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martes, 22 de febrero de 2011

Mont Saint Michel: una isla encantada frente a las costas de Baja Normandía



En medio de una bahía, la ciudadela medieval de Mont Saint Michel sorprende con su arquitectura y sus paisajes. Es el segundo destino turístico de Francia.

En el segundo destino turístico más visitado de Francia viven menos de 50 personas. La riqueza arquitectónica y la belleza natural de esta pequeña isla de menos de 1.000 metros de circunferencia llaman la atención.

Mont Saint Michel , en medio de una inmensa bahía y rodeado de las más grandes mareas europeas, es diferente de todo.
Reconocida como una de las obras más prestigiosas de la arquitectura de la Edad Media y uno de los centros más importantes de espiritualidad, se ubica en la región de la Baja Normandía –en el límite con la Bretaña francesa–, a 360 km de París.

La singular silueta del Mont Saint Michel, con la abadía situada en la cima de la colina de apenas 92 metros de altura, comienza a distinguirse a lo lejos, desde la ruta.

El paseo es sin duda particular: el camino asciende en forma circular y, entre restaurantes, boutiques y museos, se distinguen los kilómetros de arena y ríos que rodean el monte. En pocos minutos, el agua que sólo se veía cerca del horizonte comenzará a ascender y únicamente será posible dejar este lugar a través de una ruta que lo comunica con tierra firme.

Antes de construida esta vía de acceso, la pequeña isla rocosa quedaba totalmente incomunicada cuando subía la marea, razón por la cual, en la Edad Media, Mont Saint Michel fue utilizado como prisión.


Su historia, llena de mitos y leyendas, se nutre de los misterios que generan las arenas movedizas que circundan el monte, de las repentinas nieblas que esconden súbitamente toda la isla y de las mareas que ascienden “a la velocidad de un caballo a galope”.

El paseo por el lugar comienza una vez que se traspasan los muros de la ciudadela, cuando las laberínticas calles comienzan a ascender. Entonces, el viajero queda inmerso en un mundo medieval tan bien conservado que sólo advierte el salto temporal al ver las cámaras de fotos digitales o la vestimenta de alguno de los más de tres millones de turistas que visitan el lugar cada año, cifra llamativa comparada con las apenas 41 personas que lo habitan.

Unos pasos antes de las puertas de la fortificación, un cartel exhibe el horario de las mareas. Si se piensa recorrer los alrededores del monte, es fundamental recordar a qué hora comienzan a ascender, dado que los tres ríos que conforman la inmensa bahía –Couesnon, Sélune y Sée– la invaden, aíslan y transforman partes del terreno en arenas movedizas. Por ello, una buena opción es contratar una caminata guiada.


La colorida calle Grand Rue, con negocios, museos y casas del siglo XV, es la principal arteria que lleva al atractivo central: la Abadía Benedictina, en lo alto de la colina. Construida en el año 709 luego de una aparición que tuvo Aubert, obispo de Avranches, la abadía comenzó a recibir sacerdotes con el propósito que le rezaran al arcángel San Miguel.

Recién 200 años más tarde llegaron los monjes benedictinos, quienes ampliaron la construcción a una enorme iglesia que comenzó a ser visitada por gran cantidad de peregrinos. Durante la Edad Media se sumarían al peregrinaje reyes, príncipes y caballeros de los reinos de Francia y de toda Europa.

En su origen, la abadía exhibía un estilo pre-románico, pero al ampliarse pasó a fusionar tres estilos –románico, gótico y gótico flamígero–, lo que la convierte en uno de los sitios más admirados por los arquitectos.

Antes o después de visitar la abadía, hay que detenerse unos minutos a observar el espectáculo de las velocísimas mareas. El agua que se acerca a gran velocidad rodea la colina, los kilómetros de arena se transforman en mar, y el paisaje cambia radicalmente, casi de forma cinematográfica.

En algunas horas, el agua comenzará a retirarse y entonces se podrá volver a caminar por la arena, desde donde se obtienen fantásticas panorámicas del monte y de la inmensidad que lo circunda.

Una muy buena opción es observar las mareas desde alguno de los bares del monte mientras se disfruta de un buen calvado, una variedad de brandy elaborado con manzana, la bebida más popular de Normandía.

Sandra Lion (especial)
Clarín - Viajes
Fotos: Web

domingo, 13 de febrero de 2011

Estambul: muchas ciudades, en una


La capital política de Turquía es Ankara, pero Estambul concentra el turismo

La capital turca tiene un pie en cada continente. Mezquitas que son basílicas, estadios como coliseos, mujeres despechadas y otras con velo. Contrastes de una pasión milenaria.

