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viernes, 27 de enero de 2012

Vietnam: Viaje en el tiempo


Ciudad Ho Chi Minh

Un recorrido por el sur y el centro de uno de los países asiáticos que más rápido crece. La primera parada es la ex Saigón, luego Dalat, y por último, Hoi An.

Si la energía de una urbe se midiera por la cantidad de motocicletas que transitan sus calles, Ciudad Ho Chi Minh estaría primera en el ránking. Basta con mirar los números: la ex Saigón tiene 7 millones de habitantes y alrededor de 4 millones de motos. ¿Autos? Unos escasos 500 mil. En la ciudad más grande de Vietnam hay, por lo menos, una moto cada dos habitantes: empresarios, vendedores, estudiantes, familias enteras las utilizan como medio de transporte cotidiano y forman una marea de cascos que circula a toda hora por las calles (y veredas) de la ciudad. Es oficial: Saigón es no sólo la capital mundial de las motos sino, además, una de las metrópolis con más adrenalina del Sudeste Asiático.

Desde 2000, Vietnam –oficialmente llamada República Socialista de Vietnam– está entre los países de mayor crecimiento económico. Según el pronóstico de Goldman Sachs, en el 2025 será unas de las 17 economías más grandes del mundo; y, de acuerdo a las proyecciones de Pricewaterhouse Coopers, en el 2050 alcanzará un tamaño equivalente al 70 por ciento de la economía del Reino Unido.

Lo dicho: Vietnam crece a un ritmo desenfrenado y Ciudad Ho Chi Minh (CHCM), ubicada en el sur del país, es la prueba más fehaciente de su desarrollo. Cual museo viviente, CHCM relata su historia a través de su arquitectura, sus museos, sus templos y, sobre todo, su nombre. Originalmente, el territorio formó parte del Imperio Jemer y se llamó Prey Nokor, que significa ciudad bosque. En 1620, refugiados vietnamitas huyeron de una guerra que tenía lugar en el norte, se asentaron en la zona con permiso del rey jemer e, informalmente, comenzaron a llamarla Sài Gòn. En 1860, la ciudad se convirtió en la capital de la colonia francesa de la Cochinchina y fue bautizada, oficialmente, Saigón, la versión occidentalizada del nombre más popular que tuvo la ciudad. Tras las Segunda Guerra Mundial, Vietnam quedó oficialmente dividida en dos y Saigón pasó a ser la capital de Vietnam del Sur. Luego llegaría la guerra –en Vietnam, conocida como Guerra Americana– y, en 1975, la reunificación. Según de qué lado se mire, los hechos que ocurrieron aquel 30 abril se recuerdan como la caída de Saigón o el día de la victoria: el ejército de Vietnam del Norte invadió y ocupó distintos puntos estratégicos de Saigón y la ciudad se rindió, dando fin a la división del país y a una guerra que ya llevaba casi 20 años. Enseguida, fue rebautizada Ciudad Ho Chi Minh en honor al fallecido líder comunista y ex presidente de Vietnam del Norte. Pero, para muchos vietnamitas, nunca dejó –dejará– de llamarse Saigón.

Palacio de la Reunificación

Hoy, los recuerdos de la guerra quedaron circunscriptos al Museo de la Guerra, a los tanques abandonados y al Palacio de la Reunificación. La época colonial francesa ya no está presente más que en los bulevares, los teatros, las casas de ópera, las estaciones de tren y otras construcciones típicas, siendo la Catedral de Notre Dame vietnamita la más emblemática. La influencia china –que también marcó la historia del país durante varios siglos– puede encontrarse en los templos taoístas y confucionistas que abundan en la ciudad. CHCM supo sintetizar lo mejor de cada época y, a eso, sumarle una de sus características más esenciales: la vida callejera. O, como la llaman los vietnamitas: la cultura del asfalto.

