Basta dejarse extraviar por las calles de la ciudad australiana para comprender por qué siempre figura entre los destinos soñados de los viajeros y en los rankings de las urbes con mejor calidad de vida. Estando en ella, inevitablemente uno empieza a tramar maneras de volver cuanto antes. Porque Sydney está 13 horas en el futuro respecto de Santiago... pero honestamente, parece mucho más.
Circular Quay, la sofisticada costanera de Sydney por donde caminan estilizadas chicas, este mismo paseo soleado y barrido por el viento fresco de mediodía, fue una verdadera pesadilla para un puñado de prisioneros ingleses desembarcados a la fuerza allá por 1788, para formar la colonia penitenciaria que –a punta de trabajos forzados y no pocas vidas– sentó las raíces de la actual ciudad.
Resulta extraño pensar en ese grupo de condenados pasando días miserables en el mismo lugar donde, ahora, nuestros grandes problemas son encontrar un buen restaurante y entendernos con el mapa para decidir hacia dónde seguir el paseo.
Sydney es hoy un destierro al que uno, honestamente, quisiera ser condenado cuanto antes. Puede que algunos rankings digan que la calidad de vida ahora es mejor en no-sé-qué ciudad canadiense, que vino a destronar de la cima a la cosmopolita y dinámica ciudad australiana. Pero es cosa de perderse un rato por The Rocks (barrio pegado al Quay, repleto de tiendas, galerías y restaurantes estilosos) para olvidarse de cualquier ranking. Y también para empezar a enamorarse.
Se supone que uno debiera guardar distancia, porque tan sólo viene de paso para descubrir por qué rayos alguien debiera cruzar medio Pacífico y pagar 35 lucas por una visa de turista (www.spain.embassy.gov.au), todo para llegar a esta ciudad. Pero Sydney encantaría incluso a los defensores de destinos más naturales y menos urbanos. Es el tipo de lugar en que uno puede imaginarse una vida.
Sucede que en Sydney uno siente que está viviendo en el mañana de varias maneras. De partida, por el horario (hay trece horas más que en Chile y por eso uno puede decirles a los amigos por messenger que les escribe desde el futuro). Pero además esta ciudad se ha adelantado en resolver problemas urbanos que afligen a muchas otras. La conservación de edificios antiguos es honesta, y no sólo se mantienen fachadas para meterle una inarmónica torre atrás. Cada rascacielo tiene personalidad propia, pero en la línea del horizonte de Sydney nada parece salirse de cuadro. Además, aquí la gente es amable sin artificios (aunque el acento y las expresiones aussies son una barrera inicial para quienes aprendieron inglés estándar); ningún barrio está demasiado lejos como para esquivar la caminata y, en todo caso, hay buenos y modernos y eficientes medios de transporte. Ya el monorriel elevado que rodea Darling Harbour y se asoma en los límites de la City bastaría para pasarse el día descubriendo el "centro" o la zona urbana más turística (pasaje por el día en el monorriel, 7 dólares; www.monorail.com.au).
Pero mejor caminar. Un recorrido sin prisa podría partir en Circular Quay, el frenético terminal de ferries, buses y trenes. Aquí puede gastar varios megas de memoria fotográfica retratando las curvas más famosas de la ciudad: las de hierro del Sydney Harbour Bridge, y las de cerámica del Opera House, dos de las postales más clásicas (y después de un rato, pareciera que inevitables) de la ciudad.
A propósito del puente, un muy popular panorama en la ciudad son las escaladas sobre su estructura. Ahora mismo, un grupo de turistas bien equipados con arneses se largan a caminar por la curva de vigas de acero, hasta llegar a la parte más alta, a 134 metros, justo donde flamean las banderas de Australia y Nueva Zelandia, todo de mano de un guía, claro (www.bridgeclimb.com). Más reposado es el tur al Opera House, para conocer sus salas laterales envidiables y su impresionante teatro principal (www.sydneyoperahouse.com).
