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miércoles, 28 de noviembre de 2007

Dublin-Sub 25

Calle O’Connell

Lejos de su fama de rincón lúgubre y brumoso, la pequeña isla celta es un destino bohemio, vital y juvenil. Un tercio de su población es adolescente y las calles y parques de Dublín están repletos de extranjeros que la eligen para estudiar inglés. Ya quedó atrás su pasado de patito feo de Europa.

En su enésima provocación al sentido común, Oscar Wilde, el irlandés más díscolo, piropeó a los espíritus trashumantes: “La educación es algo admirable, pero siempre conviene recordar que todo lo que merece ser aprendido jamás podrá ser enseñado”. El aforismo del autor de El retrato de Dorian Gray plantea, entre otras interpretaciones, que en los viajes fluyen sabidurías que no se pueden transmitir académicamente, sino que sólo se incorporan a través de su vivencia.

Y justamente Dublín, la ciudad natal de Wilde, resplandece en estos días como una gigantesca universidad al aire libre, como un instituto callejero de la vida. Vista como la aventura turística más candente de Europa, o como una experiencia para residir una temporada rodeado de jóvenes de todo el mundo, la efervescencia cosmopolita de la capital de Irlanda se convirtió en un destino predilecto para miles de extranjeros. Las multitudes sub 25 de España, Argentina, Italia, Francia, India e incluso Pakistán que eligen este lugar de Europa para aprender inglés llenan la atmósfera de una vibración excitante. Dublín es hoy una ciudad en movimiento.

Esta explosión peregrina escolta al formidable crecimiento económico que el país disfruta desde mediados de la década pasada. Hasta entonces, Irlanda era el patito feo europeo: un lugar pobre, retraído, como si estuviese castigado por un invierno perpetuo. Y también cargaba con un aura violenta: durante mucho tiempo, el nombre Irlanda no podía disociarse del conflicto armado entre el IRA y los paramilitares del Ulster. Pero los domingos sangrientos ya son una canción del pasado.

Dublín profesa espíritu juguetón en cada esquina: se trata de uno de los lugares más púberes y animados del mundo, ya que el 50 por ciento de su población aún no cumplió 25 años. De hecho, en 2004, la revista británica The Economist la consagró como “el mejor país del mundo para vivir”. A contramano de sus orígenes lúgubres, cuando que fue bautizada como Dubh Linn, algo así como “pantano negro” en idioma gaélico, la actual Dublín está luminiscente.

El eje de la ciudad es el manso río Liffey, que divide Dublín en Norte y Sur. La porción septentrional es menos onírica y más comercial, pero esencialmente ostenta mayor simbolismo. Aquí, de hecho, se encuentra The Spire (La Aguja), un monumento vertical de 120 metros de alto que cambia de luz según la posición del sol. Más allá de su belleza artística, la obra rebosa identidad. Fue instalada sobre la avenida O’Connell, la más iconográfica de Dublín, y en el mismo lugar donde se erigía el Pilar de Nelson, una pequeña estatua que fue bombardeada en 1966. Desde 2004, The Spire está ahí, a la vista de toda la urbe, para que nadie soslaye que Irlanda al fin respira libertad y armonía.

Aun en el norte de Dublín, nadie debería dejar de visitar dos “imperdibles”: una visita por los Docklands, el nuevo barrio a orillas del río (imposible que ningún argentino deje de compararlo con Puerto Madero), y un recorrido por Henry Street y Talbot Street, las peatonales con mayor cantidad de comercios por metro cuadrado. Se trata de un local detrás de otro, tal vez no demasiado estético ni impactante a la vista del turista, pero imprescindible para sentir el palpitar irlandés.

De hecho, esta capital suele rebelarse ante las recetas de Roma, París o Londres, en donde las tradiciones turísticas inducen a los viajeros a obedecer un mapa y trasladarse de un museo hacia una catedral y de una catedral hacia una arquitectura emblemática. En Dublín, que a causa de sus ancestrales precariedades económicas casi no presume de edificios de cuatro pisos o más, no sería ningún horror si los trotamundos se deshacen de las coordenadas cartográficas y vagabundean por el centro y los barrios periféricos a la búsqueda de infiltrarse en la atmósfera irish.

