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lunes, 24 de marzo de 2008

La Rioja: Laguna Brava y Talampaya

Camino de Chilecito a Villa Unión

Tesoros muy naturales
Desde Villa Unión, un viaje a la increíble Laguna Brava, un espejo de agua a 4400 metros de altura poblado de flamencos, vicuñas y guanacos muy protegidos desde que se creó la reserva. Y la imperdible visita al Parque Nacional Talampaya, una de las más impactantes formaciones naturales de nuestro país.

Villa Unión es una pequeña ciudad con aires pueblerinos enclavada en el Valle de Bermejo, al noroeste de la provincia de La Rioja y a 270 kilómetros de su capital. Entre sus atractivos se puede visitar “La Isla”, una formación rocosa con petroglifos de civilizaciones precolombinas, y “El Mirador”, con vista al río Bermejo. También es zona de viñedos y un culto religioso en ascenso, como el “Angelito Milagroso”, un niño llamado Miguel Angel Gaitán, que murió al poco tiempo de nacer y a quien hoy se le atribuyen milagros varios. Los “promesantes” de ciega fe se acercan hasta su tumba y le dejan juguetes.

Pero, sin dudas, el mayor capital de este lugar radica en que se encuentra muy cerca de la Reserva Provincial Laguna Brava y del Parque Nacional Talampaya, siendo así base y puerta de entrada de estos dos lugares imperdibles de la árida geografía riojana.

Un flamenco levanta vuelo sobre las plácidas aguas de la Laguna Brava

Laguna Brava
A casi doscientos kilómetros de Villa Unión, camino a la frontera con Chile, y a 4400 metros sobre el nivel del mar, en plena cordillera riojana, se encuentra esta maravillosa laguna poblada de flamencos, vicuñas y guanacos. La reserva, creada en 1980 para proteger a estas especies de la caza furtiva, abarca unas cinco mil hectáreas.

No es necesario tener una 4x4 para llegar hasta allí, ya que el camino se encuentra en muy buenas condiciones, incluso el tramo no asfaltado, un atractivo más de este viaje único por un paisaje montañoso y colorido que sorprende al viajero una y otra vez.

Poco después de atravesar la única calle –asfaltada, porque no es ni más ni menos que parte de la propia ruta provincial 26– del fantasmagórico pueblo de Vinchina, el panorama cambia, sobre todo al entrar en la Quebrada de Troya. El zigzagueante camino de tierra corre paralelo al río Bermejo, el que curiosamente, en cierto punto, da una vuelta alrededor de un peñasco y vuelve a su curso entre los cerros amarronados, donde la erosión hizo de las suyas. Así, el viento y las lluvias tallaron una pirámide perfecta que se destaca entre las sierras. También hay numerosos cortes longitudinales que el imaginario popular llamó las “Barras de chocolate”.

Luego de remontar la cuesta de unos siete kilómetros, se llega a Alto Jagüe, pequeño y fantasmagórico pueblo donde la erosión también dejó su huella. La principal y curiosa característica de este lugar es que sus casas se encuentran a más de dos metros del nivel de la calle principal, sobre unos paredones de tierra que fueron tallados por las lluvias caídas durante años. Este poblado es la puerta de ingreso a la laguna y es obligatorio registrarse en la casa de los guardaparques.

Cirilo Urriche es uno de ellos. Nacido y criado en Alto Jagüe, se convirtió en guardafauna por naturaleza propia, es decir por el hecho de ser uno de los que mejor conocía el lugar, un baqueano que transitaba la zona llevando y trayendo ganado desde y hacia la cordillera. Cirilo comenzó su trabajo actual en 1980, justamente cuando se creó la reserva.

Pedro Barrera es su cuñado, otro baqueano devenido en guardafauna. Cuenta que antes tenían hacienda en la cordillera y llevaban más que nada a geólogos e ingenieros, pero que hace diez años comenzó a llegar cada vez más turismo. Pedro destaca que la vicuña es el animal más protegido del lugar y recuerda que cuando los cazadores venían hasta aquí, la especie estuvo en peligro de extinción: llegaron a quedar en pie unas quinientas vicuñas. Hoy se cuentan más de seis mil.

Al salir de Jagüe, uno se topa primero con la Quebrada de Santo Domingo, y más adelante le sigue la del Peñón, que regalan sucesivas postales, obligando a detener el vehículo varias veces para poder capturar y contemplar la gama de tonalidades rojizas, amarillentas, verdosas y amarronadas. Un cielo azul perfecto completa la saturada paleta de color.

En lo alto se divisa una tropa de guanacos, y en seguida dos que se desprenden y comienzan a pelear. Cirilo explica que es una manada de hembras, y los machos luchan para ver quién se queda con ellas. El perdedor deambulará solo por ahí hasta juntarse con la manada de relincho, el resto de los desahuciados. A lo lejos, más que un combate, parece un juego.

Una pequeña manada de vicuñas en el camino a Laguna Brava

Veinticinco kilómetros antes de llegar a la Laguna Brava, se encuentra uno de los trece refugios de piedra construidos durante las presidencias de Bartolomé Mitre y Sarmiento para que los arrieros pudieran albergarse en sus largos días cordilleranos. Son circulares y con el techo en punta, similares a un iglú.

Poco después, un cartel indica la llegada al Portezuelo de la Laguna. Al fondo, los cerros Veladero, Bonete Chico y el volcán Pissis (6882 metros, el volcán más alto del mundo) custodian las aguas mansas de la Laguna Brava, con sus diecisiete kilómetros de largo y cuatro de ancho. Una leyenda le atribuye el nombre a las inesperadas tormentas que encrespaban sus aguas cuando llegaba un visitante no deseado.

