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domingo, 30 de marzo de 2008

La sal de la tierra: Potosi y el Salar de Uyuni

Isla Incahuasi o del pescado, poblada de cardones

El sur boliviano conjuga la intensa y larga historia minera del país con el sorprendente Salar de Uyuni, un inmóvil mar blanco con islas repletas de cardones, fuentes de aguas termales y hasta un lujoso hotel construido con sal. Y en cada rincón de la ciudad de Potosí se revelan las innumerables huellas de la época colonial.

¿Cuánto cabe en los ojos del hombre? El sur de Bolivia parece dejar abierta la pregunta por siempre. La primera mirada al pisar su tierra propone un silencio íntimo, y la contemplación minuciosa de sus detalles: no hay rincón que no cautive por belleza e impronta cultural, ambas sobrevivientes al paso tan creador como demoledor de la colonia.

Desfilan ante el asombro valles, quebradas y caminos de cornisa. Intensos verdes, rojos y ocres, y en la mezcla de texturas y tonalidades aparece la mano del hombre, aferrado con pasión a sus creencias. Es que toda Bolivia no sería lo que se ve sin el protagonismo de sus festividades, que encuentran su punto máximo en los carnavales, o en celebraciones como la de San Bartolomé (o de los Ch”utillos) que desde tiempos coloniales reúne en la localidad de La Puerta a bandas musicales autóctonas, con danzas caporales, diabladas, tinkus y más de 120 agrupaciones locales, cada 26 y 27 de agosto, afirmando un poco más la raíz de un pueblo que valora su historia.

Cambio de habito
Si bien geográficamente Potosí y gran parte del sur boliviano se asemeja al Noroeste argentino, hay matices culturales que sorprenden al visitante ni bien se cruza la frontera. Los cambios, más que en los rostros, se notan en los usos y costumbres, y en el andar calmo de la gente. En general se suele arribar a Potosí de dos maneras. La primera implica volar hasta La Paz, capital boliviana, y combinar con un colectivo hasta Potosí, el más sureño de los nueve departamentos bolivianos junto a Tarija. La otra opción propone una escala ascendente por tierra desde Jujuy, cruzando la frontera por La Quiaca, hasta los pagos bolivianos de Villazón, un neto pueblo de paso. Allí hay al menos dos premisas fundamentales: conseguir boleto en el codiciado Rápido del Sur, tren que en ocho horas permite llegar a Uyuni (dos horas menos que en colectivo) y llevarse por un precio increíble un aguayo, o manta, hecha a mano. El Salar de Uyuni es uno de los principales destinos turísticos del país, visitado por más de 60.000 turistas al año en excursiones de uno, dos y cuatro días.

Un oceano blanco
Alcanzan unos pocos kilómetros en la 4x4 para que la adrenalina se apodere del cuerpo y todo, absolutamente, se vuelva blanco. Blanco y luminoso. Blanco e infinito. Ubicado al sureste del departamento, casi en el límite con Chile, el salar ocupa 12.000 kilómetros cuadrados, cuestión que lo convierte en la mayor reserva de sal del planeta. Allí hay cuevas, islas repletas de cardones, fuentes de aguas termales y hasta un lujoso hotel hecho con la misma sal. Desde ya, no hay fotos ni palabras que alcancen.

La excursión comienza temprano, con una salida que se inicia en caravana hacia el viejo cementerio ferroviario y a bordo de camionetas equipadas para aguantar cualquier cosa posible. En unos pocos minutos se está a 3650 metros de altura, en el altiplano boliviano y sobre de la cordillera de los Andes. La primera parada estratégica se da en las inmediaciones de la procesadora de sal, que purifica los nitratos, sulfatos y demás minerales para llevar al mercado local, y para exportarlo a más de 20 destinos internacionales. A pocos metros del lugar un puñado de artesanos locales ofrecen trabajos más humildes, pero no menos espectaculares: portarretratos, ceniceros, tazas, alhajeros, juegos de dados, esculturas y hasta representaciones de la Pachamama son creados íntegramente con sal. Al lado, un pequeño museo exhibe estatuas de tamaño natural que figuran animales y personajes de la historia potosina.

La travesía continúa camino a la isla Incahuasi (o del Pescado), un área protegida en la que brotan Trichocereus pasacana, unos enormes cactus bicolores de hasta 10 metros de altura, desde donde se puede contemplar la inmensidad del salar. En el trayecto a Incahuasi suele haber unos centímetros de agua, que además de lograr el extraño efecto de espejo en el suelo, forma en su evaporación perfectos hexágonos, que continúan hasta donde el cielo parece fundirse con la tierra. Al llegar a la isla se paga un ticket de 10 bolivianos (algo menos de $5) que habilita a recorrer las 24 hectáreas del lugar. Un buen almuerzo a base de quinoa, chuletas fritas y ensalada de pepino y tomate repone las energías para seguir camino.

Las otras excursiones de dos y cuatro días agregan la maravillosa experiencia de acampar en el salar, llegar a islas más profundas, conocer géiseres, aguas termales y fósiles milenarios, entre otras cosas.

Artesanías hechas con sal en una de las paradas de la excursión a Uyuni

Pueblo minero
La llegada a la ciudad de Potosí, siete horas de colectivo mediante, requiere despojarse del clima internacional, casi glamoroso, del salar. Andar sus callecitas adoquinadas, de veredas casi inexistentes, implica sumergirse en las huellas de la colonia. Potosí aún guarda en sus entrañas las memorias de lo que supo ser una de las ciudades más importantes del mundo, cuando la habitaron cerca de 160.000 personas en el siglo XVII, una cifra superior en ese entonces a la de Londres o París. Ese pasado esplendoroso ya no existe, aunque hoy la ciudad se ilumina con sus múltiples fiestas locales, que rescatan el valor de la tradición y la hermandad de un pueblo esencialmente minero. Esto se juega a las claras en el aspecto económico, donde aún hoy Potosí gira en torno de los minerales como producto nominal, y si bien posee ganadería y una interesante producción agrícola de quinoa, trigo y cebada, la explotación minera sigue marcado su destino. En la ciudad se destaca la sincronía de sus atractivos y la impronta barroca en las construcciones. Su urbanización se asienta en las planicies de la cordillera Oriental de los Andes, aunque se encuentra sumergida en un pequeño valle ondulado, que les da a casi todas sus calles una pendiente retadora. Declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco en 1987, la ciudad se ubica a más de 4000 msnm, y es una de las más altas del mundo. Desde los cerros circundantes puede verse por completo la totalidad de las casitas, los edificios de su centro cívico y la imponente construcción de la Universidad Tomás Frías.

El primer vistazo a la ciudad puede darse desde la plaza mayor, eje central de la movida potosina. A unas cuadras de ahí, en los concurridos mercados, tejen y venden de todo las pintorescas cholitas, vestidas con ropa hecha a mano como sus ancestros quechuas. Algunos de sus descendientes, en cambio, ya se han adaptado al incontenible paso de la modernidad, y lucen camperas de jean y ropas más usuales a los ojos visitantes. En el camino es frecuente cruzar alguna de las 80 antiquísimas iglesias, templos o monasterios, muchos de los cuales tienen varios siglos de historia. La Torre de la Compañía, con tres cúpulas, un arco de cinco aberturas y 32 columnas salomónicas, resume la espiritualidad católica de la época colonial.

Para quien busque alejarse un poco de la urbe, los baños termales de Miraflores y sus sulfurosas aguas proponen un día a puro relax, en un marco natural que resulta tan envidiable como reparador.

Pero si de recuperar energías se trata, los restaurantes potosinos son los encargados de devolver el alma al cuerpo: la cazuela de Potosí, una espesa sopa a base de maní, con papas, arroz, carne y pescado; o los chambergos, roscas de harina con azúcar molida, fortalecen al invitado de inmediato. Para los más valientes, el desafío será el picante de pollo con ají amarillo en cantidades considerables. Claro que si la idea es recorrer la ciudad sin pausa, la comida a ingerir debe ser liviana para poder sobrellevar la altura sin mayores problemas.

Tras la plata del Rico
La excursión más requerida por los visitantes conduce a las minas. En cualquier centro turístico de la ciudad puede contratarse el servicio guiado, que dará cuenta de la historia de Potosí sin adornos.

Mitos y leyendas se entrelazan en torno del inmortal cerro Rico. Cuentan que fue el indio Diego Huallpa, buscando una de sus llamas perdidas, quien subió su ladera y debajo de unas matas de paja encontró una veta de plata del tamaño de un hombre, que brotaba como una vena del corazón de la tierra. Descubierto el tesoro, llegaron los españoles desde Porco para hacer de esa montaña un milagro económico que transformó Europa. Plata y estaño en sus orígenes, y otros minerales hoy, siguen siendo la fuente de ingreso de gran parte de la población. Según estudios de las empresas que comercializan sus minerales, el cerro aportará riquezas durante 500 años más.

Para la visita se suele comprar hojas de coca y algunos explosivos como forma de agasajar a los mineros, que permiten a los ajenos conocer el lugar que les da y les quita la vida. Por irreal que parezca, es difícil que un minero pase los 45 años, siempre y cuando no sufra accidentes. Y hay que estar ahí para comprobarlo. Sólo unos pasos por los estrechos caminos alcanzan a dar cuenta de su trabajo en los más de 5000 túneles de la montaña. Entre las particularidades de allí abajo se encuentra el “Tío”, el espíritu que habita las minas y es dueño de la riqueza escondida y la vida de los hombres. Los mineros brindan con él, le invitan su coca y piden permiso para la extracción. Repetitivo e invencible, sus imágenes aparecen en cada uno de los socavones, y pese al esfuerzo de los españoles, su figura se mantuvo desde el primer día de trabajo en las minas.

