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domingo, 7 de octubre de 2007

EUROPA: Panorama desde el tren

Un tren a punto de partir y un andén por el que transitan los pasajeros. Ya lejos de la imagen desangelada, los trenes son mucho más que un simple medio de transporte. Este es un diario de viaje a bordo de los distintos trenes de Europa -de alta velocidad y nocturnos, entre otros-, uno de los tantos viajes posibles de realizar, que, en este caso, permite descubrir más la experiencia y el placer de la travesía, los paisajes que desfilan por las ventanillas que el tiempo en las ciudades. Desde París hasta Londres. En tren.

De París a Estrasburgo
En el andén aguarda el TGV, el tren de alta velocidad francés que a las 8.24 parte hacia la ciudad de Estrasburgo, en Francia. Las flores y el delicado aroma dulzón de los croissants transforman la estación de París en una especie de sala art nouveau de la que uno no querría partir, sino fuera por el viaje que ya se intuye. Pero el tren es lo que importa porque representa una promesa, los paisajes y las ciudades que vendrán, una idea de la aventura que es casi cristalina. El interior del TGV fue rediseñado por el francés Christian Lacroix, sí, el de los vestidos. Así que este vagón de primera clase es un espacio mullido y el sol que irrumpe por las ventanillas lo ilumina todo, aunque una mínima excursión a otros vagones, como los de segunda, también genera certezas: el tren es cómodo, limpio, se puede caminar y trabajar o acodarse en la barra del bar para tomar un café. Los asientos son más que espaciosos y esta mañana de setiembre son una especie de butaca con buena vista a un escenario que aparece y desaparece de las ventanillas, que corre paralelo al tren: un puñado de casas color ladrillo y bosques, la silueta de un castillo.

10.43 y el tren entra en la estación de Estrasburgo a la hora exacta. Hay una tentación irresistible y es mirar el pasaje, donde figura el horario de partida y de llegada, y jugar una apuesta a que no, a que esta vez el tren se demora un minuto. Ni lo intente. La estación de Estrasburgo, en plena reconstrucción, es un bonito edificio antiguo, de piedra gris y rosa. Ahora, una especie de techo-túnel de vidrio y acero le da un toque retro future.

Estrasburgo, la capital de Alsacia, está a orillas del río Rin. Es una ciudad pequeña que a lo largo de los siglos pasó de manos francesas a alemanas en más de una oportunidad, tanto que hoy, dicen, una de las frases favoritas, al menos de sus habitantes más viejos, es "no soy francés ni alemán, soy de aquí". Y aquí es un prolijo entramado de puentes cubiertos y árboles que se reflejan en el agua, de calles que invitan a detenerse frente a cada deliciosa vidriera, en las que los panes y los chocolates, los jabones y las exquisitas fragancias de lavanda se anuncian en francés y en alemán, del mismo modo en que los carteles informan los nombres de las calles. Altísima y gótica, la catedral del año 1250, se levanta en medio de un espacio que apenas deja lugar para tanto cafecito con terraza, cervecería y tienda de recuerdos, mientras un intemporal organillero le pone música a la función.

Un paseo en barco de una hora revela otras caras de Estrasburgo, como las damas de chal sobre los hombros y la chica punk que, estilos aparte, pasean sobre los románticos ponts couverts, los puentes que, pese a su nombre, perdieron los techos en el siglo XVIII. Otras versiones de la misma ciudad se ven en la estatua mitad jirafa mitad hombre vestido de traje que se deja ver a la puerta de un edificio moderno y en la sede del Parlamento Europeo, que sesiona en un enorme edificio de vidrio y acero y también se refleja en el Rin.

De Estrasburgo a Zurich
A la mañana siguiente, las vías y los andenes que se ven desde el tren TGV parecen delinear una línea imaginaria, al cabo de la cual está la ciudad suiza de Zurich. A poco de andar el paisaje se ondula, se vuelve más Heidi, digamos. A las 12 del mediodía llega el mozo, con unas impecables bandejas y, sobre un papel plateado de color fucsia, un plato de carne al horno con zuchinis. De postre, una mousse de chocolate y pistachos que saboreamos apoltronados en las enormes butacas del TGV.

