• Quilmes - Buenos Aires - Argentina

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Dublin-Sub 25

Calle O’Connell

Lejos de su fama de rincón lúgubre y brumoso, la pequeña isla celta es un destino bohemio, vital y juvenil. Un tercio de su población es adolescente y las calles y parques de Dublín están repletos de extranjeros que la eligen para estudiar inglés. Ya quedó atrás su pasado de patito feo de Europa.

En su enésima provocación al sentido común, Oscar Wilde, el irlandés más díscolo, piropeó a los espíritus trashumantes: “La educación es algo admirable, pero siempre conviene recordar que todo lo que merece ser aprendido jamás podrá ser enseñado”. El aforismo del autor de El retrato de Dorian Gray plantea, entre otras interpretaciones, que en los viajes fluyen sabidurías que no se pueden transmitir académicamente, sino que sólo se incorporan a través de su vivencia.

Y justamente Dublín, la ciudad natal de Wilde, resplandece en estos días como una gigantesca universidad al aire libre, como un instituto callejero de la vida. Vista como la aventura turística más candente de Europa, o como una experiencia para residir una temporada rodeado de jóvenes de todo el mundo, la efervescencia cosmopolita de la capital de Irlanda se convirtió en un destino predilecto para miles de extranjeros. Las multitudes sub 25 de España, Argentina, Italia, Francia, India e incluso Pakistán que eligen este lugar de Europa para aprender inglés llenan la atmósfera de una vibración excitante. Dublín es hoy una ciudad en movimiento.

Esta explosión peregrina escolta al formidable crecimiento económico que el país disfruta desde mediados de la década pasada. Hasta entonces, Irlanda era el patito feo europeo: un lugar pobre, retraído, como si estuviese castigado por un invierno perpetuo. Y también cargaba con un aura violenta: durante mucho tiempo, el nombre Irlanda no podía disociarse del conflicto armado entre el IRA y los paramilitares del Ulster. Pero los domingos sangrientos ya son una canción del pasado.

Dublín profesa espíritu juguetón en cada esquina: se trata de uno de los lugares más púberes y animados del mundo, ya que el 50 por ciento de su población aún no cumplió 25 años. De hecho, en 2004, la revista británica The Economist la consagró como “el mejor país del mundo para vivir”. A contramano de sus orígenes lúgubres, cuando que fue bautizada como Dubh Linn, algo así como “pantano negro” en idioma gaélico, la actual Dublín está luminiscente.

El eje de la ciudad es el manso río Liffey, que divide Dublín en Norte y Sur. La porción septentrional es menos onírica y más comercial, pero esencialmente ostenta mayor simbolismo. Aquí, de hecho, se encuentra The Spire (La Aguja), un monumento vertical de 120 metros de alto que cambia de luz según la posición del sol. Más allá de su belleza artística, la obra rebosa identidad. Fue instalada sobre la avenida O’Connell, la más iconográfica de Dublín, y en el mismo lugar donde se erigía el Pilar de Nelson, una pequeña estatua que fue bombardeada en 1966. Desde 2004, The Spire está ahí, a la vista de toda la urbe, para que nadie soslaye que Irlanda al fin respira libertad y armonía.

Aun en el norte de Dublín, nadie debería dejar de visitar dos “imperdibles”: una visita por los Docklands, el nuevo barrio a orillas del río (imposible que ningún argentino deje de compararlo con Puerto Madero), y un recorrido por Henry Street y Talbot Street, las peatonales con mayor cantidad de comercios por metro cuadrado. Se trata de un local detrás de otro, tal vez no demasiado estético ni impactante a la vista del turista, pero imprescindible para sentir el palpitar irlandés.

De hecho, esta capital suele rebelarse ante las recetas de Roma, París o Londres, en donde las tradiciones turísticas inducen a los viajeros a obedecer un mapa y trasladarse de un museo hacia una catedral y de una catedral hacia una arquitectura emblemática. En Dublín, que a causa de sus ancestrales precariedades económicas casi no presume de edificios de cuatro pisos o más, no sería ningún horror si los trotamundos se deshacen de las coordenadas cartográficas y vagabundean por el centro y los barrios periféricos a la búsqueda de infiltrarse en la atmósfera irish.

Lujo y bohemia en el Sur
Los dos tipos de turistas, los errantes y los metódicos, se encontrarán al sur del Liffey con el segmento más posh (elegante, de clase alta) de la urbe. Allí está, por supuesto, el Trinity College, el único colegio de la Universidad de Dublín, que fue fundado en 1593 por la reina Isabel I, cuando Irlanda e Inglaterra aún estaban bajo un mismo gobierno. Todavía más hacia al Sur, en línea recta por Graffton Street (la calle de los artistas callejeros, pero siempre dentro de un estilo refinado y cool), se impone un descanso en el St. Stephen Green, el parque público victoriano que durante los meses de verano se transforma en un espontáneo patio de comidas. Miles de dublineses, los de siempre y los jóvenes inmigrantes que adoptaron la ciudad como hogar postizo para aprender el idioma, se dejan caer en el césped y almuerzan sándwiches frugales y ensaladas livianas.

La bohemia se condensa no muy lejos de allí, en el Temple Bar, el barrio que digita el pulso de la movida joven. Si Dublín es una ciudad fabulosamente joven, esta zona con nombre de juerga podría proclamarse como la Casa de Gobierno de la revolución cultural que protagonizan los menores de 30 años. Teatros, bares, cines, obras, desfiles... Hasta Bono y The Edge, las cabezas de U2 (otra marca registrada de Irlanda) tienen aquí un hotel boutique, el The Clarence. En Temple Bar, además, se pusieron de moda las noches temáticas. Los miércoles, por ejemplo, todos los hispanoparlantes se citan inconscientemente en The Mezz, un boliche que una vez por semana sólo pincha música en español.

Este plan descontracturado impone, desde ya, una visita a un pub irlandés (los originales, claro) y catar una Guinness, la cerveza negra que integra el ADN nacional desde 1759. Según el ranking mundial de consumidores de cerveza, los irlandeses son, detrás de los checos, los más bebedores del planeta. En promedio, un irlandés ingiere 153 litros por año. Y, de hecho, el centro de peregrinaje de Dublín que mayor devoción despierta entre los turistas es, precisamente, la fábrica embrionaria de Guinness. La frase rebosa literalidad: es, ni más ni menos, el lugar más visitado del país. La entrada cuesta 15 euros (60 pesos argentinos) e incluye una pinta en el último piso del edificio, donde se encuentra el Gravity Bar, una fascinante atalaya urbana que garantiza una vista a 360 grados de toda la urbe. Por supuesto, el apogeo del espíritu cervecero se centra el 17 de marzo, día de la festividad de San Patricio, el patrono nacional, cuando decenas de miles de personas colorean una de las concentraciones callejeras más dionisíacas del mundo.

Una vez consumada la travesía nómada por la ciudad, quienes prefieran seguir un auténtico itinerario dublinés se volcarán a perseguir las huellas literarias de la capital. No sólo Wilde nació aquí: también lo hicieron otros referentes mundiales de las letras, como el maestro James Joyce (célebre por Ulises y Dublineses), Bram Stoker (el inventor de Drácula) y Samuel Beckett, Bernard Shaw, William Butler Yeats y Seamus Heaney, los cuatro hijos pródigos que ganaron el Premio Nobel de Literatura.

Dublín respira arte en el paraje sureño de Foxrock, que inspiró a Beckett para escribir Esperando a Godot; en North Great George Street, donde se erige el James Joyce Centre; en Kildare Street 30, la residencia de Stoker; en Westland Row, la casa natal de Wilde; en Merrion Square 82, hogar final de Yeats; y en la playa de Sandycove. Allí, en la Torre Martello, comienza el Ulises de Joyce, una novela tan ciclópea que contiene 267.000 palabras, 18 capítulos y entre 800 y 1.000 páginas, según la edición de turno.

En fin, tantas son las razones para visitar Irlanda que lo mejor sería brindar con una Guinness. Dublín tiene poderes curativos: rejuvenece hasta a los más sedentarios.


Andres Burgo
Diario Perfil - Turismo - Edición Impresa

lunes, 26 de noviembre de 2007

Los Antiguos - Santa Cruz: un oasis en la Patagonia

Sobre la Cordillera, este pintoresco pueblo convoca con sus circuitos de Montaña, la pesca y la participación en las cosechas de frutas finas.

Algunos mitos encuentran una curiosa correspondencia en la realidad. Más allá de su origen se vuelven palpables en la imagen de un paisaje o cobran vida en una historia simple, en cualquier lugar del mundo. Es la primera sensación a poco de andar en la ciudad de Los Antiguos, ubicada al noroeste de la provincia de Santa Cruz, donde es inevitable evocar la estampa del Ave Fénix, esa fabulosa figura mitológica que se consumía por acción del fuego para dar vida, luego, a un ave nueva que surgía de sus cenizas.

Algo parecido sucedió en este pequeño poblado recostado en la Cordillera de los Andes, florecido como polo turístico tras sufrir la furia que desde Chile arrastró el volcán Hudson. Cuesta imaginar que hace más de una década el paisaje estaba cubierto por completo de cenizas volcánicas. Sobre todo al ver los cerezos en flor y los campos repletos de tulipanes, cuyos reflejos rojos, amarillos y rosas crean un curioso contraste con los picos nevados que rodean el valle.

La suma de colores lleva a una inmediata asociación con la palabra abundancia, quizá como la contracara de aquella imagen de zona devastada, que cobra también sentido al recorrer las chacras productoras de frutas finas, en la algarabía de los pescadores que festejan el buen pique y en los tesoros arqueológicos, que develan secretos de los antiguos habitantes de la zona.

Resurgir de las cenizas
El "fuerte olor a azufre" y la "lluvia gris" son los recuerdos más vívidos de los pobladores de Los Antiguos sobre el 8 de agosto de 1991.

Esa noche, el volcán Hudson, una mole de 1.790 metros de altura, situada a 15 kilómetros del Océano Pacífico, entró en erupción de modo violento. La explosión fue acompañada por intensas tormentas eléctricas y la expulsión de una enorme nube de cenizas que el viento del oeste llevó hasta el Atlántico.

El valle, ubicado en la margen sur del lago Buenos Aires, quedó tapado por 25 centímetros de ceniza y la producción agropecuaria se vio profundamente dañada. Contra lo que generalmente se cree, las cenizas no aportaron fertilidad al suelo sino que modificaron su estructura.

Lentamente, con el correr de los años, la tierra volvió a estar apta para la agricultura: la punta de lanza fue el cultivo de cerezas, la primera luz que los productores agropecuarios vislumbraron para atemperar la crisis.

Muchos se unieron y formaron una cooperativa que comenzó a exportar frutos finos a España, Alemania, Gran Bretaña y Países Bajos.