La coca es la otra gran protagonista del lugar: “Nos quita el hambre y un poco el frío”, explica Freby, minero desde siempre, mientras sacude con la mano el haz de luz que molesta sus ojos. El ritmo no debe disminuir, así que el hombre sonríe, recoge gustoso las provisiones y se convierte nuevamente en sombra, hasta desaparecer.

Casa de la Moneda
De vuelta al centro, y en sólo dos horas, es posible concretar la otra gran visita de la ciudad. El museo Casa de la Moneda, a media cuadra de la plaza, es para los expertos una de las construcciones más importantes de la arquitectura sudamericana. En sus salones se atesoran pinturas virreinales, esculturas del siglo XIX, las primeras monedas emitidas y hasta momias, que la visita guiada permite ver por $20 bolivianos. En el primer piso y bajo riguroso control policial descansan tres inmensos conjuntos de engranajes de madera, algo similares a las paletas de los viejos barcos a vapor. Son las maquinarias de laminación para acuñar moneda, que siglos atrás producían valores para gran parte del mundo. En la planta baja todavía está la marca circular del paso de animales y pies de indios, que hacían girar sus engranajes hasta convertir el metal en moneda. Una importante colección de cuños y troqueles termina por ofrecer la simpática experiencia de hacerse una moneda propia. Tomando un martillo de diez kilos y dando un golpe seco sobre la matriz del cuño elegido, habrá de crearse un souvenir contante y sonante de ese paso por la ciudad platera.

Un recorrido por los socavones del cerro Rico, la “montaña de plata”

¿Que es un salar?
Un salar es básicamente el resultado de un largo proceso de acumulación de sales (cloruros, sulfatos, nitratos, boratos) que no drenaron en su momento hacia el océano. Esos sedimentos precipitan por una fuerte evaporación, que a largo plazo es mayor a las aguas que pueda recibir (por ejemplo de lluvias o deshielos). Generalmente, este proceso ocurre en lugares áridos con altas tasas de evaporación. El área que hoy ocupa el salar de Uyuni estaba cubierto hace 40.000 años por el lago Ballivián, un extenso mar interior que existió hasta el final del Pleistoceno. Su salmuera se compone de litio, boro, potasio, magnesio, carbonatos y sulfatos de sodio, y otros componentes como la ulexita, o “piedra televisión”, que es transparente y tiene el poder de refractar a la superficie la imagen de lo que esta debajo. Al salar de Uyuni se lo considera además como la mayor reserva de litio, aunque es muy difícil su extracción por falta de agua.

Algunos estudios aseguran que el salar está compuesto por capas de salmuera superpuestas con barro y tiene una profundidad de 120 metros. Se estima además que contiene unos 64 mil millones de toneladas de sal, de los cuales se extraen anualmente 25 mil toneladas con diversos destinos.

Datos Utiles
Embajada de Bolivia en Argentina. Teléfono: (011) 4394-1463.
www.embajadadebolivia.com.ar
http://www.casanacionaldemoneda.org.bo/

Texto e imagen: Pablo Donadio
Pagina 12 - Turismo

jueves, 27 de marzo de 2008

Paraíso de mar

Playa en Bahia Bustamante

La costa norte del golfo San Jorge, en Chubut, es un lugar único. En pocos meses más se convertirá en un nuevo parque nacional. Pingüinos, lobos marinos y guanacos protagonizan las postales naturales más conmovedoras de esas transparentes bahías del Sur El azul turquesa del mar produce un contraste fascinante con el verde de las algas sobre la costa, el negro de los mejillones en las piedras, la gracia de los pingüinos cuando anidan, las voces de los lobos marinos llamando a sus crías, todo enmarcado en la inconmensurable estepa chubuteña.

A eso se suma un cielo celeste que perdura hasta el postre y una luna gigante anaranjada que invita a disfrutarla con el café. El golfo San Jorge es un lugar único de la república: allí, el veloz choique y el grácil guanaco miran hacia el horizonte marítimo para compartir su ecosistema con la fauna marina. Mezcla única de mamíferos, aves y peces. Es una zona singular del país, y por ello en pocos meses será parte de un nuevo parque nacional: el Marino Costero Patagonia Austral. “Para abril o mayo se firmará el último acuerdo de este parque, que tendrá jurisdicción compartida entre la provincia de Chubut y el Estado Nacional”, adelantó el coordinador de prensa de Parque Nacionales, Marcelo Cora.

Además, será el primer parque costero marino del país que invitará a disfrutar de la naturaleza a 360°: hacia donde se mire, todo será un paraíso. Se encuentra ubicado dentro del golfo de San Jorge, con dos puntos claves para la recorrida. El primero es Bahía Bustamante, con acceso desde lo que será el futuro portal sur del parque. Un diminuto poblado que fue creado en la década del 50 para la extracción de las algas utilizadas en la elaboración de fijador para el cabello. Hasta hace veinte años vivían unas quinientas personas y funcionaba la pequeña escuela del paraje, pero una mancha de petróleo hizo que durante veinte años no se pudiera realizar la extracción y hoy, que ya no existe el problema, la población se redujo a unas cincuenta personas.

Pinguinos Magallanes

Una decena de especies de algas llegan a la costa y se recogen para usos alimentarios y de cosmética, siendo el agar agar su principal producto. De allí sale la porfina, más conocida como nori, utilizada para el sushi. La undaria, o wakame, es antioxidante y se están haciendo investigaciones para su utilización en tratamientos contra el cáncer y el HIV, ya que refuerza el sistema inmunológico. Pero, más allá de ser el único pueblo alguero del mundo, la bahía se impone ideal para el avistaje de fauna junto a los paseos por el mar hacia las caletas e islas cercanas. En eso está Matías Soriano, nieto del fundador y quien se ocupa de recibir a no más de veinte turistas que llegan desde las ciudades más alejadas del mundo para vivir esta catarata de naturaleza. Cabalgatas, bicis o caminatas acercan al visitante hasta un bosque petrificado, estancias típicas de la Patagonia o magníficas playas de arena blanca con algún acantilado y piscinas de rocas naturales.

Bahía Bustamante está al pie de un manantial de agua mineral; por eso es posible el cultivo de vegetales que luego sirven durante las comidas que se ofrecen en la antigua proveeduría. En sus costas y en la caleta Malaspina viven el pato vapor y la gaviota de Olrog, endémica de la Argentina e internacionalmente amenazada, y sobrevuelan cormoranes y petreles gigantes con más de dos metros de envergadura. También hay colonias de aves, como la paloma antártica, que llega desde el Artico canadiense y elige estas islas para su reproducción. Al no haber predadores, es un lugar de mucha seguridad para nidificar: tienen alimento y tranquilidad.

Golfo San Jorge

En el otro extremo, hacia el norte de lo que promete ser el parque, se encuentra el cabo Dos Bahías, que, con Punta Tombo, alberga la pingüinera más grande del país, hasta ahora un área protegida provincial. El pingüino de allí es el de Magallanes, que vive entre la costa y los 1000 metros tierra adentro. Es el lugar al que vuelve todos los años con su pareja para anidar en sus cuevas y criar a los pingüinitos hasta que logran aprender a nadar e impermeabilizarse. Los que son familia se reconocen por los cantos y la hembra llama al macho cuando vuelve de pescar para ubicarlo. Caminan siempre en línea recta y son muy despistados: si se pierden dan muchas vueltas hasta encontrarse. A las colonias de solteros, o juveniles, llegan en noviembre a cambiar el pelaje y se van en febrero hacia el Norte. Las aves playeras son del Círculo Polar Artico y continúan viaje hasta Tierra del Fuego.

Con respecto a los peces y la fauna marina, la zona representa un talud continental de cuatrocientos metros de profundidad que brinda cantidad de nutrientes, y por eso hay multitud de calamares, langostinos, merluza, pulpo y salmón, entre otras tantas especies. El delfín de Risso, uno de los más grandes después de la orca, suele visitar las costas.

En las numerosas islas hay nueve colonias de lobos marinos de un pelo y dos de ellas son reproductivas. Es interesante observar la lucha de los machos por mantener su harén de hembras. Son capaces de pasar dos meses de ayuno, sin entrar en el agua, para que no le saquen a su pareja, que se embaraza en enero y, luego de once meses, en diciembre, tiene una cría. En la etapa de gestación, viven todas las hembras juntas en criaderos.

Entrando al cabo de Dos Bahías se accede a la caleta Sara, famosa por ser fondeadero de veleros que dan la vuelta al mundo. La turquesa caleta contrasta con los acantilados ocres y las maravillosas vistas que se obtienen desde el mirador cercano. Desde la altura se descubre la isla Moreno, residencia de los lobos de un pelo y la isla Leones, donde habitan los leones marinos o lobos de dos pelos.

Cabo Dos Bahias

El miedo empetrolado
El parque se creará para conservar este ecosistema marino y garantizar la reproducción de las especies. Es decir que este tramo norte del golfo de San Jorge será una muestra representativa de un ecosistema que no se encuentra en otro lado porque es una de las zonas con mayor biodiversidad de la Patagonia. El rol del parque será entonces el del control ecológico y la vigilancia, junto con la búsqueda de la sustentabilidad de la economía de la región para que el ecosistema se mantenga. El turismo será uno de los objetivos a desarrollar dentro de las áreas aprobadas. Estará permitida la actividad humana en zonas para pesca artesanal y deportiva, así como el cultivo de algas.