Es domingo y el aire limpio de Zurich, el tono de pueblo aristocrático con el tiempo a su favor parece más marcado en el área del lago de Zurich. Este es uno de los últimos días del verano y sobre el agua se deslizan los veleros. En la catedral Fraümunster hacemos una breve parada para admirar los sutiles vitrales del artista Marc Chagall. Las calles llenas de cafés y cervecerías al aire libre, y el sutil entramado de escaleras de piedra, bebederos artísticos y finísimos negocios de arte y decoración, son, también, muy seductores.

"Parece una ciudad de Playmobil", dice alguien mientras viajamos en el modernísimo tranvía, en el que una voz susurrante anuncia la próxima parada. Son sólo algunos datos, pero Zurich, al menos este domingo, es una ciudad de muros color crema, de ventanas abiertas y de balcones floridos sobre veredas angostas. En una gran plaza, donde se despliegan mesas de comida casera, algunas familias y grupos de amigos juegan a algo que parece similar a las bochas. Llegamos aquí después de subir una empinada escalera de piedra y la postal, sí, podría ser el decorado de un elegante Playmobil, a orillas de un lago.

Al otro día nos espera otra ciudad suiza, Lucerna, y el tren que nos lleva, con vagones de dos pisos, es parte del sistema de transporte del país, STS. La noticia esta mañana es que la partida se demora 5 minutos, que la voz FM se encarga de comunicar. Entre tanta laptop, cámara digital y MP3 se dejan ver algunas caras de contrariedad, pero mucha gente se desplaza por trabajo y las butacas, mesas y el impecable carro que pasa ofreciendo café o sabrosos desayunos son una oportunidad para ganar esos 5 minutos. Lucerna está a sólo 45 minutos de viaje, que, a bordo, pasan demasiado rápido.

Lucerna, a orillas del lago del mismo nombre, es todavía más estilizada, más fina que Zurich. Abordamos un barco que nos lleva a Alpnachstad, donde otro tren, de montaña, nos llevará a la cima del Monte Pilatus, de 2.100 metros de altura. A medida que el trencito asciende, en medio de las caras de sorpresa y las sonrisas de niños de los pasajeros, se descubre un paisaje que va mutando de los bosques y el verde a unos tonos más áridos, hasta que, bien arriba, cuando ya casi no queda más arriba, los niños que parecemos, creemos estar en un balcón a la montaña. El almuerzo incluye un típicamente suizo plato de fideos con puré de manzanas.

De Zurich a Berlín
Por la noche, el CityNight Line espera en el andén. Camino a Berlín, Alemania, esta será la primera noche a bordo, desde la cena hasta el desayuno del día siguiente. En el camarote, cada elemento pasa por una rigurosa inspección, una rienda suelta a la curiosidad: la botella de agua mineral sobre la mesita de luz o la comodidad de la cama de sábanas blancas. A la hora de dormir el traqueteo del tren deja de ser una imagen o un sonido para transformarse en algo que se siente en el cuerpo: a veces remite al movimiento de una cuna; otras, obliga a recuperar la estabilidad.

Si el camarote es un cuarto de hotel en miniatura, el restaurante del tren es todo lo contrario: mesas con manteles blancos, copas altas, una iluminación tenue, de lucecitas que simulan estrellas en el techo. El menú es contundente: sopa de hongos, salmón al horno, vino, café y un chocolatín. Brindamos con los compañeros de mesa por esta extraña noche en movimiento. A las 21.10 dejamos Suiza y entramos en Alemania. El viaje en tren es, a un mismo tiempo, imaginación y límite. La palabra frontera es más que un concepto o una línea de puntos. Es, se ve. A bordo de un tren uno entra en un país, no lo adivina allá abajo. El pasaporte queda retenido durante toda la noche. Bueno, mejor así que despertarse con los golpes en la puerta de las autoridades de migración. Pocos minutos después del café del desayuno, el tren se desliza en Berlín, la magnífica capital alemana, hoy otoñal.

