Vista de Lisboa (La Baixa)
De la melancólica Lisboa a las bodegas de Porto y las playas de Algarve, un recorrido por paisajes y sabores incomparables. Todos los rostros de la cultura lusitana.
Es un hecho comprobado: al volver de Portugal , el viajero se sentirá eterna e irremediablemente embrujado. Bellos paisajes y ciudades entrañables, ricas en historia y cultura, gente sencilla y muy amable, una gastronomía exquisita.
Y en todas las estaciones, incluso en pleno invierno europeo, un clima benigno y radiante de sol.
Desde Lisboa , esa ciudad irresistible, sosegada y melancólica, pasando por Coimbra y Porto hacia el norte, potentes y magníficas; hasta las encrespadas y fabulosas costas del Algarve en el sur, el viaje a Portugal es una verdadera fiesta para los sentidos.
Llegando a Lisboa, la primera imagen será, probablemente, la Baixa , el barrio bajo, corazón de la ciudad y el de estilo más monumental después de que el marqués de Pombal lo mandara a reconstruir tras el terrible terremoto que sufrió Portugal en 1755 y que destruyó buena parte de la capital. La primera impresión impacta: los grandes edificios con las fachadas cubiertas de azulejos, las preciosas veredas adoquinadas en blanco y negro, los tranvías circulando.
Un enorme arco conecta la céntrica rua Augusta, poblada de tiendas y barcitos, con la Plaza de Comercio, lindísima, un espacio abierto rodeado de recovas que da al río Tajo (aquí se lo llama Tejo) y que ofrece una panorámica muy bella, con ese aire romántico, antiguo y melancólico que envuelve toda la ciudad.
Hacia el otro lado del río, van apareciendo las otras plazas que terminan de conformar el centro de Lisboa: Figueira, Rossio, Restauradores, hasta la elegante Avenida da Liberdade, poblada de hoteles y embajadas, que conecta con la Plaza Marques de Pombal y luego con Saldanha, barrio moderno, residencial y de negocios.
Toda la Baixa refleja el esplendor del antiguo imperio, cuando las naves portuguesas se lanzaban al mar a conquistar el mundo. La Lisboa inolvidable, sin embargo, está más arriba.
Barrio de Alfama
Ciudad extraña, distinta a todas, Lisboa trepa a las colinas a ambos lados de la Baixa. Hacia un costado se despliega Alfama , seductora y misteriosa, la zona más antigua de la capital, con sus resabios hebreos y moriscos. Es el barrio del fado (la música popular más genuina de Portugal) y la nostalgia, con sus angostas callejuelas y los balcones que estallan de geranios y ropa tendida: aquí las casitas son mínimas y todo el mundo cuelga la ropa en sogas hacia el exterior, lo que en conjunto da un efecto alegre y colorido. Jaulas con pajaritos asoman en los frentes pintados de colores. Las puertas están abiertas y los vecinos conversan en la vereda. La gente con la que uno se cruza es amable y sencilla, gentil como en pocas partes del mundo.
La mejor manera de llegar a Alfama es tomar el histórico tranvía 28 hasta el Castillo de San Jorge , el punto más alto. El viaje es encantador; el tranvía pasa por los sitios más emblemáticos de Lisboa y trepa por cuestas imposibles, angostísimas, donde el viajero inexperto se encomendará al cielo porque parece que, en cualquier momento, el vagón va a pegar contra los muros de las casas.
Desde el castillo, el barrio va bajando hacia el río en un enjambre desordenado de callejones y techos de tejas rojas, y varios miradores con unas vistas espectaculares. Entonces hay que animarse a caminar sin rumbo y perderse por ahí, para ir descubriendo poco a poco los secretos del barrio, sus paredes descascaradas, los talleres de artesanos, los restaurantes, las casas de fado.
De pronto, aparece de la nada un teatro romano de un siglo antes de Cristo en plena excavación. Otro poco, y un barcito minúsculo, donde se toma un café extraordinario (sépalo, en Portugal el café es sublime en casi todas partes).
Más allá está la Catedral –conocida como la Sé– un edificio impactante construido sobre una antigua mezquita musulmana. Y el monasterio de San Vicente de Fora, un clásico de la arquitectura manierista, al lado del cual se instala los martes y sábados el “mercado de la ladrona”, un mercadillo de usados y otras yerbas donde se puede encontrar de todo y por donde circulan los personajes más exóticos.
Tranvía 28
Al anochecer, mientras se van encendiendo los faroles en las calles, asoma la Alfama nocturna, con sus tabernas para escuchar fados y saborear una ginjinha , el licor de cerezas típico de Lisboa, y restaurantes para degustar del placer de una cataplana de pescado (el plato típico, ver De cataplanas y cocidos ), un pulpo cocido, o un bacalao en sus innumerables formas de preparación.