Uno de los grandes temores de la zona es la lucha diaria con el petróleo. Además de cumplir sus cien años de extracción en tierra, hace cincuenta que también se lo extrae del mar. Algunos dicen que la solución parece estar cerca si se estudia la concentración de hidrocarburos en la costa y se delimita la ruta del petróleo. En 1997 se ordenó un cambio de ruta de los petroleros, a veinte millas de la costa. Sin embargo, la falta de castigo y los errores humanos hacen que, por ejemplo, hoy ya no se pueda usar el mar ni para bañarse en las bellas costas de la caleta Córdova. “Con tanto mar, tenemos que poner una piletita de lona para refrescarnos”, explica la propietaria del restaurante de mariscos de la zona. Para José Luis Estévez, de la Fundación Patagonia Austral, las medidas tecnológicas funcionan, pero hay que trabajar el castigo, ya que con una mínima pérdida en el agua puede conocerse su procedencia y su comprador. Y desde Parques Nacionales las denuncias ahora serán federales.

Elefante marino en Caleta Sara

Clima
El clima es templado frío costero, con temperaturas medias anuales cercanas a 10º. La mejor época para recorrerlo es desde noviembre hasta abril. En el verano, la temperatura puede llegar a los 34°, con un viento frío que llega del mar, y por la noche baja a unos 16°. Las precipitaciones son pocas, de alrededor de 200 mm. anuales, y se concentran en el invierno.

Ubicación
El parque contará con cien kilómetros de costa, cuarenta islas y 500 km2 de mar. Ubicado al norte del golfo San Jorge, se extiende desde Puerto Vizzer hasta el cabo Dos Bahías. Lo enmarcan la estepa y el mar, en Chubut, a 250 km de Comodoro Rivadavia y a 40 de Camarones. Será muy importante, ya que delimitará las rutas de acceso de los barcos petroleros y pesqueros.

Cómo llegar
Actualmente, por Camarones, desde la ruta provincial 30. En el futuro se llegará por la ruta 1, con una entrada por Comodoro Rivadavia y otra por Camarones, pueblo que hoy está aislado. Se diseñará una ruta que copiará el perímetro de la costa, pero el proyecto del camino se firmará recién en agosto. Las entradas serán por el Norte, a través del Portal de Camarones; hacia el Oeste, por la ruta 3 a Bahía Bustamante, y desde el Sur, por la ruta 1 costera desde Comodoro.

Sabrina Cuculiansky (Enviada especial)
La Nación - Turismo
Fotos: Web

lunes, 24 de marzo de 2008

La Rioja: Laguna Brava y Talampaya

Camino de Chilecito a Villa Unión

Tesoros muy naturales
Desde Villa Unión, un viaje a la increíble Laguna Brava, un espejo de agua a 4400 metros de altura poblado de flamencos, vicuñas y guanacos muy protegidos desde que se creó la reserva. Y la imperdible visita al Parque Nacional Talampaya, una de las más impactantes formaciones naturales de nuestro país.

Villa Unión es una pequeña ciudad con aires pueblerinos enclavada en el Valle de Bermejo, al noroeste de la provincia de La Rioja y a 270 kilómetros de su capital. Entre sus atractivos se puede visitar “La Isla”, una formación rocosa con petroglifos de civilizaciones precolombinas, y “El Mirador”, con vista al río Bermejo. También es zona de viñedos y un culto religioso en ascenso, como el “Angelito Milagroso”, un niño llamado Miguel Angel Gaitán, que murió al poco tiempo de nacer y a quien hoy se le atribuyen milagros varios. Los “promesantes” de ciega fe se acercan hasta su tumba y le dejan juguetes.

Pero, sin dudas, el mayor capital de este lugar radica en que se encuentra muy cerca de la Reserva Provincial Laguna Brava y del Parque Nacional Talampaya, siendo así base y puerta de entrada de estos dos lugares imperdibles de la árida geografía riojana.

Un flamenco levanta vuelo sobre las plácidas aguas de la Laguna Brava

Laguna Brava
A casi doscientos kilómetros de Villa Unión, camino a la frontera con Chile, y a 4400 metros sobre el nivel del mar, en plena cordillera riojana, se encuentra esta maravillosa laguna poblada de flamencos, vicuñas y guanacos. La reserva, creada en 1980 para proteger a estas especies de la caza furtiva, abarca unas cinco mil hectáreas.

No es necesario tener una 4x4 para llegar hasta allí, ya que el camino se encuentra en muy buenas condiciones, incluso el tramo no asfaltado, un atractivo más de este viaje único por un paisaje montañoso y colorido que sorprende al viajero una y otra vez.

Poco después de atravesar la única calle –asfaltada, porque no es ni más ni menos que parte de la propia ruta provincial 26– del fantasmagórico pueblo de Vinchina, el panorama cambia, sobre todo al entrar en la Quebrada de Troya. El zigzagueante camino de tierra corre paralelo al río Bermejo, el que curiosamente, en cierto punto, da una vuelta alrededor de un peñasco y vuelve a su curso entre los cerros amarronados, donde la erosión hizo de las suyas. Así, el viento y las lluvias tallaron una pirámide perfecta que se destaca entre las sierras. También hay numerosos cortes longitudinales que el imaginario popular llamó las “Barras de chocolate”.

Luego de remontar la cuesta de unos siete kilómetros, se llega a Alto Jagüe, pequeño y fantasmagórico pueblo donde la erosión también dejó su huella. La principal y curiosa característica de este lugar es que sus casas se encuentran a más de dos metros del nivel de la calle principal, sobre unos paredones de tierra que fueron tallados por las lluvias caídas durante años. Este poblado es la puerta de ingreso a la laguna y es obligatorio registrarse en la casa de los guardaparques.

Cirilo Urriche es uno de ellos. Nacido y criado en Alto Jagüe, se convirtió en guardafauna por naturaleza propia, es decir por el hecho de ser uno de los que mejor conocía el lugar, un baqueano que transitaba la zona llevando y trayendo ganado desde y hacia la cordillera. Cirilo comenzó su trabajo actual en 1980, justamente cuando se creó la reserva.

Pedro Barrera es su cuñado, otro baqueano devenido en guardafauna. Cuenta que antes tenían hacienda en la cordillera y llevaban más que nada a geólogos e ingenieros, pero que hace diez años comenzó a llegar cada vez más turismo. Pedro destaca que la vicuña es el animal más protegido del lugar y recuerda que cuando los cazadores venían hasta aquí, la especie estuvo en peligro de extinción: llegaron a quedar en pie unas quinientas vicuñas. Hoy se cuentan más de seis mil.

Al salir de Jagüe, uno se topa primero con la Quebrada de Santo Domingo, y más adelante le sigue la del Peñón, que regalan sucesivas postales, obligando a detener el vehículo varias veces para poder capturar y contemplar la gama de tonalidades rojizas, amarillentas, verdosas y amarronadas. Un cielo azul perfecto completa la saturada paleta de color.

En lo alto se divisa una tropa de guanacos, y en seguida dos que se desprenden y comienzan a pelear. Cirilo explica que es una manada de hembras, y los machos luchan para ver quién se queda con ellas. El perdedor deambulará solo por ahí hasta juntarse con la manada de relincho, el resto de los desahuciados. A lo lejos, más que un combate, parece un juego.

Una pequeña manada de vicuñas en el camino a Laguna Brava

Veinticinco kilómetros antes de llegar a la Laguna Brava, se encuentra uno de los trece refugios de piedra construidos durante las presidencias de Bartolomé Mitre y Sarmiento para que los arrieros pudieran albergarse en sus largos días cordilleranos. Son circulares y con el techo en punta, similares a un iglú.

Poco después, un cartel indica la llegada al Portezuelo de la Laguna. Al fondo, los cerros Veladero, Bonete Chico y el volcán Pissis (6882 metros, el volcán más alto del mundo) custodian las aguas mansas de la Laguna Brava, con sus diecisiete kilómetros de largo y cuatro de ancho. Una leyenda le atribuye el nombre a las inesperadas tormentas que encrespaban sus aguas cuando llegaba un visitante no deseado.

Otro de los mitos por aquí es el de “El Destapado”, un arriero que murió de frío y tiene su tumba en el refugio de la laguna. Le dicen así porque si alguien tapa sus restos, como se comprueba una y otra vez según los pobladores, al día siguiente aparece destapado.

El viento y el consecuente frío helado se vuelven insoportables por momentos, pero la belleza del lugar puede más que las inclemencias del tiempo. Una vicuña solitaria camina por sus orillas y un sinfín de flamencos, que llegan hasta aquí para reproducirse entre noviembre y marzo, reflejan su figura en las aguas color verde esmeralda. Hunden su cabeza en busca de alimentos, se paran en una pata y vuelan en bandadas buscando otro rincón en la inmensidad de este oasis.

Vista del Cañon de Talampaya camino a Valle Fértil

Talampaya: El tunel del tiempoCélebre por sus enormes y rojizos murallones, este parque nacional, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en el año 2000, atesora una buena parte de la historia de nuestro planeta y tiene gran importancia a nivel científico. Allí se han encontrado (y siguen encontrándose) restos fósiles de unos 250 millones de años –pertenecientes a la era Mesozoica– y petroglifos.

El Cañón de Talampaya, que forma parte de la misma cuenca arqueológica que Ischigualasto (Valle de la Luna), su vecino parque sanjuanino, fue descubierto en los setenta, gracias a la construcción de la carretera que uniría Patquía con Villa Unión. A partir de allí comenzaron a llegar los primeros curiosos e investigadores, hasta convertirse, hoy día, en uno de los lugares más visitados y fascinantes del país, con más de 200 mil hectáreas protegidas, de las cuales sólo se puede visitar una parte.