Desde el Opera House uno puede largarse por el waterfront o, mejor aún, empezar a internarse en la ciudad. El Quay está pegado a The Rocks y su generosa oferta de restoranes modernillos y tiendas chics, y a pocas cuadras de la sofisticada zona financiera que es la City, sector de avenidas amplias, fachadas señoriales y negocios financieros a lo largo de George Street. Aquí está otro de los íconos de la ciudad: la Sydney Tower (www.sydneytoweroztrek.com.au), con sus 305 metros que la convierten en mirador privilegiado de la ciudad (la vista es estupenda desde su restaurante, el Bar & Dining 360; www.360dining.com.au).
Una alternativa desde The Rocks es partir hacia los Royal Botanical Gardens. Estos jardines son la principal área verde dentro de la ciudad. Si uno tomara un mapa cualquiera, vería que esta mancha de pasto perfectamente cuidado, árboles frondosos y senderos donde los aussies trotan pegados a sus modernos audífonos (así botarían el estrés si es que lo tuvieran) o caminan detrás de unos futuristas carros de guaguas, tiene dimensiones similares a todo el Quay, The Rocks y la City juntos. Y tiene además uno de los mejores miradores sobre la ciudad: en el extremo de la península que se interna entre Farm Cove y Woolloomooloo Bay está Mrs. Macquaries Chair, una banca excavada en la roca por convictos en 1810 para que Elizabeth, la esposa del gobernador inglés Lachlan Macquarie, se instalara a ver de lejos cómo se desarrollaba la ciudad. Aún vale la pena tomar el lugar de la sensible Mrs. Macquaries: de preferencia, al atardecer.
Decíamos que Sydney es el tipo de sitio que haría dudar a un fanático del aire libre en la disputa entre naturaleza y ciudad. Sucede que esta urbe tiene mucho de ambos mundos. Basta caminar por cualquier barrio, digamos, el moderno The Rocks, para encontrar robustos árboles y jardines generosos. Y también para dar con ejecutivos sin chaqueta, tirados sobre el césped, lanzándoles miguitas de pan a unos ibis blancos, extraños pájaros de pico largo y curvo que compiten con las palomas por su ración, y que parecen más propios de un zoológico que de una ciudad. En King Cross, otro de los barrios imperdibles, uno camina en busca de algún buen café o una cerveza fría, y de pronto siente el áspero canto de un grupo de cacatúas blancas: están por todos lados.
Quizá King Cross resuma uno de los aspectos más notables de Sydney: la capacidad de reciclarse sin hacer muchos aspavientos. King Cross ya no es sólo el barrio rojo de Sydney, sino también uno de los sectores donde más se desarrolla la oferta de bistrós de autor, hoteles de diseño como el moderno The Kirketon, y una amplísima propuesta de hostales para mochileros. De hecho, quizá uno ni se enteraría de la fama de este sector si no fuera por las guías de viajes que repiten majaderamente que ésta es la zona de los farolitos rojos.
"The Cross" es ahora especialmente popular por las noches y revistas especializadas, como Condé Nast Traveller, le dedican párrafos a sus atractivos. A lo largo de Victoria Street o Darlinghurst Road, en las cuadras a uno y otro lado de King Cross Road, hay un variado despliegue de cafetines con mesas en la calle, restaurantes pequeños y minimercados con espíritu de almacén, y una clientela tan variada y relajada como el espíritu del barrio.
A pocos minutos de King Cross está el recomendable sector de Paddington, otro barrio con fama propia, según las guías viajeras. En este caso, insisten en que es un sector de atmósfera más "local", donde uno puede ver cómo los habitantes de Sydney se comportan cuando no tienen cámaras fotográficas apuntándoles. Por suerte, las cosas siguen siendo así. Salvo en Oxford Street, la calle más famosa, la más agitada, posiblemente una de las más divertidas en las noches de la ciudad y uno de los baluartes de la poderosa comunidad gay local, que se hace notar con las clásicas banderitas del arco iris.