Otro de los mitos por aquí es el de “El Destapado”, un arriero que murió de frío y tiene su tumba en el refugio de la laguna. Le dicen así porque si alguien tapa sus restos, como se comprueba una y otra vez según los pobladores, al día siguiente aparece destapado.

El viento y el consecuente frío helado se vuelven insoportables por momentos, pero la belleza del lugar puede más que las inclemencias del tiempo. Una vicuña solitaria camina por sus orillas y un sinfín de flamencos, que llegan hasta aquí para reproducirse entre noviembre y marzo, reflejan su figura en las aguas color verde esmeralda. Hunden su cabeza en busca de alimentos, se paran en una pata y vuelan en bandadas buscando otro rincón en la inmensidad de este oasis.

Vista del Cañon de Talampaya camino a Valle Fértil

Talampaya: El tunel del tiempoCélebre por sus enormes y rojizos murallones, este parque nacional, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en el año 2000, atesora una buena parte de la historia de nuestro planeta y tiene gran importancia a nivel científico. Allí se han encontrado (y siguen encontrándose) restos fósiles de unos 250 millones de años –pertenecientes a la era Mesozoica– y petroglifos.

El Cañón de Talampaya, que forma parte de la misma cuenca arqueológica que Ischigualasto (Valle de la Luna), su vecino parque sanjuanino, fue descubierto en los setenta, gracias a la construcción de la carretera que uniría Patquía con Villa Unión. A partir de allí comenzaron a llegar los primeros curiosos e investigadores, hasta convertirse, hoy día, en uno de los lugares más visitados y fascinantes del país, con más de 200 mil hectáreas protegidas, de las cuales sólo se puede visitar una parte.

Por aquí anduvieron varias especies de dinosaurios y otras tantas generaciones de hombres, desde los más primitivos hasta algunas culturas aborígenes de nuestras tierras, como los diaguitas, quienes dejaron sus utensilios –se encontraron sobre todo morteros– dentro de las cavernas y en la zona conocida como la Ciudad Perdida.

Para recorrer el Cañón de Talampaya es necesario contratar los servicios de una empresa autorizada a realizar los circuitos con guías especializados. Por razones de conservación y preservación, no se permite el ingreso de vehículos particulares.

La empresa concesionaria del lugar realiza dos circuitos. Uno dura dos horas y media aproximadamente. En el primer tramo están los petroglifos y el Jardín Botánico, donde se ven especies autóctonas del lugar como el molle, el chañar y el algarrobo, que crecen y le dan otro color a este árido terreno. Sigue por La Chimenea, una grieta semicircular en el murallón, y luego Los Reyes Magos, La Catedral y El Monje, sorprendentes formaciones rocosas talladas magistralmente por el viento.

El otro circuito dura unas cuatro horas y media. Pasa por los mismos lugares pero se le suma una recorrida por Los Cajones, un cañón que se va estrechando a medida que se avanza. El último tramo hasta Los Pizarrones, donde se pueden ver varios petroglifos, se hace a pie.

A lo largo de la recorrida por este inmenso monumento natural, se pueden ver también otras sorprendentes formaciones como Las Torres, El Camello y El Alfil.

En todos los casos lo más aconsejable es ir temprano en la mañana, ya que cerca del mediodía el sol y el calor castigan con fuerza. A lo largo de los diversos paseos, y con un poco de suerte, podemos llegar a ver las diferentes especies de animales que habitan el desierto riojano, como el zorro gris, maras, liebres, guanacos, vicuñas, pumas, la serpiente cascabel, culebras y el infaltable cóndor, vigía eterno de la cordillera.

Datos Utiles
Excursiones:
  • Rolling Travel: Concesionario Oficial Parque Nacional Talampaya: 0351–5709909 talampaya@rollingtravel.com info@talampaya.com
  • Runacay: (03825)470368 info@runacay.com www.runacay.com
Alojamiento
Hotel Pircas Negras: Ruta Nacional 76.202 Tel.: 03825-470611.

Guido Piotrkowski (Texto y fotos)
Pagina 12 - Turismo
+ fotos: Web

viernes, 21 de marzo de 2008

Colombia: El natural encanto de San Andrés

Las playas compiten unas con otras en belleza y servicios

Playas doradas, aguas turquesa y mucho relax y distensión en este pequeño paraíso colombiano, que atrapa por su personalidad
“No cierre la puerta corrediza –dice el chofer de la camioneta mientras arranca hacia el hotel–. Estamos en San Andrés.” La isla colombiana, a dos horas de vuelo al noroeste de Bogotá, casi frente a Costa Rica, demuestra personalidad desde el primer instante.

Los viajeros se aclimatan con la cálida brisa que llega del mar, mientras la radio contagia un ritmo alegre. Reciben las estilizadas palmeras que adornan edificios bajos y casas con vista a un gran mar turquesa, pocas veces visto. Siempre turquesa, esté nublado o a plena luz.

La isla no es de la categoría de los servicios cinco estrellas: su encanto es natural, sin artificios, y ése es su más preciado tesoro (si bien habrían sido varios los que escondió el temible pirata Morgan). Es un destino de relax total, porque en San Andrés lo fundamental es sentirse cómodo y pasarla bien. Y esto se decodifica de inmediato: con un traje de baño, remeras, bermudas, anteojos de sol y un sombrero, las vacaciones están resueltas.