Por aquí anduvieron varias especies de dinosaurios y otras tantas generaciones de hombres, desde los más primitivos hasta algunas culturas aborígenes de nuestras tierras, como los diaguitas, quienes dejaron sus utensilios –se encontraron sobre todo morteros– dentro de las cavernas y en la zona conocida como la Ciudad Perdida.

Para recorrer el Cañón de Talampaya es necesario contratar los servicios de una empresa autorizada a realizar los circuitos con guías especializados. Por razones de conservación y preservación, no se permite el ingreso de vehículos particulares.

La empresa concesionaria del lugar realiza dos circuitos. Uno dura dos horas y media aproximadamente. En el primer tramo están los petroglifos y el Jardín Botánico, donde se ven especies autóctonas del lugar como el molle, el chañar y el algarrobo, que crecen y le dan otro color a este árido terreno. Sigue por La Chimenea, una grieta semicircular en el murallón, y luego Los Reyes Magos, La Catedral y El Monje, sorprendentes formaciones rocosas talladas magistralmente por el viento.

El otro circuito dura unas cuatro horas y media. Pasa por los mismos lugares pero se le suma una recorrida por Los Cajones, un cañón que se va estrechando a medida que se avanza. El último tramo hasta Los Pizarrones, donde se pueden ver varios petroglifos, se hace a pie.

A lo largo de la recorrida por este inmenso monumento natural, se pueden ver también otras sorprendentes formaciones como Las Torres, El Camello y El Alfil.

En todos los casos lo más aconsejable es ir temprano en la mañana, ya que cerca del mediodía el sol y el calor castigan con fuerza. A lo largo de los diversos paseos, y con un poco de suerte, podemos llegar a ver las diferentes especies de animales que habitan el desierto riojano, como el zorro gris, maras, liebres, guanacos, vicuñas, pumas, la serpiente cascabel, culebras y el infaltable cóndor, vigía eterno de la cordillera.

Datos Utiles
Excursiones:
  • Rolling Travel: Concesionario Oficial Parque Nacional Talampaya: 0351–5709909 talampaya@rollingtravel.com info@talampaya.com
  • Runacay: (03825)470368 info@runacay.com www.runacay.com
Alojamiento
Hotel Pircas Negras: Ruta Nacional 76.202 Tel.: 03825-470611.

Guido Piotrkowski (Texto y fotos)
Pagina 12 - Turismo
+ fotos: Web

viernes, 21 de marzo de 2008

Colombia: El natural encanto de San Andrés

Las playas compiten unas con otras en belleza y servicios

Playas doradas, aguas turquesa y mucho relax y distensión en este pequeño paraíso colombiano, que atrapa por su personalidad
“No cierre la puerta corrediza –dice el chofer de la camioneta mientras arranca hacia el hotel–. Estamos en San Andrés.” La isla colombiana, a dos horas de vuelo al noroeste de Bogotá, casi frente a Costa Rica, demuestra personalidad desde el primer instante.

Los viajeros se aclimatan con la cálida brisa que llega del mar, mientras la radio contagia un ritmo alegre. Reciben las estilizadas palmeras que adornan edificios bajos y casas con vista a un gran mar turquesa, pocas veces visto. Siempre turquesa, esté nublado o a plena luz.

La isla no es de la categoría de los servicios cinco estrellas: su encanto es natural, sin artificios, y ése es su más preciado tesoro (si bien habrían sido varios los que escondió el temible pirata Morgan). Es un destino de relax total, porque en San Andrés lo fundamental es sentirse cómodo y pasarla bien. Y esto se decodifica de inmediato: con un traje de baño, remeras, bermudas, anteojos de sol y un sombrero, las vacaciones están resueltas.

Para completar el kit faltaría algo más: un buen par de antiparras, porque en cualquier baño en la orilla de cualquiera de sus playas, nunca faltarán los peces de colores. Es que el archipiélago conformado por las islas San Andrés, Providencia y Santa Catarina posee uno de los mayores ecosistemas completos y representativos de la región tropical. En 2000 fue declarado por la Unesco Reserva de Biosfera, una de cien en el mundo.

Bien eligió el pirata Henry Morgan su mejor escondite para asaltar a los barcos españoles, donde seguramente haría algunas improvisadas inmersiones.

Su nombre suena en las islas todo el tiempo y hasta ven su cara en las piedras. Hay una especie de museo, La Cueva de Morgan, que lo recuerda con objetos encontrados en el mar (anclas, utensilios, espadas, barriles) guiado por isleños disfrazados de piratas, convencidos de que en esa misteriosa cueva coralina ocultaba su botín. Más allá de las leyendas, los sanandresinos recibieron una herencia latina y sajona. Descienden de los miskito; de los primeros puritanos ingleses que arribaron entre 1629 y 1641 tras la persecución religiosa en Inglaterra; de españoles invasores cansados de la piratería; de esclavos traídos de Jamaica y otras islas, y de colombianos, por supuesto. Las islas en 1860 se adhirieron a la Constitución colombiana. Por eso hay dos lenguas oficiales, el español y el creole, inglés criollo… indescifrable.

Las costumbres y tradiciones están en todos los rincones

De cayo en cayo
Ya instalados en el hotel habrá que sentarse en un cómodo sillón de caña o hamaca paraguaya a pensar qué hacer para aprovechar el tiempo, sin presiones, claro. Podría ser una salida en lancha hacia un cayo para sentirse Robinson Crusoe, o algo más actual, un sobreviviente de la isla de Lost.

Johnny Cay es el lugar perfecto para disfrutar de un día de playa con vista a la costa, mientras suena el reggae a toda hora. Se llega en tan sólo 15 minutos, tras un paseo en el que no se puede despegar la mirada del agua con todas sus gamas.

Tras el primer chapuzón al bajar de la lancha, reciben hombres de rastas alborotadas que despachan bebidas refrescantes, los clásicos cocos llenos con ron y algún suave licor frutal, cerveza fría y pescados. Todo para relajarse en sillas y mesas de madera bajo la sombra de las palmeras, donde lo único que puede interrumpir el descanso sería el paso de un cangrejo desorientado.

Otra salida en lancha para programar es hacia El Acuario. No es ni Sea World ni Mundo Marino. Es todo natural. Se trata de una barrera coralina, con bancos de arena, para sumergirse con equipos de snorkeling y un calzado especial, para no destruir ni lastimarse. Todo está bien equipado con lockers y un restaurante para seguir con el relax. Está justo frente al hotel Decameron Mar Azul.

No cabe dudas de que el destino es ideal para los amantes del buceo, ya que el agua tiene una visibilidad que alcanza los 30 metros de profundidad, tiene un promedio de 26 grados de temperatura anual y hay 40 sitios para hacer inmersiones, con acuarios naturales, paredes, grutas y naufragios. Pero lo más importante: sus aguas albergan 57 especies de corales, 273 de peces, varias clases de tortugas marinas, esponjas exóticas y más.

Difícil se hace no estar en remojo todo el día. Para tomar sol, las playas de la isla ofrecen servicios de sombrillas y reposeras, están limpias, bien mantenidas y no hay concentración de turistas, porque en toda la costa este una playa compite con la otra en belleza.

Libre de impuestos
El que salga después del atardecer se tentará con otra alternativa bien diferente: paseos de compras en la zona céntrica, bien hacia el Norte. Como es puerto libre, se convierte en un free shop de varias manzanas, con ofertas principalmente de perfumes y bebidas alcohólicas. Conviene estar al tanto de los precios de los dutys del aeropuerto, para tener referencias y no dudar tanto si los precios son convenientes o no. Pero los descuentosse basan principalmente en las fragancias clásicas o en los frascos de 100 ml, hasta con un 50% off. Entonces seguirá la búsqueda del tesoro, y sin piratería, en un paseo tranquilo, a veces iluminado por palmeras electrónicas (uno de los pocos artificios) y calles ordenadas y siempre transitadas por ciclomotores, principal medio de locomoción. La noche no es particularmente agitada. Hay música, entretenimiento, pero lo ideal es dormir temprano, porque San Andrés es para disfrutar minuto a minuto bajo la luz del sol.

A pleno sol o bajo las nubes, un mar siempre turquesa; Providencia ideal para bucear

Providencia, la tradicionalista
Quien viaje a San Andrés estará a un paso de Providencia. Y resulta un muy buen plan conocerla. A 20 minutos de vuelo espera una isla mucho más pequeña y con relieve montañoso, todavía inexplorado por el turista. Es que en la isla mantienen cierta reticencia hacia los turistas y conserva sus tradiciones de manera más fuerte, por eso se escucha más creole que español y la arquitectura es de influencia inglesa, con casas de madera con balcones. Y se ve que los lugareños sienten contradicciones sobre el turismo: saben que lo necesitan para su subsistencia, pero tienen claro que no quieren que el estilo de vida cambie. Cuidan tanto su ecosistema, que durante la época de desove de los cangrejos cortan las rutas, especialmente por la noche, cuando éstos retoman el camino hacia el mar, por lo que hay que caminar entre cientos de cangrejos que van despreocupados. Y con ellos se deberá lidiar para que no entren en las habitaciones, porque les atrae la luz. La naturaleza se siente. Se respira. Se vive todo el tiempo.

Los taxis no son amarillos ni negros. Y no son autos. Son las cajas de camionetas: uno sube, mira hacia arriba y todo es cielo, mar y flores. Por la noche, estrellas y un conmovedor silencio, excepto que algún cangrejo toque la puerta.

Providencia también tiene cayos, islotes para pasar el día. Aguas tan tranquilas como la de una piscina. Y es el paraíso del buceo, aunque todavía inexplorado incluso por buzos profesionales. Tiene un arrecife barrera de 33 km, el segundo en extensión del Caribe y uno de los mayores y más accesibles del mundo. Su particularidad, no abundan los animales grandes. Dicen que el arrecife es un gigante para miniaturistas, con nubes de peces diminutos de cientos de especies.