Si necesita otra excusa para asomarse, apunte los sábados, a partir de las 10 de la mañana, cuando se instala la sorprendente oferta de cachureos, joyas y ropas del Paddington Markets (395 Oxford Street; www.paddingtonmarkets.com.au), que tiene más de doscientos locales desparramados alrededor de la bonita iglesia Paddington Uniting. Lo mejor es que puede aliviar la culpa consumista pensando que parte de los fondos recaudados se usan en obras de caridad.
A propósito, Sydney es una ciudad cara. De hecho, suena curioso que sea tan popular entre mochileros (es cosa de ver la cantidad de hostels que hay por todos lados). Unas pistas acerca de los precios: la botella de agua mineral puede costar fácil sobre los mil pesos, y el combo más típico en un local de fast food puede pasar de los tres mil quinientos. El clásico de la comida callejera inglesa, el fish & chips, una simple pero deliciosa porción de pescado y papas fritas que también es muy popular en la isla, anda por los siete mil pesos en un restaurante como el del hotel Sydney Harbour Marriott, donde las mesas al aire libre están llenas de oficinistas en su hora de colación. Pero hay varias alternativas para ahorrarse unos dólares australianos, como las tarjetas de descuentos para turistas (ver Ojo con...), las tarifas promocionales combinadas en lugares como el Aquarium (que presume de ser el atractivo turístico más visitado de Australia; www.sydneyaquarium.com.au) y el Wildlife World (la mejor manera de ver canguros, wallabies y koalas sin esfuerzo; www.sydneywildlifeworld.com.au), y hasta comprando pasajes en el monorriel (la tarifa diaria incluye cupones de descuentos y ofertas).
Otra forma de ahorrarse unos dólares es a bordo de esos buses rojos de dos pisos, descapotados, que recorren los hitos clave de la ciudad. La gracia es que uno paga el pasaje diario y se puede subir y bajar cuantas veces quiera durante el día. Además, uno de los circuitos que realizan permite llegar hasta Bondi Beach, esa playa de arenas perfectas, olas turquesa y cuerpos esculpidos, donde uno se siente demasiado lejos de Sydney aunque en realidad está tan sólo a diez kilómetros y a no más de media hora de distancia (tienen un ticket combinado, para las dos rutas, por 27 dólares; hasta 16 años pagan 14 dólares; mochileros, 23 dólares; www.city-sightseeing.com; en www.sydneypass.info puede comprar pases de varios días para los buses públicos de la ciudad, que incluyen accesos a los ferries, buses y trenes).
Bondi no es la única playa cerca de Sydney (también está Manly), pero es la más famosa. Su costanera parece un desfile de moda y el "pueblo" está lleno de bares y cafés onderos donde pasar la tarde.
Darling Harbour tiene una linda vista al anochecer. Este barrio, pegado a la City, es como otro paseo costanero, con veleros y yates de un lado y restaurantes o bares con vista a la bahía del otro. Darling Harbour está hecho para los turistas y es una buena idea si anda con niños.
Aquí, a poca distancia, están el Aquarium, el Wildlife World, el Australian Maritime Museum (donde puede visitar desde un velero a un submarino), un teatro IMAX (con la pantalla de cine más grande del mundo) y el Harbourside Shopping Centre al otro lado del Pyrmont Bridge, el paso peatonal sobre las aguas del Cockle Bay.
Durante el día, también salen desde este punto los catamaranes que recorren el Sydney Harbour y que permiten ver los paisajes más típicos de la ciudad, está vez cómodamente sentado.
Pero hablábamos del anochecer. A la salida del mall, hay una amplia explanada con una fuente circular. Lo importante, en todo caso, está del otro lado de la bahía. Cae el sol, y los edificios se iluminan hasta formar una colorida pared que cientos de personas usan como telón de fondo para fotografiarse.
