo, una polémica que en Estados Unidos tiene fuerza conservadora y ribetes políticos que superan ampliamente las connotaciones religiosas: los mismos que niegan los estudios darwinianos sobre la evolución de las especies y el origen del hombre aseguran que el Gran Cañón no puede tener los millones de años que calculan los científicos, porque el mundo en sí mismo sólo tiene los pocos miles que cuentan desde la creación bíblica.

TODOS LOS ROJOS
La orilla norte del Gran Cañón (North Rim) se encuentra unos 300 metros más arriba que la orilla sur (South Rim), una asimetría debida a que el cauce del río pasa más cerca del borde sur. La mayor elevación también provoca temperaturas más bajas, que en invierno se traducen en nevadas espectaculares: por eso, aunque Arizona y el Gran Cañón se asocian habitualmente con la imagen del sol ardiente y el calor, hay que estar preparado para las temperaturas extremas, por la amplitud térmica habitual pero también por los cambios estacionales.

El invierno, el contraste con la nieve no hace sino agregar belleza a los rojos intensos que caracterizan el paisaje, matizando de blanco las profundidades del cauce abierto en la meseta por el trabajo del río (si bien también hay que tener en cuenta que la nieve puede bloquear algunos de los accesos). Aunque las vistas del Gran Cañón son espectaculares de ambos lados, las de la orilla norte revelan mejor la extensión de su enorme hendidura natural, que llega hasta Grand Wash Fault, un área donde se yuxtaponen estratos volcánicos del Precámbrico y el Paleozoico con una zona de fallas, lagos recientes y desiertos de lava. Entre un extremo y otro, hay numerosos puntos de partida para excursiones de trekking y hiking, así como cabalgatas.

Otro itinerario que vale la pena hacer para llegar al Gran Cañón es partiendo del Desierto Sonoran, una amplia región árida y calurosa jalonada de cactus y rocas rojizas de formas caprichosas, que forman el Red Rock Country. Desde allí se atraviesa el Cañón de Oak Creek, una suerte de primo más pequeño que el Gran Cañón, pero de enorme belleza, hasta llegar a los miradores sobre la orilla sur. Con la vista fija en el espectacular paisaje, que se hunde y sube, serpentea y se esconde, no se puede sino pensar en las hazañas de los exploradores que dieron a conocer al mundo occidental esta maravilla natural hasta entonces sólo descubierta por los primeros habitantes de la región, esos indios que dieron origen a infinitas leyendas del Lejano Oeste en su feroz pero fallida lucha por resistir la llegada de los nuevos pobladores.

A lo largo de las orillas sur (donde está el pueblo del Gran Cañón, o Grand Canyon Village) y este, así como la norte, hay numerosos puntos de observación: según el lugar de partida de cada visitante conviene elegir qué tramo del extenso cañón podrá recorrerse. Y sin duda una de las formas ideales desde el punto de vista panorámico son los vuelos en helicóptero, un clásico de los cines de pantalla gigante –o ahora en 3D– que permiten sobrevolar durante treinta o cuarenta minutos áreas extensas de increíbles colores y recovecos, sobre el cañón y el río Colorado, incluyendo el Dragon Corridor y la orilla norte.

EL PUEBLO NATIVO
Antes o después de estos recorridos por el Gran Cañón, se puede visitar una reserva de indios navajos: la Navajo Indian Reservation fue establecida a mediados del siglo XIX y es la más grande de Estados Unidos. Sus partes más interesantes, incluyendo la de los indios hopi, están protegidas con el estatuto de Monumento Nacional o Parque Tribal, pero la gran belleza y el valor cultural de estos lugares no pueden sino provocar cierta tristeza cuando se recuerda de qué manera el pueblo indígena fue diezmado y forzado a la retirada, hasta quedar reducido a unos 8000 habitantes de los 200.000 que originalmente encontraron los colonizadores.

Hoy día los navajos, un pueblo reservado pero no cerrado a los visitantes, conservan en gran parte su estilo de vida tradicional y sus costumbres, a las que hay que despojar sin embargo de todo glamour cinematográfico para comprender en su verdadera dimensión. La visita es una buena ocasión para adentrarse en el significado del arte navajo, basado en patrones geométricos que expresan en forma alegórica la lucha del pueblo indígena con los blancos, y las artesanías de plata con incrustaciones de piedras preciosas.

CAMINANDO POR EL CIELO DEL CAÑON
Desde marzo de este año es posible visitar el Skywalk al borde de la orilla oeste del Cañón del Colorado: se trata de un espectacular puente de acero y cristal que fue construido a 1300 metros sobre el lecho del río Colorado, como un gran semicírculo transparente totalmente suspendido en el aire y sujeto a la tierra sólo por sus extremos. A pesar de las garantizadas medidas de seguridad –según sus constructores, el Skywalk soporta el peso de 71 aviones Boeing 747 llenos, y resiste vientos superiores a los cien kilómetros por hora–, lo menos que se puede decir es que la experiencia es vertiginosa.

A los pies del visitante, parado sobre un piso transparente, se extienden miles de metros hacia el vacío (no es de extrañar que se haya elegido a Buzz Aldrin, uno de los tripulantes de la primera nave que se posó en la Luna, para inaugurar el puente). Las mejores horas para la visita son el amanecer y el anochecer, y se organizan excursiones de un día desde Las Vegas que incluyen el almuerzo con los indios hualapai (el puente está situado en tierras indígenas, lo que trajo aparejado también problemas con parte de la comunidad, que se opuso a su construcción).

DATOS UTILES
  • Las principales ciudades para emprender recorridos al Gran Cañón son Las Vegas, Phoenix y Flagstaff, a las que se puede llegar en avión para luego emprender el resto del recorrido en auto, ómnibus o excursiones con guía.
  • En caso de alquilar un auto para recorrer la zona por cuenta propia hay que tener en cuenta dos imprevistos: las tormentas de polvo, que pueden impactar también en las autopistas reduciendo peligrosamente la visibilidad, y las cortas pero violentas lluvias, que suelen darse en el verano y pueden provocar inundaciones.
  • En verano, las temperaturas altísimas obligan a seguir al pie de la letra las recomendaciones de consumo de líquidos y protección contra el sol necesarias para evitar golpes de calor, quemaduras y deshidratación.
  • Las excursiones de un día al Gran Cañón, incluyendo la visita a la reserva de indios navajos, los miradores y un vuelo en helicóptero, rondan los U$D 250 por persona. Sin el vuelo, alrededor de U$D 100.
  • Grand Canyon Skywalk: la entrada cuesta U$D 25. Tel.: 1 877 716 9378, www.grandcanyonswalk.com

Graciela Cutuli
Pagina 12 - Turismo

lunes, 22 de octubre de 2007

Villa Pehuenia- Neuquén: paraíso mapuche

Villa Pehuenia es una silenciosa aldea de montaña, ubicada a orillas del lago Aluminé y al pie del volcán Batea Mahuida, que el invierno cubre con un manto de nieve. Un romántico paisaje poblado de araucarias para recorrer paso a paso con raquetas en los pies y excursiones en lancha por el lago Aluminé. Pero también esquí en el cerro mapuche y canopy en el bosque de Moquehue.

Villa Pehuenia nació turística cuando hace 18 años un grupo de pescadores deportivos descubrieron la belleza virginal y solitaria del lago Aluminé y comenzaron a levantar cabañas a su alrededor. En plena cordillera del norte neuquino, a 1200 metros sobre el nivel del mar, este pueblo se diferencia de otros destinos cordilleranos por estar casi al doble de altura que los demás. Por eso el paisaje está dominado por millares de esbeltas araucarias que reinan casi en solitario entre la escasa vegetación. Estos curiosos árboles aparasolados que prácticamente no han evolucionado desde la época de los dinosaurios –y pueden vivir más de mil años–, le otorgan algo de vida al paisaje de altura, muy distinto tanto de los frondosos bosques de la región cuanto de la vacía estepa de la meseta patagónica.