Acá hay un estrecho que separa la ciudad en dos continentes, hay barcos por todos lados, hay un fuerte que rodea un buen pedazo de la urbe, casas a las que se accede en lancha, un casco moderno en el que se potencia una proyección primermundista y otro más antiguo que reluce el costado histórico. Acá hay un bazar en el que la gente pierde la cordura. Un bazar que implica, de entrada nomás, entregarse al descontrol.

Porque ahí sí que todo es un gran descontrol: los vendedores gritan, los turistas regatean, hay peleas, risas, discusiones. Se trata de uno de los mercados más antiguos y grandes del mundo (45 mil metros cuadrados). Trabajan en el lugar más de 20 mil personas, la mayoría en alguna de las 3.600 tiendas distribuidas sobre 64 calles laberínticas que desembocan en 22 salidas diferentes. Es imposible no perderse: pasan, por día, más de 250 mil individuos.

En este bazar, en realidad, el regateo es ficción pura. Los comerciantes parten de un precio insólito y terminan cediendo a un precio acorde, con una falsa postura de resignación. Afuera, en los alrededores, se descubre el secreto. Una cajita de especias que los vendedores dicen que cuesta 30 liras turcas (y luego venden a 15), en las callecitas aledañas sale 10 (y el precio no es negociable). Pero recorrer el lugar vale la pena. Y hasta puede convertirse en una terapia de descarga. Los orígenes del Gran Bazar se remontan a la época de Mehmed II, cuando en 1455 construyó cerca de su palacio el antiguo bazar (Eski Bedesten). Se vende de todo: remeras, lámparas, las mencionadas especias, prendas locales, telas, alfombras, antigüedades, bijouterie, perfumes, bolsos, cuero... Hay casi cien variedades de productos diferentes. La esencia del comercio turco al servicio del turista. Un sueño.

Topkapi, un palacio que es la mitad de Mónaco. (Der.) Farolitos de cerámica, desde € 5

Acá hay taxistas descontrolados, hombres que juegan durante horas al backgammon (tradición local), mujeres despechadas y mujeres tapadas de pies a cabeza. Hay bares nocturnos en la calle, al aire libre, con música local, en los que la gente fuma tabaco perfumado en narguile y baila, y otros, también al aire libre, mucho más europeizados, con vista al estrecho, debajo de un puente y con una entrada de 50 liras turcas (casi 130 pesos). Acá hay estadios de fútbol que parecen coliseos renovados y hoteles con shoppings incorporados. También casitas muy chicas, barrios humildes y sectores que parecen descampados.

Acá uno puede ir caminando por la que podría considerarse la calle más temible del mundo, con gatos, basura, miradas y oscuridad, y desembocar, de pronto, en otra cortada con jóvenes bailando, pubs, luces de colores, boliches de dos plantas y restaurantes de paso. Sucede cada noche en Taksim, un sector camaleónico de la ciudad en el que, cuando cae el sol, se bebe al ritmo turco, por las calles aledañas de la famosa peatonal Istiklal (una suerte de Florida ancha, de dos kilómetros de extensión). Y digo camaleónico ya que, de día, esta zona es otra historia. Istiklal simboliza la globalización y reivindica el costado más occidental de la ciudad. Pelear un precio en cualquier negocio de sus cuadras podría despertar carcajadas hasta en el vendedor de menor jerarquía. Las principales marcas textiles están distribuidas en locales de dos y hasta tres plantas y no existen las ofertas porque todo es caro.

Santa Sofía, desde la fuente

Acá hay decenas de mezquitas, pero hay una, la Mezquita Azul, única. Fue construida a principios del siglo XVII y tiene 23 metros de diámetro más otros 43 de altura. Posee más de 20 mil azulejos de color azul que adornan la cúpula y la parte superior (de allí el nombre) y más de 200 vidrieras. Los versos del Corán distribuidos por diferentes lugares redondean la decoración interna. En la Mezquita Azul, la ortodoxia religiosa turca barre los conceptos diurnos de Taksim: las mujeres tienen que taparse la cabeza para entrar y también tienen que llevar los hombros ocultos. Nadie puede ingresar al lugar con calzado.

Síntesis del contraste permanente en cada rincón, exactamente en frente de la imponente Mezquita Azul, se halla la basílica de Santa Sofía, antigua catedral cristiana de Constantinopla, que se convirtió en mezquita en 1453 y en museo en 1935. Otra obra soberbia, criatura preferida del arte bizantino.