En este waterfront hay bancas y escalones donde también puede uno quedarse un rato. Mirando. Recordando lo visto hasta este momento y pensando en qué haremos mañana, cuando en el lejano Santiago de Chile, trece horas atrás en el tiempo, todavía sea hoy. n
MÁS INFORMACIÓN
www.cityofsydney.nsw.gov.au
www.seesydney.com
www.showbiz.com.au
Texto y fotos: Mauricio Alarcón C., desde Sydney.
El Mercurio - Chile
Circular Quay, la sofisticada costanera de Sydney por donde caminan estilizadas chicas, este mismo paseo soleado y barrido por el viento fresco de mediodía, fue una verdadera pesadilla para un puñado de prisioneros ingleses desembarcados a la fuerza allá por 1788, para formar la colonia penitenciaria que –a punta de trabajos forzados y no pocas vidas– sentó las raíces de la actual ciudad.
Resulta extraño pensar en ese grupo de condenados pasando días miserables en el mismo lugar donde, ahora, nuestros grandes problemas son encontrar un buen restaurante y entendernos con el mapa para decidir hacia dónde seguir el paseo.
Sydney es hoy un destierro al que uno, honestamente, quisiera ser condenado cuanto antes. Puede que algunos rankings digan que la calidad de vida ahora es mejor en no-sé-qué ciudad canadiense, que vino a destronar de la cima a la cosmopolita y dinámica ciudad australiana. Pero es cosa de perderse un rato por The Rocks (barrio pegado al Quay, repleto de tiendas, galerías y restaurantes estilosos) para olvidarse de cualquier ranking. Y también para empezar a enamorarse.
Se supone que uno debiera guardar distancia, porque tan sólo viene de paso para descubrir por qué rayos alguien debiera cruzar medio Pacífico y pagar 35 lucas por una visa de turista (www.spain.embassy.gov.au), todo para llegar a esta ciudad. Pero Sydney encantaría incluso a los defensores de destinos más naturales y menos urbanos. Es el tipo de lugar en que uno puede imaginarse una vida.
Sucede que en Sydney uno siente que está viviendo en el mañana de varias maneras. De partida, por el horario (hay trece horas más que en Chile y por eso uno puede decirles a los amigos por messenger que les escribe desde el futuro). Pero además esta ciudad se ha adelantado en resolver problemas urbanos que afligen a muchas otras. La conservación de edificios antiguos es honesta, y no sólo se mantienen fachadas para meterle una inarmónica torre atrás. Cada rascacielo tiene personalidad propia, pero en la línea del horizonte de Sydney nada parece salirse de cuadro. Además, aquí la gente es amable sin artificios (aunque el acento y las expresiones aussies son una barrera inicial para quienes aprendieron inglés estándar); ningún barrio está demasiado lejos como para esquivar la caminata y, en todo caso, hay buenos y modernos y eficientes medios de transporte. Ya el monorriel elevado que rodea Darling Harbour y se asoma en los límites de la City bastaría para pasarse el día descubriendo el "centro" o la zona urbana más turística (pasaje por el día en el monorriel, 7 dólares; www.monorail.com.au).
Pero mejor caminar. Un recorrido sin prisa podría partir en Circular Quay, el frenético terminal de ferries, buses y trenes. Aquí puede gastar varios megas de memoria fotográfica retratando las curvas más famosas de la ciudad: las de hierro del Sydney Harbour Bridge, y las de cerámica del Opera House, dos de las postales más clásicas (y después de un rato, pareciera que inevitables) de la ciudad.
A propósito del puente, un muy popular panorama en la ciudad son las escaladas sobre su estructura. Ahora mismo, un grupo de turistas bien equipados con arneses se largan a caminar por la curva de vigas de acero, hasta llegar a la parte más alta, a 134 metros, justo donde flamean las banderas de Australia y Nueva Zelandia, todo de mano de un guía, claro (www.bridgeclimb.com). Más reposado es el tur al Opera House, para conocer sus salas laterales envidiables y su impresionante teatro principal (www.sydneyoperahouse.com).