Junto con Caviahue, Villa Pehuenia es una excepción dentro de la Patagonia andina ya que la vegetación está reducida a su mínima expresión, salvo por el contraste de las araucarias. Otro rasgo propio de la villa es que no es un destino de turismo masivo. Sus calles son todas de tierra, permanecen casi desiertas incluso en la alta temporada, y no hay siquiera una galería comercial ni un banco. Pero cuenta con posadas muy confortables, complejos de cabañas y varios restaurantes.

Un aspecto muy singular de este poblado es que, a diferencia de otros lugares de la Patagonia, es poco ventoso porque las corrientes que llegan desde el Pacífico atraviesan la cordillera por unos valles oblicuos a la costa chilena, frenando así el ímpetu de los vientos. Además, un detalle muy sugerente es que dentro del pueblo hay tres lagunas que se congelan todo el invierno.

A Villa Pehuenia se puede llegar por dos caminos diferentes que atraviesan lugares deslumbrantes. Uno es el camino de cornisas conocido como El Raue –muy colorido en verano–, y el otro es el Camino de Primeros Pinos, que en invierno ofrece uno de los paisajes más espectaculares de toda la Patagonia. Este camino (ruta provincial 13) no siempre está abierto durante el invierno, ya que suele taparse con la nieve. Por eso hay que averiguar de antemano. S el acceso está libre se debe aprovechar para recorrer, por ejemplo, la pampa de Lonkoluan, una planicie casi perfecta cubierta por una especie de tapiz blanco –donde no sobresale un solo árbol ni arbusto–, que se extiende a lo largo de varios kilómetros.

Esqui en Batea Mahuida
No es un centro de esquí fashion sino mapuche. Los cartelitos en la puerta de los baños dicen: “Wentru” (caballeros) y “Domo”. Manuel Cafulqueo está a cargo de este centro de esquí o parque de nieve ideal para principiantes y niños.

“¿Y los mapuches donde están?”, le pregunta una señora de Buenos Aires a Cafulqueo, que sonríe con benevolencia y le responde que los tiene frente a ella. Por lo general los 42 miembros de la comunidad que trabajan en el centro hablan entre ellos en castellano, pero a veces se los escucha dialogar en mapundungun.

El centro de esquí Batea Mahuida fue inaugurado en el 2000 y el flujo de visitantes aumenta año a año. En las vacaciones de invierno pasadas lo visitaron cerca de 800 personas por día, que disfrutaron de las tres pistas de esquí de complejidad sencilla. A la principal de ellas se sube con un T-bar –un medio de arrastre de 620 metros– y a la pista más corta con un poma de 200 metros que suelen utilizar los niños.

En la escuela de esquí de Batea Mahuida hay once profesores –tres son de snowboard– y el alquiler de los equipos cuesta $ 30 por día. Para los niños más pequeños se alquilan trineos y culipatines con los que se lanzan por una pequeña pista en forma de U donde juegan con total seguridad. Los precios en general son sustancialmente más económicos que en los centros de esquí tradicionales. Por ejemplo, el pase diario cuesta $ 45 ($38 medio día).

Raquetas al paso
Una excursión con raquetas de nieve por los bosques de araucarias que rodean Villa Pehuenia brinda los mejores panoramas del paisaje típico. Estas caminatas son casi tan simples como andar por la calle y no requieren de un estado físico especial. Las raquetas son necesarias para poder caminar por lugares con gran abundancia de nieve sin hundirse hasta la cintura. Las originales eran de madera, pero ahora las deportivas se hacen con una aleación de plástico y aluminio que pesan apenas 300 gramos y traen unas correas para unirlas al calzado. Deslizarse es imposible y en general una explicación previa de cinco minutos es suficiente para largarse a caminar.

El guía explica que los primeros en utilizar raquetas de nieve en esta zona fueron los mapuches. Se sabe que en el siglo XIX las armaban con cañas colihue que calentaban a la brasa para doblarlas y luego le agregaban un tejido de tiento de potro. Las utilizaban para ir a buscar sus vacas, que solían guarecerse bajo las araucarias, dentro de un “anillo” que rodea el tallo de esos arboles, donde la nieve se derrite por el calor del tronco.

Luego de una hora de caminata tranquila el paseo se detiene para descansar al borde del arroyo Puel, una vertiente de deshielos junto a la cual se disfruta de un vino caliente con canela, chocolates y tortas. Y luego se emprende el regreso, completando un circuito de 5 kilómetros.

La caminata con raquetas también se puede realizar de noche, a la luz de la luna. El guía de esta excursión nocturna es Antonio Muñoz Catalán, un joven miembro de la comunidad mapuche que lleva a los viajeros a recorrer las tierras de su familia, donde se crió. Pese a que se provee a cada turista de una linterna tipo minero, a los quince minutos de caminata ya casi no es necesario depender de ella porque ya la luna ha salido detrás de un cerro, iluminando intensamente el paisaje nevado donde se ven huellas de liebres, zorros, conejos y hasta de un pajarito rojizo llamado guarao. En un claro del bosque aparece una matera, que según el guía es un precario refugio de tablas y palos a pique que sus antepasados utilizaban durante las veranadas, época en que se llevan a pastar los rebaños de chivos, ovejas y vacas a la parte más alta de los cerros.

Luego de una hora y cuarto, la caminata nocturna termina en la casa de los padres del guía, que tienen lista la cena para los visitantes. Para entrar en calor se sirve un licor de frutilla y, como entrada, una bandeja de semillas de piñón hervidas que tienen un sabor muy parecido al del maíz. El menú se completa con platos tradicionales de la vida diaria actual de los mapuches: sopa, empanadas y tortillas rellenas con verdura y queso, todo preparado en una cocina económica a leña.

Entre el bosque y el lago
Moquehue es una pequeña localidad turística de 140 habitantes ubicada a media hora de Villa Pehuenia, donde se practica un canopy que une con un sistema de tirolesa la copa de varios árboles del bosque. Está a orillas del lago Moquehue y tiene cinco tramos que se recorren colgado de un arnés, entre coihues y araucarias, a lo largo de 400 metros. La excursión incluye un rappel de 8 metros para bajar del último árbol y se puede hacer todo el año.

Uno de los paseos ideales para admirar desde una perspectiva distinta el paisaje de Villa Pehuenia, con los picos nevados de los cerros Batea Mahuida al norte y el Bella Durmiente al oeste, es la excursión en lancha por el lago Aluminé. En la hora y media de recorrido por esas aguas tan transparentes, se rodean siete islitas sin nombre cubiertas por una densa vegetación. En el lago también se pueden pescar truchas marrón, arco iris y del lago, y una especie autóctona llamada perca.

Araucarias milenarias
La extraña conífera conocida popularmente como araucaria –pehuén en lengua mapuche– tiene 70 millones de años de existencia en la Tierra. En Chile y Argentina crecen en la Cordillera de los Andes, en una franja de 200 kilómetros de ancho entre los paralelos 42 y 37. El tronco es largo y rugoso, con una protección contra la nieve y los incendios. Estos colosos de hasta 60 metros de alto, con ramas arqueadas, fueron fundamentales para la subsistencia de los mapuches por el valor alimenticio de sus piñones. Las araucarias han sobrevivido a terremotos y erupciones volcánicas, pero la única catástrofe que ha puesto en jaque la continuidad de la especie fue la llegada del hombre blanco a la Patagonia, que en apenas dos siglos de depredación estuvo cerca de borrar de un plumazo 200 millones de años de historia. Por fortuna, a partir de 1986, la tala de araucarias está prohibida en toda la provincia.
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Cómo llegar:
Desde Buenos Aires se debe ir a la ciudad de Neuquén y tomar la ruta nacional 22 hasta Zapala y luego la provincial 13 hasta Villa Pehuenia. Son 230 kilómetros desde Neuquén y 1580 desde Buenos Aires. El último tramo es de ripio.