CHCM es el centro económico, financiero e industrial de Vietnam. Sin embargo, la rutina de sus habitantes no corresponde a la de una urbe orientada a los negocios, sino a la de una ciudad asiática donde el espacio público domina las actividades diarias. Los saigoneses amanecen a las 6 con el canto de los gallos, la música de las radios y el aroma del pho (sopa de fideos típica) que se cocina en cada esquina. Desde temprano, algunas mujeres despliegan las verduras y frutas frescas sobre la vereda y otras van de mercado en mercado para hacer las compras del día; los hombres cargan frutas en canastos y animales enjaulados en el asiento de atrás de sus motos, mientras las vendedoras ambulantes pasean con sus sombreros cónicos y sostienen, cual balanza, dos contenedores con una vara sobre el hombro.

El ajetreo no tiene horario. Durante todo el día, familias enteras se suben a sus motos (se pueden llegar a ver cinco personas en un solo asiento) y compiten entre sí por transitar todos los huecos que haya disponibles en el asfalto. Los peatones son casi inexistentes, al igual que las reglas de tránsito: no se respetan carriles ni posiciones, se puede doblar en U sin aviso y es costumbre charlar de moto a moto o mandar mensajes de texto mientras se maneja. Eso sí: el casco es obligatorio (y su venta, uno de los negocios más redituables de la ciudad). El caos de tránsito probablemente sea uno de los aspectos más recordados (y temidos) de la ciudad, pero es parte inseparable del paisaje urbano de la ex Saigón y uno de los elementos que le otorgan esa velocidad tan distintiva. Y, al contrario de lo que pueda pensarse, no hace falta cruzar la calle corriendo: el truco es caminar muy despacio, para que sean los motociclistas los que esquiven a los peatones.

De noche, el ritmo no cesa. La ciudad se ilumina, florecen los mercados nocturnos, las mesas se sacan a la vereda y todos cenan al aire libre. Los extranjeros se reúnen en los bares y los habitantes locales charlan en las esquinas hasta pasada la medianoche. Pero los que más parecen disfrutar de la vida nocturna son las parejas mayores que sacan sus reposeras a la calle y se sientan a observar. Probablemente vean, en las motos que pasan, cómo su país avanza a toda velocidad.

 Dalat

La París de Vietnam
Los emperadores también se tomaban en vacaciones. Y, en Vietnam, lo hacían en Dalat. Ubicado a 1.500 metros de altura, Dalat fue el lugar elegido por Bao Dai, el último emperador de Vietnam, para construir su Palacio de Verano. Él, al igual que los dirigentes franceses que huían del calor y el caos de Saigón para refugiarse en la montaña, se sintió atraído por el aire fresco, los alrededores naturales y la tranquilidad de la zona.

Dalat es un reducto único en Vietnam: su clima fresco contrasta con la temperatura tropical del resto del país y en sus campos, en vez de arroz, crecen flores. Las montañas, las casitas de estilo francés y una réplica de la Torre Eiffel hacen que Dalat sea una fusión entre un pueblito de los Alpes y –según afirman sus habitantes, con orgullo– la megaurbe de París.

El primer hotel de Dalat fue construido en 1907. A fines del siglo XIX, un grupo de exploradores pidió al gobernador francés que construyera un resort en la zona montañosa de Vietnam. El plan era erigirlo en Dankia, pero uno de los miembros de la expedición encargada de construir las rutas propuso Dalat, a pocos kilómetros. Desde aquel día, los franceses se dedicaron a urbanizar y embellecer la ciudad construyendo villes, casas color pastel, bulevares, parques, escuelas, complejos de golf y centros de salud.

Esta ciudad de montaña no es para todos: atrae, principalmente, a los amantes del café (sus cafeterías son famosas en todo el país), a las parejas que se van de luna de miel, a los vietnamitas que buscan escapar del calor durante el fin de semana, a los golfistas y a los viajeros aventureros. Dalat es, además, el punto de partida de los easy riders, un grupo de motociclistas locales que realiza tours en motocicleta por la región central de Vietnam, un vehículo que permite el acceso a lugares que, de otra manera, un turista no podría conocer.