Desde el Opera House uno puede largarse por el waterfront o, mejor aún, empezar a internarse en la ciudad. El Quay está pegado a The Rocks y su generosa oferta de restoranes modernillos y tiendas chics, y a pocas cuadras de la sofisticada zona financiera que es la City, sector de avenidas amplias, fachadas señoriales y negocios financieros a lo largo de George Street. Aquí está otro de los íconos de la ciudad: la Sydney Tower (www.sydneytoweroztrek.com.au), con sus 305 metros que la convierten en mirador privilegiado de la ciudad (la vista es estupenda desde su restaurante, el Bar & Dining 360; www.360dining.com.au).
Una alternativa desde The Rocks es partir hacia los Royal Botanical Gardens. Estos jardines son la principal área verde dentro de la ciudad. Si uno tomara un mapa cualquiera, vería que esta mancha de pasto perfectamente cuidado, árboles frondosos y senderos donde los aussies trotan pegados a sus modernos audífonos (así botarían el estrés si es que lo tuvieran) o caminan detrás de unos futuristas carros de guaguas, tiene dimensiones similares a todo el Quay, The Rocks y la City juntos. Y tiene además uno de los mejores miradores sobre la ciudad: en el extremo de la península que se interna entre Farm Cove y Woolloomooloo Bay está Mrs. Macquaries Chair, una banca excavada en la roca por convictos en 1810 para que Elizabeth, la esposa del gobernador inglés Lachlan Macquarie, se instalara a ver de lejos cómo se desarrollaba la ciudad. Aún vale la pena tomar el lugar de la sensible Mrs. Macquaries: de preferencia, al atardecer.
Decíamos que Sydney es el tipo de sitio que haría dudar a un fanático del aire libre en la disputa entre naturaleza y ciudad. Sucede que esta urbe tiene mucho de ambos mundos. Basta caminar por cualquier barrio, digamos, el moderno The Rocks, para encontrar robustos árboles y jardines generosos. Y también para dar con ejecutivos sin chaqueta, tirados sobre el césped, lanzándoles miguitas de pan a unos ibis blancos, extraños pájaros de pico largo y curvo que compiten con las palomas por su ración, y que parecen más propios de un zoológico que de una ciudad. En King Cross, otro de los barrios imperdibles, uno camina en busca de algún buen café o una cerveza fría, y de pronto siente el áspero canto de un grupo de cacatúas blancas: están por todos lados.
Quizá King Cross resuma uno de los aspectos más notables de Sydney: la capacidad de reciclarse sin hacer muchos aspavientos. King Cross ya no es sólo el barrio rojo de Sydney, sino también uno de los sectores donde más se desarrolla la oferta de bistrós de autor, hoteles de diseño como el moderno The Kirketon, y una amplísima propuesta de hostales para mochileros. De hecho, quizá uno ni se enteraría de la fama de este sector si no fuera por las guías de viajes que repiten majaderamente que ésta es la zona de los farolitos rojos.
"The Cross" es ahora especialmente popular por las noches y revistas especializadas, como Condé Nast Traveller, le dedican párrafos a sus atractivos. A lo largo de Victoria Street o Darlinghurst Road, en las cuadras a uno y otro lado de King Cross Road, hay un variado despliegue de cafetines con mesas en la calle, restaurantes pequeños y minimercados con espíritu de almacén, y una clientela tan variada y relajada como el espíritu del barrio.
A pocos minutos de King Cross está el recomendable sector de Paddington, otro barrio con fama propia, según las guías viajeras. En este caso, insisten en que es un sector de atmósfera más "local", donde uno puede ver cómo los habitantes de Sydney se comportan cuando no tienen cámaras fotográficas apuntándoles. Por suerte, las cosas siguen siendo así. Salvo en Oxford Street, la calle más famosa, la más agitada, posiblemente una de las más divertidas en las noches de la ciudad y uno de los baluartes de la poderosa comunidad gay local, que se hace notar con las clásicas banderitas del arco iris.