Para completar el kit faltaría algo más: un buen par de antiparras, porque en cualquier baño en la orilla de cualquiera de sus playas, nunca faltarán los peces de colores. Es que el archipiélago conformado por las islas San Andrés, Providencia y Santa Catarina posee uno de los mayores ecosistemas completos y representativos de la región tropical. En 2000 fue declarado por la Unesco Reserva de Biosfera, una de cien en el mundo.

Bien eligió el pirata Henry Morgan su mejor escondite para asaltar a los barcos españoles, donde seguramente haría algunas improvisadas inmersiones.

Su nombre suena en las islas todo el tiempo y hasta ven su cara en las piedras. Hay una especie de museo, La Cueva de Morgan, que lo recuerda con objetos encontrados en el mar (anclas, utensilios, espadas, barriles) guiado por isleños disfrazados de piratas, convencidos de que en esa misteriosa cueva coralina ocultaba su botín. Más allá de las leyendas, los sanandresinos recibieron una herencia latina y sajona. Descienden de los miskito; de los primeros puritanos ingleses que arribaron entre 1629 y 1641 tras la persecución religiosa en Inglaterra; de españoles invasores cansados de la piratería; de esclavos traídos de Jamaica y otras islas, y de colombianos, por supuesto. Las islas en 1860 se adhirieron a la Constitución colombiana. Por eso hay dos lenguas oficiales, el español y el creole, inglés criollo… indescifrable.

Las costumbres y tradiciones están en todos los rincones

De cayo en cayo
Ya instalados en el hotel habrá que sentarse en un cómodo sillón de caña o hamaca paraguaya a pensar qué hacer para aprovechar el tiempo, sin presiones, claro. Podría ser una salida en lancha hacia un cayo para sentirse Robinson Crusoe, o algo más actual, un sobreviviente de la isla de Lost.

Johnny Cay es el lugar perfecto para disfrutar de un día de playa con vista a la costa, mientras suena el reggae a toda hora. Se llega en tan sólo 15 minutos, tras un paseo en el que no se puede despegar la mirada del agua con todas sus gamas.

Tras el primer chapuzón al bajar de la lancha, reciben hombres de rastas alborotadas que despachan bebidas refrescantes, los clásicos cocos llenos con ron y algún suave licor frutal, cerveza fría y pescados. Todo para relajarse en sillas y mesas de madera bajo la sombra de las palmeras, donde lo único que puede interrumpir el descanso sería el paso de un cangrejo desorientado.

Otra salida en lancha para programar es hacia El Acuario. No es ni Sea World ni Mundo Marino. Es todo natural. Se trata de una barrera coralina, con bancos de arena, para sumergirse con equipos de snorkeling y un calzado especial, para no destruir ni lastimarse. Todo está bien equipado con lockers y un restaurante para seguir con el relax. Está justo frente al hotel Decameron Mar Azul.

No cabe dudas de que el destino es ideal para los amantes del buceo, ya que el agua tiene una visibilidad que alcanza los 30 metros de profundidad, tiene un promedio de 26 grados de temperatura anual y hay 40 sitios para hacer inmersiones, con acuarios naturales, paredes, grutas y naufragios. Pero lo más importante: sus aguas albergan 57 especies de corales, 273 de peces, varias clases de tortugas marinas, esponjas exóticas y más.

Difícil se hace no estar en remojo todo el día. Para tomar sol, las playas de la isla ofrecen servicios de sombrillas y reposeras, están limpias, bien mantenidas y no hay concentración de turistas, porque en toda la costa este una playa compite con la otra en belleza.

Libre de impuestos
El que salga después del atardecer se tentará con otra alternativa bien diferente: paseos de compras en la zona céntrica, bien hacia el Norte. Como es puerto libre, se convierte en un free shop de varias manzanas, con ofertas principalmente de perfumes y bebidas alcohólicas. Conviene estar al tanto de los precios de los dutys del aeropuerto, para tener referencias y no dudar tanto si los precios son convenientes o no. Pero los descuentosse basan principalmente en las fragancias clásicas o en los frascos de 100 ml, hasta con un 50% off. Entonces seguirá la búsqueda del tesoro, y sin piratería, en un paseo tranquilo, a veces iluminado por palmeras electrónicas (uno de los pocos artificios) y calles ordenadas y siempre transitadas por ciclomotores, principal medio de locomoción. La noche no es particularmente agitada. Hay música, entretenimiento, pero lo ideal es dormir temprano, porque San Andrés es para disfrutar minuto a minuto bajo la luz del sol.

A pleno sol o bajo las nubes, un mar siempre turquesa; Providencia ideal para bucear

Providencia, la tradicionalista
Quien viaje a San Andrés estará a un paso de Providencia. Y resulta un muy buen plan conocerla. A 20 minutos de vuelo espera una isla mucho más pequeña y con relieve montañoso, todavía inexplorado por el turista. Es que en la isla mantienen cierta reticencia hacia los turistas y conserva sus tradiciones de manera más fuerte, por eso se escucha más creole que español y la arquitectura es de influencia inglesa, con casas de madera con balcones. Y se ve que los lugareños sienten contradicciones sobre el turismo: saben que lo necesitan para su subsistencia, pero tienen claro que no quieren que el estilo de vida cambie. Cuidan tanto su ecosistema, que durante la época de desove de los cangrejos cortan las rutas, especialmente por la noche, cuando éstos retoman el camino hacia el mar, por lo que hay que caminar entre cientos de cangrejos que van despreocupados. Y con ellos se deberá lidiar para que no entren en las habitaciones, porque les atrae la luz. La naturaleza se siente. Se respira. Se vive todo el tiempo.

