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domingo, 17 de marzo de 2013

Grecia


En Atenas-Plaza de Sintagma, Los évzones ( Guardia Nacional)

De cuna de la civilización a meca de mieleros, los íconos más buscados por los turistas no se ven afectados por la crisis. Desde la Acrópolis y su nuevo museo hasta las cautivantes islas de Mykonos y Santorini, con un raudo pasaje por la enigmática Creta, hay una buena noticia y es que más allá de los índices económicos, los tesoros griegos están blindados a fuerza de belleza.

Llego a Atenas pocas semanas antes de las elecciones, cuando la salida del euro es un tema caliente y la crisis le ha dado larguísimos y funestos centímetros a Grecia en la prensa del mundo. Políticos y economistas hablan del “modelo argentino”, de manera que la mirada ansiosa de la gente al saber que vengo de aquí no tarda en llegar. “¿Y? Están mejor, ¿verdad?”.

El default del 2001 debe figurar segundo o tercero en el ranking de sucesos famosos de Argentina, haciendo peligrar la posición de Natalia Oreiro, Messi o Gardel, siempre después de Maradona, claro. No es para enorgullecerse, pienso. Pero ¿cómo será ser oriundo del país de Homero, de Aristóteles, de Alejandro Magno, estudiar a Zeus en el colegio y al caballo de Troya en lugar de la batalla de San Lorenzo? ¿Cómo es tener 50 siglos de historia? Ser la civilización que forjó la noción de clásico que hoy maneja Occidente. Estudiar el siglo de Pericles –el V a.C.– en lugar de nuestro reciente bicentenario. Estar en la etimología de tantísimas disciplinas (de la matemática a la astronomía) y sus consabidos teoremas, alegorías, poéticas, retóricas, fábulas y otras tantas esdrújulas que los griegos dieron a las ciencias y las artes. Sin ellos no habría narcisismo, ni talón de Aquiles, ni mito de Prometeo, ni Oráculo de Delfos. Ni Maria Callas. Ni Juegos Olímpicos. 

Recuerdo el “todos somos griegos” del poeta Shelley. Me sobreviene la ansiedad. “No voy a poder con tanto”, me digo después de hospedarme en el Grande Bretagne, en plena plaza Syntagma, el centro mismo de Atenas. Es un edificio histórico que es hotel desde 1874; fue ocupado por los nazis durante la II Guerra Mundial entre 1941 y 1944 y recuperó luego su fasto, alojando a reyes, presidentes, actrices y otros personajes célebres. Fue absolutamente remozado en 2003, justo antes de los Juegos Olímpicos de 2004, cuando reabrió como miembro de The Luxury Collection. Frente a mi balcón está el Parlamento y desde el restaurante del último piso, la vista del Partenón a la hora del desayuno me deja pasmada. No sabía que la Acrópolis era tan omnipresente: se la ve de todas partes. Hasta hoy, nunca se me había antojado visitarla. Ahora no veo la hora de hacerlo.

Acrópolis y su Museo
La entrada principal está en vértice suroeste, detrás del teatro de Herodes Ático. Por los demás flancos, son paredes verticales de piedra que le sirvieron de defensa durante siglos. Camino por esas piedras lustrosas por los siglos de los siglos, y me cuesta creerlo. Pienso en los iconos de las ciudades, la tour Eiffel, la estatua de la Libertad, el Cristo en el Corcovado. Todos inventos del urbanismo moderno. Este, en cambio, es anterior a la idea de que las ciudades tuvieran que representarse, tener una postal de sí mismas.  

La estructura del Partenón que hoy está en pie –siempre apuntalada con andamios y grúas que trabajan en la reconstrucción– es la que Pericles mandó rehacer, tras el ataque de los persas, a los arquitectos Ictino y Calícrates y al gran escultor Fidias. El templo funcionó luego como iglesia cristiana, mezquita, polvorín, y se mantenía bastante entero hasta 1687, cuando la bala de un cañón del general veneciano Morosini dio directamente sobre el techo y lo desplomó. Sin embargo, el mayor daño fue el que le infringió Thomas Bruce, más conocido como Lord Elgin: se llevó gran parte de las esculturas y vendió en Londres 19 figuras del pedimento, 15 metopas y 56 bloques del friso. Así es como el British Museum conserva hoy 75 de los 160 metros originales y una de las cariátides del Erecteión, entre tantas otras piezas que en el nuevo Museo de la Acrópolis figuran  representadas –in absentia– con las iniciales BM sin más. Como si la tenencia de todo ese patrimonio griego en manos inglesas se resumiese en esas dos letras.