Desde entonces, cada enero, celebran el giro positivo del destino con jineteadas, recitales y fuegos artificiales en la Fiesta Nacional de la Cereza.

Sin embargo, la gente concuerda en que fue el turismo el verdadero impulsor de Los Antiguos. El verano, que coincide con la actividad de la cosecha, atrajo a mediados de los años noventa a los primeros curiosos, ávidos de descubrir a través de nuevas experiencias destinos reservados a unos pocos: los visitantes participaban en las actividades de las chacras que se fueron multiplicando –son 14– y conformaron el primer circuito gastronómico de la provincia.

Todavía es posible colaborar junto con sus dueños en los distintos cuadros de producción y culminar el día disfrutando de un exquisito té al aire libre.

En los establecimientos se pueden adquirir una gran variedad de dulces de frutas finas, miel, escabeches de cerdo, conejo o salmón, además de licores y vinagres aromatizados.


Refugio de los antepasados
La avenida principal de la ciudad, 11 de julio, está repleta de turistas europeos que recorren la colorida feria artesanal, donde los lugareños venden sus artículos tejidos a mano y productos regionales.

Kürt, oriundo de Berlín, admite una atracción especial por los paisajes patagónicos. No es su primera visita al sur argentino, pero sí a Los Antiguos, donde arribó después de un extenso recorrido por el país, que comenzó en el mes de marzo.

Le aclaramos a Kürt que no pudo tener mejor suerte: la primavera, época de cerezos en flor y de clima benévolo, es el momento ideal para iniciar un itinerario que comienza en los miradores de la ciudad y parte hacia diversos circuitos.

Frente a la municipalidad, comienzan las escalinatas hacia el Mirador Uendeunk, que ofrece una vista panorámica del pueblo y el lago. Dos kilómetros hacia el sur, desde el Mirador del Río Jeinimeni, se ven las 420 hectáreas que conforman la región chacarera y sus canales de riego. De fondo, el Cerro Castillo, siempre nevado.

La ruta conduce hasta el Monte Zeballos, un camino de montaña que se inicia en los 200 metros sobre el nivel del mar y asciende, en su punto más alto, hasta los 1.500.
A bordo de una camioneta 4x4 se bordean los cañadones de los ríos Jeinimeni y Los Antiguos, y a medida que se asciende comienza a revelarse un espeso bosque de lengas y ñires que alcanza 800 hectáreas tras recorrer unos 60 kilómetros.

Ese oasis verde se esfuma de modo drástico casi 30 kilómetros más adelante, al llegar a El Portezuelo, un paraje de origen volcánico donde la ausencia de vegetación es completa. Es el punto más alto del recorrido, desde donde se puede continuar hasta la localidad de Lago Posadas o pegar la vuelta.

En cualquier caso, en el descenso de regreso a la ciudad, las vistas del lago Buenos Aires son increíbles, ya que se aprecia en su totalidad este inmenso espejo de aguas azules –ocupa 2.240 kilómetros cuadrados– compartidas entre la Argentina y Chile (donde toma el nombre de General Carrera).

Desde los 800 metros de altura, se ven pequeños puntos movedizos en la ribera argentina: son aficionados a la pesca deportiva que se congregan para batirse a duelo con las luchadoras truchas arco iris.

Raíces tehuelches
A pesar de su impronta galesa, Los Antiguos conserva sus raíces tehuelches en las artesanías, en el modo de hilar la lana y en su propio nombre, una traducción del vocablo "I keu kenk", que significa "mis antepasados" o "los antiguos".

En el diario de W. Hugs, uno de los pioneros galeses que convivió con los tehuelches, se lee que éstos habitualmente usaban el término kenk para referirse a una región donde abundaban enterratorios.

Según una tradición oral, los ancianos tehuelches llegaban, después de grandes peregrinaciones, hasta estas tierras para pasar sus últimos años y descansar, luego, junto a sus antepasados.

Parque Nacional Perito Moreno
Al sur de Los Antiguos, junto a la cordillera, tupidos bosques de lenga, parte de la estepa patagónica, dos sistemas lacustres y restos fósiles conforman los tesoros del Parque Nacional Francisco Perito Moreno, quizá el menos conocido de la región andino-patagónica. Creado en 1937 bajo el nombre del pionero argentino en áreas protegidas, el parque abarca 115.000 ha del noroeste de la provincia de Santa Cruz en una región montañosa cortada por valles, algunos de los cuales se ubican a más de 900 m.s.n.m. Esta particular ubicación le confiere una rigurosidad climática que, unida a su difícil acceso, hizo que permaneciera olvidado durante muchos años. Durante todo el año, la región es barrida por gélidos vientos del oeste que, tras atravesar las altas cumbres nevadas, descienden a los llanos, conservando temperaturas inferiores a los 15° en verano. En invierno baja hasta 30°. Estas condiciones son las que delinean uno de los paisajes más impactantes de la Patagonia. Una serie de encadenamientos montañosos se escalonan de Este a Oeste, conformando un anfiteatro natural cubierto por nieve, que aún en verano blanquea los cerros. La mayor parte de la reserva es ocupada por dos importantes cuencas lacustres. Una es la del lago Belgrano, que desagua en el Pacífico a través de una compleja red que conecta los lagos Mogote, Península, Volcán, Azara, Escondido y Nansen, junto a los ríos Volcán, San Lorenzo, Penitente y Lácteo. La cuenca del lago Burmeister desagua en el Océano Atlántico por el estuario del río Santa Cruz. El parque es también, uno de los más ricos yacimientos arqueológicos de la región: los aleros y cavernas del Cerro Casa de Piedra resguardan pinturas rupestres plasmadas por los antecesores de los tehuelches.

Cueva de las manos
A 178 km de Los Antiguos, se halla un verdadero santuario de arte rupestre: la Cueva de las Manos. En un alto farallón sobre la margen derecha del río Pinturas se distribuyen, a lo largo de 1.000 m, una cueva y varios aleros tapizados por coloridas imágenes que dan cuenta de la vida de aquellos pobladores. Escenas de cacería, figuras geométricas y humanas y alrededor de 800 manos de todo tamaño conforman la mayor concentración de pinturas rupestres del país y la más antigua expresión de los pueblos sudamericanos (motivo por el cual el sitio fue declarado en 1999 Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO). Las siluetas rojas, amarillas, verdes, negras y azules de manos superpuestas es, sin duda, lo que más llama la atención: fueron pintadas apoyando las manos sobre las rocas y soplando la pintura con la boca. Si bien se desconoce el mensaje de estas pinturas, se sabe que el sitio fue ocupado ininterrumpidamente a lo largo de ocho milenios. Para preservar ese tesoro, desde 2006 el sitio es administrado por un Comité de Sitio, integrado por representantes de Cultura y Turismo de Santa Cruz, Municipalidad de Perito Moreno y el INAPL, entre otros.

Información
En Buenos Aires: Oficina de Turismo de Santa Cruz, Tel. 4325-3098 / 3102
www.epatagonia.gov.ar
www.losantiguos.gov.ar

María Zacco
Clarín - Turismo

sábado, 24 de noviembre de 2007

Ilha grande: decálogo del paraíso brasileño

A dos horas de Angra dos Reis, una pequeña isla casi virginal desconoce el turismo masivo. Tiene 106 playas, grutas y aventuras, Los autos están prohibidos.

A las playas idílicas, igual a las que uno se imagina en sueños, es mejor disfrutarlas en estado de virginidad, cuando nadie, o casi nadie, las ha descubierto. Está claro que los parajes estivales más turísticos del mundo (el Caribe, el Mediterráneo o el golfo de Tailandia, por ejemplo) conservaban mayor naturalidad antes de la irrupción masiva de los complejos hoteleros. Pero, contra lo que se pueda suponer, aún quedan algunos litorales que mantienen su escenografía genuina, descontaminada de la mano del hombre. Y dentro de esa estrecha matriz de playas desiertas y sublimes, Ilha Grande, en Brasil, debería encabezar el podio sudamericano.

Hasta hace diez años, su nombre ni siquiera figuraba en los mapas turísticos brasileños. Hoy, una guía independiente y universalmente reputada como Lonely Planet (la Biblia para los trotamundos occidentales) la ubica entre los diez mejores lugares del país. La interpretación es clara: ahora, y no dentro de cinco o diez años, es el momento ideal para visitar esta cada vez menos desolada isla del litoral de Río de Janeiro. Hay, como mínimo, un decálogo de razones.

1) Hasta 1994 no era un lugar turístico, ya que la cárcel ubicada en el centro de la isla aún permanecía operativa. Y no se trataba de un presidio cualquiera: era una prisión de máxima seguridad. Los relatos boca a boca cuentan que algunos capos de la droga se fugaron en helicópteros. Lógicamente, en el resto de Ilha Grande casi no había presencia humana.

2) La playa Lopes Mendes debería figurar en la antología de las mejores playas del mundo. Se accede en barco o a pie, entre los morros de la isla, luego de una hora de caminata desde Vila do Abrao, la “capital” de Ilha Grande. Como en el lugar no hay agua potable, aún no se construyeron casas ni hoteles. Es una franja de 3 kilómetros de arena blanca y virgen, con un mar adorado por los surfistas brasileños.

3) En ninguna parte de la isla están permitidos los autos, ni siquiera en Vila do Abrao, donde viven 4.000 personas y es la única urbanización ocupada los 365 días del año. La aldea que rodea al presidio abandonado se parece a un pueblo fantasma, como en las películas del Lejano Oeste. Como queda a 3 horas a pie desde Vila do Abrao, la visita a la cárcel en ruinas es otra fabulosa excursión para distraerse un día entero.

4) Ilha Grande está ubicada a dos horas en barco desde Angra dos Reis, que a su vez está a sólo 180 kilómetros al sur de Río de Janeiro. En cambio, desde San Pablo hay 700 kilómetros. No sólo el turismo internacional ha descubierto este lugar hace pocos años: la isla también es una novedad para los cariocas.

5) Otra excursión impostergable es dar una vuelta en barco alrededor de la isla. El perímetro para la navegación costera mide 72 kilómetros y es recomendable hacer el paseo durante un día entero, para detenerse en las mejores playas.

6) Cada año hay, al menos, 220 días de cielo despejado y sol asegurado. La temperatura media también es seductora: entre 19 y 24 grados.

7) Los 193 kilómetros cuadrados de esta isla tropical ofrecen variedades geográficas de todo tipo: hay 34 pequeñas penínsulas, 7 ensenadas, 106 playas e incontables morros, planicies, ríos y grutas.

8) Con tantas alternativas terrestres, las actividades deportivas son múltiples: se puede practicar kayak (para llegar a algunas playas que sólo son accesibles por mar), trekking (hay 15 rutas para explorar el interior de la isla), buceo, snorkel, navegación a vela y mountain bike.