La ciudad tiene 200 mil habitantes y puede ser recorrida a pie. Los amantes de la naturaleza pueden practicar mountain bike y trekking o visitar las plantaciones de té y café en las afueras. Y los fanáticos de la arquitectura tendrán dónde entretenerse con dos lugares muy peculiares: la pagoda Linh Phuoc y la Casa de Huéspedes Hang Nga, también conocida como La Casa Loca. La pagoda está ubicada en Trai Mat y contiene un templo con una estatua de Buda de cinco metros de alto y una torre con una campana: es una de las pagodas más coloridas, detalladas y peculiares de Vietnam. En tanto, La Casa Loca es un hotel surrealista que fue diseñado por Hang Viet Nga, hija de un ex presidente de Vietnam, inspirada en los trabajos de Antonio Gaudí. La construcción no sigue ninguna regla arquitectónica: hay escaleras que conducen a la nada, mesas de té insertadas en huecos en las paredes, ventanas con forma de tela de araña, puentes y toboganes. Una casa del árbol de estilo absurdo que asegura una máxima: la estadía en Dalat podrá ser fresca, pero nunca será aburrida.

Hoi An

Nostalgia sin apuro
Mientras el resto del país crece, hay una ciudad que mira hacia atrás con nostalgia: Hoi An. Ubicada en el centro de Vietnam, sobre la costa del mar de la China Meridional, este enclave de casas amarillas, puentes, ríos y lámparas rojas quedó congelado en el siglo XVIII. Aquí, las motos aún no fueron descubiertas. Y el apuro, tampoco: todo queda tan cerca que no hace falta más que caminar. Además, el ruido y la velocidad arruinaría el aura de un pueblo donde los protagonistas son el arte, la gastronomía y la historia.

El pasado de Hoi An se remonta al siglo II, cuando los champa, civilización de origen malayo-polinesio, convirtieron aquel pequeño asentamiento en la capital comercial de su imperio y la llamaron Champa City. En el siglo XIV se retiraron hacia el sur y establecieron su nueva base en Nha Trang. Finalmente, en las postrimerías del siglo XVI, los Nguyen Lords, gobernantes del sur de Vietnam, fundaron la ciudad de Hoi An –también conocida como Faifo– y la convirtieron en el puerto de intercambio más importante del mar de la China Meridional. Así, Hoi An pasó a ser uno de los puntos más estratégicos de todo el Sudeste Asiático y eso hizo que, entre los siglos XVII y XVIII, mercaderes chinos, japoneses, indios y holandeses se asentaran en la ciudad.

A fines del siglo XVIII, sin embargo, el esplendor y la importancia comercial de Hoi An declinó. Da Nang, una ciudad portuaria cercana, se convirtió en el nuevo centro de intercambio de Vietnam central y Hoi An pasó rápidamente al olvido. Desde aquel momento, la ciudad se estancó en el tiempo y no sufrió ninguno de los cambios que atravesó el resto del país. El centro histórico de Hoi An fue nombrado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1999 y es el responsable de que, en las calles y calendarios de la ciudad, el siglo XVIII siga vigente.

Por la mañana, con tranquilidad, las mujeres barren las puertas de entrada y abren sus casas-tienda a la calle. La mayoría están construidas con madera y pintadas de amarillo, no tienen más de dos pisos y funcionan como negocios en la parte de adelante y como viviendas en el fondo. En la cultura callejera de Hoi An, las paredes del frente no existen: todas las construcciones se cierran, solamente de noche, con una reja o con maderas. Los vendedores ambulantes también ocupan las veredas temprano, ponen sus cacerolas en fila y cocinan el desayuno frente al río. Los galeristas exhiben los cuadros contra alguna pared pública, los conductores de cyclos (bicitaxis) comienzan a rondar la zona en busca del primer pasajero y los sastres sacan sus maniquíes con la muestra de ropa hecha a medida a la calle. Desde los barcos, ofrecen miniaturas a los que caminan bordeando el río. Si hay algo que Hoi An conoce a la perfección es el ritual de comprar y vender que viene practicando hace siglos.