Los taxis no son amarillos ni negros. Y no son autos. Son las cajas de camionetas: uno sube, mira hacia arriba y todo es cielo, mar y flores. Por la noche, estrellas y un conmovedor silencio, excepto que algún cangrejo toque la puerta.

Providencia también tiene cayos, islotes para pasar el día. Aguas tan tranquilas como la de una piscina. Y es el paraíso del buceo, aunque todavía inexplorado incluso por buzos profesionales. Tiene un arrecife barrera de 33 km, el segundo en extensión del Caribe y uno de los mayores y más accesibles del mundo. Su particularidad, no abundan los animales grandes. Dicen que el arrecife es un gigante para miniaturistas, con nubes de peces diminutos de cientos de especies.

Hoteles all inclusive
Una de las cadenas all inclusive más importantes es Decameron, con varios hoteles repartidos por la isla y un servicio de traslado gratuito entre ellos, que permite comer en cualquiera de sus restaurantes y acceder a sus piscinas y playas. En total suman unos 20 restaurantes -incluidos los de cocina étnica-, que tienen espectáculos diferentes en los que se puede ver danzas caribeñas; en el más nuevo y de mayor categoría, Los Delfines, se escucha sólo el vaivén de las olas.

En armonía con la naturaleza, siempre rodedados de vegetación, tienen vistas privilegiadas, con decks frente al mar soñados, como el de El Isleño, en zona céntrica, que tiene vista a Johnny Cay, o el Mar Azul, que mira a El Acuario. El Aquarium se levanta sobre el agua en un conjunto de torres circulares. Todo está incluido en un solo paquete, que reúne naturaleza, entretenimiento, deportes y gastronomía. Hay para todos los gustos y si se elige uno, no se privará de los otros. Un sistema bien pensado.

Datos útiles
www.sanandres.gov.co
www.decameron.com

Gabriela Cicero (Enviada especial)
La Nación - Turismo
Fotos: Oficina de turismo de San Andrés

lunes, 17 de marzo de 2008

La Gran Barrera de Belice

Desde que Cousteau hizo un documental de la Gran Barrera, los precios de sus islas se dispararon

Belice se ha transformado en un destino apetecido, en buena medida gracias a la Gran Barrera de Belice; la más grande del mundo después de la de Australia. Light House, Turneffe y Glover's son aquí los principales atractivos: tres atolones que, con sus arenas blancas y lagunas turquesas rodeadas de coral, nada tienen que envidiar a la belleza de Tahiti o Hawai. Claro que Belice es más salvaje. De hecho, cuesta llegar, aunque más cuesta salir.

"Tabaco era una isla preciosa. Pero llegaron los turistas y la echaron a perder", dice Norland sin soltar la caña del bote que se estrella una y otra vez sobre el mar embravecido.

Tabaco, una linda isla, ahora atestada de casas y hotelitos, velozmente queda atrás. También Dangriga: el estratégico puerto desde el que cualquiera podría iniciar una aventura hacia la sección más septentrional de la Gran Barrera de Belice, esa gigantesca muralla de coral que se extiende desde el sur de México hasta el norte de Honduras y que hace 200 años era refugio de piratas desalmados. Uno de ellos fue John Glover, el bucanero (bucanero viene de bucán, la técnica con que los piratas ahumaban sus pescados) recordado hasta hoy en un atolón que lleva su nombre. El atolón de Glover no sólo es el más lejano sino también el más impoluto, al punto que la Unesco lo declaró Patrimonio de la Humanidad. Y ése es al que ahora intentamos arribar.

Los de Belice son los únicos atolones del Hemisferio Occidental

"Así como está el mar, tardaremos al menos cinco horas más", dice Norland, un reggaetonero pirata del Caribe.

El bote diminuto salta. Pareciera que va a reventar. Y el nervio sólo amaina cuando aparecen unos manatíes. Más tarde, delfines. Es un recreo por un rato. Luego sigue la angustia. El mar está bravo, tanto que en todo momento el naufragio parece inevitable. Pero las horas pasan y finalmente el horizonte se aplana. Y la blanca sonrisa de Norland contrasta con el azul turquesa de la laguna en la que de pronto hemos comenzado a navegar.

Ahí enfrente aparece por fin la tierra prometida. La última esperanza: Glover's Resort, el único all inclusive de la Gran Barrera en el que puedes descansar sin tener que destrozar tu tarjeta de crédito. Sólo 200 dólares la semana, por persona, nada comparado con los cinco o seis mil que piden los hoteles más sofisticados, incluidos los de Ambergris, San Pedro; la "isla bonita" que fascinó a Madonna.

"¡Eres de Chile! Me encanta Chile", dice Marsha Lomont, una gringa que 40 años atrás compró la llamada "isla del Norte" y levantó aquí su lodge; un lugar simple pero taquillero, tipo camping de Morrillos en los 70, ahora administrado por toda la familia, con cabañas construidas con hojas de palmeras y oxidadas cocinillas conectadas a tanques de buceo rellenos con gas licuado. Robinson Crusoe style. Es cierto: los Lomont son excéntricos. Pero también millonarios. Desde que Jacques Cousteau hiciera en los 60 un documental de la Gran Barrera (y de Blue Hole, su principal atractivo) los precios de las islas se dispararon. Y hoy todas no sólo son privadas sino que además cuestan cinco, seis, diez millones de dólares. Y más.