9) La isla también carga con un pasado turbio en más de un sentido: durante muchos años les ofreció refugio, alimento y escondite a los traficantes de esclavos africanos, en especial entre 1510 y 1540, cuando atracaron decenas de barcos ingleses que traían a los cautivos desde el otro lado del océano Atlántico.

10) Incluso para los argentinos, Ilha Grande se convirtió en un destino ideal para flamantes parejas. Posadas, cabañas y resorts son cada vez más utilizados durante lunas de miel. No hay lugar con mayor aura romántica que una isla repleta de playas vírgenes.

Diario Perfil - Turismo
Edición Impresa
24/11/2007

jueves, 22 de noviembre de 2007

Paisajes del Pilcomayo

Parque Nacional para conocer y preservar la naturaleza del extremo Norte argentino

En el extremo norte argentino, el Parque Nacional Río Pilcomayo protege un área de paisajes propia del Chaco Oriental, sobre la ribera derecha del río que le da nombre. Selvas y cañadas, esteros y lagunas y una gran diversidad de flora y fauna para descubrir en un viaje hacia lo más profundo de la naturaleza formoseña.

Hay que decir que no es fácil llegar y recorrer esta región, de temperaturas extremas –en pleno verano puede llegar a 45 grados– y caminos difíciles de transitar, por no decir imposibles, cuando llueve. Pero también hay que decir que el esfuerzo vale la pena: su paisaje cambiante oscila entre las selvas y cañadas, los quebrachales y los lapachos, los esteros y las lagunas, en una abundancia de agua y verde donde las flores y las aves ponen matices de color contrastantes. Además de la vista, en el Parque Nacional Pilcomayo, que ocupa más de 47 mil hectáreas sobre la ribera derecha del río que marca frontera entre Paraguay y la Argentina, hay que tener el oído atento: en sus numerosas palmeras caranday, como en otros árboles, anidan aves que pueden distinguirse no sólo gracias a un buen par de prismáticos sino también gracias a las diferencias en el canto. Para el neófito, entonces, un buen guía será la mayor ayuda para internarse en este laberinto vegetal surcado de bañados, esteros y lagunas, en una suerte de viaje iniciático hacia lo más profundo de la naturaleza formoseña.

Ríos de leyenda
Clorinda, centro comercial y de intercambios de la región, y tradicional puerta de entrada a Asunción del Paraguay, es un buen punto de partida para la visita al Parque Nacional y las localidades formoseñas situadas sobre el Pilcomayo. Este río, según cuenta una leyenda formoseña, toma el nombre del hijo de un príncipe de Potosí, que se enamoró un día de una joven llamada Quilla, pero chocó con una fuerte oposición a su noviazgo: así, él fue desterrado al Altiplano, y ella a los desiertos del Chaco. Sin embargo, decidido a seguirla, Pilcomayo se encontró en su viaje con un anciano llamado Paraguay que lo acompañó en busca de su amada: y un día, ambos llegaron a una corriente de aguas bermejas, formada por las lágrimas de Quilla. Al reconocerla, Pilcomayo se abrazó a las aguas, y contenido también por el abrazo de Paraguay, los tres se fundieron en una misma corriente... Así nacieron los tres ríos que abrazan Formosa, una forma antigua de decir, simplemente, “hermosa”.

El Parque Nacional es un laberinto vegetal surcado de bañados, esteros y lagunas

Un gran humedal
El Parque Nacional Río Pilcomayo es una de las áreas argentinas declaradas Sitio Ramsar por la Convención Relativa a los Humedales de Importancia Internacional: se trata del único convenio sobre medio ambiente relativo a un ecosistema en particular, los humedales, firmado en la ciudad iraní de Ramsar en 1971, y del que forman parte actualmente 145 países. La convención define a los humedales como “áreas de marismas, pantanos, turberas o de aguas naturales o artificiales, permanentes o temporarias, estancadas o corrientes, dulces, salobres o saladas”, y son seleccionados por su importancia en términos ecológicos, zoológicos o hidrológicos, entre otros criterios, que van revelando por qué esta región guarda el secreto de una enorme riqueza natural, muchas veces desconocida dentro de nuestras fronteras.

Mundo verde
El paisaje del Parque Nacional se caracteriza por los esteros y lagunas poco profundas, que van formándose en los sucesivos períodos de inundación y sequía propios de su clima subtropical con estación seca. Entre los pajonales y palmares aparecen los tacurú, grandes montículos de tierra de hasta un metro de altura, además de hormigueros y termiteros que, exuberantes como toda la región, alcanzan hasta cinco metros de diámetro. Los cambios climáticos hacen de esta región un paisaje cambiante, con bañados que aparecen y desaparecen según la abundancia o falta de agua; y junto con el agua, aparece y desaparece también la fauna, que va migrando de un lugar a otro según lo dictan las pautas de la naturaleza.

Cigüeñas, cotorras, garzas, chajás y otras especies de aves pueblan el gran humedal

Además de los bañados, en las partes más altas del Parque Nacional se forman las llamadas “isletas de monte”, rodeadas de palmeras y pastizales, donde se concentran los árboles más grandes: el emblemático quebracho colorado, los algarrobos, el urunday y la tala, entre otros ejemplares. El tercer paisaje propio de estos humedales es la selva en galería, junto a la costa del río, donde la densa vegetación se multiplica en higuerones, ceibos, sauces, helechos, lianas y vistosas orquídeas.

El Parque está atravesado por un sendero agreste que se puede recorrer en auto (todo depende del clima); también es posible realizar trekkings de distinta duración y safaris fotográficos, sobre todo en busca de la fauna, que es el gran atractivo del Pilcomayo. Además de las numerosas aves –las ruidosas cotorras, los pájaros carpinteros, ñandúes, chorlos, cigüeñas, garzas, chajás y espátulas– es posible cruzarse con zorros, osos hormigueros, ciervos de los pantanos, yacarés (en la zona de la Laguna Blanca) y el huidizo aguará guazú. Por supuesto, para lograrlo lo mejor es ser llevado por conocedores, con tiempo y paciencia, ya que lo más probable es encontrarse con las huellas de los animales en torno de los lugares donde toman agua. Otros habitantes del Parque Nacional son los carpinchos, nutrias, chuñas, yaguaretés, monos, pecaríes, coatíes y varias especies de ofidios, por lo cual en el ingreso siempre es conveniente consultar las precauciones a tomar durante el recorrido.

Al dejar atrás el Parque, cada uno se lleva consigo otra mirada sobre esta tierra de frontera, de aguas y selvas, donde bajo un sol ardiente florece la vida en todas sus formas: por eso, la recorrida de esta parte del Pilcomayo es una invitación al conservacionismo, y a que las tierras formoseñas sigan conservando toda su virginidad y belleza.

Datos útiles
Cómo llegar:
Desde la capital formoseña, tomar la RN 11 hasta Clorinda, luego seguir por la RN 86. En el km 44 sale un camino vecinal, que luego de algunos desvíos lleva hasta el Parque Nacional. También es posible ingresar desde Laguna Blanca, a 65 kilómetros de Clorinda, tomando por otro camino vecinal que llega a la seccional de guardaparques Estero Poí.

Parque Nacional Río Pilcomayo
Av. Pueyrredón y RN Nº 86 (3613) Laguna Blanca
e-mail: riopilcomayo@apn.gov.ar

Graciela Cutuli
Pagina 12 - Turismo

domingo, 18 de noviembre de 2007

Estambul: el alma de una ciudad


Nací en Estambul. Exceptuando los tres años que pasé en la ciudad de Nueva York, no he vivido en ningún otro lugar. A mis 53 años, estoy viviendo de nuevo en los apartamentos Pamuk que mis abuelos construyeron para nuestra gran familia cuando yo era niño. En las tardes de verano, cuando me asomo a la ventana y miro entre el balanceo de las ramas de los viejos plátanos que bordean la avenida Tesvikiye, puedo ver las luces de Aladdin, la tienda donde mi padre compraba sus cigarrillos y los periódicos y donde yo iba por chocolate, chicles, pistolas de agua, relojes de plástico y por el último ejemplar del comic Tom Mix.

Cuando era niño, Estambul era una tranquila ciudad de provincias con una población de un millón de habitantes; medio siglo después es una metrópoli 10 veces mayor, rodeada de barrios desconocidos y distantes en los que nunca he estado y cuyos nombres sólo conozco por los periódicos. Cuando me asomo a la ventana, me cuesta aceptar que estas poblaciones de la periferia son una parte de mi ciudad. Ni siquiera en mis sueños habría esperado que las calles de mi niñez fueran tan bulliciosas como lo son hoy. Pero cuando uno está tan unido a una ciudad como yo lo estoy a Estambul, acabas por aceptar su destino como el tuyo propio; llegas a verla casi como una extensión de tu propio cuerpo, de tu propia alma. Así que cuando ante mis ojos veo el cambio de las calles, de las tiendas y de las plazas –y durante las últimas décadas he visto los cines, las librerías y las jugueterías más importantes de mi niñez cerrar sus puertas–, reacciono igual que cuando veo a mi propio cuerpo envejecer. Tras el estupor inicial, me resigno ante mi nuevo aspecto.

¿Puede una ciudad tener alma?
Si la tiene, ¿de qué está hecha? El alma de una ciudad, ¿se forma por su tamaño, su cultura y su historia, o nace de la imagen que sus calles y sus edificios imprimen en nuestras mentes? Más aún, el alma de una ciudad ¿depende de lo bulliciosa que es o de lo vacía que está? ¿De la bruma o del calor? ¿Está en el río que la cruza o –como en el caso de Estambul– en el mar que la divide en dos? ¿Dónde sentimos su alma con más intensidad? ¿Cuando la vemos desde lo alto de una colina? ¿Cuando pasamos por un paso subterráneo? ¿Cuando nuestros oídos escuchan el alboroto de la ciudad? ¿Cuando nos pica la nariz por su aire húmedo y sucio? Quizá cuando todos estamos acostados oyendo cómo la ciudad duerme como un viejo animal cansado y escuchamos el sonido de la sirena de niebla en el Bósforo. En mi opinión, el alma de una ciudad cambia cuando la ciudad cambia. El Estambul nuevo y opulento de hoy no es la ciudad melancólica que conocí de niño.

Pero incluso hoy me habla de soledad. En las tardes de verano, el alma de la ciudad está en sus anticuados autobuses que circulan con dificultad entre nubes de polvo, humo y contaminación mientras llevan a los sudorosos pasajeros a sus casas; está en la nube de niebla que cubre la ciudad y que, al atardecer, se torna entre naranja y púrpura, y en la luz azul que sale de millones de ventanas cuando, casi al mismo tiempo, la ciudad enciende sus televisiones –y justo en el mismo instante en que las mujeres de toda la ciudad fríen berenjenas para la cena–. A mediodía, en los tranquilos y fríos días de otoño, cuando la ciudad está en plena actividad, el alma de la ciudad reside en un solitario y ocupado hombre que pesca mientras su viejo barquito se balancea sobre la estela de los transbordadores y de los grandes cargueros que circulan por el Bósforo.