Lujo y bohemia en el Sur
Los dos tipos de turistas, los errantes y los metódicos, se encontrarán al sur del Liffey con el segmento más posh (elegante, de clase alta) de la urbe. Allí está, por supuesto, el Trinity College, el único colegio de la Universidad de Dublín, que fue fundado en 1593 por la reina Isabel I, cuando Irlanda e Inglaterra aún estaban bajo un mismo gobierno. Todavía más hacia al Sur, en línea recta por Graffton Street (la calle de los artistas callejeros, pero siempre dentro de un estilo refinado y cool), se impone un descanso en el St. Stephen Green, el parque público victoriano que durante los meses de verano se transforma en un espontáneo patio de comidas. Miles de dublineses, los de siempre y los jóvenes inmigrantes que adoptaron la ciudad como hogar postizo para aprender el idioma, se dejan caer en el césped y almuerzan sándwiches frugales y ensaladas livianas.

La bohemia se condensa no muy lejos de allí, en el Temple Bar, el barrio que digita el pulso de la movida joven. Si Dublín es una ciudad fabulosamente joven, esta zona con nombre de juerga podría proclamarse como la Casa de Gobierno de la revolución cultural que protagonizan los menores de 30 años. Teatros, bares, cines, obras, desfiles... Hasta Bono y The Edge, las cabezas de U2 (otra marca registrada de Irlanda) tienen aquí un hotel boutique, el The Clarence. En Temple Bar, además, se pusieron de moda las noches temáticas. Los miércoles, por ejemplo, todos los hispanoparlantes se citan inconscientemente en The Mezz, un boliche que una vez por semana sólo pincha música en español.

Este plan descontracturado impone, desde ya, una visita a un pub irlandés (los originales, claro) y catar una Guinness, la cerveza negra que integra el ADN nacional desde 1759. Según el ranking mundial de consumidores de cerveza, los irlandeses son, detrás de los checos, los más bebedores del planeta. En promedio, un irlandés ingiere 153 litros por año. Y, de hecho, el centro de peregrinaje de Dublín que mayor devoción despierta entre los turistas es, precisamente, la fábrica embrionaria de Guinness. La frase rebosa literalidad: es, ni más ni menos, el lugar más visitado del país. La entrada cuesta 15 euros (60 pesos argentinos) e incluye una pinta en el último piso del edificio, donde se encuentra el Gravity Bar, una fascinante atalaya urbana que garantiza una vista a 360 grados de toda la urbe. Por supuesto, el apogeo del espíritu cervecero se centra el 17 de marzo, día de la festividad de San Patricio, el patrono nacional, cuando decenas de miles de personas colorean una de las concentraciones callejeras más dionisíacas del mundo.

Una vez consumada la travesía nómada por la ciudad, quienes prefieran seguir un auténtico itinerario dublinés se volcarán a perseguir las huellas literarias de la capital. No sólo Wilde nació aquí: también lo hicieron otros referentes mundiales de las letras, como el maestro James Joyce (célebre por Ulises y Dublineses), Bram Stoker (el inventor de Drácula) y Samuel Beckett, Bernard Shaw, William Butler Yeats y Seamus Heaney, los cuatro hijos pródigos que ganaron el Premio Nobel de Literatura.

Dublín respira arte en el paraje sureño de Foxrock, que inspiró a Beckett para escribir Esperando a Godot; en North Great George Street, donde se erige el James Joyce Centre; en Kildare Street 30, la residencia de Stoker; en Westland Row, la casa natal de Wilde; en Merrion Square 82, hogar final de Yeats; y en la playa de Sandycove. Allí, en la Torre Martello, comienza el Ulises de Joyce, una novela tan ciclópea que contiene 267.000 palabras, 18 capítulos y entre 800 y 1.000 páginas, según la edición de turno.

En fin, tantas son las razones para visitar Irlanda que lo mejor sería brindar con una Guinness. Dublín tiene poderes curativos: rejuvenece hasta a los más sedentarios.


Andres Burgo
Diario Perfil - Turismo - Edición Impresa

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