Más información:
Secretaría de Turismo de Villa Pehuenia
Tel.: 02942-498044
e-mail: turismovillapehuenia@yahoo.com.ar
www.villapehuenia.gov.ar
www.neuquentur.gov.ar

Fuente: Pagina 12 - Turismo
Autor: Julián Varsavsky

domingo, 21 de octubre de 2007

La hora del slow travel

Con el caracol como emblema, hay una tendencia global en rápida, vaya paradoja, expansión: la de las travesías relajadas, sin apuros, responsables con el medio ambiente, y distanciadas de las convenciones y los circuitos turísticos tradicionales; mejor, despacio


Viajar en tren en vez de avión. Conocer un lugar en profundidad y no 20 ciudades en 20 días. Preferir la gastronomía típica a la internacional. Descubrir, no sólo mirar.

Estas premisas, que hasta podrían ser consideradas poco pretenciosas, son algunos de los pilares del slow travel, tendencia que crece en el mundo de la mano del movimiento slow.

La propuesta surge como contrapartida de la modalidad de viajes de los últimos tiempos. Esas salidas donde se vuelve más agotado que antes de partir, con vuelos interminables, horas y horas de espera en los aeropuertos, y paquetes tan ajustados que obligan a mirar más el reloj que el paisaje.

El viaje lento, placentero, sin apuros ni corridas llega como una derivación de un pariente muy cercano: el movimiento Slow Food, que nació en Italia en 1989 para contrarrestar la comida estandarizada y la vida rápida, impedir la desaparición de las tradiciones gastronómicas locales y combatir la falta de interés general por la nutrición y los sabores.

Así como Slow Food propone saborear la comida, slow travel sugiere degustar lentamente los viajes, ser parte de la vida local y conectarse con los habitantes. Una filosofía similar aplicada en otro aspecto.

No existe una institución formal de slow travel, pero sí miles de blogs en Internet que intercambian experiencias y comentarios.

"Un viajero que quiera sumarse a esta tendencia debe priorizar los medios de transporte más amigables con el medio ambiente, y también la naturaleza de los viajes, que sean individuales y activos. También se sugiere alojamientos más íntimos, como hoteles boutique", según uno de los párrafos de una extensa nota publicada en mayo en la revista Newsweek sobre el tema.

Los fundamentos del slow travel se vinculan también con principios ecológicos y de conservación del medio ambiente. Ante todo debe ser un turismo responsable, que genere el menor impacto en la naturaleza.

Los viajeros slow son grandes defensores del tren. Lo prefieren a cualquier otro medio de transporte por su baja contaminación y porque asegura un viaje confortable, donde es fácil compenetrarse con el paisaje. Por supuesto, también bicicleta, bote y caminata para recorridos cortos.

"Un viaje relacionado con el movimiento slow debe tener un vínculo con los productores locales, hacer visitas a sus huertas, bodegas o fábricas, y hasta alojarse en ellas en los casos que sea posible", aporta Santiago Abarca, coordinador de los convivia (especie de sedes) en la Argentina de Slow Food, que descubrió esta corriente en un viaje por Italia hace siete años y desde entonces intenta que todos sus viajes tengan estas características. La agrupación cuenta con 500 socios en el país.

El gurú
Los seguidores de este movimiento tienen un libro de cabecera, Elogio de la lentitud , de Carl Honoré, canadiense radicado en Londres que de un día para el otro se dio cuenta de que ni siquiera tenía tiempo para contarle un cuento a su hijo. La obra, publicada en 2005 y traducida a 25 idiomas, rastrea la historia de la relación cada vez más dependiente del tiempo, y aborda las consecuencias y la dificultad de vivir en esta cultura acelerada.

Elogio de la lentitud es la primera mirada de gran alcance a los movimientos defensores de la lentitud. "Tengo un antes y un después muy claros. Antes llegaba a cada momento, a cada actividad, a cada tarea con un objetivo: hacerlo lo más rápido posible. Ahora prefiero hacer las cosas bien. Tengo la impresión de que soy mucho más productivo hoy que cuando corría siempre. Eso es la paradoja de la lentitud, muchas veces es más rápida y más eficaz que la velocidad", las palabras de Honoré sobre su propia experiencia.

Italia, referente
Además de viajes lentos, hay ciudades que quieren vivir todo el año de una manera afín con el movimiento.

La Città Slow (ciudad lenta, en italiano e inglés) es un sello de calidad turística que se otorga a aquellas localidades que cuentan con una gastronomía autóctona, ecológica y de calidad, con productos artesanales y lugares tradicionales de comida por medio de una organización internacional subsidiaria de Slow Food.

También se necesitan más requisitos si se quiere este sello: tener menos de 50.000 habitantes, los cascos históricos deben estar cerrados al tráfico y apostar por una arquitectura medioambiental que reconstruya espacios históricos y priorice las zonas verdes los y parques.

La ciudad de Bra, en el norte de Italia, fue la primera ciudad lenta del mundo y es donde está la sede de Slow Food. Actualmente existen alrededor de 60 città slow en el mundo, la mayoría en Europa y principalmente en Italia, y muchas otras en carpeta esperando aprobación. Y también existe un incipiente mercado turístico que sólo sale de viaje por esas ciudades y con los parámetros del slow travel.

Porque más allá del destino elegido, lo que importa es el modo de vivirlo, de conectarse con el lugar y descubrirlo.

Decálogo elemental del viajero slow
  • Disfrutar tanto del viaje como del destino.
  • Preferir medios de transporte amigables con el medio ambiente, como tren, bote, bicicleta o caminata.
  • Conocer cada lugar en profundidad, por lo menos con una semana de estada.
  • Relacionarse con los nativos y sus costumbres; intentar ser parte del lugar.
  • Inclinarse por alojamientos con trato personalizado o rurales, y no grandes hoteles. La idea es sentirse como en casa.
  • Elegir la gastronomía típica de cada lugar y tomarse tiempo para degustar cada plato.
  • Priorizar los destinos más cercanos a los lejanos.
  • Evitar los viajes programados y los paquetes todo incluido.
  • Cuidar el medio ambiente
  • Animarse a improvisar.
Colonia avanza a paso tranquilo
En la Argentina todavía no hay una città slow, aunque hubo un buen intento, con Mar de las Pampas, que hace unas temporadas se propuso formar parte del movimiento. Finalmente no llegó a la aprobación de la central internacional, pero el pequeño poblado, al sur de Villa Gesell, creció y se formó con una inclinación slow.

Colonia, en Uruguay, también podría asociarse. Tiene características muy afines con las que pregona esta corriente.

"Estamos en etapa de evaluación. Colonia tiene muchas características coincidentes con la filosofía del movimiento, muchos valores compartidos -comenta Andrea Schunk, directora de Turismo de Colonia-. Es un movimiento que creció y resulta tentador querer sumarse."

La iniciativa de asociarse viene con el empuje del Sheraton de Colonia, que desde hace unos meses hizo una alianza con Slow Food, para ofrecer una propuesta de lo que se podría llamar Slow Hotel, un resort un poco alejado de la ciudad y conectado con la naturaleza, .

Cuando Helga Lightowler, gerente de Relaciones Públicas, le propuso al gerente del hotel vincularse con el movimiento, al principio le sonaba negativo. "Van a pensar que el servicio es lento", le respondió.

Pero después entendió la filosofía y que ir lento no significa no ser productivo.

"Tenemos la autorización de Italia como laboratorio, como prueba, y en unos meses habrá nuevas inspecciones para ver si se cumplieron con los pedidos", explica Lightowler.

Los requerimientos, muchos de los cuales ya se aplican, están relacionados con la gastronomía, las actividades y las propuestas del spa.

Deben tener una huerta que abastezca el restaurante, una variación de carta por estaciones y trabajar con productores de la zona. Por ejemplo, se les sugiere que ofrezcan a los huéspedes catas de vino, excursiones a bodegas o chacras para vincularse con los lugareños, clases de cocina para la familia, pesca y caminatas.