Hoi An y Saigón pueden parecer la antítesis una de la otra, pero muchas de las actividades cotidianas de ambas ciudades son las mismas. La diferencia, sin embargo, radica en los sonidos. El centro de Hoi An es silencioso, tranquilo, ya que todo el ruido de la ciudad está concentrado a pocas cuadras, en el mercado local. Ahí, la velocidad vietnamita sigue intacta: las mujeres acomodan su oferta de frutas y verduras en varias mesas, pegadas una al lado de la otra, y conversan a los gritos. Los hombres, mientras tanto, cargan los canastos de sus motos con baguettes frescas (herencia de la época colonial) y zigzaguen entre los puestos del mercado. Cuando llueve, todos se ponen impermeables, improvisan techos de plástico con bolsas y siguen como si nada. Vietnam, cuando llueve, no para: ni siquiera el agua es capaz de frenar las actividades de un país que está en movimiento constante, como la marea.

Aniko Villalba
Ámbito Financiero
Fotos Web


lunes, 16 de enero de 2012

Magia, tradición y belleza en Portugal


Vista de Lisboa (La Baixa)

De la melancólica Lisboa a las bodegas de Porto y las playas de Algarve, un recorrido por paisajes y sabores incomparables. Todos los rostros de la cultura lusitana.

Es un hecho comprobado: al volver de Portugal , el viajero se sentirá eterna e irremediablemente embrujado. Bellos paisajes y ciudades entrañables, ricas en historia y cultura, gente sencilla y muy amable, una gastronomía exquisita.

Y en todas las estaciones, incluso en pleno invierno europeo, un clima benigno y radiante de sol.

Desde Lisboa , esa ciudad irresistible, sosegada y melancólica, pasando por Coimbra y Porto hacia el norte, potentes y magníficas; hasta las encrespadas y fabulosas costas del Algarve en el sur, el viaje a Portugal es una verdadera fiesta para los sentidos.

Llegando a Lisboa, la primera imagen será, probablemente, la Baixa , el barrio bajo, corazón de la ciudad y el de estilo más monumental después de que el marqués de Pombal lo mandara a reconstruir tras el terrible terremoto que sufrió Portugal en 1755 y que destruyó buena parte de la capital. La primera impresión impacta: los grandes edificios con las fachadas cubiertas de azulejos, las preciosas veredas adoquinadas en blanco y negro, los tranvías circulando.

Un enorme arco conecta la céntrica rua Augusta, poblada de tiendas y barcitos, con la Plaza de Comercio, lindísima, un espacio abierto rodeado de recovas que da al río Tajo (aquí se lo llama Tejo) y que ofrece una panorámica muy bella, con ese aire romántico, antiguo y melancólico que envuelve toda la ciudad.

Hacia el otro lado del río, van apareciendo las otras plazas que terminan de conformar el centro de Lisboa: Figueira, Rossio, Restauradores, hasta la elegante Avenida da Liberdade, poblada de hoteles y embajadas, que conecta con la Plaza Marques de Pombal y luego con Saldanha, barrio moderno, residencial y de negocios.

Toda la Baixa refleja el esplendor del antiguo imperio, cuando las naves portuguesas se lanzaban al mar a conquistar el mundo. La Lisboa inolvidable, sin embargo, está más arriba.

Barrio de Alfama

Ciudad extraña, distinta a todas, Lisboa trepa a las colinas a ambos lados de la Baixa. Hacia un costado se despliega Alfama , seductora y misteriosa, la zona más antigua de la capital, con sus resabios hebreos y moriscos. Es el barrio del fado (la música popular más genuina de Portugal) y la nostalgia, con sus angostas callejuelas y los balcones que estallan de geranios y ropa tendida: aquí las casitas son mínimas y todo el mundo cuelga la ropa en sogas hacia el exterior, lo que en conjunto da un efecto alegre y colorido. Jaulas con pajaritos asoman en los frentes pintados de colores. Las puertas están abiertas y los vecinos conversan en la vereda. La gente con la que uno se cruza es amable y sencilla, gentil como en pocas partes del mundo.