Hoteles all inclusive
Una de las cadenas all inclusive más importantes es Decameron, con varios hoteles repartidos por la isla y un servicio de traslado gratuito entre ellos, que permite comer en cualquiera de sus restaurantes y acceder a sus piscinas y playas. En total suman unos 20 restaurantes -incluidos los de cocina étnica-, que tienen espectáculos diferentes en los que se puede ver danzas caribeñas; en el más nuevo y de mayor categoría, Los Delfines, se escucha sólo el vaivén de las olas.

En armonía con la naturaleza, siempre rodedados de vegetación, tienen vistas privilegiadas, con decks frente al mar soñados, como el de El Isleño, en zona céntrica, que tiene vista a Johnny Cay, o el Mar Azul, que mira a El Acuario. El Aquarium se levanta sobre el agua en un conjunto de torres circulares. Todo está incluido en un solo paquete, que reúne naturaleza, entretenimiento, deportes y gastronomía. Hay para todos los gustos y si se elige uno, no se privará de los otros. Un sistema bien pensado.

Datos útiles
www.sanandres.gov.co
www.decameron.com

Gabriela Cicero (Enviada especial)
La Nación - Turismo
Fotos: Oficina de turismo de San Andrés

lunes, 17 de marzo de 2008

La Gran Barrera de Belice

Desde que Cousteau hizo un documental de la Gran Barrera, los precios de sus islas se dispararon

Belice se ha transformado en un destino apetecido, en buena medida gracias a la Gran Barrera de Belice; la más grande del mundo después de la de Australia. Light House, Turneffe y Glover's son aquí los principales atractivos: tres atolones que, con sus arenas blancas y lagunas turquesas rodeadas de coral, nada tienen que envidiar a la belleza de Tahiti o Hawai. Claro que Belice es más salvaje. De hecho, cuesta llegar, aunque más cuesta salir.

"Tabaco era una isla preciosa. Pero llegaron los turistas y la echaron a perder", dice Norland sin soltar la caña del bote que se estrella una y otra vez sobre el mar embravecido.

Tabaco, una linda isla, ahora atestada de casas y hotelitos, velozmente queda atrás. También Dangriga: el estratégico puerto desde el que cualquiera podría iniciar una aventura hacia la sección más septentrional de la Gran Barrera de Belice, esa gigantesca muralla de coral que se extiende desde el sur de México hasta el norte de Honduras y que hace 200 años era refugio de piratas desalmados. Uno de ellos fue John Glover, el bucanero (bucanero viene de bucán, la técnica con que los piratas ahumaban sus pescados) recordado hasta hoy en un atolón que lleva su nombre. El atolón de Glover no sólo es el más lejano sino también el más impoluto, al punto que la Unesco lo declaró Patrimonio de la Humanidad. Y ése es al que ahora intentamos arribar.

Los de Belice son los únicos atolones del Hemisferio Occidental

"Así como está el mar, tardaremos al menos cinco horas más", dice Norland, un reggaetonero pirata del Caribe.

El bote diminuto salta. Pareciera que va a reventar. Y el nervio sólo amaina cuando aparecen unos manatíes. Más tarde, delfines. Es un recreo por un rato. Luego sigue la angustia. El mar está bravo, tanto que en todo momento el naufragio parece inevitable. Pero las horas pasan y finalmente el horizonte se aplana. Y la blanca sonrisa de Norland contrasta con el azul turquesa de la laguna en la que de pronto hemos comenzado a navegar.

Ahí enfrente aparece por fin la tierra prometida. La última esperanza: Glover's Resort, el único all inclusive de la Gran Barrera en el que puedes descansar sin tener que destrozar tu tarjeta de crédito. Sólo 200 dólares la semana, por persona, nada comparado con los cinco o seis mil que piden los hoteles más sofisticados, incluidos los de Ambergris, San Pedro; la "isla bonita" que fascinó a Madonna.

"¡Eres de Chile! Me encanta Chile", dice Marsha Lomont, una gringa que 40 años atrás compró la llamada "isla del Norte" y levantó aquí su lodge; un lugar simple pero taquillero, tipo camping de Morrillos en los 70, ahora administrado por toda la familia, con cabañas construidas con hojas de palmeras y oxidadas cocinillas conectadas a tanques de buceo rellenos con gas licuado. Robinson Crusoe style. Es cierto: los Lomont son excéntricos. Pero también millonarios. Desde que Jacques Cousteau hiciera en los 60 un documental de la Gran Barrera (y de Blue Hole, su principal atractivo) los precios de las islas se dispararon. Y hoy todas no sólo son privadas sino que además cuestan cinco, seis, diez millones de dólares. Y más.

En Belice se ven 500 especies de peces y 65 tipos de corales

Es hora de inspeccionar. No sin que antes, con el arpón bien sujeto entre sus manos, Warren –el más chico de esta Familia Adams del Caribe– pregunte si vamos a querer pescado fresco para la cena. La respuesta es no. Hemos desembarcado con agua y víveres (cheesies y salchichas) suficientes como para sobrevivir una semana. Y también, cómo no, disfrutar de todo lo que hay aquí. Partiendo por el espectacular mundo submarino. Terminando con esa hipnótica hamaca junto a la playa ante la cual ya comienza a caer el sol. Aldous Huxley, el escritor, estuvo una vez aquí cuando Belice era aún colonia inglesa (se independizaron en los 80). Luego escribió: "Si es que el mundo tuviese uno o más finales, Belice sería uno de ellos". Las estrellas aparecen en el firmamento. La brisa refresca. Es la hora perfecta para que les cuente cómo diablos fue que se me ocurrió llegar a aquí.

No tener plan es un mal plan. Uno sabe dónde está Belice: debajo de México. Arriba de Guatemala. Nada más. Belice es un misterio. Incluso para los que han estado una vez. Y dos y tres también. Ésa es probablemente la gracia de este país donde gran parte de los caminos son de tierra. Donde los monos se suben a la mesa a robarte el desayuno. Donde las mujeres destripan iguanas que chillan antes de precipitarse a los sartenes. Un país que, desde el aire, pareciera que acaba de ser víctima de una terrible inundación. Belice ni siquiera está completamente descubierto; eso pese a que no debe ser más grande que la Región de los Lagos.

Pero Belice –que ha sobrevivido una y otra vez a huracanes como Iris, Hattie y Match– tiene onda. No por nada la escritora súper ventas Tara McCarthy –la autora de Wouldn't Miss it for the World– eligió a Belice como locación de su último bestseller. Claro que no es llegar y enamorarse. "¿A Belice? ¿Cómo vas a ir a Belice? Es lo peor", me dijo un amigo antes de la partida. Y 24 horas después, yo le encontraba toda la razón. Eso antes, claro, de que descubriera que en Belice existen lugares como Glover's

Cayo Caulker es un lugar estratégico para salir a conocer

Lo reconozco, este viaje partió con un error de planificación. La idea era simplemente llegar a Belice y, en terreno, encontrar un buen hotel para pasar mi luna de miel. ¿Lindo? No. Una imbecilidad. Tras llegar a Belomopán, la capital, tomamos un bus hacia la costa. Y cinco horas después cruzamos por un tétrico cementerio que marca la entrada a Belize City; la ciudad-puerto desde donde van y vienen los botes que conectan el continente con los cayos del acuático país. Vale la explicación: en la costa de Belice hay dos ambientes. Uno el de los llamados cayos, casi pegados al continente, que son islas de manglares repletas de gringos y mosquitos. El otro el de los atolones, mucho más distantes, con bellas islas de verdad. La cosa es que (recién ahí me enteraría) ese mundo es privilegio de mocasines Lacoste y yatistas triple A.

Alguien me había sugerido un destino: cayo Caulker, desde donde podría salir a incursionar. Hasta donde entendí, el Buzios de Belice: un lugar repleto de discoteques y restaurantes. Un lugar que, según aseguran los catálogos turísticos, tiene lindas playas y cómodos hoteles. Mentira. Tras romperte el trasero en un bote durante media hora o más, llegas a un lugar con tantos borrachos como basura en las calles. Luego, en cuanto desembarcas, rastafaris, gringos homeless, garifunas y creoles se te vienen encima con el clásico discurso jamaicano: "Welcome to my island. No problem. Be happy. Do you want a hotel? Do you want a tour? Do you want something to smoke?". Primero uno. Luego otro. Y otro más. Poco después te das cuenta de que en Caulker no hay nada. Al menos cero playas bonitas y la tan ansiada tranquilidad. Sí discos, clubes y puteríos varios.

"Disculpe, señor. ¿En qué atolón podría conseguir un hotel bueno y barato?", pregunto en una agencia.

"Ja, ja. Olvídalo. Todas las islas de Belice son privadas. Y en ninguna encontrarás un resort que cueste menos de seis mil dólares, la semana, por persona".

Caulker, a medio día, es como Bellavista a las 5 de la madrugada. Hay de todo (todo) menos el romanticismo del Caribe. Nos dicen que Ambergris, el cayo del norte, está a media hora en bote, pero que en verdad es lo mismo sólo que más grande y más taquillero, pues ahí está San Pedro: la isla bonita de Madonna. El lugar donde los mayas cavaron el canal que separa la isla de México; la forma que encontraron para abrir una ruta comercial desde el Caribe a Chetumal.