No hay modo de comprender Berlín en las pocas horas de las que disponemos para pasear por la ciudad, pero aun así quedarán escenas clásicas, imágenes duras y díficiles de borrar, como el enorme parque Tiegarten, los edificios de Albert Speer, el arquitecto de Hitler, la cúpula vidriada del Reichstag, la puerta de Brandenburgo, allí donde estaba el límite de las dos Berlín antes de la caída del Muro –queda sólo una parte, en la que luce una pintada que dice "Ciao, mama"– y hoy, en una extraña postal, un joven disfrazado de soldado ruso y con la bandera de la ex Unión Soviética, se saca fotos abrazado a los turistas. Hay más de un memorial en la ciudad, como la serie de bloques de piedra que recuerda el Holocausto o el Checkpoint Charlie, el punto de control entre Berlín Oriental y Occidental, donde se ven flores frescas. Toda Berlín parece decidida a recordar: los desastres de la Segunda Guerra Mundial, los años en que la puerta de Brandenburgo estaba cosida con alambre de púa. Miro, bajo la lluvia, el filo gris del río Spree y la monumental avenida Unter den Linden.

De Berlín a Colonia
El viaje en tren de alta velocidad alemán ICE a Colonia de esta noche es casi una excusa para llegar a Bruselas, la capital de Bélgica. Sin embargo, las cuatro horas y media que dura son un buen argumento para dejarse estar y admirar el paisaje de Alemania mientras se toma un café en el vagón comedor. Las butacas, creadas para el "apoltronamiento", cuentan con pantallas individuales. El viaje pasa demasiado rápido y la sensación ilusoria de haber partido apenas unos minutos antes se desvanece con la imagen gótica de la catedral de Colonia.

De Colonia a Bruselas
A la mañana siguiente, a bordo del Thalys, un tren con mucho estilo, llegamos a Bruselas, una ciudad de una magnífica arquitectura y una vital combinación de gente y más gente llegada desde los más diversos países. Unas intrincadas callecitas en las que cuesta caminar porque están llenas de bares, de sillas y mesas, convergen en la Gran Plaza, un hermoso espacio delimitado por edificios que brillan gracias a las aplicaciones doradas de las fachadas. En la Grand Place, como se la conoce, hay puestos de flores, vidrieras que exhiben gobelinos, las telas típicas de la ciudad, chocolates y libros de arte. No podía faltar una estatua de bronce que hay que tocar para tener buena suerte. Por las dudas, nos sumamos a la leyenda, pero sin sacarle el ojo y las ganas a la vidriera de un negocio de dorados biscuits. Bruselas tiene varios íconos: el personaje de cómic Tintín y el Maneken Pis, una liliputiense estatua que orina agua en una fuente bien rococó. Hoy, increíblemente, está vestido con un tapadito azul oscuro.

De Bruselas a Londres
Después de pasar la noche en Bruselas, vamos hacia Londres, donde termina nuestro viaje. Salimos de la Comunidad Europea y vuelven los sellos de entrada y salida en los pasaportes. El destino es la estación de St. Pancras, la flamante terminal de Eurostar, que a partir del 14 de noviembre reemplazará a la vieja Waterloo y el viaje tiene mucho de celebración. Además, somos testigos de un nuevo récord de velocidad: el 20 de setiembre, el Eurostar cubrió la ruta entre Bruselas y Londres –373 km– en una hora y 43 minutos. A bordo del Eurostar, una suerte de flecha certera y puntual, entramos en el Eurotunnel, la asombrosa construcción que se apoya sobre el Canal de la Mancha, para un viaje submarino de 20 minutos. Cuando el tren vuelve a salir a la superficie, desde la ventanilla se ven un riacho con sus orillas y unos barquitos que, a esta velocidad y a la distancia, parecen miniaturas. En la estación de Londres apenas hay tiempo para las últimas fotos y las despedidas. El andén vacío y el tren son pura evocación del viaje que recién termina. También, las siluetas de un deseo que sólo quiere recomenzar.