La mejor manera de llegar a Alfama es tomar el histórico tranvía 28 hasta el Castillo de San Jorge , el punto más alto. El viaje es encantador; el tranvía pasa por los sitios más emblemáticos de Lisboa y trepa por cuestas imposibles, angostísimas, donde el viajero inexperto se encomendará al cielo porque parece que, en cualquier momento, el vagón va a pegar contra los muros de las casas.

Desde el castillo, el barrio va bajando hacia el río en un enjambre desordenado de callejones y techos de tejas rojas, y varios miradores con unas vistas espectaculares. Entonces hay que animarse a caminar sin rumbo y perderse por ahí, para ir descubriendo poco a poco los secretos del barrio, sus paredes descascaradas, los talleres de artesanos, los restaurantes, las casas de fado.

De pronto, aparece de la nada un teatro romano de un siglo antes de Cristo en plena excavación. Otro poco, y un barcito minúsculo, donde se toma un café extraordinario (sépalo, en Portugal el café es sublime en casi todas partes).

Más allá está la Catedral –conocida como la Sé– un edificio impactante construido sobre una antigua mezquita musulmana. Y el monasterio de San Vicente de Fora, un clásico de la arquitectura manierista, al lado del cual se instala los martes y sábados el “mercado de la ladrona”, un mercadillo de usados y otras yerbas donde se puede encontrar de todo y por donde circulan los personajes más exóticos.

Tranvía 28

Al anochecer, mientras se van encendiendo los faroles en las calles, asoma la Alfama nocturna, con sus tabernas para escuchar fados y saborear una ginjinha , el licor de cerezas típico de Lisboa, y restaurantes para degustar del placer de una cataplana de pescado (el plato típico, ver De cataplanas y cocidos ), un pulpo cocido, o un bacalao en sus innumerables formas de preparación.

Hay restaurantes para todos los gustos, desde el clásico A Baiuca, para disfrutar de una noche de fado y especialidades portuguesas, hasta joyitas algo más ocultas, como Río Coira, en la calle que sube hasta el castillo, una taberna de barrio sencilla y barata, donde se come como los dioses.

Del otro lado de la Baixa, Lisboa vuelve a trepar hasta el Bairro Alto y Chiado , zona antigua y bohemia, y también el reducto más fashion de la ciudad porque en los últimos años se han instalado allí tiendas de marca y restaurantes de vanguardia, carísimos en relación con la media más que razonable de los precios en Portugal. Se puede llegar con el tranvía 28, claro, o caminando si se tienen buenas piernas y buen estado físico (las calles son bien empinadas), pero también con el elevador de Santa Justa , un elegante ascensor de hierro forjado diseñado por un discípulo de Gustave Eiffel.

Desde el punto de salida del elevador, ya en el Bairro Alto, se pueden captar las mejores imágenes de Lisboa: la Baixa hacia abajo, la inmensidad de Tajo a la derecha y, de frente, Alfama, en una panorámica soñada.

Las callejuelas adoquinadas del Bairro Alto están llenas de restaurantes, cafés, librerías y bares que anuncian sus noches de fado e incluyen el Chiado, poco más abajo caminando por el Largo do Chiado, la calle de los intelectuales y fundamental para la historia portuguesa: allí se reunía lo más granado de las artes y las letras.

Aquí se impone volver a perderse entre las callecitas. Sin embargo, una parada obligadísima es tomar un café o una cerveza en el Café A Brasileira, fundado en los años ’20 y del que era habitué el poeta Fernando Pessoa. Lo sigue siendo, en verdad, porque una estatua tamaño natural del escritor está tomando un café para toda la eternidad en una mesita de la terraza.