Caulker y Ambergris están repletos de marinas

Cielos: estoy en problemas. Nuestro viaje de exotismo no se está cumpliendo. Eso pese a que justo frente a mis narices está la Gran Barrera de Coral. Ésa de la cual, en 1836, Darwin se prendó. Ésa que, según entiendo, los astronautas pueden ver desde el espacio. Ésa que, según no pocos expertos, es el mejor destino para bucear en el Hemisferio Occidental junto a Cocos, en Costa Rica y las Bahamas. En total 250 kilómetros de arrecife, a más de 40 kilómetros de la costa más cercana. Eso y 500 especies de peces; 65 tipos de corales, 350 de moluscos. Sin olvidar la posibilidad de observar, face to face, tiburones toro, martillo, nurses. Y, por cierto, degustar rum punchs en los bares de sofisticados resorts como Azul o Mantra. Todos los cuales ofrecen paquetes semanales, con buceo incluido. Es que es eso, básicamente, lo que se hace en los atolones: buceo al desayuno, al almuerzo y, si quieres, antes de la cena.

La cosa es así: en toda América, aparte del arrecife de Chinchorro en México (al sur de Yucatán) sólo en Belice hay atolones de ensueño. Como Lighthouse, por ejemplo, donde está el monumento natural Media Luna. Cuento aparte es el místico Blue Hole: un círculo perfecto en el que no se ve mucha vida marina, pero sí estalactititas y estalagmitas subacuáticas. Según el mito, en los 60 Cousteau llegó hasta ahí. Ancló el Calypso, detonó unas bombas para abrirse paso y, en algún minuto, perdió a su hijo Phillipe. Fue lo que creó el aura de misterio que impulsó a otros investigadores a seguir descubriendo qué había en el bien llamado "ombligo" del Caribe: primero Al Giddings, de la revista Skin Diver. Luego Robert Dill, géologo de Cousteau en la primera expedición, quien retornó para internarse en la angosta cueva que se abre a los 70 metros. Una barbaridad, y hasta hoy no son pocos los buzos que mueren año a año intentando una proeza semejante.

En Turneffe, el atolón más grande, hay un sitio increíble llamado Rendezvous, al que suelen ir botes por el día desde Caulker o Ambergris. Pero lejos el gran atractivo de Turneff son sus sofisticados resorts como Turneffe Island Lodge, con ventiladores de fina madera en cada habitación; o Blackbyrd Caye Resort, enclavado en medio de una isla-jungla visitada por delfines. En todos los atolones la oferta es deslumbrante: en Lightgouse, el Lighthouse Reef Resort. En Glover's, Manta: increíble.

La cosa es que tras leer un folleto en el que me entero que en Glover's, el atolón más lejano, hay un resort barato, llamo desde un teléfono satelital. Me dicen: 'El bote sale una vez a la semana y se fue ayer'. '¿Y qué hago?', insisto. 'Tienes que ir a Dangriga, al sur de Belice, y ahí arrendar tú mismo un bote. Ojo que no es barato', advierte un niño en el teléfono. Después me enteraría que hablaba con Warren. Tomamos las maletas y partimos al aeródromo de Caulker. Nos subimos a un Cessna de Tropic Air. Nos bajamos en Dangriga. Vamos al puerto. En un café, digno de La isla del tesoro, conocemos al capitán Norland. Dice: "Es muy peligroso ir a esta hora. Pero, ¿saben? Sin aventuras yo no viviría". Arranca el motor. 600 dólares mediante, seis horas después estamos en Glover's.

"Es lindo este lugar. Escucha el mar. Me siento en el centro de ninguna parte", dice mi mujer.

De pronto Warren pasa frente a la cabaña. Guiña un ojo y dice: "Mañana sale un bote barato a Blue Hole. Happy bubbles tonight". Es un clásico chiste de buceadores. Empezó la luna de miel.

En Belice, la mayoría de los caminos son de tierra

Sitios Mayas en Belice

Chac Balam
es un pequeño sitio arqueológico ubicado al norte de la isla Ambergris. Otros sitios interesantes en Ambergris son: Marco Gonzales y Basil Jones.

Altun Ha
en el norte de Belice, cerca de un lugar llamado Sand Hill, se encuentran 13 estructuras, entre las que destaca el Templo del dios Sol.

Lamanai
ubicado en el New River, fue uno los centros ceremoniales más importantes del mundo maya. De película, aparte, es el hotel Lamanai Outpost Lodge (www.lamanai.com).
Caracol
en el sur de Belice es un importantísimo sitio arqueológico, pues Caracol dominó a Tikal durante más de un siglo.

Para conocer varios sitios arqueológicos en Belice, consulte en www.mayamountain.com.

Sergio Paz, desde Belice
Diario El Mercurio (Revista del domingo)

viernes, 14 de marzo de 2008

Escondido en un valle: el pueblo de San Marcos Sierras

SMS visto desde el Cerro La Cruz

En plenas Sierras Chicas de Córdoba, dentro del Valle de Punilla, San Marcos Sierras es un pueblito encantador “descubierto” por los hippies a fines de los sesenta. Paisajes de exuberante verde, playas de río y el singular Museo Hippie.

San Marcos Sierras es un pueblo encantador, o encantado para quienes prefieran el formato de las historias de duendes del lugar. La típica plaza central, su iglesia y la feria artesanal, además de sus ríos y el entorno natural que lo rodean, son el eje de un pueblo casi perdido en las sierras.

“San Marcos” es el pueblo elegido por mucha gente cansada de la gran ciudad, que optó por convertir a la naturaleza en parte de su cotidianidad. Al andar por sus calles-sendero repletas de vegetación, se ven en la puerta de muchísimas casas carteles ofreciendo terapias alternativas, masajes, venta de miel, aceite de oliva y productos orgánicos.

Esta pequeña localidad custodiada por el Cerro de la Cruz y el Cerro Alfa, donde la vida transcurre lentamente y sin aparentes preocupaciones mundanas, tiene unos 3000 habitantes. Y aunque en los meses de verano se ve rebalsada de turistas, resulta un lugar apacible e ideal para el relax. San Marcos está habitado por descendientes de sus pobladores originarios –los comechingones–, además de antiguos hippies y nuevos pobladores que provienen de núcleos urbanos como Rosario, Córdoba y Buenos Aires.

Distintas vistas del Río Quilpo

Ríos de felicidad
Al pueblo se lo puede dividir en dos: a un lado y al otro del río San Marcos. Un vado y un pintoresco puente unen ambas márgenes separadas por este angosto y poco caudaloso río. Para acceder a la parte más linda del río hay que caminar cerca de un kilómetro por una pasarela de cemento hasta un diquecito. El agua corre a un lado por los canales otrora construidos por los comechingones y hoy mejorados por los pobladores actuales. El agua llega así hasta el pueblo para consumo de sus habitantes, que muchas veces sufren las escasas lluvias. A lo largo del camino se ven algunos morteros aborígenes, y cruzando el diquecito hay una pequeña hoya para zambullirse luego de la caminata. Siguiendo por la quebrada río arriba, se accede a los sitios conocidos como Agua mineral chica –tres kilómetros– y Agua mineral grande –seis kilómetros–, que son unas fuentes de aguas termales.

A cuatro kilómetros del pueblo está el río Quilpo, más ancho y caudaloso, ideal para nadar y recostarse en sus playas. En los alrededores del pueblo hay una serie de balnearios como el Municipal, el Tres Piletas, el Tío Rico y el Vado de López. En general se paga un ingreso y hay instalaciones sanitarias básicas, camping, algunas parrillas y un quincho donde comprar comida.

Algunas callecitas de San Marcos tienen ese no sé qué. Son estrechos senderos de túneles naturales formados por la espesa vegetación, dignos de un cuento de hadas, por donde la gente circula aún más lentamente que de costumbre. En uno de ellos está el Museo Hippie, creado por Daniel “Peluca” Domínguez, quien recibe a los visitantes personalmente y les relata sin respirar la “historia ilustrada del hippismo”. Y ésta va desde los tiempos de la antigua Grecia, en los que él destaca a Diógenes como el primer hippie, hasta la actualidad, pasando por personajes ilustres como Tolstoi, Gandhi y Jesús, quienes, al parecer de Peluca, eran también hippies. En las paredes del pequeño museo hay colgados objetos como una guitarra que perteneció a Tanguito y un Marta Minujin auténtico.

Hosteria Colonia Naturista

Vamos de paseo
No sólo de San Marcos viven las sierras. A su alrededor la naturaleza hizo lo suyo también, y el Valle de Punilla regala sucesivas postales como el camino de tierra que conduce a Charbonier para salir a la Ruta Nacional 38. Por ese camino se llega a Los Terrones, con un paisaje de rojizas y extrañas formaciones rocosas con cuevas, cascadas y enormes paredones de casi cien metros de altura. Las piedras de arenisca revelan formas de tortuga, camellos y otras más que los pobladores bautizaron como “El Monje”, “La ciudad perdida”, “El dedo de Dios”, “El honguito”, “El sillón” y “La garganta del Diablo”.

En Los Terrones hay dos circuitos, uno corto que se puede hacer por cuenta propia, y otro de dos horas que se hace únicamente con guías del lugar. Desde lo alto –a espaldas del cerro Uritorco– se ve el cerro Pajarillo –el segundo más alto del valle–, el río Pinto, el dique Cruz del Eje, el embalse Los Alazanes y gran parte del Valle de Punilla.

El Valle de Ongamira es otro de los lugares muy visitados en la región. Aquí habitaron los comechingones que más resistieron el avance español, y cuenta la historia que los últimos rebeldes de la zona, liderados por el cacique Onga, se arrojaron desde el cerro Colchiqui antes de ser ultimados por los colonizadores.

El lugar a visitar es el Parque Natural Ongamira, donde se realizan cabalgatas y trekkings con una hermosa vista de 360 grados de este valle de rocas moldeadas por los caprichos del viento y la lluvia desde hace 130 millones de años.

