Según nuestro columnista, pueden llegar a ser sitios tóxicos para la salud y el espíritu; sin embargo él no puede escapar de su destino errante
En 1985, por cosas del destino, empecé a viajar en avión todos los meses. Desde entonces, han sido incontables los viajes a lo largo de veinticinco años corriendo al aeropuerto, jalando una pequeña maleta con ruedas, durmiendo en vuelos cortos y largos, extendiendo el pasaporte rojo o el azul, saludando al oficial de migraciones, arrastrando mis zapatos, dándome prisa, buscando la puerta de embarque, la salida.
A fines de 2010, me rendí. Tantas horas subido en aviones me habían dejado enfermo, sin aire, adicto a cuanta pastilla pudiese tomar, inquieto y descontento por estar aquí y con impaciencia o ilusión por estar allá.
Acompañado por Silvia, volé a Buenos Aires por última vez, me despedí de esa ciudad que tanto he querido y, tras un vuelo largo que juré que sería el vuelo final, llegué jalando la pequeña maleta con ruedas a la isla de Key Biscayne, a este lugar que ahora llamo "mi casa".
Me prometí entonces que no subiría a ningún avión más. Asociaba los aviones y los aeropuertos con la muerte, con la enfermedad, con las pastillas que me han dejado tonto y con el hígado venido a menos. Quería estar tranquilo, por eso tiré la pequeña maleta con ruedas a la basura.
Durante quince meses, cumplí la promesa y los beneficios en mi salud fueron inmediatos, pero todas mis promesas han sido incumplidas y, por supuesto, la de no volar más en aviones, también. Hace unos días, pasé por Madrid y Barcelona, y todavía no me recupero de la paliza del viaje. Mi cuerpo ha llegado de regreso a casa, pero mi espíritu se encuentra todavía allá.
Siento que sigo caminando al otro lado del mar, en ese laberinto tortuoso que es el aeropuerto de Barajas, en la plaza de Santa Ana, en el paseo de Gracia, en busca de una librería en la calle Serrano que ya no existe. Tantos días incesantes han minado mi salud y me han dejado, otra vez, adicto a las pastillas, buscando unas horas de sueño en las cápsulas azuladas que llevo en algún bolsillo.
Esto es algo que al parecer había olvidado y que el último viaje a España se ha ocupado de recordarme: si deposito mi cuerpo en un avión, lo que queda de mí es este hombre estragado que soy. Los vuelos en avión no me hacen una mejor persona, me convierten en una peor persona. Así lo he comprobado en el aeropuerto de Barajas, y en todos los aviones que me recordaron que sólo estamos de paso, que alguien ocupó ese asiento unas horas antes y alguien más lo ocupará unas horas después.
Apenas llevaba unos días en Madrid y, para mantenerme en pie y cumplir los compromisos pactados, ya estaba de nuevo enganchado a todas las drogas felices. No fue el vicio, sino la desesperación, lo que me llevó a las pastillas. Las conocí en Buenos Aires, en el invierno de 2004, y siguen aquí, en alguno de mis bolsillos, confortándome y auxiliándome.
En aquellos días fríos empecé a tomarlas para no enloquecer, para mitigar los efectos de un insomnio persistente. Estos últimos días de primavera en Madrid y Barcelona comencé con media pastilla y terminé en no sé cuántas, todas las que hicieran falta para dormir y olvidar que soy el que todavía soy.
De regreso en esta isla a la que felizmente y por el momento llamo "mi casa", me he visto obligado, por respeto a las personas que todavía me necesitan, a dejar sin más rodeos los hipnóticos, los ansiolíticos y los antidepresivos. Los resultados han sido devastadores para mi salud, mi ánimo ha quedado muy menoscabado.
Desde joven he necesitado algún narcótico para evadir la realidad y, cuando interrumpo esas dosis de ficción y ensimismamiento (que para algunos es Dios y que en mi caso son el Ambien, el Dormonid y el Clonazepán), sobrevienen la náusea, el caos, el desamparo, la brutalidad de unos días que no tienen compasión y me reducen a escombros.
Desde joven he necesitado algún narcótico para evadir la realidad y, cuando interrumpo esas dosis de ficción y ensimismamiento (que para algunos es Dios y que en mi caso son el Ambien, el Dormonid y el Clonazepán), sobrevienen la náusea, el caos, el desamparo, la brutalidad de unos días que no tienen compasión y me reducen a escombros.
Aquí estoy, todavía vivo, abatido por los recientes vuelos en avión, el estómago ardiendo por todas las drogas felices que he suprimido de golpe al volver a casa, renovando en este viejo sillón de lectura la promesa de quedarme tranquilo y no regresar pronto al aeropuerto.
Sé que en pocas semanas me encontraré de nuevo en un avión, rumbo a una ciudad en la que hallaré, de un modo fugaz y no por eso menos cierto, la felicidad. Esa ciudad a la que debemos llegar para sentir que estamos cumpliendo, sólo por unos días, nuestro destino errante, el del hombre exhausto que jala su pequeña maleta con ruedas y se resiste a morir.
Siguiente destino, New York, qué pereza, qué ilusión. Si me ven caído en un aeropuerto, por favor cúbranme con un periódico, gracias.
Jaime Bayly
Escritor, periodista y conductor de televisión peruano. Se destaca por su humor ácido y su escritura ágil, dinámica y entretenida.
Fuente: Revista Susana (www.revistasusana.com)
Imagen: Web