En Belice se ven 500 especies de peces y 65 tipos de corales

Es hora de inspeccionar. No sin que antes, con el arpón bien sujeto entre sus manos, Warren –el más chico de esta Familia Adams del Caribe– pregunte si vamos a querer pescado fresco para la cena. La respuesta es no. Hemos desembarcado con agua y víveres (cheesies y salchichas) suficientes como para sobrevivir una semana. Y también, cómo no, disfrutar de todo lo que hay aquí. Partiendo por el espectacular mundo submarino. Terminando con esa hipnótica hamaca junto a la playa ante la cual ya comienza a caer el sol. Aldous Huxley, el escritor, estuvo una vez aquí cuando Belice era aún colonia inglesa (se independizaron en los 80). Luego escribió: "Si es que el mundo tuviese uno o más finales, Belice sería uno de ellos". Las estrellas aparecen en el firmamento. La brisa refresca. Es la hora perfecta para que les cuente cómo diablos fue que se me ocurrió llegar a aquí.

No tener plan es un mal plan. Uno sabe dónde está Belice: debajo de México. Arriba de Guatemala. Nada más. Belice es un misterio. Incluso para los que han estado una vez. Y dos y tres también. Ésa es probablemente la gracia de este país donde gran parte de los caminos son de tierra. Donde los monos se suben a la mesa a robarte el desayuno. Donde las mujeres destripan iguanas que chillan antes de precipitarse a los sartenes. Un país que, desde el aire, pareciera que acaba de ser víctima de una terrible inundación. Belice ni siquiera está completamente descubierto; eso pese a que no debe ser más grande que la Región de los Lagos.

Pero Belice –que ha sobrevivido una y otra vez a huracanes como Iris, Hattie y Match– tiene onda. No por nada la escritora súper ventas Tara McCarthy –la autora de Wouldn't Miss it for the World– eligió a Belice como locación de su último bestseller. Claro que no es llegar y enamorarse. "¿A Belice? ¿Cómo vas a ir a Belice? Es lo peor", me dijo un amigo antes de la partida. Y 24 horas después, yo le encontraba toda la razón. Eso antes, claro, de que descubriera que en Belice existen lugares como Glover's

Cayo Caulker es un lugar estratégico para salir a conocer

Lo reconozco, este viaje partió con un error de planificación. La idea era simplemente llegar a Belice y, en terreno, encontrar un buen hotel para pasar mi luna de miel. ¿Lindo? No. Una imbecilidad. Tras llegar a Belomopán, la capital, tomamos un bus hacia la costa. Y cinco horas después cruzamos por un tétrico cementerio que marca la entrada a Belize City; la ciudad-puerto desde donde van y vienen los botes que conectan el continente con los cayos del acuático país. Vale la explicación: en la costa de Belice hay dos ambientes. Uno el de los llamados cayos, casi pegados al continente, que son islas de manglares repletas de gringos y mosquitos. El otro el de los atolones, mucho más distantes, con bellas islas de verdad. La cosa es que (recién ahí me enteraría) ese mundo es privilegio de mocasines Lacoste y yatistas triple A.

Alguien me había sugerido un destino: cayo Caulker, desde donde podría salir a incursionar. Hasta donde entendí, el Buzios de Belice: un lugar repleto de discoteques y restaurantes. Un lugar que, según aseguran los catálogos turísticos, tiene lindas playas y cómodos hoteles. Mentira. Tras romperte el trasero en un bote durante media hora o más, llegas a un lugar con tantos borrachos como basura en las calles. Luego, en cuanto desembarcas, rastafaris, gringos homeless, garifunas y creoles se te vienen encima con el clásico discurso jamaicano: "Welcome to my island. No problem. Be happy. Do you want a hotel? Do you want a tour? Do you want something to smoke?". Primero uno. Luego otro. Y otro más. Poco después te das cuenta de que en Caulker no hay nada. Al menos cero playas bonitas y la tan ansiada tranquilidad. Sí discos, clubes y puteríos varios.

"Disculpe, señor. ¿En qué atolón podría conseguir un hotel bueno y barato?", pregunto en una agencia.

"Ja, ja. Olvídalo. Todas las islas de Belice son privadas. Y en ninguna encontrarás un resort que cueste menos de seis mil dólares, la semana, por persona".

Caulker, a medio día, es como Bellavista a las 5 de la madrugada. Hay de todo (todo) menos el romanticismo del Caribe. Nos dicen que Ambergris, el cayo del norte, está a media hora en bote, pero que en verdad es lo mismo sólo que más grande y más taquillero, pues ahí está San Pedro: la isla bonita de Madonna. El lugar donde los mayas cavaron el canal que separa la isla de México; la forma que encontraron para abrir una ruta comercial desde el Caribe a Chetumal.

Caulker y Ambergris están repletos de marinas

Cielos: estoy en problemas. Nuestro viaje de exotismo no se está cumpliendo. Eso pese a que justo frente a mis narices está la Gran Barrera de Coral. Ésa de la cual, en 1836, Darwin se prendó. Ésa que, según entiendo, los astronautas pueden ver desde el espacio. Ésa que, según no pocos expertos, es el mejor destino para bucear en el Hemisferio Occidental junto a Cocos, en Costa Rica y las Bahamas. En total 250 kilómetros de arrecife, a más de 40 kilómetros de la costa más cercana. Eso y 500 especies de peces; 65 tipos de corales, 350 de moluscos. Sin olvidar la posibilidad de observar, face to face, tiburones toro, martillo, nurses. Y, por cierto, degustar rum punchs en los bares de sofisticados resorts como Azul o Mantra. Todos los cuales ofrecen paquetes semanales, con buceo incluido. Es que es eso, básicamente, lo que se hace en los atolones: buceo al desayuno, al almuerzo y, si quieres, antes de la cena.