Uno de los tantos sitios para visitar a lo largo de la Ruta 38 es Los Mogotes, a donde se ingresa por un camino de tierra. Junto a su pequeño arroyo se puede acampar y hacer un buen asado. Y si las energías alcanzan se puede continuar con un trekking hasta la Cara del Indio, tallada naturalmente en la piedra.

El cerro La Cruz, de fácil acceso a pie desde San Marcos, domina las alturas serranas y es el sitio elegido por los amantes de los bucólicos atardeceres. Si no hay luna, es recomendable llevar una linterna para el descenso, que termina a metros de la plaza, muy concurrida en las noches de verano. Allí se presenta todos los días un grupo musical distinto y los nuevos hippies hacen malabares para ganarse una moneda que les alargue su estadía serrana.

Valle de Punilla

Datos Utiles

Cómo llegar
Desde Buenos Aires, por Ruta 9, pasando por Pilar y Autopista a Córdoba. Desde Córdoba hay que ir por la Ruta Nacional 38, hasta el kilómetro 112, donde se debe doblar a la izquierda y tomar el camino de acceso pavimentado hasta la entrada del pueblo (12 kilómetros).

Dónde dormir
Hay varios campings a orillas de los río San Marcos y Quilpo.
Complejo de cabañas Los Quijotes, sobre el río San Marcos. Tel.: 03549-496128 / 15416585
Cabañas Edén: Tel.: 03549-496166 www.cabaniaseden.com

Guido Piotrkowski
Pagina 12 - Turismo
Fotos: Web

lunes, 10 de marzo de 2008

En las tierras del Magreb

Ciudad de Tunez

Túnez ha sabido capitalizar las bondades de la vida contemporánea sin haber renunciado, por ello, a las tradiciones islámicas. Moderno y pujante, su misterio y exotismo se descubren en las antiguas ciudades amuralladas y en el desierto. Allí, en el Sahara tunecino, los camellos hacen las veces de taxis guiados por bereberes que conducen a los turistas –mayormente europeos– por los cambiantes senderos del mar de arena.

Mientras el avión cumplimenta sus procedimientos de rutina para aterrizar en el aeropuerto Tunis Cartage, la capital tunecina aparece en la ventanilla dejando, tras de sí, las imágenes alucinadas del desierto, los extensos palmerales y los enormes estanques ovalados en los que se almacena el agua de los oasis. Arenas amarillas, bosques verdes y espejos líquidos color esmeralda anticipan las maravillas ocultas de esta porción del territorio africano. ¡Marhaba, marhaba! se escucha reiteradamente en el hall del aeropuerto. Es el clásico saludo de bienvenida en idioma árabe que se mezcla con uno que otro bienvenu, porque el francés es el segundo idioma de muchos tunecinos, consecuencia de 74 años de protectorado galo.

Túnez, Tunisie, Tunisia o Tunesien. La república tunecina es un país con un territorio similar a nuestra provincia de Córdoba que, enclavado en el África septentrional y a orillas del mar Mediterráneo, entre Argelia y Libia, forma parte de la llamada región del Magreb. En esta tierra, que acumula más de tres mil años de historia, el turismo crece a pasos agigantados: en 2006 llegaron más de 5.5 millones de viajeros interesados en conocer el desierto, los yacimientos arqueológicos fenicios, romanos y otomanos, y los balnearios distribuidos en 1.300 kilómetros de costa. Cartago fue fundada por los fenicios en el siglo VII a.C. y es la antigua capital púnica. Entre los restos del pasado esplendor, lo que más subyuga, por su volumen, son las ruinas romanas: deslumbran las columnas aun en pie, las paredes pétreas, el anfiteatro romano y las termas de Antonino. Hoy todo está muerto, menos la historia que revive en el Museo Cartaginés, testimonio de las tres etapas que vivió la mítica urbe: fenicio-púnica, romano-africana y árabe-musulmana.

Hamed Salum conduce rumbo a dos de los sitios históricos más importantes de Cartago, mientras en la radio suena Hedí Donia, el cantante tunecino de moda que convoca multitudes. Pasamos frente a la casa en que nació y creció la actriz Claudia Cardinale, en el barrio de Kram, y en minutos más llegamos a Sidi Bou Said. Celeste y blanco. Blanco y celeste. Balcones de madera de fino tallado que traen reminiscencias de algunos miradores hispanos. Puertas claveteadas, con arco morisco, y todo pintado de un celeste y blanco que se repite infinitamente. Son los colores del Mediterráneo.

Café des Nattes

Sin medina, no hay historia
Sidi Bou Said es un barrio medieval pintoresco y prolijo, colorido e impecable. De cara al mar, sus callecitas angostas, empedradas y atiborradas de comercios, trepan por la enorme colina de Byrsa. En la cima se abre un magnífico panorama: el golfo de Cartago bañado por las aguas del Mediterráneo. Durante la caminata se descubre la libertad del vestir tunecino porque hombres y mujeres en jeans se cruzan con la melia de los beduinos, el pañuelo hijab que cubre las cabezas femeninas y las largas chilabas blancas, tan fr escas y de uso común entre los varones. En un solo paseo queda demostrado cómo Oriente y Occidente intercambian la moda al margen de la política.

Hamed señala el antiguo Café des Nattes, un sitio donde se reunían famosos como Georges Bernanos, Paul Klee y André Guide. Mientras nos invade desde los jardines el perfume a jazmín, apuramos un café a la turca con rosquillas rellenas de dulce, conocidas como bambalouni. Cerca se avizora el minarete de la mezquita del santo Sidi Bou Said y, más allá, el palacio del barón Erlanger, ahora centro cultural y museo de la música magrebí. Veinte minutos más en auto y ya estamos frente a la imponente basílica cristiana de San Luis, vecina a las ruinas de Cartago. Un niño camina hacia mí. Preparo unos dinares pero el guía me advierte que sólo aceptan objetos que les sean útiles para el colegio. Le regalo mi lapicera.

A la mañana siguiente, cruzamos el centro camino a la medina –casco amurallado de las antiguas ciudades árabes con impresionantes laberintos que no encierran ningún peligro más que la chance cierta de perderse si no se cuenta con un guía confiable o un excelente plano de la ciudadela–. Atrás queda Cartago, agitada. Hamed advierte que se trata de la me dina más grande de Túnez y que entraremos por la puerta Bab Bhar. Cuando finalmente ingresamos, compruebo lo que presentía: estoy en otro mundo. El siglo XXI no logró atravesar los grandes portales de la medina. Le cerró el paso la Arabia del siglo VIII.

Coliseo romano El Jem

El lazo histórico de esta medina se anuda con el conquistador de la Cartago bizantina, Hasan Ibn Noonan, quien ordenó la construcción de la gran mezquita Ez-Zitouna para festejar una de sus victorias militares. Por aquí pasaban las rutas más importantes que surcaban el África romana y se abastecían en el gran mercado de la zona. Tan grande es esta medina que se estima –porque no hay certeza alguna– que en sus zocos se alinean unos diez mil locales entre tiendas, boticas y puestos de comida al paso. Hamed me entrena para las compras: “Túnez es el reino del regateo. No adquiera nada sin pedir rebaja porque, para nosotros, discutir afablemente con el cliente es una costumbre –casi un juego– que se da en cualquier relación comercial. Y, a veces, el precio se puede bajar hasta 50 %”.

La ciudadela se abastece a sí misma y una entreverada red de callejones conducen a las viviendas, las mezquitas, los cementerios, los palacios, los baños turcos, los monasterios, las plazas, las escuelas coránicas (medersas), los jardines y los talleres de los artesanos, organizados por gremios. En medio de este entramado arquitectónico emergen las cúpul as y los minaretes de las mezquitas de El-Ksar, Hamouda Pacha y Youssef Dey, construida por los turcos en el siglo XVII. En uno de los palacios del siglo XVIII, ahora transformado en restaurante, degustamos el menú clásico de Túnez: cuscús de pescado y verduras, confituras dulces y un digestivo té de menta servido en pequeños vasitos de vidrio.

Partimos rumbo al Museo Nacional del Bardo en el preciso momento en que el bullicio se congela: desde uno de los minaretes, el muecín –miembro de la mezquita– llama a una de las cinco oraciones diarias. Silencio y recogimiento. Desde la medina hasta el museo zanjamos unos cuatro kilómetros que bastan para hacernos sentir el calor africano. Segundo en importancia en África después del Museo de El Cairo, El Bardo reúne la colección más grande del mundo de mosaicos romanos y bizantinos. Aquí se encuentra la única imagen conocida del poeta Virgilio, flanqueado por las musas, y otra de Ulises tentado por el canto de las sirenas. En otras salas se suceden reliquias púnicas y piezas arqueológicas, de arte y vestimentas, testigos esplendorosos del pasado tunecino.

Ruinas de la Ciudad de Cartago

El desierto, aquí nomás
Welcome to Sahara saluda un cartel en el pequeño aeropuerto de Tozeur, una antigua ciudad romana rodeada por el desierto más grande del mundo. Antes, desde el aire, se desplegaron las crestas doradas de las enormes dunas. Ahora, en la terminal aérea, sorprende la presencia de dos Jumbo sin identificación comercial que cobijan, debajo de cada una de sus alas, un dúo de jet también blancos. El guía Awar Sadok despeja rápidamente la curiosidad: “Pertenecen a dos sultanes que han venido desde Emiratos Árabes a pasar sus vacaciones en Túnez. Viajan con todo su séquito –entre 300 y 400 personas, entre familiares y servidumbre–, además de trasladar también sus tiendas de campaña de varios ambientes –pueden llegar a 30 carpas gigantes– y sus vehículos terrestres. Los jet son su custodia en vuelo, aunque también los utilizan para movilizarse rápidamente, si es necesario”.