En el spa los tratamientos son holísticos, para lograr una armonía entre el cuerpo y el interior. Trabajan con productos orgánicos de la zona; por ejemplo, hay un masaje a base de yogur, frutos rojos y miel.

También, el hotel debe cuidar el medio ambiente y las especies vegetales y animales, y concientizar a los pasajeros.

"La idea, si esto funciona, es armar paquetes, ya que hay muchos turistas internacionales que viajan exclusivamente slow", según Lightowler.

Andrea Ventura
La Nación - Turismo

Información:
www.slowfoodarg.com.ar
info@slowfoodarg.com.ar

miércoles, 10 de octubre de 2007

El parque jurásico puntano


Imponentes paredones de piedra rojiza se levantan en el noroeste puntano. Allí, donde la aridez del desierto se funde con el monte, el Parque Nacional Sierra de las Quijadas invita a descubrir en su multifacético relieve las huellas de la historia de la tierra y sus primeras formas de vida.


Rocas talladas por la erosión, extraños fósiles y antiguos hornos de cerámica incrustados en el suelo fueron motivo de interés para los primeros geólogos, paleontólogos y arqueólogos que se acercaron al lugar. Hoy son algunas de las curiosidades que ofrece el Parque Nacional Sierra de las Quijadas, ubicado al nordeste de la provincia de San Luis, en el límite con San Juan y Mendoza. Se trata de un escenario de incomparable belleza que abarca 150.000 hectáreas y es, junto al Valle de la Luna y Talampaya, uno de los mejores exponentes del ecosistema desértico en Argentina.


Erase una vez...
Cuesta creerlo pero Quijadas no siempre fue un desierto. Se estima que hace 120 millones de años este lugar estaba cubierto por inmensas lagunas y pantanos. Era una cuenca que recibía sedimentos de los ríos que la atravesaban y los médanos que la rodeaban. Gracias a este ambiente húmedo se desarrolló un verdadero “parque jurásico” del cual se conservan en la actualidad gran cantidad de restos fósiles. La mayoría corresponde a una especie de reptil volador denominada Pterodaustro. Sólidamente adaptada al ambiente acuático, esta especie de ave primitiva poseía un pico dentado capaz de filtrar microorganismos de la superficie de las lagunas. Su capacidad anatómica para el vuelo se habría originado en una deformación de las patas delanteras, que terminaron transformándose en alas. Así lo atestigua la fisonomía de su esqueleto que, para fortuna de los paleontólogos, se conservó impresa en el suelo arcilloso.

Hace 25 millones de años, cuando la corteza terrestre sudamericana colisionó e inició su plegamiento sobre la base del océano Pacífico, el desierto comenzó a instalarse. De este proceso emergieron los Andes y con ellos se elevaron, hasta formar macizos rocosos de gran altura, los terrenos fangosos que cubrían las lagunas de Quijadas. El viento y la lluvia tallaron estos bloques y dejaron al desnudo las capas de sedimento acumuladas una sobre otra durante millones de años. Este fenómeno erosivo, que da a las fachadas de piedra el aspecto de una masa de hojaldre, es uno de los rastros desde donde los geólogos pueden leer la trama evolutiva de la tierra.

Huarpes y bandidos
Creado en 1991, el parque Sierra de las Quijadas tuvo que esperar hasta 1996 la llegada de su primer guardaparque. El puesto de control de ingreso se encuentra en Hualtarán, un pequeño caserío al costado de la Ruta Nacional Nº 147. Unos 120 kilómetros separan este lugar de la capital de San Luis. Aquí la civilización parece haber quedado atrás: no hay agua corriente, electricidad ni señal de telefonía celular. Es recomendable viajar con suficiente combustible, agua y alimento debido a que el pueblo más próximo está a 20 kilómetros.

A pocos metros de la entrada un modesto yacimiento arqueológico recuerda la presencia de los huarpes, pobladores originarios del lugar. Un conjunto de “tinajas” que cumplirían la función de hornos de cerámica se distribuyen en dos sectores ubicados al costado del camino. Más delante, luego de pasar una curva, se llega a la zona de acampe. Este paraje desolado supo dar refugio a los “gauchos de las quijadas”, antiguos bandoleros que a mediados del siglo XIX asolaban la ruta que unía Buenos Aires con San Juan. Según cuentan los baquianos, estos “antiguos piratas del asfalto” acostumbraban asar reses y dejar las “quijadas” o maxilares esparcidas en el suelo. De allí provendría el nombre con el que hoy se conoce la región.

Por los senderos del Parque
En el sector denominado Los Miradores se puede contratar el servicio de guías, que resulta indispensable para no perderse en los intrincados senderos del parque. La travesía más completa es la que recorre el Potrero de la Aguada, una suerte de cañón laberíntico formado por arroyos estacionales. Si bien la senda no ofrece mayores dificultades, demanda cinco horas de caminata a través de los paredones depiedra. En el camino es frecuente encontrar ejemplares de “chica”, un árbol autóctono de escasa estatura y madera maciza, que llama la atención por la silueta deformada y retorcida de su tronco. Sobre sus ramas anida el yal, un gorrión de plumaje azul y dorado que se muestra escurridizo ante la presencia de los visitantes.

Al final del recorrido se llega a Los Farallones, un conjunto de gigantescos acantilados que superan los 200 metros de altura. Estos paredones superpuestos, como una antigua ciudadela de piedra rojiza, recortan el horizonte azul donde planean esporádicamente las águilas coronadas. Llama la atención la variedad de formas que el viento y la lluvia esculpieron en sus frentes a lo largo de millones de años. Con un poco de imaginación se puede reconocer, entre otras figuras verticales, la forma de una botella.

Como el clima se caracteriza por una notable amplitud térmica, es necesario emprender el regreso antes de que caiga el sol. El atardecer es el momento ideal para observar a las maras (o liebres patagónicas) que eligen ese momento del día para alimentarse. Otras especies, como guanacos y pumas, son más difíciles de avistar debido a que se encuentran amenazadas de extinción y sus poblaciones son muy reducidas. Cuando el paseo termina en el camping, durante la temporada de invierno, la noche ya domina el cielo. El escenario invita a quedarse contemplando el firmamento, limpio de nubes, que rápidamente se va poblando de estrellas centellantes. Si se tiene la suerte de contar con luna llena, sólo queda ajustar la cámara y capturar para el recuerdo la postal de los cerros plateados.

DATOS UTILES
Intendencia
Parque Nacional S. de las Quijadas:
San Martín 874, Galería Sananes, local Nº 2 - San Luis. Teléfono (02652) 445-141.
Correo electrónico: sierradelasquijadas@apn.gov.ar

Horarios de apertura del parque: de 8 a 21
Camping: El parque cuenta con un camping ubicado a pocos pasos del sector Los Miradores, donde hay una proveeduría.

Recomendaciones:
En primavera y verano evitar los horarios de mayor insolación (de 11 a 13). Llevar gorro, pantalla solar y calzado cómodo y cerrado. Es necesario cargar combustible para un viaje de ida y vuelta porque en el camino no hay estaciones de servicio. Si se tiene intención de acampar, llevar calentador. No se puede hacer fuego a leña. Realizar las excursiones en compañía de un guía.

Ignacio Rodriguez
Pagina 12 - Turismo

domingo, 7 de octubre de 2007

EUROPA: Panorama desde el tren

Un tren a punto de partir y un andén por el que transitan los pasajeros. Ya lejos de la imagen desangelada, los trenes son mucho más que un simple medio de transporte. Este es un diario de viaje a bordo de los distintos trenes de Europa -de alta velocidad y nocturnos, entre otros-, uno de los tantos viajes posibles de realizar, que, en este caso, permite descubrir más la experiencia y el placer de la travesía, los paisajes que desfilan por las ventanillas que el tiempo en las ciudades. Desde París hasta Londres. En tren.