Mezquita azul. Uno de los dos únicos templos de Turquía con seis minaretes

Acá hay un bazar de especias con más de noventa tiendas, una rambla interminable, un rincón top de restaurantes demasiado parecido a Las Cañitas, estaciones de tren demasiado parecidas a las argentinas (salvo por la puntualidad del servicio), decenas de avenidas con grandes bulevares en el medio, decenas de cortadas en las que apenas pasa un auto, autopistas infinitas y dos puentes que separan Europa de Asia. Hay un palacio, denominado Topkapi, que es un delirio de ostentación. Fue el centro administrativo del Imperio Otomano desde 1465 hasta 1853: vivían allí más de cuatro mil personas. Está formado por pequeños edificios y cuatro patios, con distintas finalidades. En el primero el acceso era público, en el segundo se realizaban grandes convenciones (hay diez salas que oficiaban, en su momento, como cocinas imperiales), en el tercero sólo podían ingresar los altos dignatarios y en el cuarto se relajaba el sultán de turno. La vista de este último sector, obviamente, da al Bósforo. La superficie total del complejo es de 700 mil metros cuadrados, casi la mitad de la extensión de Mónaco.

El Gran Bazar, de la época de Mehmed II

Acá hay una cisterna (la cisterna de Yerebatán) que, en su momento, fue capaz de albergar 90 mil metros cúbicos de agua, hay castillos, negocios que ofrecen los famosos baños turcos (cuestan alrededor de 50 euros) y un puerto majestuoso, de los más congestionados del mundo (130 buques diarios, sin contar tráfico local). Acá, en definitiva, hay de todo. Porque de eso se trata Estambul: opciones infinitas, contrastes permanentes, intensidad. Un crisol cultural y étnico. Hasta en el lado asiático, el menos turístico, tiene sus desproporciones sociales y estéticas: Üsküdar y Kadiköy, los dos barrios más grandes, sin ir más lejos, tienen sectores muy humildes y a la vez zonas residenciales (como Moda).

Alguna vez Napoleón Bonaparte dijo: “Si la tierra fuera un solo Estado, Estambul sería la capital”. Y no es casual. Al margen de su siempre creciente masa poblacional (una de las mayores capitales de Europa, con más de 14,5 millones de habitantes), la distingue el simple hecho de ser una de las metrópolis con más historia.

Backgammon, pasión del mundo árabe, nunca falta en los espacios públicos

Nunca nadie podrá retratar con exacta fidelidad este lugar interminable. Todas las contradicciones políticas (apoyar o no el ingreso a la Unión Europea), religiosas, estructurales y arquitectónicas que se descubran son parte de la identidad local. No se puede esperar menos de una ciudad que, además de estar dividida en dos continentes por un simple estrecho (el Bósforo), también está dividida en su sector europeo por un hermoso estuario (Cuerno de Oro). Muchas ciudades en una. De eso se trata Estambul.

Germán Beder (desde Estambul)
Diario Perfil - Turismo

domingo, 6 de febrero de 2011

Zanzíbar, una revelación


Un viaje a esta isla de Tanzania, sin grandes expectativas, termina con la convicción de haber encontrado las playas más lindas del mundo

Antes de conocerla, si pensaba en Tanzania imaginaba un país llano, desértico y de pocos colores. Si eventualmente decidí viajar allí fue sólo por el deseo de subir el Kilimanjaro, volcán de 5895 metros que limita con Kenya en el punto más alto del continente africano.

Desde hace diez años, para mí las vacaciones son sinónimo de montañas. Con todas las cordilleras que existen por recorrer, nunca contemplé la posibilidad de desperdiciar un verano yendo a otro destino. Las ciudades nunca me cautivaron. Las playas me gustaban un poco más, pero no terminaban de conmoverme como las montañas.

Hasta que conocí Zanzíbar. Antes de la expedición al Kilimanjaro, me dispuse a averiguar sobre qué hacer en los días libres que tendría. Así supe de esta isla frente a la costa este de Africa, a 70 kilómetros de Dar es Salaam, la ex capital de Tanzania.

Leí entonces que por esa parte del Indico estaban las playas más espectaculares del mundo. Después, al conocerlas, lo comprobé. Puedo decir que Zanzíbar es el lugar más lindo del mundo... que visité hasta hoy.