Plaza de comercio

Un tranvía más moderno une la Baixa con Belem, a media hora de Lisboa, un lugar que concentra algunos de los edificios más importantes de la ciudad, como la Torre de Belem, el Monumento a los Conquistadores y el Monasterio de los Jerónimos, una joya arquitectónica. A una cuadra de allí, otra joya de los sabores: la gente hace cola en la calle para probar los famosos pastéis de Belem, unos hojaldres rellenos con crema que se sirven calentitos y recién hechos, realmente deliciosos.

Lisboa tiene mucho más para ver, para sentir, para saborear, la Fundación Calouste Gulbenkian, el Museo de Arte Antiguo y el del Azulejo, el Centro Cultural de Belem, el Oceanario.

A sólo media hora de camino, hay también una ciudad pequeña y romántica: Sintra , a la que se puede llegar en auto (las rutas y autopistas en Portugal son excelentes) o en tren, desde la estación de Rossio.

Sintra es una ciudad para caminar y caminar. Son encantadoras las callecitas empedradas, las pequeñas tiendas, los palacios. Hay varios –es casi imposible abarcarlos todos en un viaje–, pero se destacan el Castelo dos Mouros, el Palacio Nacional de Sintra y, muy especialmente, el Palacio da Pena, situado en una de las colinas más altas de la ciudad, con una vista espectacular en medio del precioso entorno natural del parque natural Sintra-Cascais, y con un diseño extraño, mezcla de estilos neomanuelino, romántico, neogótico, y con fuertes toques árabes. Recorrerlo es una experiencia casi delirante, con sus tonos amarillos y anaranjados, las torres almenadas recortadas contra el cielo, los salones sobrecargados de muebles y ornamentación, los patios y jardines.

Hay también un tranvía que circula los fines de semana, y que une Sintra con la playa de Macas en un viaje lindísimo.

Antes de irse de Sintra, hay que pasar, además, por Piriquita, un café en el pequeño centro de la ciudad, para probar el famoso travesseiro , una masa de hojaldre, con dulce, muy rica.

Saliendo de Sintra, Cascais y Estoril (elegantes remansos de paz sobre la costa, con unas vistas espléndidas) son las ciudades más cercanas entre las muchas que irán apareciendo en el camino, cada una con su particular atractivo, casi siempre antiquísimas, y todas con esa calidez y proverbial amabilidad que caracteriza a los portugueses.

Coimbra

Ahora ponemos rumbo al norte, unos 200 kilómetros hasta Coimbra , ciudad universitaria, antigua, muy hermosa y llena de leyendas. Situada a orillas del río Mondego, tiene una parte alta, coronada por la universidad, y una parte baja con un espíritu más comercial.

La universidad es una de las más antiguas de Europa y tiene una biblioteca de estilo barroco que es uno de los grandes tesoros portugueses. Para las festividades académicas, y muchas veces también fuera de ellas, los estudiantes siguen usando el traje que marca la tradición, con camisa, corbata, chaleco, chaqueta larga y capa. Muchos siguen las costumbres de sus ancestros, como llevar en sus capas tantos tijeretazos como decepciones amorosas hayan tenido. Cuando inundan la ciudad, la imagen es inolvidable (por eso conviene visitar Coimbra en época de clases).

La ciudad se puede recorrer a pie, porque todo está cerca. Hay dos catedrales interesantísimas para ver: la Sé Velha (catedral vieja) y la Sé Nova (catedral nueva). También el puente de Santa Clara, con su hermosa panorámica de la parte histórica de la ciudad, el museo Machado de Castro, que ocupa el antiguo Palacio Episcopal, y la Iglesia de Santa Cruz, con su fachada increíble.

Vuelta al camino y, a poco más de 100 kilómetros, asoma Oporto (Porto para los amigos), en la desembocadura del río Duero , espléndida, con sus estrechas callejuelas medievales y sus majestuosos edificios.