De París a Estrasburgo
En el andén aguarda el TGV, el tren de alta velocidad francés que a las 8.24 parte hacia la ciudad de Estrasburgo, en Francia. Las flores y el delicado aroma dulzón de los croissants transforman la estación de París en una especie de sala art nouveau de la que uno no querría partir, sino fuera por el viaje que ya se intuye. Pero el tren es lo que importa porque representa una promesa, los paisajes y las ciudades que vendrán, una idea de la aventura que es casi cristalina. El interior del TGV fue rediseñado por el francés Christian Lacroix, sí, el de los vestidos. Así que este vagón de primera clase es un espacio mullido y el sol que irrumpe por las ventanillas lo ilumina todo, aunque una mínima excursión a otros vagones, como los de segunda, también genera certezas: el tren es cómodo, limpio, se puede caminar y trabajar o acodarse en la barra del bar para tomar un café. Los asientos son más que espaciosos y esta mañana de setiembre son una especie de butaca con buena vista a un escenario que aparece y desaparece de las ventanillas, que corre paralelo al tren: un puñado de casas color ladrillo y bosques, la silueta de un castillo.

10.43 y el tren entra en la estación de Estrasburgo a la hora exacta. Hay una tentación irresistible y es mirar el pasaje, donde figura el horario de partida y de llegada, y jugar una apuesta a que no, a que esta vez el tren se demora un minuto. Ni lo intente. La estación de Estrasburgo, en plena reconstrucción, es un bonito edificio antiguo, de piedra gris y rosa. Ahora, una especie de techo-túnel de vidrio y acero le da un toque retro future.

Estrasburgo, la capital de Alsacia, está a orillas del río Rin. Es una ciudad pequeña que a lo largo de los siglos pasó de manos francesas a alemanas en más de una oportunidad, tanto que hoy, dicen, una de las frases favoritas, al menos de sus habitantes más viejos, es "no soy francés ni alemán, soy de aquí". Y aquí es un prolijo entramado de puentes cubiertos y árboles que se reflejan en el agua, de calles que invitan a detenerse frente a cada deliciosa vidriera, en las que los panes y los chocolates, los jabones y las exquisitas fragancias de lavanda se anuncian en francés y en alemán, del mismo modo en que los carteles informan los nombres de las calles. Altísima y gótica, la catedral del año 1250, se levanta en medio de un espacio que apenas deja lugar para tanto cafecito con terraza, cervecería y tienda de recuerdos, mientras un intemporal organillero le pone música a la función.

Un paseo en barco de una hora revela otras caras de Estrasburgo, como las damas de chal sobre los hombros y la chica punk que, estilos aparte, pasean sobre los románticos ponts couverts, los puentes que, pese a su nombre, perdieron los techos en el siglo XVIII. Otras versiones de la misma ciudad se ven en la estatua mitad jirafa mitad hombre vestido de traje que se deja ver a la puerta de un edificio moderno y en la sede del Parlamento Europeo, que sesiona en un enorme edificio de vidrio y acero y también se refleja en el Rin.

De Estrasburgo a Zurich
A la mañana siguiente, las vías y los andenes que se ven desde el tren TGV parecen delinear una línea imaginaria, al cabo de la cual está la ciudad suiza de Zurich. A poco de andar el paisaje se ondula, se vuelve más Heidi, digamos. A las 12 del mediodía llega el mozo, con unas impecables bandejas y, sobre un papel plateado de color fucsia, un plato de carne al horno con zuchinis. De postre, una mousse de chocolate y pistachos que saboreamos apoltronados en las enormes butacas del TGV.

Es domingo y el aire limpio de Zurich, el tono de pueblo aristocrático con el tiempo a su favor parece más marcado en el área del lago de Zurich. Este es uno de los últimos días del verano y sobre el agua se deslizan los veleros. En la catedral Fraümunster hacemos una breve parada para admirar los sutiles vitrales del artista Marc Chagall. Las calles llenas de cafés y cervecerías al aire libre, y el sutil entramado de escaleras de piedra, bebederos artísticos y finísimos negocios de arte y decoración, son, también, muy seductores.

"Parece una ciudad de Playmobil", dice alguien mientras viajamos en el modernísimo tranvía, en el que una voz susurrante anuncia la próxima parada. Son sólo algunos datos, pero Zurich, al menos este domingo, es una ciudad de muros color crema, de ventanas abiertas y de balcones floridos sobre veredas angostas. En una gran plaza, donde se despliegan mesas de comida casera, algunas familias y grupos de amigos juegan a algo que parece similar a las bochas. Llegamos aquí después de subir una empinada escalera de piedra y la postal, sí, podría ser el decorado de un elegante Playmobil, a orillas de un lago.

Al otro día nos espera otra ciudad suiza, Lucerna, y el tren que nos lleva, con vagones de dos pisos, es parte del sistema de transporte del país, STS. La noticia esta mañana es que la partida se demora 5 minutos, que la voz FM se encarga de comunicar. Entre tanta laptop, cámara digital y MP3 se dejan ver algunas caras de contrariedad, pero mucha gente se desplaza por trabajo y las butacas, mesas y el impecable carro que pasa ofreciendo café o sabrosos desayunos son una oportunidad para ganar esos 5 minutos. Lucerna está a sólo 45 minutos de viaje, que, a bordo, pasan demasiado rápido.

Lucerna, a orillas del lago del mismo nombre, es todavía más estilizada, más fina que Zurich. Abordamos un barco que nos lleva a Alpnachstad, donde otro tren, de montaña, nos llevará a la cima del Monte Pilatus, de 2.100 metros de altura. A medida que el trencito asciende, en medio de las caras de sorpresa y las sonrisas de niños de los pasajeros, se descubre un paisaje que va mutando de los bosques y el verde a unos tonos más áridos, hasta que, bien arriba, cuando ya casi no queda más arriba, los niños que parecemos, creemos estar en un balcón a la montaña. El almuerzo incluye un típicamente suizo plato de fideos con puré de manzanas.

De Zurich a Berlín
Por la noche, el CityNight Line espera en el andén. Camino a Berlín, Alemania, esta será la primera noche a bordo, desde la cena hasta el desayuno del día siguiente. En el camarote, cada elemento pasa por una rigurosa inspección, una rienda suelta a la curiosidad: la botella de agua mineral sobre la mesita de luz o la comodidad de la cama de sábanas blancas. A la hora de dormir el traqueteo del tren deja de ser una imagen o un sonido para transformarse en algo que se siente en el cuerpo: a veces remite al movimiento de una cuna; otras, obliga a recuperar la estabilidad.

Si el camarote es un cuarto de hotel en miniatura, el restaurante del tren es todo lo contrario: mesas con manteles blancos, copas altas, una iluminación tenue, de lucecitas que simulan estrellas en el techo. El menú es contundente: sopa de hongos, salmón al horno, vino, café y un chocolatín. Brindamos con los compañeros de mesa por esta extraña noche en movimiento. A las 21.10 dejamos Suiza y entramos en Alemania. El viaje en tren es, a un mismo tiempo, imaginación y límite. La palabra frontera es más que un concepto o una línea de puntos. Es, se ve. A bordo de un tren uno entra en un país, no lo adivina allá abajo. El pasaporte queda retenido durante toda la noche. Bueno, mejor así que despertarse con los golpes en la puerta de las autoridades de migración. Pocos minutos después del café del desayuno, el tren se desliza en Berlín, la magnífica capital alemana, hoy otoñal.