Con el BM como una cuestión de estado –Grecia le reclama al Reino Unido la devolución de las piezas del Partenón desde principios de 1980– , Atenas concretó finalmente en 2009, y tras ocho años de trabajos, el Nuevo Museo de la Acrópolis. En realidad es también una respuesta al argumento inglés que objetaba que la ciudad carecía de un museo que pudiese exhibir de forma adecuada todas esas piezas. Ahora sí. Podrá desentonar de afuera (es un mega rectángulo de vidrio negro que contrasta con las casas bajas del barrio de Makryanni), pero por dentro es una gloria. Los hallazgos de las colinas de la Acrópolis están en la primera galería, que tiene una anchísima escalera vidriada y lleva la Galería Arcaica. 

Allí, el gran logro es que todas las piezas están exhibidas como en un “bosque de estatuas”, sobre pedestales que el visitante puede rodear apreciando todos sus ángulos. Iluminadas con luz natural, es muy grata la experiencia de pasearse entre ofrendas votivas a Atenea, observar los restos del friso del Hekatompedon (el Partenón anterior) y detenerse a aprender cómo trabajan con rayo láser, y a la vista del público, en la limpieza de las cinco cariátides del Erecteión: las quitaron de allá arriba, donde dejaron réplicas, y las trajeron aquí para su cuidado y mejor apreciación. El chan chan esperado está en el último piso, donde una enorme superficie de las dimensiones reales del Partenón reproduce aquí abajo la disposición que todos los originales –y las réplicas– tenían allá arriba. Y lo mejor es que por las ventanas se lo ve, magnífico y en pie. El gesto de observar el friso, los pedimentos y las metopas aquí a la altura de los ojos y girar la cabeza para imaginarlos en ese icono mundial de la cultura es exquisito. Hasta las 17, además, suele haber guías especializadas en arqueología como para hacer preguntas. No valen la más obvia y es cómo hace 25 siglos pudieron los hombres hacer algo así.

El otro museo de visita imprescindible es el Arqueológico Nacional, que se complementa con el de la Acrópolis: son 10 mil metros cuadrados de reliquias valiosísimas como el original de la máscara de Agamenón, los frescos minoicos de Santorini, una importante colección de arte cicládico, y la imponente estatua de Zeus o Poseidón –no se sabe bien– hallada en el mar frente a Eubea en 1928. Conocerlos ambos obliga a dedicarle por lo menos media jornada a cada uno. El resto bien puede dedicarse a recorrer las históricas calles de Plaka, con su calzada de mármol brillante y sus muchos negocios y tabernas, Monastiraki y Kolonaki, el barrio más chic.

 Teatro de Epidauro

La Argólida
Puede que no vaya con tiempo suficiente para correrse hasta los magníficos monasterios de Meteora –como en mi caso–, pero la Argólida no se le niega a nadie. Está a tiro de piedra de Atenas, apenas después del Golfo Sarónico, y en una sola jornada puede verse el Canal de Corinto, el Teatro de Epidauro y la Acrópolis de Micenas. La bella ciudad veneciana de Nauplia es un excelente punto de partida para quien va por cuenta propia. Situada a 12 km de Argos –considerada la ciudad griega que ha sido habitada de manera ininterrumpida durante más tiempo–, Nauplia fue la primera capital tras la independencia (1833/34) y ofrece un romántico entramado de callecitas angostas y balcones floridos. A 30 km, entre carreteras que atraviesan campos sembrados de olivos y pistachos, se llega al Teatro de Epidauro, uno de los mejor conservados del mundo helénico. Entre pinos y eucaliptus, su acústica formidable permite que arrojando una moneda en el centro de la orquesta se escuche perfectamente desde las filas más altas. Cuando se representan obras antiguas, aún hoy, y ante 14 mil espectadores, no es preciso utilizar micrófonos. 