La cosa es así: en toda América, aparte del arrecife de Chinchorro en México (al sur de Yucatán) sólo en Belice hay atolones de ensueño. Como Lighthouse, por ejemplo, donde está el monumento natural Media Luna. Cuento aparte es el místico Blue Hole: un círculo perfecto en el que no se ve mucha vida marina, pero sí estalactititas y estalagmitas subacuáticas. Según el mito, en los 60 Cousteau llegó hasta ahí. Ancló el Calypso, detonó unas bombas para abrirse paso y, en algún minuto, perdió a su hijo Phillipe. Fue lo que creó el aura de misterio que impulsó a otros investigadores a seguir descubriendo qué había en el bien llamado "ombligo" del Caribe: primero Al Giddings, de la revista Skin Diver. Luego Robert Dill, géologo de Cousteau en la primera expedición, quien retornó para internarse en la angosta cueva que se abre a los 70 metros. Una barbaridad, y hasta hoy no son pocos los buzos que mueren año a año intentando una proeza semejante.

En Turneffe, el atolón más grande, hay un sitio increíble llamado Rendezvous, al que suelen ir botes por el día desde Caulker o Ambergris. Pero lejos el gran atractivo de Turneff son sus sofisticados resorts como Turneffe Island Lodge, con ventiladores de fina madera en cada habitación; o Blackbyrd Caye Resort, enclavado en medio de una isla-jungla visitada por delfines. En todos los atolones la oferta es deslumbrante: en Lightgouse, el Lighthouse Reef Resort. En Glover's, Manta: increíble.

La cosa es que tras leer un folleto en el que me entero que en Glover's, el atolón más lejano, hay un resort barato, llamo desde un teléfono satelital. Me dicen: 'El bote sale una vez a la semana y se fue ayer'. '¿Y qué hago?', insisto. 'Tienes que ir a Dangriga, al sur de Belice, y ahí arrendar tú mismo un bote. Ojo que no es barato', advierte un niño en el teléfono. Después me enteraría que hablaba con Warren. Tomamos las maletas y partimos al aeródromo de Caulker. Nos subimos a un Cessna de Tropic Air. Nos bajamos en Dangriga. Vamos al puerto. En un café, digno de La isla del tesoro, conocemos al capitán Norland. Dice: "Es muy peligroso ir a esta hora. Pero, ¿saben? Sin aventuras yo no viviría". Arranca el motor. 600 dólares mediante, seis horas después estamos en Glover's.

"Es lindo este lugar. Escucha el mar. Me siento en el centro de ninguna parte", dice mi mujer.

De pronto Warren pasa frente a la cabaña. Guiña un ojo y dice: "Mañana sale un bote barato a Blue Hole. Happy bubbles tonight". Es un clásico chiste de buceadores. Empezó la luna de miel.

En Belice, la mayoría de los caminos son de tierra

Sitios Mayas en Belice

Chac Balam
es un pequeño sitio arqueológico ubicado al norte de la isla Ambergris. Otros sitios interesantes en Ambergris son: Marco Gonzales y Basil Jones.

Altun Ha
en el norte de Belice, cerca de un lugar llamado Sand Hill, se encuentran 13 estructuras, entre las que destaca el Templo del dios Sol.

Lamanai
ubicado en el New River, fue uno los centros ceremoniales más importantes del mundo maya. De película, aparte, es el hotel Lamanai Outpost Lodge (www.lamanai.com).
Caracol
en el sur de Belice es un importantísimo sitio arqueológico, pues Caracol dominó a Tikal durante más de un siglo.

Para conocer varios sitios arqueológicos en Belice, consulte en www.mayamountain.com.

Sergio Paz, desde Belice
Diario El Mercurio (Revista del domingo)

viernes, 14 de marzo de 2008

Escondido en un valle: el pueblo de San Marcos Sierras

SMS visto desde el Cerro La Cruz

En plenas Sierras Chicas de Córdoba, dentro del Valle de Punilla, San Marcos Sierras es un pueblito encantador “descubierto” por los hippies a fines de los sesenta. Paisajes de exuberante verde, playas de río y el singular Museo Hippie.

San Marcos Sierras es un pueblo encantador, o encantado para quienes prefieran el formato de las historias de duendes del lugar. La típica plaza central, su iglesia y la feria artesanal, además de sus ríos y el entorno natural que lo rodean, son el eje de un pueblo casi perdido en las sierras.

“San Marcos” es el pueblo elegido por mucha gente cansada de la gran ciudad, que optó por convertir a la naturaleza en parte de su cotidianidad. Al andar por sus calles-sendero repletas de vegetación, se ven en la puerta de muchísimas casas carteles ofreciendo terapias alternativas, masajes, venta de miel, aceite de oliva y productos orgánicos.

Esta pequeña localidad custodiada por el Cerro de la Cruz y el Cerro Alfa, donde la vida transcurre lentamente y sin aparentes preocupaciones mundanas, tiene unos 3000 habitantes. Y aunque en los meses de verano se ve rebalsada de turistas, resulta un lugar apacible e ideal para el relax. San Marcos está habitado por descendientes de sus pobladores originarios –los comechingones–, además de antiguos hippies y nuevos pobladores que provienen de núcleos urbanos como Rosario, Córdoba y Buenos Aires.