Hay restaurantes para todos los gustos, desde el clásico A Baiuca, para disfrutar de una noche de fado y especialidades portuguesas, hasta joyitas algo más ocultas, como Río Coira, en la calle que sube hasta el castillo, una taberna de barrio sencilla y barata, donde se come como los dioses.
Del otro lado de la Baixa, Lisboa vuelve a trepar hasta el Bairro Alto y Chiado , zona antigua y bohemia, y también el reducto más fashion de la ciudad porque en los últimos años se han instalado allí tiendas de marca y restaurantes de vanguardia, carísimos en relación con la media más que razonable de los precios en Portugal. Se puede llegar con el tranvía 28, claro, o caminando si se tienen buenas piernas y buen estado físico (las calles son bien empinadas), pero también con el elevador de Santa Justa , un elegante ascensor de hierro forjado diseñado por un discípulo de Gustave Eiffel.
Desde el punto de salida del elevador, ya en el Bairro Alto, se pueden captar las mejores imágenes de Lisboa: la Baixa hacia abajo, la inmensidad de Tajo a la derecha y, de frente, Alfama, en una panorámica soñada.
Las callejuelas adoquinadas del Bairro Alto están llenas de restaurantes, cafés, librerías y bares que anuncian sus noches de fado e incluyen el Chiado, poco más abajo caminando por el Largo do Chiado, la calle de los intelectuales y fundamental para la historia portuguesa: allí se reunía lo más granado de las artes y las letras.
Aquí se impone volver a perderse entre las callecitas. Sin embargo, una parada obligadísima es tomar un café o una cerveza en el Café A Brasileira, fundado en los años ’20 y del que era habitué el poeta Fernando Pessoa. Lo sigue siendo, en verdad, porque una estatua tamaño natural del escritor está tomando un café para toda la eternidad en una mesita de la terraza.
Plaza de comercio
Un tranvía más moderno une la Baixa con Belem, a media hora de Lisboa, un lugar que concentra algunos de los edificios más importantes de la ciudad, como la Torre de Belem, el Monumento a los Conquistadores y el Monasterio de los Jerónimos, una joya arquitectónica. A una cuadra de allí, otra joya de los sabores: la gente hace cola en la calle para probar los famosos pastéis de Belem, unos hojaldres rellenos con crema que se sirven calentitos y recién hechos, realmente deliciosos.
Lisboa tiene mucho más para ver, para sentir, para saborear, la Fundación Calouste Gulbenkian, el Museo de Arte Antiguo y el del Azulejo, el Centro Cultural de Belem, el Oceanario.
A sólo media hora de camino, hay también una ciudad pequeña y romántica: Sintra , a la que se puede llegar en auto (las rutas y autopistas en Portugal son excelentes) o en tren, desde la estación de Rossio.
Sintra es una ciudad para caminar y caminar. Son encantadoras las callecitas empedradas, las pequeñas tiendas, los palacios. Hay varios –es casi imposible abarcarlos todos en un viaje–, pero se destacan el Castelo dos Mouros, el Palacio Nacional de Sintra y, muy especialmente, el Palacio da Pena, situado en una de las colinas más altas de la ciudad, con una vista espectacular en medio del precioso entorno natural del parque natural Sintra-Cascais, y con un diseño extraño, mezcla de estilos neomanuelino, romántico, neogótico, y con fuertes toques árabes. Recorrerlo es una experiencia casi delirante, con sus tonos amarillos y anaranjados, las torres almenadas recortadas contra el cielo, los salones sobrecargados de muebles y ornamentación, los patios y jardines.
Hay también un tranvía que circula los fines de semana, y que une Sintra con la playa de Macas en un viaje lindísimo.
Antes de irse de Sintra, hay que pasar, además, por Piriquita, un café en el pequeño centro de la ciudad, para probar el famoso travesseiro , una masa de hojaldre, con dulce, muy rica.
Saliendo de Sintra, Cascais y Estoril (elegantes remansos de paz sobre la costa, con unas vistas espléndidas) son las ciudades más cercanas entre las muchas que irán apareciendo en el camino, cada una con su particular atractivo, casi siempre antiquísimas, y todas con esa calidez y proverbial amabilidad que caracteriza a los portugueses.
Coimbra
Ahora ponemos rumbo al norte, unos 200 kilómetros hasta Coimbra , ciudad universitaria, antigua, muy hermosa y llena de leyendas. Situada a orillas del río Mondego, tiene una parte alta, coronada por la universidad, y una parte baja con un espíritu más comercial.
La universidad es una de las más antiguas de Europa y tiene una biblioteca de estilo barroco que es uno de los grandes tesoros portugueses. Para las festividades académicas, y muchas veces también fuera de ellas, los estudiantes siguen usando el traje que marca la tradición, con camisa, corbata, chaleco, chaqueta larga y capa. Muchos siguen las costumbres de sus ancestros, como llevar en sus capas tantos tijeretazos como decepciones amorosas hayan tenido. Cuando inundan la ciudad, la imagen es inolvidable (por eso conviene visitar Coimbra en época de clases).