La mejor vida
Cuando me desperté nevaba. A través de la ventanilla del tren que había partido por la noche desde Zurich, y que estaba llegando a Budapest por la mañana, veía como el paisaje había cambiado durante la noche y llegaba a una bellísima ciudad que se incorporaba a la red de trenes europeos. En el vagón, calefaccionado y con café, tortas y croissants, la vida no podía ser mejor. Viajar en esos trenes confortables se había transformado en un placer en sí mismo. En estado hipnótico me quedaba mirando durante horas por esas ventanas panorámicas la belleza de esas ciudades históricas y montañas mágicas en cámara rápida. La comodidad y velocidad de los trenes españoles, franceses, suizos, belgas, alemanes, hacían de la experiencia un momento imprescindible del mítico viaje a Europa.

Importante
Para viajar por Europa, el tren es una de las mejores alternativas. Entre las razones, hay que anotar no sólo la extensa red ferroviaria europea, sino también la posibilidad de comprar el Eurailpass, un pase para recorrer el continente casi sin límites. Además del confort, y en algunos casos del lujo de la primera clase, hay argumentos contundentes: se sale del centro de una ciudad y se llega al centro de otra, no hay colas ni check in ni se pagan impuestos o tasas. Esto permite ahorrar dinero y tiempo en traslados desde y hacia los aeropuertos. Aquí, algunos consejos para que los preparativos y el viaje no fallen.

REGLA DE LAS 7
Cuando utilice un pase de tren flexible (por ejemplo, 5 días en 2 meses), recuerde que en general se aplica la "Regla de las 7 pm". Si toma un tren nocturno y directo después de las 19, el día calendario que habilitará en su pase es el siguiente y, así, podrá continuar utilizando el pase una vez que llegue a su destino hasta las 24 horas.

VALIDAR TICKETS
A través de los agentes autorizados Rail Europe (www.raileurope-la.com) se pueden comprar desde Argentina boletos de tren y hasta hacer una reserva para un día y horario específico. Es importante contar con un buen asesoramiento: si bien los pases no requieren de trámites previos, por ejemplo, antes de iniciar el viaje, ya en Europa, hay que validar los tickets.

OPCIONES
Si el itinerario elegido incluye más de dos tramos, consulte con su agente de viajes o en www.raileurope-la.com por alguna de las opciones de pases de tren existentes: hay pases que cubren 18 países, hasta pases nacionales por un único país. El pase es, en general, más barato y no puede comprarse en Europa.

SWISS PASS
Permite realizar viajes ilimitados por Suiza. Además, incluye el uso del transporte público en 38 ciudades suizas.

RESERVAS
Tomarse un tiempo y leer cuidadosamente la guía del viajero que acompaña al pase. Es importante aclarar que estos pases no incluyen las reservas de asiento (que en algunos casos como el TGV son obligatorias), ni las reservas de comodidades para dormir (como en el caso del City Night Line).

OTROS PASES
Hay muchas versiones del Eurail Select pass en cuanto a la duración (5 días en 2 meses, 6 días en 2 meses, 8 días en 2 meses, 10 días en 2 meses y 15 días en 2 meses) y en cuanto a los países a incluir (3 países, 4 países o 5 países). Estos países pueden seleccionarse de entre 22 con la única condición de que compartan frontera.

CUANTO CUESTA
Para hacer este viaje, tomamos como ejemplo un Eurail Select Pass de tres países (Francia, Benelux, Alemania) y un Swiss Pass. El Eurail Select Pass de tres países por cinco días en dos meses (la utilización de los días no debe ser necesariamente consecutiva) en primera clase tiene un costo de 315 euros para una persona que viaja sola y de 268 euros por persona, en el caso de que sean dos personas o más que viajan juntas. También existe una versión para jóvenes del mismo pase en segunda clase, que tiene un costo de 205 euros. El Swiss Pass por cuatro días consecutivos cuesta 291 dólares en primera clase y 194 dólares en segunda, para una persona que viaja sola, y 247 dólares en primera y 165 en segunda por persona, también cuando se trate de dos personas o más que viajen todo el tiempo juntas. Este pase tiene beneficios adicionales como entrada gratuita a 400 museos, castillos y exposiciones y 50 por ciento de descuento en la mayoría de las excursiones a las montañas del país.

www.raileurope-la.com
www.parisinfo.com
www.ot-strasbourg.fr
www.zuerich.com
www.pilatus.ch
www.visitberlin.de
www.brusselsinternational.be

Nora Viater
Clarín - Viajes

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