Distintas vistas del Río Quilpo

Ríos de felicidad
Al pueblo se lo puede dividir en dos: a un lado y al otro del río San Marcos. Un vado y un pintoresco puente unen ambas márgenes separadas por este angosto y poco caudaloso río. Para acceder a la parte más linda del río hay que caminar cerca de un kilómetro por una pasarela de cemento hasta un diquecito. El agua corre a un lado por los canales otrora construidos por los comechingones y hoy mejorados por los pobladores actuales. El agua llega así hasta el pueblo para consumo de sus habitantes, que muchas veces sufren las escasas lluvias. A lo largo del camino se ven algunos morteros aborígenes, y cruzando el diquecito hay una pequeña hoya para zambullirse luego de la caminata. Siguiendo por la quebrada río arriba, se accede a los sitios conocidos como Agua mineral chica –tres kilómetros– y Agua mineral grande –seis kilómetros–, que son unas fuentes de aguas termales.

A cuatro kilómetros del pueblo está el río Quilpo, más ancho y caudaloso, ideal para nadar y recostarse en sus playas. En los alrededores del pueblo hay una serie de balnearios como el Municipal, el Tres Piletas, el Tío Rico y el Vado de López. En general se paga un ingreso y hay instalaciones sanitarias básicas, camping, algunas parrillas y un quincho donde comprar comida.

Algunas callecitas de San Marcos tienen ese no sé qué. Son estrechos senderos de túneles naturales formados por la espesa vegetación, dignos de un cuento de hadas, por donde la gente circula aún más lentamente que de costumbre. En uno de ellos está el Museo Hippie, creado por Daniel “Peluca” Domínguez, quien recibe a los visitantes personalmente y les relata sin respirar la “historia ilustrada del hippismo”. Y ésta va desde los tiempos de la antigua Grecia, en los que él destaca a Diógenes como el primer hippie, hasta la actualidad, pasando por personajes ilustres como Tolstoi, Gandhi y Jesús, quienes, al parecer de Peluca, eran también hippies. En las paredes del pequeño museo hay colgados objetos como una guitarra que perteneció a Tanguito y un Marta Minujin auténtico.

Hosteria Colonia Naturista

Vamos de paseo
No sólo de San Marcos viven las sierras. A su alrededor la naturaleza hizo lo suyo también, y el Valle de Punilla regala sucesivas postales como el camino de tierra que conduce a Charbonier para salir a la Ruta Nacional 38. Por ese camino se llega a Los Terrones, con un paisaje de rojizas y extrañas formaciones rocosas con cuevas, cascadas y enormes paredones de casi cien metros de altura. Las piedras de arenisca revelan formas de tortuga, camellos y otras más que los pobladores bautizaron como “El Monje”, “La ciudad perdida”, “El dedo de Dios”, “El honguito”, “El sillón” y “La garganta del Diablo”.

En Los Terrones hay dos circuitos, uno corto que se puede hacer por cuenta propia, y otro de dos horas que se hace únicamente con guías del lugar. Desde lo alto –a espaldas del cerro Uritorco– se ve el cerro Pajarillo –el segundo más alto del valle–, el río Pinto, el dique Cruz del Eje, el embalse Los Alazanes y gran parte del Valle de Punilla.

El Valle de Ongamira es otro de los lugares muy visitados en la región. Aquí habitaron los comechingones que más resistieron el avance español, y cuenta la historia que los últimos rebeldes de la zona, liderados por el cacique Onga, se arrojaron desde el cerro Colchiqui antes de ser ultimados por los colonizadores.

El lugar a visitar es el Parque Natural Ongamira, donde se realizan cabalgatas y trekkings con una hermosa vista de 360 grados de este valle de rocas moldeadas por los caprichos del viento y la lluvia desde hace 130 millones de años.

Uno de los tantos sitios para visitar a lo largo de la Ruta 38 es Los Mogotes, a donde se ingresa por un camino de tierra. Junto a su pequeño arroyo se puede acampar y hacer un buen asado. Y si las energías alcanzan se puede continuar con un trekking hasta la Cara del Indio, tallada naturalmente en la piedra.

El cerro La Cruz, de fácil acceso a pie desde San Marcos, domina las alturas serranas y es el sitio elegido por los amantes de los bucólicos atardeceres. Si no hay luna, es recomendable llevar una linterna para el descenso, que termina a metros de la plaza, muy concurrida en las noches de verano. Allí se presenta todos los días un grupo musical distinto y los nuevos hippies hacen malabares para ganarse una moneda que les alargue su estadía serrana.

Valle de Punilla

Datos Utiles

Cómo llegar
Desde Buenos Aires, por Ruta 9, pasando por Pilar y Autopista a Córdoba. Desde Córdoba hay que ir por la Ruta Nacional 38, hasta el kilómetro 112, donde se debe doblar a la izquierda y tomar el camino de acceso pavimentado hasta la entrada del pueblo (12 kilómetros).

Dónde dormir
Hay varios campings a orillas de los río San Marcos y Quilpo.
Complejo de cabañas Los Quijotes, sobre el río San Marcos. Tel.: 03549-496128 / 15416585
Cabañas Edén: Tel.: 03549-496166 www.cabaniaseden.com

Guido Piotrkowski
Pagina 12 - Turismo
Fotos: Web

lunes, 10 de marzo de 2008

En las tierras del Magreb

Ciudad de Tunez

Túnez ha sabido capitalizar las bondades de la vida contemporánea sin haber renunciado, por ello, a las tradiciones islámicas. Moderno y pujante, su misterio y exotismo se descubren en las antiguas ciudades amuralladas y en el desierto. Allí, en el Sahara tunecino, los camellos hacen las veces de taxis guiados por bereberes que conducen a los turistas –mayormente europeos– por los cambiantes senderos del mar de arena.