Si necesita otra excusa para asomarse, apunte los sábados, a partir de las 10 de la mañana, cuando se instala la sorprendente oferta de cachureos, joyas y ropas del Paddington Markets (395 Oxford Street; www.paddingtonmarkets.com.au), que tiene más de doscientos locales desparramados alrededor de la bonita iglesia Paddington Uniting. Lo mejor es que puede aliviar la culpa consumista pensando que parte de los fondos recaudados se usan en obras de caridad.
A propósito, Sydney es una ciudad cara. De hecho, suena curioso que sea tan popular entre mochileros (es cosa de ver la cantidad de hostels que hay por todos lados). Unas pistas acerca de los precios: la botella de agua mineral puede costar fácil sobre los mil pesos, y el combo más típico en un local de fast food puede pasar de los tres mil quinientos. El clásico de la comida callejera inglesa, el fish & chips, una simple pero deliciosa porción de pescado y papas fritas que también es muy popular en la isla, anda por los siete mil pesos en un restaurante como el del hotel Sydney Harbour Marriott, donde las mesas al aire libre están llenas de oficinistas en su hora de colación. Pero hay varias alternativas para ahorrarse unos dólares australianos, como las tarjetas de descuentos para turistas (ver Ojo con...), las tarifas promocionales combinadas en lugares como el Aquarium (que presume de ser el atractivo turístico más visitado de Australia; www.sydneyaquarium.com.au) y el Wildlife World (la mejor manera de ver canguros, wallabies y koalas sin esfuerzo; www.sydneywildlifeworld.com.au), y hasta comprando pasajes en el monorriel (la tarifa diaria incluye cupones de descuentos y ofertas).
Otra forma de ahorrarse unos dólares es a bordo de esos buses rojos de dos pisos, descapotados, que recorren los hitos clave de la ciudad. La gracia es que uno paga el pasaje diario y se puede subir y bajar cuantas veces quiera durante el día. Además, uno de los circuitos que realizan permite llegar hasta Bondi Beach, esa playa de arenas perfectas, olas turquesa y cuerpos esculpidos, donde uno se siente demasiado lejos de Sydney aunque en realidad está tan sólo a diez kilómetros y a no más de media hora de distancia (tienen un ticket combinado, para las dos rutas, por 27 dólares; hasta 16 años pagan 14 dólares; mochileros, 23 dólares; www.city-sightseeing.com; en www.sydneypass.info puede comprar pases de varios días para los buses públicos de la ciudad, que incluyen accesos a los ferries, buses y trenes).
Bondi no es la única playa cerca de Sydney (también está Manly), pero es la más famosa. Su costanera parece un desfile de moda y el "pueblo" está lleno de bares y cafés onderos donde pasar la tarde.
Darling Harbour tiene una linda vista al anochecer. Este barrio, pegado a la City, es como otro paseo costanero, con veleros y yates de un lado y restaurantes o bares con vista a la bahía del otro. Darling Harbour está hecho para los turistas y es una buena idea si anda con niños.
Aquí, a poca distancia, están el Aquarium, el Wildlife World, el Australian Maritime Museum (donde puede visitar desde un velero a un submarino), un teatro IMAX (con la pantalla de cine más grande del mundo) y el Harbourside Shopping Centre al otro lado del Pyrmont Bridge, el paso peatonal sobre las aguas del Cockle Bay.
Durante el día, también salen desde este punto los catamaranes que recorren el Sydney Harbour y que permiten ver los paisajes más típicos de la ciudad, está vez cómodamente sentado.
Pero hablábamos del anochecer. A la salida del mall, hay una amplia explanada con una fuente circular. Lo importante, en todo caso, está del otro lado de la bahía. Cae el sol, y los edificios se iluminan hasta formar una colorida pared que cientos de personas usan como telón de fondo para fotografiarse.
En este waterfront hay bancas y escalones donde también puede uno quedarse un rato. Mirando. Recordando lo visto hasta este momento y pensando en qué haremos mañana, cuando en el lejano Santiago de Chile, trece horas atrás en el tiempo, todavía sea hoy. n
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Texto y fotos: Mauricio Alarcón C., desde Sydney.
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