Todos los habitantes de Estambul son de fuera y, por tanto, todos están solos. En 1453, cuando llegaron los turcos –o mejor dicho, los otomanos, ya que había cristianos en su ejército–, se encontraron con una ciudad que los esperaba. Y, por definición, eran, por tanto, recién llegados. Durante su reinado de 500 años, llegaron otomanos procedentes de los más diversos países y culturas; por tanto, también ellos eran de afuera. Cuando una ciudad pasa de una población de un millón a diez millones en un período de 50 años, las nueve décimas partes de sus habitantes tienen que contarse también como foráneos. Por eso, cada vez que entablo una conversación con alguien en la calle, en un autobús o en uno de los taxis compartidos, conocidos como dolmu, la primera pregunta que me hacen, después de quejarnos del tiempo, es de dónde soy. Si admito, un tanto avergonzado, que soy de Estambul, me preguntan con cierta sospecha sobre el padre de mi padre y sobre los parientes de mi madre.

Aire extranjero
El gran secreto de Estambul es que incluso los que vivimos aquí no la entendemos, y no la entendemos porque desafía cualquier clasificación. Pasear por sus bulliciosas calles es sentir la historia bajo nuestros pies, pero incluso cuando recordamos que antes de nosotros estuvieron otras grandes civilizaciones, también nos damos cuenta de que no nos pertenecen. Esto es lo que le da a la ciudad ese aire extranjero.

Podría incluso decir que su alma reside en su rechazo a ser clasificada o comprendida racionalmente. En efecto, ésta es la conclusión que saqué de la Enciclopedia de Estambul, el singular y heroico proyecto del conocido historiador Resat Ekrem Koçu, que empezó a escribir en los cincuenta y que dejó inacabada porque no pasó de la letra H. Lejos de aportar datos claros sobre la ciudad, el autor añadió confusión al escribir sobre sus pasiones secretas y las “excentricidades” de Estambul, a lo que añadió un entrañable y extenso relato sobre sus compañeros de borrachera favoritos.

Desde mi niñez, las tiendas antiguas de la ciudad me han parecido el ejemplo más elocuente de este desorden. Cuando estoy en una parfumerie –si prefiere, llamémosla farmacia– y miro a mi alrededor, al surtido de botellas de colores, de cajas y de tarros, me parece que el alma de la ciudad no sólo surge de su historia, sino de la suma de las pasiones y sueños de todos los que alguna vez han vivido aquí. Igual que las tiendas de Beyoglu –aparentemente turcas, pero griegas y armenias en el fondo– a las que iba con mi madre cuando era pequeño y que me recuerdan a todas esas antiguas culturas que han ido formando la nuestra y cuán desconocida e increíblemente rica ha sido su influencia. En Estambul, cada objeto guarda su propia historia secreta.

Orhan Pamuk
Escritor y Premio Nobel de Literatura turco
El País Semanal (Traducción de Virginia Solans)

jueves, 15 de noviembre de 2007

Santa Cruz: En la ría Deseado

La lancha turística navega rumbo a los Miradores Darwin

Desde Puerto Deseado, una ciudad que aparece como un oasis en la esteparia costa patagónica, una excursión en lancha entre farallones volcánicos casi hasta la naciente de la ría Deseado, por donde el agua del mar entra y sale al ritmo de las mareas. Un reservorio natural de diversas especies y un paisaje desolado de extraña belleza que también exploró Charles Darwin. Y mar adentro, una navegación a isla Pingüino para conocer al exótico pingüino penacho amarillo.

Puerto Deseado es una típica ciudad de la estepa patagónica con 15.000 habitantes, donde hay lugar de sobra para sus barrios de casas bajas y calles anchas. Se llega luego de recorrer más de 350 kilómetros de áridos paisajes, con desiertos pardos y grises casi sin vegetación. Tras una curva se ve, junto a la ciudad, la desembocadura en el mar de una ría color verde turquesa. Y a metros del centro de Puerto Deseado hay cañadones y acantilados del Jurásico, cuando las erupciones volcánicas de hace 150 millones de años cincelaron el árido paisaje, sepultando lo que era un paraíso de bosques selváticos donde habitaban los dinosaurios.

Desde Puerto Deseado, que a los ojos del visitante aparece como un oasis en la desolada estepa, se realizan varias excursiones que justifican una estadía de varios días, y dos de las más espectaculares son a la isla Pingüino y a los Miradores Darwin.

El Arca de la Patagonia
Es uno de los paisajes más enigmáticos de la Patagonia, sugerente a tal punto que deslumbró a un experimentado viajero como Charles Darwin (ver nota más abajo). En su honor, justamente, al sector final de la ría Deseado –donde su curso de agua caracolea entre dos farallones volcánicos–, se lo denomina Miradores Darwin. El paisaje fue bosquejado por Chaffers, el dibujante que acompañó al famoso naturalista inglés, y su trabajo constituye un documento histórico que no deja dudas de que Darwin estuvo aquí en su viaje de “descubrimiento” de las leyes de la naturaleza.

La excursión de los Miradores Darwin se realiza en un gomón semirrígido con motor fuera de borda que parte desde el Club Náutico Capitán Oneto. En el primer tramo por la ría Deseado aparecen islas e islotes que albergan comunidades de especies marinas, entre ellas, diversas pingüineras, En algunas, sólo viven unas 120 parejas, mientras que en otras, como en la isla Chaffers, habitan unos 40 mil pingüinos junto con gaviotas cocineras, gaviotas grises y ostreros negros.

En la isla Elena está la Barranca de los cormoranes, un acantilado donde anidan más de 100 parejas de cormoranes grises, un ave endémica de Santa Cruz. También comparten estos acantilados rocosos con los cormoranes de “cuello negro”, que se sumergen hasta 40 metros bajo el agua para buscar alimento. Pero la especie menos común para los viajeros son los ejemplares blanquinegros de toninas overas que suelen pasar en pareja como flechas por debajo de la lancha, para salir más adelante a tomar aire. El primer desembarco se realiza en la “Isla de los Pájaros”, donde se disfruta del espectáculo de los pingüinos de Magallanes.

La ría Deseado es un caso único en Sudamérica de un río cuyo cauce se secó y entre sus márgenes acantiladas ingresó el mar. Al mismo tiempo, en su extremo oeste, desemboca el río Deseado, salvo en verano, cuando su cauce se seca. La ría mide 42 kilómetros y en sus profundidades viven algas gigantes y toda clase de peces, erizos, caracoles y cangrejos.

Una extraña barda triangular en medio de la ría Deseado acentúa el carácter único del paisaje

Los miradores Darwin
En la excursión completa a los Miradores Darwin, la poderosa lancha se interna ría arriba, dejando atrás las islas e islotes, mientras el ancho del curso de agua se va angostando. A los costados, cada vez más cerca, se levantan farallones color tierra de distintas alturas.

A los pocos kilómetros ya casi no hay indicios de fauna alguna, ni tampoco de presencia humana. El panorama es sin dudas el mismo que vio Charles Darwin hace 165 años cuando trataba de dilucidar el origen de las especies: un paisaje desolado y árido, pero dueño de una extraña belleza que remite a escenarios de aura virginal, el lugar a donde uno vendría a buscar –inútilmente– la chispa original que encendió la rueda de la vida.

A medida que la lancha se aleja de la desembocadura, la ría no solamente se angosta, sino que su profundidad es cada vez más baja, a tal punto que la embarcación queda varada, acaso en el mismo lugar donde quedó varado Darwin. Pero esto no es problema, porque en apenas 10 minutos ya hay agua suficiente para encender los motores y seguir viaje. Luego de 3 horas de navegación se llega hasta una extraña barda triangular que se levanta en medio de la ría, el lugar más sugerente de la excursión. Allí se desembarca para explorar a pie los alrededores por un cañadón que conduce a una cueva con unas sorprendentes manos indias pintadas en las paredes, similares y acaso contemporáneas de aquellas más famosas de la Cueva de las Manos.

Desde la orilla –y de arriba de un cerro–, es sorprendente ver cómo todo lo ancho de la base del cañón se llena con el agua de la ría, la cual hasta hace una hora era apenas un hilo de agua que impedía navegar. Y en muy pocas horas el paisaje cambiará otra vez.

En el camino de regreso –desandando los 42 kilómetros de la ida–, el guía cuenta que el primer hombre blanco que navegó la boca de la ría Deseado fue Hernando de Magallanes en su epopéyica primera vuelta al mundo. El navegante la “descubrió” buscando aguas calmas para escapar de una terrible tempestad. Unas décadas más tarde –el 17 de diciembre de 1586–, el corsario inglés Thomas Cavendish, al mando de tres naves, también entró en la ría Deseado para reparar sus embarcaciones y seguir viaje hacia el estrecho de Magallanes para llegar al Pacífico, en pos de arrebatarles a los españoles las riquezas que ellos les robaban a otros.

Hoy en día el paisaje de la ría permanece poco modificado por la presencia del hombre, casi tal como lo vieron los famosos navegantes, con su fauna bien protegida de la depredación del hombre, gracias a su lejanía y desolación.

En isla Pingüino, las aves revolotean en torno a un faro de 1903 en desuso

Isla Pingüino
En Puerto Deseado está la única colonia del llamativo pingüino de penacho amarillo que hay en la costa patagónica. Una excursión en un bote semirrígido con motor fuera de borda lleva a los turistas hasta la Reserva Provincial Isla Pingüino, donde se puede ver una colonia de unos 400 ejemplares que despliegan sus nidos al resguardo de dos ocultos cañadones. Para observar en detalle la intimidad de estos simpáticos liliputienses, hay que descender de la embarcación –no sin cierto trabajo y solamente los días de buen tiempo– y caminar entre los nidos.

Este singular pingüino debe su nombre a una especie de penacho de plumas largas y amarillas que tiene sobre los ojos. Otro de sus rasgos distintivos son las fuertes uñas de sus patas y un poderoso pico rojo-anaranjado, con los que defiende su nido, picoteando a cualquier intruso que se acerque, ya sea pingüino, pájaro o turista inescrupuloso. Su porte es más bien pequeño: alcanza unos 40 centímetros de alto y pesa unos dos kilogramos. Un aspecto muy llamativo es su modo de andar a los saltitos entre roca y roca, en vez de caminar como las otras especies. La distribución mayoritaria del pingüino penacho amarillo está en las áreas subantárticas y en las islas Malvinas.