El casco antiguo de Porto, la Ribeira , es espectacular. Es el viejo puerto fluvial, que trepa escalonadamente una colina desde el río. Las oficinas portuarias se transformaron en encantadoras tabernas y tascas. Los edificios están revestidos de azulejos de colores y los balcones tienen preciosas barandas de hierro forjado. También aquí la ropa cuelga en los frentes. Desde los muelles, parten barcazas construidas a la manera de las viejas embarcaciones (se llaman rabelos ), que realizan paseos por el río igual que en el pasado, cuando transportaban los inmensos toneles con ese vino que le ha dado fama mundial a la ciudad.

Entre los puentes que cruzan el Duero, el enorme y metálico Luis I es una institución, conectando la ciudad con Vilanova de Gaia, paraíso de los almacenes que albergan las cavas de los célebres vinos.

Desde la orilla del río, un tranvía vetusto ofrece un paseo maravilloso hasta las playas de Foz, escenario de grandes gestas de los marinos portugueses cuando se lanzaban a la mar. Todo, todo tiene un sabor romántico, de otros tiempos.

Porto

Hay viajeros que destinan sólo un día a Porto, que alcanza para recorrer la Ribeira y las márgenes del Duero. Pero vale la pena quedarse por lo menos otro día y conocer la catedral, la Rua das Flores, el Palacio de la Bolsa, la Torre de los Clérigos y tres piezas de colección: la librería Lello & Irmao, de 1906, sin duda entre las más bellas del mundo, el Mercado de Bolhào, paraíso gastronómico, y el famoso Café Majestic, obra maestra de la Belle Époque.

Una leyenda que circula en el Algarve (la costa del sur de Portugal) cuenta que un rey moro, para calmar la nostalgia que su amada princesa nórdica sentía por sus tierras, ordenó plantar miles de almendros en sus reinos para que cuando florecieran, a fines de enero, su blancura le trajera el recuerdo de la nieve. Cierto o no, en invierno el Algarve se pone especialmente bello, resplandeciente de blancos y rosados y, además, con un tiempo benigno, soleado y agradable, sin temperaturas extremas, como es característico en esta región. Más aún, los enormes contingentes de turistas que atiborran esta zona en verano brillan ahora por su ausencia, lo que le da un encanto adicional.

Toda la costa del Algarve está salpicada de localidades (algunas son ciudades, otras pequeños pueblos de pescadores), distantes a pocos kilómetros entre sí, ideales para ir recorriendo de a poco, parando y disfrutando.

Desde Tavira al este, muy pintoresca, con sus callejuelas empinadas y el mar cristalino (hay una isla enfrente, paradisíaca), pasando entre otras por Olhào, Faro, Albufeira y Portimâo hasta llegar a Lagos, una de las más importantes, con una costa fabulosa, de rocas y acantilados, con oasis de arena dorada y un casco urbano bien atractivo.

Lagos fue la residencia de Enrique el Navegante y base del comercio con las colonias portuguesas en Africa. Hay un antiguo mercado de esclavos, un fuerte y un casco histórico inmenso, con construcciones blancas y calles empedradas, lleno de restaurantes donde probar unas buenas sardinas asadas rociadas con el clásico vinho verde portugués que, en realidad, es blanco. El invierno es también el momento ideal para hacer algunas incursiones al interior, como la Sierra de Monchique, muy popular entre los portugueses, con su centro de aguas termales, u otros pueblitos agrícolas tradicionales como Estoi o Almansil.

Costa Vicentina

Viajando hacia el oeste, la Costa Vicentina es otro de los tesoros del país –una maravilla natural, con playas salvajes, refugio de especies protegidas– para recorrer con tiempo.

Pero antes, justo en la punta del continente, a unos pasos de la ciudad de Sagres, el Cabo San Vicente es el punto más meridional de la Península Ibérica; es el lugar donde los antiguos creían que se terminaba el mundo.

Como último lugar donde se pone el sol en Europa, ver un atardecer en el Cabo San Vicente es más que una tradición: es una experiencia intensa, sobrecogedora, seguramente difícil de olvidar. Como llegar, literalmente, al fin del mundo, y del viaje.

Claudia Dubkin (Especial)
Clarín - Viajes
Fotos: Web