El museo de Micenas cierra –hasta bien entrado el verano– a las 15, por lo que es preciso apurarse para llegar antes, y es menester haber leído un poco de historia para comprender mejor qué es lo que uno tiene delante de los ojos. Nada menos que el reino más poderoso de Grecia entre el 1600 y 1200 a.C. De pie frente a la conmovedora simpleza de la Puerta de los Leones recuerdo las palabras de Javier Reverte en su Corazón de Ulises: “No hay, quizás, una entrada tan imponente en el mundo para el palacio de un rey. Ni tan sencilla. Pero la grandeza no precisa nunca de barroquismos”. Este es el lugar donde el Mito se encuentra con la Historia. Un poco más allá visitamos el Tesoro de Atreo, que se presume también como la tumba de su hijo Agamenón, hermano de Menelao. Es en realidad un tholos, una construcción circular a la que se ingresa por un corredor monumental de 40 metros de largo. Oscura y desierta, cuesta imaginar esta cámara con forma de panal haya estado revestida por pinturas. Pensar en Agamenón regresando con Casandra. “Micenas, la rica en oro”, la llamó Homero. Y hubo que esperar a que Schliemann  encontrara sus tesoros, primero en Troya y luego aquí, para darle crédito. La Ilíada, compruebo, no es pura literatura.


Mykonos
El de las Cíclades es el archipiélago que integran Mykonos, Santorini, Naxos, Ios, Andros y Paros, entre otras. Llevan ese nombre por su disposición en círculo (kyklos) alrededor de la isla de Delos, uno de los yacimientos arqueológicos más importantes de esta sección del Egeo. Es una de las islas más fashion y glamorosa, y a diferencia de Santorini, que tiene más de un centro urbano digno de visita (Oia y Fira, por lo menos), Mykonos tiene sólo Mykonos, razón por la cual va un consejo: para que no les quede como la “hermana pobre” de Santorini, vayan primero Mykonos. 

De pobre en realidad no tiene nada, excepto que la configuración volcánica y de altura de los pueblos de Tera –el nombre clásico de Santorini– es bastante más espectacular que la de esta ciudad blanca que sorprende por su homogénea belleza, su contraste con el azul, su brillo. Aquí no hay buses que se mueven de un lado a otro, ni hay manera de recorrer la ciudad que no sea a pie. Es inevitable perderse en el enjambre de pasajes irregulares con nombre en griego que, al cabo de un rato, a cualquiera se le antoja un verdadero laberinto. 

Yo llego primero a Mykonos de carambola y no adrede, pero preparada como estaba para la belleza de Santorini, no había guardado expectativas. Y cuando abro la ventana de mi cuarto en el hotel Petassos Beach y veo la puerta azul y el balcón blanco y atrás el mar del mismo azul, entro en una sintonía de emoción con el lugar tan fuerte... Es un sitio en el que la mano del hombre se sumó a lo concebido por la naturaleza. Es como si Dios se hubiese puesto de acuerdo con nuestra raza a ver qué podía aportar cada uno a la hora de rendirle culto a la belleza. No es el Edén de las palmeras y las aves cantoras, los frutos ubérrimos y el arroyo cristalino. Aquí el Creador puso el mar, y el Hombre esos cubitos blancos de ventanas azules. Una santa rita fucsia por aquí, una roja por allá, y ya está. No hace falta más. O sí. El rinconcito donde se instalaron en el siglo XVI unos molinos de leyenda, justo enfrente de la hilera de restaurantes donde rompe el mar. 

Le dicen Little Venice, y es el lugar donde todos se reúnen para ver el atardecer. La gente aplaude en el preciso instante en el que el sol se pone en el mar. Es la culminación de un día perfecto. Como parecen ser todos aquí desde hace décadas. El paraíso griego tiene la manga ancha y reúne a jóvenes y viejos, orientales y occidentales, gays y heteros, blancos y negros, ricos y no tanto. Los pobres de billetera y espíritu, en cambio, harán bien en rumbear para otra parte. Música lounge, yate y playas nudistas es una trilogía cotidiana que le agrega una pincelada de color a esta ofrenda moderna a la diosa Afrodita.

 
Bandera griega en la Isla de Santorini

 Santorini
Aquí no hay que imaginar figuras de marfil de Atenea ni concebir a los personajes de la Ilíada. En cambio, la mente debe viajar hasta el 1613 a.C para concebir una de las erupciones volcánicas más fuertes de la historia. La redonda isla de Strongili –que así se llamaba– vio hundirse su centro, dejando a la vista una caldera con elevados acantilados en su parte oriental. Los restos hallados en las ruinas de Akrotiri dan cuenta de este fenómeno. La isla se repobló, pero la actividad volcánica continuó esporádicamente y así se desprendieron y formaron las volcánicas islas vecinas de Palia y Nea Kameni, en el centro de la caldera. En 1956, cuando nadie lo esperaba, un terremoto 7.8 en la escala de Richter acabó con Oia y Fira, los principales poblados, que se han ido recuperando al compás del turismo, desde 1970 hacia adelante.