No hay modo de comprender Berlín en las pocas horas de las que disponemos para pasear por la ciudad, pero aun así quedarán escenas clásicas, imágenes duras y díficiles de borrar, como el enorme parque Tiegarten, los edificios de Albert Speer, el arquitecto de Hitler, la cúpula vidriada del Reichstag, la puerta de Brandenburgo, allí donde estaba el límite de las dos Berlín antes de la caída del Muro –queda sólo una parte, en la que luce una pintada que dice "Ciao, mama"– y hoy, en una extraña postal, un joven disfrazado de soldado ruso y con la bandera de la ex Unión Soviética, se saca fotos abrazado a los turistas. Hay más de un memorial en la ciudad, como la serie de bloques de piedra que recuerda el Holocausto o el Checkpoint Charlie, el punto de control entre Berlín Oriental y Occidental, donde se ven flores frescas. Toda Berlín parece decidida a recordar: los desastres de la Segunda Guerra Mundial, los años en que la puerta de Brandenburgo estaba cosida con alambre de púa. Miro, bajo la lluvia, el filo gris del río Spree y la monumental avenida Unter den Linden.

De Berlín a Colonia
El viaje en tren de alta velocidad alemán ICE a Colonia de esta noche es casi una excusa para llegar a Bruselas, la capital de Bélgica. Sin embargo, las cuatro horas y media que dura son un buen argumento para dejarse estar y admirar el paisaje de Alemania mientras se toma un café en el vagón comedor. Las butacas, creadas para el "apoltronamiento", cuentan con pantallas individuales. El viaje pasa demasiado rápido y la sensación ilusoria de haber partido apenas unos minutos antes se desvanece con la imagen gótica de la catedral de Colonia.

De Colonia a Bruselas
A la mañana siguiente, a bordo del Thalys, un tren con mucho estilo, llegamos a Bruselas, una ciudad de una magnífica arquitectura y una vital combinación de gente y más gente llegada desde los más diversos países. Unas intrincadas callecitas en las que cuesta caminar porque están llenas de bares, de sillas y mesas, convergen en la Gran Plaza, un hermoso espacio delimitado por edificios que brillan gracias a las aplicaciones doradas de las fachadas. En la Grand Place, como se la conoce, hay puestos de flores, vidrieras que exhiben gobelinos, las telas típicas de la ciudad, chocolates y libros de arte. No podía faltar una estatua de bronce que hay que tocar para tener buena suerte. Por las dudas, nos sumamos a la leyenda, pero sin sacarle el ojo y las ganas a la vidriera de un negocio de dorados biscuits. Bruselas tiene varios íconos: el personaje de cómic Tintín y el Maneken Pis, una liliputiense estatua que orina agua en una fuente bien rococó. Hoy, increíblemente, está vestido con un tapadito azul oscuro.

De Bruselas a Londres
Después de pasar la noche en Bruselas, vamos hacia Londres, donde termina nuestro viaje. Salimos de la Comunidad Europea y vuelven los sellos de entrada y salida en los pasaportes. El destino es la estación de St. Pancras, la flamante terminal de Eurostar, que a partir del 14 de noviembre reemplazará a la vieja Waterloo y el viaje tiene mucho de celebración. Además, somos testigos de un nuevo récord de velocidad: el 20 de setiembre, el Eurostar cubrió la ruta entre Bruselas y Londres –373 km– en una hora y 43 minutos. A bordo del Eurostar, una suerte de flecha certera y puntual, entramos en el Eurotunnel, la asombrosa construcción que se apoya sobre el Canal de la Mancha, para un viaje submarino de 20 minutos. Cuando el tren vuelve a salir a la superficie, desde la ventanilla se ven un riacho con sus orillas y unos barquitos que, a esta velocidad y a la distancia, parecen miniaturas. En la estación de Londres apenas hay tiempo para las últimas fotos y las despedidas. El andén vacío y el tren son pura evocación del viaje que recién termina. También, las siluetas de un deseo que sólo quiere recomenzar.

La mejor vida
Cuando me desperté nevaba. A través de la ventanilla del tren que había partido por la noche desde Zurich, y que estaba llegando a Budapest por la mañana, veía como el paisaje había cambiado durante la noche y llegaba a una bellísima ciudad que se incorporaba a la red de trenes europeos. En el vagón, calefaccionado y con café, tortas y croissants, la vida no podía ser mejor. Viajar en esos trenes confortables se había transformado en un placer en sí mismo. En estado hipnótico me quedaba mirando durante horas por esas ventanas panorámicas la belleza de esas ciudades históricas y montañas mágicas en cámara rápida. La comodidad y velocidad de los trenes españoles, franceses, suizos, belgas, alemanes, hacían de la experiencia un momento imprescindible del mítico viaje a Europa.

Importante
Para viajar por Europa, el tren es una de las mejores alternativas. Entre las razones, hay que anotar no sólo la extensa red ferroviaria europea, sino también la posibilidad de comprar el Eurailpass, un pase para recorrer el continente casi sin límites. Además del confort, y en algunos casos del lujo de la primera clase, hay argumentos contundentes: se sale del centro de una ciudad y se llega al centro de otra, no hay colas ni check in ni se pagan impuestos o tasas. Esto permite ahorrar dinero y tiempo en traslados desde y hacia los aeropuertos. Aquí, algunos consejos para que los preparativos y el viaje no fallen.

REGLA DE LAS 7
Cuando utilice un pase de tren flexible (por ejemplo, 5 días en 2 meses), recuerde que en general se aplica la "Regla de las 7 pm". Si toma un tren nocturno y directo después de las 19, el día calendario que habilitará en su pase es el siguiente y, así, podrá continuar utilizando el pase una vez que llegue a su destino hasta las 24 horas.

VALIDAR TICKETS
A través de los agentes autorizados Rail Europe (www.raileurope-la.com) se pueden comprar desde Argentina boletos de tren y hasta hacer una reserva para un día y horario específico. Es importante contar con un buen asesoramiento: si bien los pases no requieren de trámites previos, por ejemplo, antes de iniciar el viaje, ya en Europa, hay que validar los tickets.

OPCIONES
Si el itinerario elegido incluye más de dos tramos, consulte con su agente de viajes o en www.raileurope-la.com por alguna de las opciones de pases de tren existentes: hay pases que cubren 18 países, hasta pases nacionales por un único país. El pase es, en general, más barato y no puede comprarse en Europa.

SWISS PASS
Permite realizar viajes ilimitados por Suiza. Además, incluye el uso del transporte público en 38 ciudades suizas.

RESERVAS
Tomarse un tiempo y leer cuidadosamente la guía del viajero que acompaña al pase. Es importante aclarar que estos pases no incluyen las reservas de asiento (que en algunos casos como el TGV son obligatorias), ni las reservas de comodidades para dormir (como en el caso del City Night Line).

OTROS PASES
Hay muchas versiones del Eurail Select pass en cuanto a la duración (5 días en 2 meses, 6 días en 2 meses, 8 días en 2 meses, 10 días en 2 meses y 15 días en 2 meses) y en cuanto a los países a incluir (3 países, 4 países o 5 países). Estos países pueden seleccionarse de entre 22 con la única condición de que compartan frontera.

CUANTO CUESTA
Para hacer este viaje, tomamos como ejemplo un Eurail Select Pass de tres países (Francia, Benelux, Alemania) y un Swiss Pass. El Eurail Select Pass de tres países por cinco días en dos meses (la utilización de los días no debe ser necesariamente consecutiva) en primera clase tiene un costo de 315 euros para una persona que viaja sola y de 268 euros por persona, en el caso de que sean dos personas o más que viajan juntas. También existe una versión para jóvenes del mismo pase en segunda clase, que tiene un costo de 205 euros. El Swiss Pass por cuatro días consecutivos cuesta 291 dólares en primera clase y 194 dólares en segunda, para una persona que viaja sola, y 247 dólares en primera y 165 en segunda por persona, también cuando se trate de dos personas o más que viajen todo el tiempo juntas. Este pase tiene beneficios adicionales como entrada gratuita a 400 museos, castillos y exposiciones y 50 por ciento de descuento en la mayoría de las excursiones a las montañas del país.

www.raileurope-la.com
www.parisinfo.com
www.ot-strasbourg.fr
www.zuerich.com
www.pilatus.ch
www.visitberlin.de
www.brusselsinternational.be

Nora Viater
Clarín - Viajes

miércoles, 3 de octubre de 2007

Esplendor catamarqueño


Una travesía inolvidable, de San Fernando del Valle a los volcanes de los Andes. Paisajes de ensueño y tesoros arqueológicos.