El “penacho amarillo” fue una de las especies más castigadas por el hombre en la Patagonia. En 1578, Francis Drake desembarcó en la isla Pingüino, donde se aprovisionó de huevos, grasa y carne de este pingüino. A mediados del siglo XIX los barcos balleneros europeos y norteamericanos llenaban barriles enteros con sus huevos y salaban su carne para consumirla en los viajes. Como la caza se tornó muy lucrativa, en apenas tres años fueran muertos a palazos 500 mil pingüinos penacho amarillo. Afortunadamente, la feroz depredación no llegó a extinguir la especie: la vista actual de varios millares de aves a la vez da la sensación de estar en un lugar virginal, intocado por la mano destructiva del hombre.

En la isla Pingüino no solamente hay pingüinos con look rockero, sino también otros de la especie más común en la costa patagónica –los magallánicos–, gaviotas cocineras, gaviotas grises, ostreros y patos vapor, y una gran colonia de skuas que en época de reproducción se arrojan en picada sobre los visitantes, sin llegar a tocarlos. En la playa del inhóspito paisaje hay pequeños apostaderos de elefantes marinos y lobos marinos de un pelo. Y en otro sector están los restos de una factoría y un faro de 1903 en desuso.

Diario de un naturalista (Charles Darwin)
"23 de diciembre de 1833.– Llegamos a Puerto Deseado, en la costa de la Patagonia, a los 47 grados de latitud. La bahía, de anchura muy variable, penetra a unas veinte millas en el interior de las tierras. Ancla el Beagle a algunas millas de la entrada de la bahía frente a las ruinas de un antiguo establecimiento español (...).

Un día expidió el capitán una lancha, al mando de Mr. Chaffers, con provisiones para tres días, con objeto de reconocer la parte superior del puerto. Comenzamos por buscar ciertos manantiales de agua dulce indicados en una antigua carta española. Encontramos un portezuelo en cuyo vértice corría un arroyito de agua salobre. El estado de la marea nos obligó a permanecer allí unas horas, y yo aproveché ese tiempo para dar un paseo por el interior de las tierras. El llano se componía, como de ordinario, de cantos rodados mezclados con una tierra que representaba todo el aspecto de la creta, pero de naturaleza muy diferente. La poca dureza de estos materiales determina la formación de numerosos barrancos.

En todo el paisaje no hay más que soledad y desolación, no se ve un solo árbol, y salvo algún guanaco que parece hacer la guardia, centinela vigilante, sobre el vértice de una colina, apenas si se ve algún animal o un pájaro; y sin embargo, se siente como un placer intenso, aunque no bien definido, al atravesar esta llanura donde ni un solo objeto atrae nuestras miradas, y nos preguntamos: ¿desde cuándo existirá así esta llanura? ¿Cuánto tiempo durará aún esta desolación?

¿Quién puede responder? Todo lo que hoy nos rodea parece eterno. Y no obstante, el desierto hace oír voces misteriosas que evocan dudas terribles.

Por la tarde avanzamos algunas millas más arriba y dispusimos las tiendas para la noche. En la mañana del día siguiente se detenía la lancha por la escasa profundidad del agua, que era casi dulce, y Mr. Chaffers mandó a armar los remos para elevarnos todavía dos o tres millas. Allí volvimos a estancarnos, pero esta vez en agua dulce, cenagosa; y aunque aquello no fuese más que un simple arroyo, era difícil explicar su origen de otro modo que por la fusión de las nieves de la cordillera. En el punto en que establecimos nuestro vivac, estábamos rodeados por elevados cantiles e inmensas rocas de pórfido. No creo haber visto en mi vida lugar más aislado en el resto del mundo que esta grieta rocosa en medio de tan dilatada llanura".

Datos útiles
Cómo llegar
Por avión a Comodoro Rivadavia, ciudad chubutense ubicada 300 kilómetros al norte de Puerto Deseado.
Existen ómnibus entre las dos localidades. Desde Buenos Aires son 2100 kilómetros y se llega por la Ruta Nacional 3 hasta el kilómetro 1995, donde hay un desvío de 125 kilómetros hasta Puerto Deseado.

Excursiones:
La excursión náutica tradicional por la ría hasta la Isla de los Pájaros dura dos horas y media de duración). La excursión a los Miradores Darwin dura un mínimo de 6 horas, la excursión a la isla Pingüino dura entre 7 y 8 horas.

Más información:
Dirección Municipal de Turismo de Puerto Deseado
Tel.: 0297-4870220
e-mail: turismo@pdeseado.com.ar

Textos y foto: Julián Varsavsky
Pagina 12 - Turismo

jueves, 8 de noviembre de 2007

Sydney Un vistazo al futuro


Basta dejarse extraviar por las calles de la ciudad australiana para comprender por qué siempre figura entre los destinos soñados de los viajeros y en los rankings de las urbes con mejor calidad de vida. Estando en ella, inevitablemente uno empieza a tramar maneras de volver cuanto antes. Porque Sydney está 13 horas en el futuro respecto de Santiago... pero honestamente, parece mucho más.

Circular Quay, la sofisticada costanera de Sydney por donde caminan estilizadas chicas, este mismo paseo soleado y barrido por el viento fresco de mediodía, fue una verdadera pesadilla para un puñado de prisioneros ingleses desembarcados a la fuerza allá por 1788, para formar la colonia penitenciaria que –a punta de trabajos forzados y no pocas vidas– sentó las raíces de la actual ciudad.

Resulta extraño pensar en ese grupo de condenados pasando días miserables en el mismo lugar donde, ahora, nuestros grandes problemas son encontrar un buen restaurante y entendernos con el mapa para decidir hacia dónde seguir el paseo.

Sydney es hoy un destierro al que uno, honestamente, quisiera ser condenado cuanto antes. Puede que algunos rankings digan que la calidad de vida ahora es mejor en no-sé-qué ciudad canadiense, que vino a destronar de la cima a la cosmopolita y dinámica ciudad australiana. Pero es cosa de perderse un rato por The Rocks (barrio pegado al Quay, repleto de tiendas, galerías y restaurantes estilosos) para olvidarse de cualquier ranking. Y también para empezar a enamorarse.

Se supone que uno debiera guardar distancia, porque tan sólo viene de paso para descubrir por qué rayos alguien debiera cruzar medio Pacífico y pagar 35 lucas por una visa de turista (www.spain.embassy.gov.au), todo para llegar a esta ciudad. Pero Sydney encantaría incluso a los defensores de destinos más naturales y menos urbanos. Es el tipo de lugar en que uno puede imaginarse una vida.

Sucede que en Sydney uno siente que está viviendo en el mañana de varias maneras. De partida, por el horario (hay trece horas más que en Chile y por eso uno puede decirles a los amigos por messenger que les escribe desde el futuro). Pero además esta ciudad se ha adelantado en resolver problemas urbanos que afligen a muchas otras. La conservación de edificios antiguos es honesta, y no sólo se mantienen fachadas para meterle una inarmónica torre atrás. Cada rascacielo tiene personalidad propia, pero en la línea del horizonte de Sydney nada parece salirse de cuadro. Además, aquí la gente es amable sin artificios (aunque el acento y las expresiones aussies son una barrera inicial para quienes aprendieron inglés estándar); ningún barrio está demasiado lejos como para esquivar la caminata y, en todo caso, hay buenos y modernos y eficientes medios de transporte. Ya el monorriel elevado que rodea Darling Harbour y se asoma en los límites de la City bastaría para pasarse el día descubriendo el "centro" o la zona urbana más turística (pasaje por el día en el monorriel, 7 dólares; www.monorail.com.au).

Pero mejor caminar. Un recorrido sin prisa podría partir en Circular Quay, el frenético terminal de ferries, buses y trenes. Aquí puede gastar varios megas de memoria fotográfica retratando las curvas más famosas de la ciudad: las de hierro del Sydney Harbour Bridge, y las de cerámica del Opera House, dos de las postales más clásicas (y después de un rato, pareciera que inevitables) de la ciudad.

A propósito del puente, un muy popular panorama en la ciudad son las escaladas sobre su estructura. Ahora mismo, un grupo de turistas bien equipados con arneses se largan a caminar por la curva de vigas de acero, hasta llegar a la parte más alta, a 134 metros, justo donde flamean las banderas de Australia y Nueva Zelandia, todo de mano de un guía, claro (www.bridgeclimb.com). Más reposado es el tur al Opera House, para conocer sus salas laterales envidiables y su impresionante teatro principal (www.sydneyoperahouse.com).

Desde el Opera House uno puede largarse por el waterfront o, mejor aún, empezar a internarse en la ciudad. El Quay está pegado a The Rocks y su generosa oferta de restoranes modernillos y tiendas chics, y a pocas cuadras de la sofisticada zona financiera que es la City, sector de avenidas amplias, fachadas señoriales y negocios financieros a lo largo de George Street. Aquí está otro de los íconos de la ciudad: la Sydney Tower (www.sydneytoweroztrek.com.au), con sus 305 metros que la convierten en mirador privilegiado de la ciudad (la vista es estupenda desde su restaurante, el Bar & Dining 360; www.360dining.com.au).

Una alternativa desde The Rocks es partir hacia los Royal Botanical Gardens. Estos jardines son la principal área verde dentro de la ciudad. Si uno tomara un mapa cualquiera, vería que esta mancha de pasto perfectamente cuidado, árboles frondosos y senderos donde los aussies trotan pegados a sus modernos audífonos (así botarían el estrés si es que lo tuvieran) o caminan detrás de unos futuristas carros de guaguas, tiene dimensiones similares a todo el Quay, The Rocks y la City juntos. Y tiene además uno de los mejores miradores sobre la ciudad: en el extremo de la península que se interna entre Farm Cove y Woolloomooloo Bay está Mrs. Macquaries Chair, una banca excavada en la roca por convictos en 1810 para que Elizabeth, la esposa del gobernador inglés Lachlan Macquarie, se instalara a ver de lejos cómo se desarrollaba la ciudad. Aún vale la pena tomar el lugar de la sensible Mrs. Macquaries: de preferencia, al atardecer.

Decíamos que Sydney es el tipo de sitio que haría dudar a un fanático del aire libre en la disputa entre naturaleza y ciudad. Sucede que esta urbe tiene mucho de ambos mundos. Basta caminar por cualquier barrio, digamos, el moderno The Rocks, para encontrar robustos árboles y jardines generosos. Y también para dar con ejecutivos sin chaqueta, tirados sobre el césped, lanzándoles miguitas de pan a unos ibis blancos, extraños pájaros de pico largo y curvo que compiten con las palomas por su ración, y que parecen más propios de un zoológico que de una ciudad. En King Cross, otro de los barrios imperdibles, uno camina en busca de algún buen café o una cerveza fría, y de pronto siente el áspero canto de un grupo de cacatúas blancas: están por todos lados.