Será por haber sufrido tanto que Santorini es tan espléndida, porque por más prevenido que uno esté, no hay cómo no rendirse a sus pies. Los atardeceres en Oia (pronúnciese Ía) figuran en todos los rankings del planeta. La gente llega con horas de anticipación al Castillo (“Castle”, así le dicen a las ruinas de algo que se le parece, y es “el” lugar donde se apostan de a cientos): cuando está por llegar el minuto clave no cabe un alfiler y el aire se corta con cuchillo. 

En Fira, la capital, la vista de la caldera desde las alturas es tan onírica que parece ajena a este mundo, parte de uno más bello y mágico, sin dudas. Si Mykonos es un laberinto que se obstina en hacernos perder para llevarnos, encandilados, hacia inesperadas salidas al mar azul, los pueblos de Santorini son como hormigueros a cielo abierto, construidos en color tiza, rosadito, crema, sobre una elevación por la que siempre, de todas partes, se asoma el mar. Son expansivos y ambiciosos, inquietantes. Están, claro, las cúpulas añil de las iglesias. Las joyerías. Las bodegas donde probar los vinos blancos de la isla. Pero también las playas de arena negra –Perissa y Kamari– o roja. Esta última, más conocida como Red Beach, es de acceso peatonal y, a diferencia de las demás, con servicios bastante limitados. Para llegar hay que ir hasta Akrotiri y caminar por un sendero un poco pedregoso (no recomendable para niños pequeños).

Antes de despedirse de Santorini, resulta provechoso conocer Amoudi Bay, un pequeño puerto con coloridas tabernas que regala otro panorama, muy diferente del que brindan las alturas de Oia y Fira, pero también encantador.


Creta
Voy a Creta por dos días y me siento un poco como si hiciera lo mismo en la Patagonia. En el mapa parece pequeña, pero puesta a investigar, hay tanto para ver. Es la isla del Minotauro, de la importante Garganta de Samaria –el desfiladero más largo de Europa–, de la bella playa de Elafonesis, las ciudades venecianas de Hania y Rethymnon y la isla de Spinalonga, el último lazareto del continente. 

Primero y antes que nada, Cnosos. Es fácil llegar desde Heraklio, la capital de Creta. Hay colectivos todo el tiempo, y no está a más de 15 minutos de viaje. Cnosos estuvo entre las intenciones del codicioso Schliemann, pero no pudo concretarlo y la gloria se la llevó, recién en 1900, el británico Arthur Evans. También muy cuestionado por su reconstrucción del sitio, lo cierto es que para los comunes mortales las áreas “a todo color” –como el fresco del toro, el de los grifos (mitad águila, mitad león) o el de los delfines en el Megarón de la Reina– ganan mucho en interés. Antes o después, siempre es bueno completar la visión con un paso por el Museo Arqueológico que si bien está en refacción desde 2006, concentra en unas pocas salas algunas de las obras más importantes como el fresco del salto del toro, el Príncipe de los Lirios, o el disco de Festos. 

Antes de que termine el día combino alquilar un auto con guía/chofer. Al día siguiente, me encuentro con Maria, una joven de 25 años con la que en menos de 24 horas hago un curso acelerado de Creta. Trepamos a Anogia, para tener una visión de lo que es un pueblo de montaña. A poco de andar encontramos a uno de los señores vestidos de negro con el sariki en la cabeza que posa para la foto muy orgulloso. Probamos el queso local, conversamos con otro parroquiano mientras come mandarinas y agita su komboloi; seguimos hacia la costa. Almorzamos un souvlaki al paso en Rethymnon y nos aproximamos a algunas de las playas que están en el camino hasta que arribamos a nuestra meta: ver el atardecer en Hania. Eterna enemiga de Heraklion, Hania no es capital, pero tiene esa bahía con uno de los faros más antiguos de Europa. Mientras Maria toma otro frappé, nos divertimos buscando palabras en español que tienen origen griego. “Faro” es una de ellas. Pero son tantas que el entretenimiento se prolonga todo el camino de regreso. Pentagrama, Cátedra, Tragedia, Conciencia, Palimpsesto, Espasmo. Es de noche al volver a Heraklio. Crisis, sí, es cierto. Pero también Tesoro y Paraíso.

Soledad Gil
Revista Lugares
Edición 197
Fotos: Web