A Catamarca le falta el mar. El resto está, como si la naturaleza y la cultura se hubieran empecinado con esta provincia del noroeste argentino. No dan tregua al visitante. Cuando ya viste paisajes cordilleranos habitados por flamencos rosados que mojan sus patas en lagunas turquesa, vienen montañas y volcanes de seis mil metros, luego viñedos de altura y aguas termales y selva y oratorios de adobe y ruinas incas y enormes dunas de arena blanca y tejedoras de ponchos a la sombra de parras. A la vuelta, a la hora de contar el viaje, buenos vinos, alfombras de vicuña, piezas arquelógicas, anillos de rodocrosita, paisajes oníricos y un sabor a aventura bien vivida se agolpan en la memoria como piezas de un rompecabezas.

El viaje por este caleidoscopio geográfico puede empezar con San Fernando del Valle de Catamarca, la capital, vista de arriba. A 18 kilómetros de la ciudad se inicia la Cuesta del Portezuelo, una serpenteante subida en coche que culmina en una vista panorámica memorable del profundo valle catamarqueño, decenas de tonos de verdes surcados por el río Paclín. Desde lo más alto de la Cuesta que inspiró una famosa zamba -a 1.680 metros de altura- se ve la ciudad rodeada de un paisaje árido que muta repentinamente en una vegetación verde y tupida que, a su vez, da paso a los llanos riojanos hacia el Sur. Más allá, el río se pierde en arenales y, al fondo, aparecen sombreadas las cumbres de la Sierra del Ambato. A centímetros, nubes y cóndores sobrevuelan soberanos el valle.

Al descender el camino de cornisa, la ruta provincial 4 conduce a las villas veraniegas de El Rodeo y Las Juntas, separadas 18 km una de otra, la primera más concurrida, la segunda más agreste, ambas recibiendo a los catamarqueños que huyen del calor de la capital, a unos 40 kilómetros.

El primer signo de que Catamarca es distinta está camino a El Rodeo: es el Pueblo Perdido de la Quebrada, sitio arqueológico diaguita perteneciente a la cultura Aguada. Rodeados de cardones alucinógenos, aparecen en barro y piedra los vestigios del poblado, unas 40 construcciones que en los siglos IV y V fueron habitaciones, talleres y corrales de los primeros habitantes de Catamarca. "Toda la provincia es un sitio arqueológico", rezan los guías de turismo. Y no mienten.

De incas y diaguitas
La huella de los diaguitas (más conocidos como calchaquíes) está por todos lados: además de los parques arqueológicos y los museos, repisas y mesitas de luz conservan su legado: dicen que no hay catamarqueño que no tenga en su casa una pieza suelta de la cerámica Aguada, encontrada a la vuelta de la esquina.

Ahora, lo más llamativo de la cultura Aguada calchaquí (expresión artística del periodo que va del año 450 al 950) son las pinturas rupestres del Parque Arqueológico La Tunita, en el departamento de Ancasti. Coloridas figuras de personajes rituales se dejan descubrir en aleros rocosos enclavados en un bello bosque de cebiles.

Otro hallazgo sorprendente se exhibe en el Museo del Hombre de la localidad de Fiambalá, en la precordillera catamarqueña: son momias indígenas de más de 500 años de antigüedad que fueron encontradas en la cercana zona de Loro Huasi.

Y toda la historia y las expresiones precolombinas están perfectamente preservadas y clasificadas en el Museo Condor Huasi de Belén, ciudad que además ostenta el mote de "cuna del poncho". Hay cerca de 3.000 piezas exhibidas por temática y por período, que recorren el largo camino de los catamarqueños.

Y en Londres están los incas. No es broma, en la localidad vecina de Belén que en plena guerra de Malvinas se negó a cambiar su nombre, los incas construyeron El Shincal, conjunto arquitectónico de 21 hectáreas al pie de la sierra de Quimivil. Estiman que los incas habitaron este sitio, cercano a su famoso Camino que discurre en la montaña, entre los años 1380 y 1600. Los arqueólogos lo reconocieron como una Guamani (cabecera provincial) del Tawantinsuyo, en el extremo sur del imperio.

Fuerte Quemado, en Santa María (a unos 15 km de Quilmes) y Pucará de Aconquija, en el departamento de Andalgalá son otros sitios incaicos que pueden visitarse en tierra catamarqueña.

En el Techo de América
Fiambalá es, junto a Tinogasta, la puerta de entrada a la Alta Catamarca, zona cordillerana que, aseguran, sólo es superada en altura por el Cordón del Himalaya. El Techo de América llaman a esta cadena montañosa donde se erigen los Seismiles, volcanes y cerros que superan los seis mil metros. Dejo para el final del relato la recorrida en 4x4 por este paisaje extraterrestre que estremece los sentidos.

Estamos ahora en las termas de Fiambalá, a 1.650 metros sobre el nivel del mar. El sitio es soñado: el complejo está en una quebrada de unos 50 metros de ancho, con paredes de granito de 100 metros de altura, bajo un monte de algarrobos. Los piletones de piedra negra, escalonados, reciben el agua hipertermal que baja derechito de la montaña. Dicen que estas aguas transparentes, calentitas (van de 38 a 54 grados) tienen las mismas propiedades que las francesas de Vichy. No hay mucho más: unas cabañas, un comedor, un camping y vestuarios. Y la luna, iluminando los baños nocturnos en silencio.

Fiambalá es también el inicio (o el final) de la Ruta del Adobe (ver Escenas...) y la ciudad base para visitar las Dunas de Tatón, una kilométrica hilera de altísimas montañas de arena que se disfruta en 4x4, cuatriciclos, tablas de sandboard o, simplemente, dejando rodar el cuerpo por sus aterciopeladas y empinadas laderas.

Las bodegas de Fiambalá completan el circuito obligado por la zona: la gran amplitud térmica (cerca de 20 grados de diferencia entre el día y la noche) produce vinos reconocidos en el mundo, como los de la bodega Don Diego, premiados internacionalmente.

Desde Fiambalá, hay que tomar la ruta nacional 60 en dirección al Paso Internacional San Francisco, frontera con Chile y, en un momento abandonarla. Para adentrarse, con una 4x4, off road, en el vasto y fantástico paisaje de esta porción de la cordillera, del Techo de América. Expertos guía y piloto, hojas de coca y oxígeno envasado hacen falta para sumergirse en la Puna (ecosistema que llega a los 3.500 metros de altura) y, ya más arriba, en los Altos Andes, que reciben con imágenes de otro planeta, habitadas por veloces vicuñas y guanacos.

La subida en 4 x4 hasta la base del Pissis (con 6.882 m.s.n.m., el volcán inactivo más alto del mundo) es lo más parecido a atravesar un cuadro. Se van turnando colores y texturas abismales e incomprensibles en las que no se sabe qué es cielo y qué es tierra. A medida que se avanza en altura, el paisaje hace un zapping natural: de dunas bajo un cielo azul, se pasa a un prado amarillo donde huyen vicuñas, o a un salar con montañas de azules engamados, de fondo.

Pasando los 4 mil metros de altura, aparece una porción de mar en medio del desierto: es el nacimiento de la Laguna Verde, un espejo esmeralda del que se han adueñado un grupo de flamencos rosados. Y ya en la base del Pissis, a 4.200 m.s.n.m, el balcón de la Laguna Verde regala una de las vistas más hermosas del país: lagunas andinas verdes y azules rodeadas de salares y de los seismiles con sus cumbres nevadas: Ojos del salado (6.879 m.s.n.m), Incahuasi (6.640 m), Tres Cruces (6.749 m) y la lista sigue. En total, son 14 cerros y volcanes que forman el Techo de América. De octubre a marzo es la mejor época para hacer esta travesía de alta montaña. Finalmente, Catamarca tenía un mar. Pequeño, lejano, secreto. Admirado por incas, diaguitas y ahora, viajeros.