El agua es más que turquesa. Es celeste. Y decir que la arena es blanca sería quedarse corto. Al borde del mar, mujeres con velos y atuendos de mil colores y hombres con monitos atados con una soga, como si fueran perros, pasan caminando sin siquiera inmutarse por la presencia de los cruceros con turistas. Las vacas desfilan también por la playa y los delfines nadan en el mar tan cerca que casi se los puede tocar.

Los tanzanos son tranquilos, alegres y muy serviciales. Por su calidez parecen latinos, pero más respetuosos y serenos. Aun así, más del 95 por ciento de la población es musulmana y hay que ser cuidadoso al vestirse y comportarse porque nuestras costumbres pueden ser tomadas, en algún caso, como una ofensa. Uno se siente un pobre acelerado frente a ellos, que constantemente responden pole pole (despacio, despacio en idioma swahili) ante cualquier consulta o pedido al ritmo occidental.

Nadar con delfines
Nos alojamos por 25 dólares por persona en un hotel pequeño, familiar y austero, pero frente al mar y junto a dos o tres barcitos donde se puede comer todas las noches, sobre la arena, pescado y mariscos con cerveza local.

Nada de lo que temíamos a priori nos perturbó: no hacía un calor insoportable (la temperatura nunca superó los 28°C), no llovió y no vimos un solo mosquito en todo el viaje. Claro que para eso elegimos una buena época: la estación seca, que va de junio a octubre.

Pasamos en Zanzibar cuatro días y cinco noches, pero hubiéramos querido quedarnos un mes. No bien llegamos hicimos una excursión inolvidable: en lancha, empezamos a recorrer el mar en busca de delfines. Cuando los encontrábamos, nos zambullíamos en el agua con snorkels y patas de rana y nadábamos junto a ellos. La sensación al estar tan cerca de estos animales no se parece a ninguna.

Otro día visitamos el mercado de especias de la ciudad. Los colores y aromas que se perciben caminando por sus pasillos angostos son una fiesta para los sentidos. Y en las tiendas de artesanías se pueden comprar verdaderas obras de arte por pocos dólares. En casi todas los comerciantes hablan inglés y algo de italiano, ya que la mayor parte de los turistas viene justamente de Italia.

En general, los precios son bajos en la isla y en toda Tanzania. Lo caro, en todo caso, es llegar. Pero una vez allí, con 60 o 70 dólares diarios se puede vivir muy bien.

Cuando empezamos a averiguar para comprar los pasajes en Buenos Aires, muchas agencias no sabían ni dónde queda el Kilimanjaro. Otros nos ofrecían tarifas exorbitantes en alguna de las pocas aerolíneas que vuelan hasta allí. Finalmente conseguimos un precio bastante razonable (1600 dólares, con impuestos) y este itinerario: Buenos Aires-Johannesburgo-Dar es Salaam-Kilimanjaro. La ida fue ágil dentro de todo: 9 horas y media hasta Johannesburgo; escala de 1 hora y media; 3 horas y media de vuelo hasta Dar es Salaam, y casi sin espera un vuelo interno por nuestra cuenta de sólo 30 minutos hasta Zanzíbar. A los cuatro días tomamos el barco de regreso a la ciudad para completar el último tramo, Dar es Salaam-Kilimanjaro, de una hora y media.

Para el regreso, las escalas fueron aún más largas. ¡Dos días para llegar a Buenos Aires!

Zanzíbar es un excelente destino para ir con amigos o en pareja, pero no se ven familias con niños. Seguramente se debe en parte a que hay que aplicarse muchas vacunas para entrar en Tanzania. La única obligatoria es la de la fiebre amarilla, pero se recomiendan siete más.

Por lo demás, tanto en Zanzibar como en el resto de Tanzania siempre caminamos tranquilos por la calle, a cualquier hora. Es un país muy pobre, pero no vimos delincuencia ni violencia en ningún momento.

La gente vive tranquila con poco. Con casi nada. Por ejemplo, nunca escuchamos un insulto en la calle a pesar de que presenciamos problemas de tránsito. En definitiva, no son modernos, pero en muchas cosas son más civilizados que nosotros.

Durante esos días en Zanzíbar queríamos detener el tiempo y quedarnos para siempre en ese momento y en ese lugar. Vivíamos atontados. Parecíamos chicos abriendo regalos a cada instante, sorprendiéndonos constantemente con algo cada vez más encantador.

Carolina Rossi
La Nación - Turismo
Fotos: Web

La autora es entrenadora personal y escribe desde una columna de entrenamiento para la revista Brando. Tuvo un 2010 agitado: subió el Aconcagua en febrero, el Kilimanjaro en octubre y corrió la maratón de Nueva York en noviembre.