Pero, ¿por qué eligen el desierto como destino de vacaciones si viven rodeados de arena?. Según Sadok, “los árabes estamos ligados de una manera u otra con el desierto, con la ventaja de que el de Túnez no tiene un clima tan tórrido como el de otros países”. El desierto e s un mar sin agua, balizas ni faros. Un océano de arena que es imposible surcar sin un guía berebere. El calor y el frío que asolan al desierto son tan inseparables como el beduino y el camello, cuyas vidas están selladas por un ritual ancestral: el amo come la pulpa de los dátiles y su fiel compañero se alimenta de los carozos. Con todo, el vínculo dista de ser sagrado: en las tiendas de Tozeur se pueden comprar las mejores mantas de pelo de dromedario así como tapices, alfombras y máscaras fabricadas con su cuero, que encabezan el ranking de souvenires.

De rasgos fuertemente marcados, mirada penetrante y piel curtida por el sol, los berebere –divididos en las tribus tuareg, rif, sluh, haratin, kabil o shawaia, cada una con su propio dialecto– son expertos conocedores del Sahara, de sus vientos y sus arenas cambiantes. Y de sus lugares más recónditos, como ciertos pozos de agua disimulados bajo el eral. Resulta hipnótico observarlos marchar por el desierto, inmutables, con su mirada perdida en un horizonte que nunca se ve.

Amanece y partimos rumbo a las ruinas de la antigua ciudad de Tamerza. Por un camino pedregoso, enfilamos hacia la Cordillera de Atlas. Al cabo de algunas horas, en medio de un paisaje lunar, llegamos a este sitio desolado pero de gran interés para arqueólogos, paleontólogos y cineastas (aquí se filmaron escenas de El paciente inglés, En busca del arca perdida y la saga de La guerra de las galaxias, cuyos sets construidos en el campamento de Ong Jamel son hoy una atracción turística para quienes pasean por estas soledades)

Integrante de la tribu tuareg

En Túnez se afirma que “quien quiera conocer un pequeño rincón del paraíso, tiene que entrar a un oasis”. Elegimos el de Mides, uno de los más importantes de la región. Allí, en un cañadón al que se accede gracias a una larga escalera de piedra, hay un pequeño valle con formaciones rocosas y un tupido bosque de palmeras que clavan sus raíces entre pedruscos y arena. El agua cristalina corre con fuerza desde un estrecho desfiladero tachonado de manantiales y cascadas. En lo alto de la meseta se encarama un diminuto poblado, desde donde se domina panorámicamente el vergel. Emprendemos el regreso. Sobre la línea del horizonte cae un sol anaranjado a pique. Y la fortuna nos obsequia una postal inesperada: a lo lejos, u na caravana de tuareg se desplaza lánguidamente, a lomo de camello. Las fotografías se tiñen de dorado.

Hacia la franja costera
La travesía ahora conduce a la ciudad de Hammamet, la tercera en importancia en Túnez y bañada por un mar de zafiro. Tras atravesar los viñedos de Grombalia y los olivares de Sahel, nos instalamos en el balneario-jardín de Port El Kantaoui, que tiene un aire a P uerto de Mogán, en la Gran Canaria. Hammamet fue fundada por los fenicios en el siglo IX a.C., siendo luego un enclave romano y más tarde musulmán, siempre en disputa por su emplazamiento estratégico. Se trata de una ciudad costera lujosa, moderna y muy animada, en cuya pintoresca marina amarran yates y veleros de ensueño.

Uno de los balnearios más excéntricos corresponde a Asdrúbal, un seis estrellas de 300 habitaciones que posee la suite más grande del mundo (1.542 metros cuad rados) y un campo de golf de 103 hectáreas, 27 hoyos, par 108, diseñado por Ronald Fream. Cerca del mar se halla la medina, con sus murallas perfectamente conservadas. Allí se apiñan tesoros tan preciados como la gran mezquita (año 850), la kasbah, el faro Khalef (año 859) y el ribat, fortaleza del siglo VIII. Además, claro, de cientos de tiendas, mercados y restaurantes por los que se pasearon desde Winston Churchill y Oscar Wilde hasta Sofía Loren y Elton John.

Cordillera de Atlas

Emprendemos la última etapa del viaje, hacia Kairouan. Antes, nos desviamos unos kilómetros para recorrer el coliseo romano El Jem, construido en 232 d.C. por el emperador Gordiano. Se trata del circo más grande conservado, después de los de Roma y Verona, y en su interior funciona un museo especializado en mosaicos romanos. Si la historia religiosa de África del Norte tiene una puerta de entrada, ésa es Kairouan. Ciudad santa del Islam, tiene la mezquita más antigua de Túnez y es la cuarta en importancia después de La Meca, Medina y Jerusalén. Los circuitos turísticos tienen su broche de oro en esta ciudad que, vista desde lejos, parece un dibujo en el desierto. Catorce aljibes de 50 mil metros cúbicos de agua cada uno (el mayo r llega a los 128 metros de diámetro) surten el riego y calman la sed en este enclave famoso por la elaboración de alfombras artesanales.

Una de lana de cordero requiere enlazar 80 mil nudos en ocho meses de trabajo, mientras que una de seda demanda más de un año de labor. Compradas directamente en un taller, pueden costar entre u$s 70 y u$s 800, en el caso de las de lana de cordero, mientras que las de seda pueden cotizarse hasta u$s 7 mil. Las murallas de la medina, de color ladrillo claro, dentadas y salpicadas por torres y bastiones, le dan al casco histórico un aire venerable y fuera del tiempo. En el zoco se encuentra el pozo de agua más antiguo: es del siglo VIII y per manece activo (el agua es extraída por una noria que mueve un corpulento camello; la gente se acerca a él, bebe lo necesario para calmar la sed y deja unas monedas para el camellero, en un rito que ya lleva trece siglos).

La mezquita de Kairouan es una de las más antiguas del mundo y uno de los monumentos más impresionantes del Magreb. Fue fundada en el año 670 y reconstruida en 836 por la dinastía de los Aghlabides, en su momento de mayor esplendor. Es también un hito histórico porque, desde aquí, Tarek Ibn Ziad se lanzó en el año 711 a la conquista de España. En su interior se abren diversas puertas, pero la más bella es la de Lala Rihanna. El gran patio centra l está embaldosado en mármol blanco y, en el centro, tres cuadrantes solares señalan la hora de la oración. Silencio y quietud son los puntos cardinales de la mezquita cuya sala de plegarias está flanqueada por decenas de columnas romanas de mármol rosa y negro. Aquí se encuentra la sepultura de Sidi Sahab, compañero de Mahoma y apodado el barbero porque llevaba consigo, como reliquia, tres pelos de la barba del profeta. Pero otro tesoro también se resguarda aquí: un Corán en pergamino azul con escritura dorada, el único en su especie que existe en el mundo musulmán, del que Túnez es un portal de acceso sin igual.

De aquí para allá
Tabeditt es una pequeña población del Sahara, cercana a la antigua Tamerza. Dede allí parte el que ahora es un convoy turístico: el histórico Lézard Rouge (lagarto rojo) era el tren utilizado por los antiguos reyes tunecinos. Actualmente viaja 32 kilómetros en medio del desierto, paralelo al cauce del río Selja. Durante el trayecto atraviesa túneles de la cadena montañosa de la Cordillera de Atlas y se detiene dos veces: para observar las grandes cavernas de un cañadón y para echarle agua a la locomotora.

Pero, sin dudas, la experiencia tunecina no será completa si no se reali za un trayecto en camello, esos leales animales del desierto que pueden almacenar en su estómago hasta 90 litros de agua y no probar una gota durante una semana. Un dato curioso es que la planta de sus extremidades es de cuero, gracias a lo cual, cuando pisan el suelo, ésta se ensancha evitando que las patas se hundan en la arena. Los camellos de raza se pueden comprar libremente en los mercados al aire libre por la bicoca de u$s 600.

La mezquita de Kairouan

Brújula
Túnez goza de un clima sin mayores variaciones durante todo el año. La temporada alta se extiende entre mayo y setiembre. Una estadía de una semana a diez días es suficiente para conocer lo mejor del país.

El manjar predilecto de los tunecinos son los dátiles que, por su calidad, han transformado al país en el exportador más importante de África. La manera más común de degustarlos es con miel. La cocina tunecina está influenciada por los bereberes, andaluces, persas, turcos y egipcios. El plato nacional es el cuscus (guiso). Una de las preparaciones más sabrosas es el de cordero o pollo con sémola de trigo o verduras. También vale la pena probar el cordero a la menta, las gambas a la kerkenesa (en salsa de tomate), las chakchukas y las tbiklas, platos preparados a base a tomates, pimientos, cebollas, huevo frito y carne. Entre los postres más requeridos se encuentran los baklawas (pastelitos) con miel, frutos secos y almendras y la ghrayba, pastel a base de harina de garbanzos, mantequilla salada y azúcar. Nadie se levanta de la mesa sin beber un digestivo té de menta. Los vinos tunecinos son de alta calidad: Sidi Saad, Coteaux de Cartage, Cordón Vert de Thibar o Tardi son opciones infalibles. Entre los restaurantes, se recomiendan: Dar El Jeld y M’Rabet (Cartago), Dar Zarrouk (Sidi Bou Said), Chez Achour (Hammamet) y Pricesse Haroun (Kairouan)

Carlos Manuel Couto
El Cronista- Turismo
Fotos: web