Un secreto
Alegría y desencanto suceden al nombrar un lugar secreto. Ventilar una complicidad -como hablar de "Aquello" de Jaime Roos a principios de los 80, como "Todo por 2 pesos" cuando arrancó en Canal 9- provoca sentimientos ambiguos: el pecado de hacer pública una contraseña. Las termas de Fiambalá (casa del viento o incursión en la montaña, según el libro que se consulte) están a 1.500 m de altura, en la precordillera, después de atravesar los olivos y viñedos de una provincia silenciosa. Sobre la ladera, de cara a la montaña, se levantan -o se encastran, según como se mire- catorce piletones de aguas termales que arrancan, arriba, con temperaturas que pasan los 50 grados; y a medida que bajan, las aguas disminuyen su calor. El diseño es medio incaico, medio jardín japonés. Y si hay luna llena, no habrá como olvidar Fiambalá.

Datos útiles
La mejor época para realizar travesías en 4x4 por la cordillera es de octubre a marzo, con temperaturas promedio de 25 grados. En las ciudades, los veranos son tórridos, con temperaturas que superan los 35 grados. En los valles de altura, la temperatura es algo más baja.

Casa de Catamarca en Buenos Aires: tel. 54-11-4374-6891/93
Secretaría de Turismo de Catamarca: tel. 54-03833-437791
www.turismocatamarca.gov.ar
wwwt.catamarcaguia.com.ar

Nora Vera
Diario Clarín - Viajes

lunes, 1 de octubre de 2007

The Waldorf Astoria: un hotel mitico


Cuesta creer que, hacia 1870, la suntuosa Park Avenue sólo era una arteria semiabandonada de Nueva York ocupada únicamente por unas pocas vías de ferrocarril, algunas fábricas y varios amplios espacios donde era depositada la basura del resto de la ciudad. Hoy, cuando se la transita o camina, provoca el asombro con su prolijo trazado y el lujo desbordante de sus edificios, muchos de los cuales son sede de importantes empresas. Uno de ellos, el hotel Waldorf Astoria, engalana a la avenida entre las calles 49 y 50 y –en pleno corazón de Manhattan– representa uno de los puntos más aristocráticos y exclusivos de La Gran Manzana

Sin embargo, los orígenes de este famoso establecimiento tuvieron lugar a unas cuantas cuadras de su ubicación actual, más precisamente adonde hoy se encuentra el Empire State, en la Quinta Avenida y la Calle 33. Allí, en 1893, fue construido el primer hotel –entonces llamado solamente Waldorf– como iniciativa de un inmigrante alemán llamado William Waldorf Astor que, desde su llegada a los Estados Unidos y gracias a su habilidad para los negocios, había amasado una gran fortuna. Años después, en 1897, su primo John Jacob Astor decidió edificar el Hotel Astoria en la Quinta Avenida y la Calle 34, o sea, prácticamente al lado. Por esta razón, ambas propiedades –que en realidad representaban la división de una de las familias más ricas del país– estaban unidas por una galería cerrada por la cual se paseaban los hombres y mujeres de la época luciendo sus mejores ropas. Con la unión de ambas propiedades fue como nació el Waldorf Astoria que, en 1931, fue trasladado al 301 de Park Avenue.

Señorial y sofisticado
Lo que no cuesta demasiado es imaginarse a Cole Porter deambulando por el sobrio lobby del hotel, confundiendo su glamorosa presencia con el inconfundible estilo del edificio. El gran compositor estadounidense –cuyas bellas canciones aún se escuchan en los salones de fiesta del hotel– fue uno de los tantos huéspedes famosos, al igual que Ella Fitzgerald, la Reina isabel II de Inglaterra, el general y ex presidente de Estados Unidos Dwight Eisenhower y hasta el mismísimo Carlos Gardel, quien estuvo alojado aquí durante su estadía neoyorquina de 1933.

Tanto la fachada exterior –en la que sobresale el nombre del hotel en letras doradas– como los interiores deslumbran por su distinción. Y no es para menos, ya que esta construcción –al igual que el Chrysler Building y el Rockefeller Center– es una obra maestra del art déco que, apenas abrió sus puertas, se convirtió en el lugar elegido para concretar los eventos sociales más importantes de la ciudad y –con el tiempo– en una verdadera institución neoyorquina.

Con su estilo señorial, que combina a la perfección lujo y tradición, El Waldorf Astoria les ofrece a sus huéspedes un magnífico lobby adornado con sofisticados murales, elegantes columnas, maravillosas arañas, finos azulejos, paneles con incrustaciones de ébano, un inmenso y maravilloso mosaico circular que da pena pisar y el techo decorado con delicadas ornamentaciones de oro y plata. Hacia uno de los extremos, en un delicado apartado, un soberbio piano de cola aporta el porcentaje de madera que siempre rubrica la elegancia de cualquier sitio. Hacia el otro lado, entre deslumbrantes alfombras y cómodos sillones, un bellísimo reloj de bronce y caoba –cedido por la Golsmith Company de Londres para la exhibición World’s Fair que se realizó en Chicago en 1893– termina por definir la entrada de uno de los hoteles más famosos del mundo.

Comodidades y gastronomía
El Waldorf Astoria tiene a disposición 1120 espaciosas habitaciones y 95 suites. Entre sus 25 salones para banquetes y reuniones sobresalen el Starlight Roof y The Garden Ballroom, espacios que han recibido –y continúan haciéndolo– a lo más selecto de la sociedad de Nueva York como así también a numerosas estrellas del cine y la música. En diciembre de 2004, por ejemplo, fue sede del evento que incluyó a la banda irlandesa U2 en el legendario Rock’n’Roll Hall of Fame. En el piso 19, los huéspedes pueden hacer uso del Plus One Fitness Center, que ofrece servicio de personal-trainer además de masajes, diversas terapias relajantes y tratamientos con hierbas.

Asimismo, los hombres de negocios pueden desarrollar todas sus actividades en el business-center de la planta baja, donde cuentan con servicio de secretarias, modernas fotocopiadoras, fax, internet y todo lo indispensable para llevar adelante su trabajo con comodidad y eficiencia.

En cuanto a la gastronomía, en el Waldorf Astoria se encuentra el Peacock Alley, uno de los restaurantes especializados en comida francesa más afamados de Nueva York. El Bull & Bear, por su parte, se dedica con exclusividad a los pescados, las carnes y las cervezas. La comida internacional puede degustarse en Oscar´s, mientras que en el Inagiku –de sutil decoración oriental– se sirven los mejores platos de origen japonés. Para los tragos o el café –antes o después de las caminatas por la ciudad– son ideales el Peacock Alley Lounge y el Cocktail Terrace, este último situado en el lobby y con vista a Park Avenue.

Reserva de elegancia
En 1977, la propiedad del Waldorf Astoria fue adquirida por la Hilton Hotels Corporation, que desde entonces se encargó de mantener al establecimiento en el alto nivel que siempre lo caracterizó. El amplio espacio comprendido entre los pisos 28 y 42 es ocupado por The Waldorf Towers, que en realidad es un hotel independiente dentro del mismo hotel. Se trata de 180 habitaciones distribuidas en un sofisticado ambiente de estilo europeo y con entrada propia –por la calle 50– y lobby privado separados del hotel principal.

Y como para afirmar aún más su condición de símbolo, no sólo neoyorquino sino también estadounidense, en 1999 el Waldorf fue designado Tesoro Nacional por el National Trust Historic of America.

Y tal honor no es exagerado. Cualquiera que tenga la suerte de conocerlo sabrá apreciar que esta joya arquitectónica –sumada a la mística que le otorgaron los famosos que la eligieron para alojarse– es una auténtica reserva de elegancia y distinción. Como la voz de Ella Fitzgerald, como una canción de Cole Porter.

Leonardo Larini
Pagina 12 - Turismo