Quizá King Cross resuma uno de los aspectos más notables de Sydney: la capacidad de reciclarse sin hacer muchos aspavientos. King Cross ya no es sólo el barrio rojo de Sydney, sino también uno de los sectores donde más se desarrolla la oferta de bistrós de autor, hoteles de diseño como el moderno The Kirketon, y una amplísima propuesta de hostales para mochileros. De hecho, quizá uno ni se enteraría de la fama de este sector si no fuera por las guías de viajes que repiten majaderamente que ésta es la zona de los farolitos rojos.

"The Cross" es ahora especialmente popular por las noches y revistas especializadas, como Condé Nast Traveller, le dedican párrafos a sus atractivos. A lo largo de Victoria Street o Darlinghurst Road, en las cuadras a uno y otro lado de King Cross Road, hay un variado despliegue de cafetines con mesas en la calle, restaurantes pequeños y minimercados con espíritu de almacén, y una clientela tan variada y relajada como el espíritu del barrio.

A pocos minutos de King Cross está el recomendable sector de Paddington, otro barrio con fama propia, según las guías viajeras. En este caso, insisten en que es un sector de atmósfera más "local", donde uno puede ver cómo los habitantes de Sydney se comportan cuando no tienen cámaras fotográficas apuntándoles. Por suerte, las cosas siguen siendo así. Salvo en Oxford Street, la calle más famosa, la más agitada, posiblemente una de las más divertidas en las noches de la ciudad y uno de los baluartes de la poderosa comunidad gay local, que se hace notar con las clásicas banderitas del arco iris.

Si necesita otra excusa para asomarse, apunte los sábados, a partir de las 10 de la mañana, cuando se instala la sorprendente oferta de cachureos, joyas y ropas del Paddington Markets (395 Oxford Street; www.paddingtonmarkets.com.au), que tiene más de doscientos locales desparramados alrededor de la bonita iglesia Paddington Uniting. Lo mejor es que puede aliviar la culpa consumista pensando que parte de los fondos recaudados se usan en obras de caridad.

A propósito, Sydney es una ciudad cara. De hecho, suena curioso que sea tan popular entre mochileros (es cosa de ver la cantidad de hostels que hay por todos lados). Unas pistas acerca de los precios: la botella de agua mineral puede costar fácil sobre los mil pesos, y el combo más típico en un local de fast food puede pasar de los tres mil quinientos. El clásico de la comida callejera inglesa, el fish & chips, una simple pero deliciosa porción de pescado y papas fritas que también es muy popular en la isla, anda por los siete mil pesos en un restaurante como el del hotel Sydney Harbour Marriott, donde las mesas al aire libre están llenas de oficinistas en su hora de colación. Pero hay varias alternativas para ahorrarse unos dólares australianos, como las tarjetas de descuentos para turistas (ver Ojo con...), las tarifas promocionales combinadas en lugares como el Aquarium (que presume de ser el atractivo turístico más visitado de Australia; www.sydneyaquarium.com.au) y el Wildlife World (la mejor manera de ver canguros, wallabies y koalas sin esfuerzo; www.sydneywildlifeworld.com.au), y hasta comprando pasajes en el monorriel (la tarifa diaria incluye cupones de descuentos y ofertas).

Otra forma de ahorrarse unos dólares es a bordo de esos buses rojos de dos pisos, descapotados, que recorren los hitos clave de la ciudad. La gracia es que uno paga el pasaje diario y se puede subir y bajar cuantas veces quiera durante el día. Además, uno de los circuitos que realizan permite llegar hasta Bondi Beach, esa playa de arenas perfectas, olas turquesa y cuerpos esculpidos, donde uno se siente demasiado lejos de Sydney aunque en realidad está tan sólo a diez kilómetros y a no más de media hora de distancia (tienen un ticket combinado, para las dos rutas, por 27 dólares; hasta 16 años pagan 14 dólares; mochileros, 23 dólares; www.city-sightseeing.com; en www.sydneypass.info puede comprar pases de varios días para los buses públicos de la ciudad, que incluyen accesos a los ferries, buses y trenes).

Bondi no es la única playa cerca de Sydney (también está Manly), pero es la más famosa. Su costanera parece un desfile de moda y el "pueblo" está lleno de bares y cafés onderos donde pasar la tarde.

Darling Harbour tiene una linda vista al anochecer. Este barrio, pegado a la City, es como otro paseo costanero, con veleros y yates de un lado y restaurantes o bares con vista a la bahía del otro. Darling Harbour está hecho para los turistas y es una buena idea si anda con niños.

Aquí, a poca distancia, están el Aquarium, el Wildlife World, el Australian Maritime Museum (donde puede visitar desde un velero a un submarino), un teatro IMAX (con la pantalla de cine más grande del mundo) y el Harbourside Shopping Centre al otro lado del Pyrmont Bridge, el paso peatonal sobre las aguas del Cockle Bay.

Durante el día, también salen desde este punto los catamaranes que recorren el Sydney Harbour y que permiten ver los paisajes más típicos de la ciudad, está vez cómodamente sentado.

Pero hablábamos del anochecer. A la salida del mall, hay una amplia explanada con una fuente circular. Lo importante, en todo caso, está del otro lado de la bahía. Cae el sol, y los edificios se iluminan hasta formar una colorida pared que cientos de personas usan como telón de fondo para fotografiarse.

En este waterfront hay bancas y escalones donde también puede uno quedarse un rato. Mirando. Recordando lo visto hasta este momento y pensando en qué haremos mañana, cuando en el lejano Santiago de Chile, trece horas atrás en el tiempo, todavía sea hoy. n

MÁS INFORMACIÓN
www.cityofsydney.nsw.gov.au
www.seesydney.com
www.showbiz.com.au

Texto y fotos: Mauricio Alarcón C., desde Sydney.
El Mercurio - Chile

lunes, 5 de noviembre de 2007

Nueva York: otoño en Manhattan

No existe la temporada baja en Nueva York. Aunque la temperatura descienda, los atractivos son los mismos tanto en la célebre isla como en sus otros cuatro distritos, Queens, Brooklyn, Bronx y Staten Island. Una ciudad donde la única rutina es la permanente transformación

Un horizonte irregular de rascacielos que de lejos parecen juguetes estáticos, pero que por dentro guardan a millones de impacientes neoyorquinos. Esa vista de moles de hormigón es una de las primeras imágenes que se viene a la mente ante la palabra Manhattan, una ciudad que parece construida para caber dentro de una postal.

Pero mirar una postal no es lo mismo que ser testigo y parte de ese paisaje. Testigo, cuando uno se aleja y lo contempla de lejos. Parte, al acercarse y caminar, diminuto, entre las torres imponentes. Nueva York ofrece muchas alternativas para que el visitante reproduzca con su cámara la foto que adorna todos los souvenirs. Desde puentes, barcos, islas y los propios edificios, la ciudad puede ser vista desde diferentes perspectivas.

Empire State, el clásico
El más clásico mirador de Manhattan es el Empire State Building, de 102 pisos, que fue el más alto de Manhattan hasta que se contruyeron las Torres Gemelas, en 1970, y lo es nuevamente luego de que cayeran en 2001. Aunque dejará de serlo cuando se termine de construir la Freedom Tower, en Ground Zero, donde solían estar las torres.

El Empire State queda sobre la Quinta Avenida y 34 St., bien en medio del Midtown. Tiene dos miradores, uno en el piso 86 y otro observatorio en el último piso, el 102, con una vista de 360°.

El problema con el que se topan muchos visitantes es el de las colas: una para seguridad, otra para comprar la entrada, otra para subir al ascensor. La visita al edificio puede tomar unas dos horas. El lado positivo es que está abierto practicamente todo el día: desde las 8 de la mañana hasta las 2 de la madrugada. La entrada cuesta alrededor de US$ 18, más 15 adicionales si se desea subir al observatorio del piso 102. También hay disponible un pase express (alrededor de US$ 45) para pasar primero y evitar todas las colas.

Top of the Rock, lo nuevo
Sin batir récords de altura, hoy la opción más popular para observar la ciudad es la del Top of the Rock, en uno de los edificios del Rockefeller Center, en 48 St. y 51St.). El mirador, construido en 1933, fue recientemente reabierto. Está ahí, en pleno corazón de Manhattan, y la entrada se ubica a la derecha de la famosa pista de patinaje sobre hielo del mismo complejo. Entre las 8.30 am y las 11 pm los ascensores se disparan hasta la cima del GE Building, donde los pisos que van del 67 al 70 tienen negocios, presentaciones multimedia sobre la historia del complejo y, claro, decks de observación con espectacular vista hacia los cuatro costados de la ciudad, 260 metros arriba del pavimento.

Desde ahí se ve todo: desde las copas de los árboles en el Central Park, pasando por los rascacielos del centro hasta el río Hudson, en el extremo sur de la ciudad. Las entradas salen US$ 17,50 para adultos, US$ 11,25 para menores de 12 años y US$ 16 para mayores de 62 años.

The View, cóctel en mano
Para una vista glamorosa, el hotel Marriott Marquis, en Times Square, es un sitio imperdible a la hora de ver Manhattan desde el cielo. En el piso 48° está The View, un bar y restaurante giratorio que permite contemplar, sentado a una mesa, cóctel en mano, los edificios del centro neoyorquino.

Una servilleta de papel hace las veces de guía, señalando cuáles son los edificios que uno observa a medida que todo gira, muy lentamente. Los precios son bastante razonables, teniendo en cuenta la ubicación y el servicio. Son US$ 7 de entrada. Los tragos rondan los US$ 14 y un buffet libre cuesta US$ 17 por persona. Si bien está abierto todo el día, si uno no quiere hacer cola para entrar, lo mejor es evitar el horario cercano a las 9 pm, cuando la gente sale de los teatros de Broadway.

Puente de Brooklyn, colgado
Otra forma de ver la ciudad es de costado, alejándose un poco del bullicio céntrico. Las alternativas son variadas, sobre todo si uno está en la zona sur, cerca de Wall Street. Al este de Ground Zero está el City Hall Park. Desde allí se puede tomar la senda peatonal para subir al puente de Brooklyn, uno de los puentes colgantes más antiguos del país. En menos de media hora se está sobre el río Hudson. A la derecha, se ve el colgante Manhattan Bridge, que también conecta el centro con Brooklyn. A la izquierda, un panorama perfecto del lado sur de la ciudad, con sus edificios y la histórica zona portuaria del South Street Seaport. De día o de noche, es una vista como para derrochar megapixeles sin culpa.