La ciudad se puede recorrer a pie, porque todo está cerca. Hay dos catedrales interesantísimas para ver: la Sé Velha (catedral vieja) y la Sé Nova (catedral nueva). También el puente de Santa Clara, con su hermosa panorámica de la parte histórica de la ciudad, el museo Machado de Castro, que ocupa el antiguo Palacio Episcopal, y la Iglesia de Santa Cruz, con su fachada increíble.
Vuelta al camino y, a poco más de 100 kilómetros, asoma Oporto (Porto para los amigos), en la desembocadura del río Duero , espléndida, con sus estrechas callejuelas medievales y sus majestuosos edificios.
El casco antiguo de Porto, la Ribeira , es espectacular. Es el viejo puerto fluvial, que trepa escalonadamente una colina desde el río. Las oficinas portuarias se transformaron en encantadoras tabernas y tascas. Los edificios están revestidos de azulejos de colores y los balcones tienen preciosas barandas de hierro forjado. También aquí la ropa cuelga en los frentes. Desde los muelles, parten barcazas construidas a la manera de las viejas embarcaciones (se llaman rabelos ), que realizan paseos por el río igual que en el pasado, cuando transportaban los inmensos toneles con ese vino que le ha dado fama mundial a la ciudad.
Entre los puentes que cruzan el Duero, el enorme y metálico Luis I es una institución, conectando la ciudad con Vilanova de Gaia, paraíso de los almacenes que albergan las cavas de los célebres vinos.
Desde la orilla del río, un tranvía vetusto ofrece un paseo maravilloso hasta las playas de Foz, escenario de grandes gestas de los marinos portugueses cuando se lanzaban a la mar. Todo, todo tiene un sabor romántico, de otros tiempos.
Porto
Hay viajeros que destinan sólo un día a Porto, que alcanza para recorrer la Ribeira y las márgenes del Duero. Pero vale la pena quedarse por lo menos otro día y conocer la catedral, la Rua das Flores, el Palacio de la Bolsa, la Torre de los Clérigos y tres piezas de colección: la librería Lello & Irmao, de 1906, sin duda entre las más bellas del mundo, el Mercado de Bolhào, paraíso gastronómico, y el famoso Café Majestic, obra maestra de la Belle Époque.
Una leyenda que circula en el Algarve (la costa del sur de Portugal) cuenta que un rey moro, para calmar la nostalgia que su amada princesa nórdica sentía por sus tierras, ordenó plantar miles de almendros en sus reinos para que cuando florecieran, a fines de enero, su blancura le trajera el recuerdo de la nieve. Cierto o no, en invierno el Algarve se pone especialmente bello, resplandeciente de blancos y rosados y, además, con un tiempo benigno, soleado y agradable, sin temperaturas extremas, como es característico en esta región. Más aún, los enormes contingentes de turistas que atiborran esta zona en verano brillan ahora por su ausencia, lo que le da un encanto adicional.
Toda la costa del Algarve está salpicada de localidades (algunas son ciudades, otras pequeños pueblos de pescadores), distantes a pocos kilómetros entre sí, ideales para ir recorriendo de a poco, parando y disfrutando.
Desde Tavira al este, muy pintoresca, con sus callejuelas empinadas y el mar cristalino (hay una isla enfrente, paradisíaca), pasando entre otras por Olhào, Faro, Albufeira y Portimâo hasta llegar a Lagos, una de las más importantes, con una costa fabulosa, de rocas y acantilados, con oasis de arena dorada y un casco urbano bien atractivo.
Lagos fue la residencia de Enrique el Navegante y base del comercio con las colonias portuguesas en Africa. Hay un antiguo mercado de esclavos, un fuerte y un casco histórico inmenso, con construcciones blancas y calles empedradas, lleno de restaurantes donde probar unas buenas sardinas asadas rociadas con el clásico vinho verde portugués que, en realidad, es blanco. El invierno es también el momento ideal para hacer algunas incursiones al interior, como la Sierra de Monchique, muy popular entre los portugueses, con su centro de aguas termales, u otros pueblitos agrícolas tradicionales como Estoi o Almansil.
Costa Vicentina
Viajando hacia el oeste, la Costa Vicentina es otro de los tesoros del país –una maravilla natural, con playas salvajes, refugio de especies protegidas– para recorrer con tiempo.
Pero antes, justo en la punta del continente, a unos pasos de la ciudad de Sagres, el Cabo San Vicente es el punto más meridional de la Península Ibérica; es el lugar donde los antiguos creían que se terminaba el mundo.
Como último lugar donde se pone el sol en Europa, ver un atardecer en el Cabo San Vicente es más que una tradición: es una experiencia intensa, sobrecogedora, seguramente difícil de olvidar. Como llegar, literalmente, al fin del mundo, y del viaje.
Claudia Dubkin (Especial)
Clarín - Viajes
Fotos: Web
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