Staten, Liberty y Ellis
Desde Battery Park salen diferentes embarcaciones que conectan con las zonas residenciales del otro lado del río. Una de ellas es Staten Island, a través de un ferry que parte cada media hora, con intervalos más cortos durante las horas pico. El objetivo principal es trasladar a laboriosos habitantes de la urbe desde sus oficinas a sus casas y viceversa, pero a su vez es un excelente paseo turístico. Y gratis. Son 25 minutos de ida, y 25 minutos de vuelta en los que, aun en horas pico, cuando la embarcación viaja cargada de alrededor de 4000 personas, se puede ir sentado y cómodo, observando bien de cerca los puentes, los edificios y las islas que rodean la ciudad.

Una de esas islas es la Liberty Island, donde desde hace 120 años, brazo en alto, mirada al frente, está la Estatua de la Libertad. El 9-11 también tuvo su impacto aquí: luego de los ataques las visitas al interior de la estatua fueron suspendidas por razones de seguridad, ya que no se podían garantizar las salidas de emergencias necesarias en caso de evacuación. Cuestión que la espectacular vista de Manhattan es ahora propiedad exclusiva de la estatua, en tanto que los visitantes ya no podrán repetir aquella célebre frase de Woody Allen: La última vez que estuve adentro de una mujer fue cuando visité la Estatua de la Libertad . Pero sí se puede bajar a la isla, apreciar la estatua de bien cerca, visitar un museo y subir 24 escalones hasta el pedestal en el que se apoya el monumento.

Tras la escala en Liberty Island, el ferry sigue su recorrido hacia Ellis Island, la isla a la que solían arribar las hordas de inmigrantes europeos y de otras partes del mundo antes de ser autorizados a pisar suelo estadounidense. Desde 1990 funciona allí un museo que es de los más interesantes de la ciudad. Desde el mismo lugar en el que a los inmigrantes se los sometía a exámenes e interrogatorios se puede ver la ciudad tal cual la veían los ellos. Los edificios no eran tan altos como hoy, pero siguiendo los pasos de la audioguía (US$ 6) uno logra ponerse en el lugar de esa gente pobre e ilusionada, que luego de semanas de travesía marítima debía esperar días y días en la isla antes de poder ingresar en el país, o no.

El ferry a la Estatua de la Libertad y Ellis Island sale cada media hora y cuesta US$ 12 para adultos, 10 para mayores de 62 años, 5 para menores de 12 y es gratis para menores de 3. Incluye la entrada a ambos museos. Es importante ir por la mañana, ya que entre los controles de seguridad, las paradas y las visitas, se puede tardar hasta 5 horas en conocer bien ambos lugares. Con el fin de evitar colas y de asegurarse una entrada para al pedestal de la estatua, se recomienda reservar los pasajes con antelación en www.circlelinedowntown.com , si se planea ir antes del 31 de diciembre; o en www.statuecruises.com , si la idea es ir más adelante.

Gente, autos, ruidos y luces que se encienden. Por dentro, Nueva York es un conjunto de movimientos cardíacos. De lejos, la ciudad está quieta, como una escenografía de teatro. Pero algo se percibe cuando se la observa desde afuera. Algo que no se entiende y es parecido a la sumisión y el suspiro, a saber que enfrente hay un gigante que nos abre la puerta de su casa.

Datos útiles
Top of the Rock
www.topoftherockny.com

Empire State Building
www.esbnyc.com

Marriot Marquis
www.marriott.com/hotels/travel/nycmq-new-york-marriott-marquis-times-square/

Staten Island Ferry
www.siferry.com

Ferrys a Ellis y Liberty Island
www.statuecruises.com
www.circlelinedowntown.com

Estatua de la Libertad
www.statueofliberty.org

Newark Liberty, la otra puerta de entrada
Sólo el año último, más de 43 millones de personas visitaron esta ciudad, que de hecho es la única en Estados Unidos en la que los números del turismo no se achicaron a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Y, por supuesto, un buen número de esos viajeros llegó aquí en avión. Algo posible gracias a que la región cuenta con no uno sino tres grandes aeropuertos: John F. Kennedy y Fiorello LaGuardia, en Queens, y Newark Liberty, que en realidad queda del otro lado del río Hudson, en el estado de Nueva Jersey.

Quizás el de Newark sea el nombre menos familiar para el pasajero argentino, aunque, inaugurado en 1928, haya sido el primer aeropuerto en el área y el principal durante muchos años. Pero sólo en la última década retomó verdadero protagonismo frente a sus vecinos, tan transitados por los pasajeros que salen de Buenos Aires (JFK, como lugar de llegada; LaGuardia, para conexiones domésticas).

El regreso con gloria se dio a partir de la estrategia de Continental Airlines (la cuarta aerolínea norteamericana en importancia y la quinta en el mundo) de convertir Newark en su hub o gran nodo de operaciones, junto con el de Houston, desde donde vuela sin escalas a Buenos Aires.

Una década atrás la compañía, junto con las autoridades de Nueva York y Nueva Jersey, inició un multimillonario plan de inversiones para convertir al aeropuerto en la estación internacional que hoy es, moderna, eficiente y estadísticamente más rápida (por ejemplo, en cuanto a procesos de check in y migraciones) que JFK y LaGuardia.

La reinvención de Newark fue parte de la estrategia de posicionamiento de Continental como la aerolínea de Nueva York. Hoy es la compañía con más vuelos hacia y desde la ciudad, y controla el 80% de los aviones que despegan y aterrizan en las pistas de Nueva Jersey, incluyendo nuevas frecuencias a la India y Grecia, sólo por nombrar las últimas incorporaciones, y el récord de 575 vuelos semanales a México. Objetivos cumplidos que la empresa celebró la semana última con una gran fiesta en la Biblioteca Pública de Nueva York entre copas de champagne y celebridades.

En helicóptero
Para el viajero de negocios, Newark ofrece un servicio especialmente atractivo a la hora de ahorrar tiempo, algo difícil cuando se trata de enfrentar el inagotable tráfico terrestre de Nueva York y sus alrededores. Ante las tortuosamente lentas filas de coches por las autopistas que conectan los aeropuertos con la ciudad, la Terminal C de Nueva Jersey cuenta con la alternativa de un servicio regular de helicóptero que tarda apenas ocho minutos (como máximo) en aterrizar con ocho pasajeros en pleno Wall Street o en el centro de Manhattan, a la altura de la calle 34.

Al tema del tiempo hay que sumarle, claro, el beneficio de volar sobre la Estatua de la Libertad y encarar Manhattan con una espectacular vista de sus rascacielos. Una experiencia que hasta puede hacerse demasiado corta para el pasajero.

La tarifa del viaje en estos Sikorsky S-76, de US Helicopter (única línea de helicópteros con vuelos programados en Estados Unidos), parte de los 150 dólares, lo que es bastante conveniente si se recuerda que el mismo trayecto en un coche de cierta categoría ejecutiva cuesta alrededor de los 100 dólares.

Pero para los pasajeros de Continental (con la que US Helicopter tiene código compartido) en clase business first (clases J y D) la ventaja es mayor: el traslado al helicóptero es gratis.

Para los viajeros argentinos, cabe recordar que Continental no tiene vuelo directo entre Buenos Aires y Nueva York, sino que hace escala en Houston. No obstante, según Zane Rowe, ejecutivo responsable de las rutas de la aerolínea, la capital argentina "está marcada en rojo", como prioridad para una nueva ruta directa, cuando reciba los nuevos 787-8 y 787-9 Dreamliner encargados a Boeing.

En cuanto a los traslados en helicóptero, rige una restricción en el equipaje a sólo una valija y un bolso de mano. Quienes no tomen el helicóptero, en cambio, cuentan con un tren cada veinte minutos para ir de Newark Liberty a Penn Station, en Manhattan, por un ticket de 11 dólares.

Bloomberg apuesta fuerte al turismo
El alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, se muestra decidido a explotar al máximo el potencial turístico de su ciudad. Luego de lanzar la megacampaña de marketing Ask the locals (Pregúntele a los locales), con celebridades como Robert DeNiro asociadas a una imagen más amable del neoyorquino medio, Bloomberg acaba de presentar Esto es New York City, primera campaña multimedia global para promocionar la Gran Manzana.

La meta del alcalde es que en 2015 este de por sí atractivo destino reciba a 50 millones de turistas. Para esto, This is New York City prevé una inversión de 30 millones de dólares en publicidad gráfica, televisiva y vía pública en cuatro continentes.

Para acompañar la iniciativa, en Internet, el sitio de información turística de New York City &Compañy ( www.nycvisit.com ) fue totalmente renovado.


La Gran Manzana anda sobre ruedas
Nueva York, cada vez más amigable con los ciclistas, tiene 40 kilómetros de carriles exclusivos
"No se asusten: los autos saben que hay bicicletas así que van a frenar. Pueden andar tranquilos. ¡Vamos!" Las palabras de Jesse son claras y tranquilizadoras. Pero mientras comenzamos a pedalear nos preguntamos cómo será andar en bicicleta por Nueva York donde, a diferencia de otras ciudades de Estados Unidos, taxis, buses y peatones disputan su lugar en el pavimento como guerreros hambrientos. Por suerte es domingo a la tarde y las calles están vacías.

Jesse es uno de los guías de Bike the Big Apple, una empresa que organiza diferentes tours guiados en bicicleta por la ciudad. El nuestro es bien urbano: durará cuatro horas y media, y pasará por el East Village, Battery Park, el Puente de Brooklyn, el Distrito Financiero, Chinatown, Little Italy y el SoHo. Partimos de la calle 17 y 3ra, Avenida, cerca de Union Square, equipados con cascos y chalecos, pero en realidad no hay mucho que temer: antes de arrancar, Jesse nos muestra el New York Cycling Map, donde se indica qué calles tienen sendas para bicis, cuáles poseen un sendero exclusivo y en cuáles hay que andar con más cuidado.

Los proyectos para hacer que la Gran Manzana sea más amigable con los ciclistas avanzan: ya hay cerca de 40 kilómetros de carriles exclusivos y pronto será posible pedalear tranquilo por todo Manhattan.

Cada tanto paramos y Jesse nos explica algunas historias de las calles y edificios que nos rodean; por ejemplo, que la Quinta Avenida fue históricamente codiciada porque estaba lejos del río Hudson, ya que cuando la ciudad fue fundada, el río era fuente de olores y contaminación, muy distinto de lo que es hoy, cuando los departamentos con vista al agua se cotizan en millones.

Bici en mano, cruzamos a pie Washington Square, con su aquelarre de personas, y retomamos el pedaleo hasta llegar a Christopher Street, donde está el bar Stonewall Inn., icono de la historia de los derechos de los gays en Estados Unidos. Después paramos frente a otro bar, que a primera vista no nos dice nada, pero Jesse nos cuenta que es el que se usó como fachada de Central Perk, el famoso bar de la serie Friends.

El camino sigue hacia el sur de la isla, atravesando Battery Park City, una zona no tan frecuentada por los visitantes de la Gran Manzana. Un área que creció como espacio residencial luego de la caída de las Torres Gemelas, que solían ser el corazón de la zona. Hoy, el valor de los edificios con parques verdes y una vista privilegiada del río Hudson roza los 10 millones de dólares, según Jesse. No compramos ninguna propiedad y nos conformamos con recorrer los parques y luego enfilar hacia la zona de Ground Zero, donde estaban las torres. Avanzamos paralelos al río, mientras el sol se derrama sobre Nueva Jersey, y tras pasar delante del World Financial Center, frenamos al lado de una dársena con yates lujosos y miramos un atardecer de portarretrato, con ferries y barcos de vela que cruzan el horizonte.

Ya es de noche y nos abrigamos para seguir adelante. Después de atravesar el Battery Park llegamos al Puente de Brooklyn. Sobre los carriles por los que pasan miles de autos, hay un sendero doble mano para peatones y bicicletas. Es una subida que dura menos de 10 minutos. Este es el único momento de la bicicletada en que se requiere un ligero esfuerzo físico. Vale la pena. Mientras avanzamos en dirección a Brooklyn no tenemos idea de lo que estamos dejando detrás. Nos enteramos cuando llegamos a la mitad del puente colgante y nos damos vuelta: Manhattan iluminada no deja lugar a palabras. Por un momento muy breve creemos entender de qué se trata Nueva York.

Después volvemos hacia la ciudad, en bajada, sin pedalear. Casi sin darnos cuenta, ya estamos en el Centro Financiero.

Seguimos con rumbo norte. Llegamos a Chinatown y a Little Italy, con sus restaurantes de pastas, y el antojo es inevitable. Ya estamos en el SoHo y Jesse nos cuenta acerca de ese barrio de fábricas que hoy es uno de los más caros del mundo, y acerca de las boutiques, donde ricos y famosos hacen citas para que los locales se cierren al público y ellos puedan comprar ropa sin que nadie los moleste. Y llegamos otra a vez a la zona de Union Square.

Con la vista desde el Puente de Brooklyn como plato fuerte, el recorrido fue una manera original y divertida de conocer la zona del Downtown en Manhattan.

En grupo e independiente
Entre los tours, una de las opciones es Bike the Big Apple ( www.toursbybike.com ). Los precios van desde 65 hasta 90 dólares por persona, según el tour que se elija

Otra opción de tour guiado es la de Bite of The Apple Tours ( www.centralparkbiketour.com ), cuyo fuerte son los recorridos dentro del Central Park. Los tours salen US$ 40 por persona y parten 3 veces por día, de lunes a domingo.

También se puede alquilar en los locales que figuran en mapas y guías de turismo. Bite of The Apple Tours cobra US$ 20 por dos horas, 25 por tres horas, y 40 por todo el día. Pedal Pusher Bike Shop ( http://pedalpusherbikeshop.com / ), en 2da. y 69, a cinco cuadras del Central Park, cobra US$ 6 la hora y hasta 25 por todo el día.

Tres imperdibles neoyorquinos
La bohemia de Brooklyn
Del otro lado del East River, en Brooklyn, a sólo una parada de subte de Manhattan por la línea L, está este barrio bohemio, donde viven muchos artistas, diseñadores, músicos, escritores y estudiantes. La vida tranquila, los autos y las casas de distintos colores contrastan con la opulencia de la Gran Manzana. Muchas bicicletas y algún skate se suman a los medios de transporte. En las paredes hay murales, graffiti, y no es raro encontrarse con alguno que esté siendo pintado en el momento.

El circuito comercial no es demasiado amplio, se extiende sobre todo por las calles Berry y Bedford, entre la Sexta Norte y la calle Grand. Boutiques con diseños propios, hallazgos vintage, tiendas de accesorios, de objetos de decoración, galerías de arte y puestos callejeros que ofrecen ropa, collares y cuadros, todo de segunda mano. Cuando el clima lo permite, los bares, restaurantes y cafés acomodan mesas en la vereda, ideales para sentarse a descansar un rato, ver la gente pasar y respirar un poco de ese aire de cambio. Más allá de esas cuadras no hay muchos más negocios, pero si las casas y la vida de barrio cosmopolita.

Chelsea Market
Dentro de un enorme edificio de ladrillos en el Meat Packing District se encuentra el Chelsea Market, en parte de lo que una vez fue la fábrica National Biscuit Company (Nabisco), donde se hornearon las primeras galletitas Oreo. En esta suerte de paseo de compras gourmet se puede adquirir insumos de gastronomía, comida para llevar, observar el proceso de elaboración de los productos a través de las vidrieras, y resulta una buena opción para almorzar. Hay negocios especializados en café, vino, flores, langostas vivas, helados, panes, frutas, y muchos son proveedores de restaurantes. El T Salon ofrece una enorme variedad de tés e infusiones. Una curiosidad son los tes florecientes (3 por US$ 6): unas pequeñas bolitas hechas con hojas secas de té verde que esconden una flor en su interior. Cuando se vierte sobre ellas el agua caliente, se abren y reviven los pétalos. Pero el efecto no es instantáneo, hay que esperar un ratito. En el local, que tiene las paredes cubiertas de frasquitos, funciona un bar y en el fondo hay mesas que reciben la luz de una gran ventana.
www.chelseamarket.com

Gramercy Park
Uno de los mayores encantos del recientemente reinaugurado Gramercy Park Hotel es que los huéspedes reciben una de las preciadas llaves para ingresar al último parque privado de Nueva York, el Gramercy Park, celosamente reservado a los residentes de la zona. Y aunque para el resto de los mortales, confinados a mirar desde las rejas, el espacio entre barrote y barrote deja ver poco y nada, vale la pena acercarse hasta este rincón de la ciudad.

Se puede entrar en el hotel para ver la ecléctica decoración del lobby y de los dos bares contiguos, con obras de artistas del siglo XX, como Andy Warhol y Jean-Michel Basquiat. La inspiración es renacentista, opuesto del minimalismo: colores como el bordó o el azul, mucho terciopelo, una araña de vidrio veneciano soplado a mano, techo de madera de ciprés, una alfombra con motivos del siglo XIV, e iluminación teatral. Donde termina la Avenida Lexington, este hotel abrió por primera vez en 1925.

Por los cien barrios neoyorquinos (Horacio de Dios)
No todo es Manhattan; también los vecinos distritos de Queens, Brooklyn, Bronx y Staten Island tienen mucho para explorar

Es tan importante que Liza Minnelli necesitó repetir su nombre para cantarle: New York, New York . El primero por el estado y el segundo por la ciudad, que muchas veces se confunde con sólo uno de sus distritos: Manhattan. Pero es un error, porque Manhattan es sólo uno de los cinco boroughs que la componen junto con Bronx, Brooklyn, Queens y Staten Island.

Manhattan es el corazón de la Gran Manzana, pero no todo el fruto. Por ejemplo, muchos neoyorquinos famosos nacieron en Brooklyn, de Donald Trump a Rudolph Giuliani, sin olvidar a George Gershwin, Barbra Streisand, Lou Reed, Woody Allen y el hotelero fashion Ian Scharager.

Billy Joel, que hizo famosa la canción New York State of Mind , nació, igual que los popes de la moda Calvin Klein y Ralph Lauren, en el Bronx, donde queda el estadio de los New York Yankees, el Boca del béisbol.

En Queens, donde está el mayor conglomerado de inmigrantes argentinos (hay panaderías y carnicerías a nuestro estilo), Guillermo Vilas ganó en Forest Hill el Abierto de Estados Unidos, cerca de la casa de Sam Gleizer, quien me enseñó a conocer y querer Nueva York, y donde compartí una noche con Osvaldo Pugliese y Lalo Schifrin.

Y hay más. Con tomar el ferry gratuito a Staten Island (el mejor tour que conozco) se llega a la casa donde vivió Giuseppe Garibaldi y su compatriota Antonio Meucci, al que Estados Unidos reconoció en 2002 como inventor del teléfono (en 1871) aunque lo hubiera patentado Alexander Graham Bell. También queda allí el extraordinario Museo Tibetano.

La rutina del cambio permanente
Esta colosal ciudad suma 800 km2, cuatro veces la superficie de nuestra Capital Federal, con 10 millones de habitantes, algo así como el Gran Buenos Aires.

Por último, tenemos que incluir Manhattan, el distrito más pequeño e importante con sus 62 km2, poco más de tres veces la extensión de Palermo y apenas la mitad de la extensión de Disney World en Orlando. Aquí el cambio es la única rutina y basta mirar este suplemento para sentir la gran tentación de sus múltiples atractivos.

Doy fe. No tienen el catastro por barrios, sino que se manejan con los puntos cardinales con el Uptown al Norte y Downtown al Sur, entre el East River al Este y el Hudson al Oeste. El dato es útil a la hora de elegir un mirador para la foto de recuerdo porque por la mañana tenemos los rascacielos de Wall Street en primer plano desde el Promenade de Brooklyn a metros de la salida de la estación Clark (línea IRT Broadway, conocida como Seventh avenue Line. Y por la tarde desde New Jersey en Hoboken (tierra de Frank Sinatra) el skyline opuesto a través de los ferry de Water Way. El nuevo servicio de Water Taxi, estilo Miami, también ofrece miradores sorprendentes desde el agua.

Cerca de Bloomingdale s, parada de rigor a la hora de mirar vidrieras junto a la Quinta Avenida y Madison, está el alambre carril (aerial tram) a la Isla Roosevelt. Es un viaje corto que permite curiosear las terrazas del exclusivo Sutton Place, donde vive el secretario de las Naciones Unidas junto a ricos y famosos como los ex vecinos Marilyn y Arthur Miller. Es un paseo poco común, con supermercado para armar un picnic y hasta un faro. Se puede volver en el subte.

Ahora hay guías para recorrer las calles y tiendas transitadas por Carrie y sus amigas en Sex and the City, lo mismo que ocurrió con la serie de Jerry Seinfeld en los años noventa. En la comparación de vecindarios, de una a otra telecomedia, se demuestra en poco tiempo la velocidad de cambio. Lugares que fueron y ya no son. Y otros que surgen.

Hoy está de onda y compite con Nolita la llamada Alphabet City, la sucesión de avenidas A-B-C y D sobre el extremo del East Village, que antes nadie se animaba a pisar más allá de St. Mark s Place, donde se crió Astor Piazzolla. Y, del otro lado, sobre el Hudson continúa el flamante auge del Meatpacking, el Gansewoort Market (carnicerías mayoristas) Las cámaras frigoríficas se transformaron en discotecas de difícil acceso y tanto los bares marginales frecuentados en las borracheras de Jackson Pollock como el pionero bistro Florent figuran en la Guía Zagat.

Claudio Weissfeld
La Nación - Turismo
Fotos: AFP y AP-com