Mientras el avión cumplimenta sus procedimientos de rutina para aterrizar en el aeropuerto Tunis Cartage, la capital tunecina aparece en la ventanilla dejando, tras de sí, las imágenes alucinadas del desierto, los extensos palmerales y los enormes estanques ovalados en los que se almacena el agua de los oasis. Arenas amarillas, bosques verdes y espejos líquidos color esmeralda anticipan las maravillas ocultas de esta porción del territorio africano. ¡Marhaba, marhaba! se escucha reiteradamente en el hall del aeropuerto. Es el clásico saludo de bienvenida en idioma árabe que se mezcla con uno que otro bienvenu, porque el francés es el segundo idioma de muchos tunecinos, consecuencia de 74 años de protectorado galo.

Túnez, Tunisie, Tunisia o Tunesien. La república tunecina es un país con un territorio similar a nuestra provincia de Córdoba que, enclavado en el África septentrional y a orillas del mar Mediterráneo, entre Argelia y Libia, forma parte de la llamada región del Magreb. En esta tierra, que acumula más de tres mil años de historia, el turismo crece a pasos agigantados: en 2006 llegaron más de 5.5 millones de viajeros interesados en conocer el desierto, los yacimientos arqueológicos fenicios, romanos y otomanos, y los balnearios distribuidos en 1.300 kilómetros de costa. Cartago fue fundada por los fenicios en el siglo VII a.C. y es la antigua capital púnica. Entre los restos del pasado esplendor, lo que más subyuga, por su volumen, son las ruinas romanas: deslumbran las columnas aun en pie, las paredes pétreas, el anfiteatro romano y las termas de Antonino. Hoy todo está muerto, menos la historia que revive en el Museo Cartaginés, testimonio de las tres etapas que vivió la mítica urbe: fenicio-púnica, romano-africana y árabe-musulmana.

Hamed Salum conduce rumbo a dos de los sitios históricos más importantes de Cartago, mientras en la radio suena Hedí Donia, el cantante tunecino de moda que convoca multitudes. Pasamos frente a la casa en que nació y creció la actriz Claudia Cardinale, en el barrio de Kram, y en minutos más llegamos a Sidi Bou Said. Celeste y blanco. Blanco y celeste. Balcones de madera de fino tallado que traen reminiscencias de algunos miradores hispanos. Puertas claveteadas, con arco morisco, y todo pintado de un celeste y blanco que se repite infinitamente. Son los colores del Mediterráneo.

Café des Nattes

Sin medina, no hay historia
Sidi Bou Said es un barrio medieval pintoresco y prolijo, colorido e impecable. De cara al mar, sus callecitas angostas, empedradas y atiborradas de comercios, trepan por la enorme colina de Byrsa. En la cima se abre un magnífico panorama: el golfo de Cartago bañado por las aguas del Mediterráneo. Durante la caminata se descubre la libertad del vestir tunecino porque hombres y mujeres en jeans se cruzan con la melia de los beduinos, el pañuelo hijab que cubre las cabezas femeninas y las largas chilabas blancas, tan fr escas y de uso común entre los varones. En un solo paseo queda demostrado cómo Oriente y Occidente intercambian la moda al margen de la política.

Hamed señala el antiguo Café des Nattes, un sitio donde se reunían famosos como Georges Bernanos, Paul Klee y André Guide. Mientras nos invade desde los jardines el perfume a jazmín, apuramos un café a la turca con rosquillas rellenas de dulce, conocidas como bambalouni. Cerca se avizora el minarete de la mezquita del santo Sidi Bou Said y, más allá, el palacio del barón Erlanger, ahora centro cultural y museo de la música magrebí. Veinte minutos más en auto y ya estamos frente a la imponente basílica cristiana de San Luis, vecina a las ruinas de Cartago. Un niño camina hacia mí. Preparo unos dinares pero el guía me advierte que sólo aceptan objetos que les sean útiles para el colegio. Le regalo mi lapicera.

A la mañana siguiente, cruzamos el centro camino a la medina –casco amurallado de las antiguas ciudades árabes con impresionantes laberintos que no encierran ningún peligro más que la chance cierta de perderse si no se cuenta con un guía confiable o un excelente plano de la ciudadela–. Atrás queda Cartago, agitada. Hamed advierte que se trata de la me dina más grande de Túnez y que entraremos por la puerta Bab Bhar. Cuando finalmente ingresamos, compruebo lo que presentía: estoy en otro mundo. El siglo XXI no logró atravesar los grandes portales de la medina. Le cerró el paso la Arabia del siglo VIII.

Coliseo romano El Jem

El lazo histórico de esta medina se anuda con el conquistador de la Cartago bizantina, Hasan Ibn Noonan, quien ordenó la construcción de la gran mezquita Ez-Zitouna para festejar una de sus victorias militares. Por aquí pasaban las rutas más importantes que surcaban el África romana y se abastecían en el gran mercado de la zona. Tan grande es esta medina que se estima –porque no hay certeza alguna– que en sus zocos se alinean unos diez mil locales entre tiendas, boticas y puestos de comida al paso. Hamed me entrena para las compras: “Túnez es el reino del regateo. No adquiera nada sin pedir rebaja porque, para nosotros, discutir afablemente con el cliente es una costumbre –casi un juego– que se da en cualquier relación comercial. Y, a veces, el precio se puede bajar hasta 50 %”.

La ciudadela se abastece a sí misma y una entreverada red de callejones conducen a las viviendas, las mezquitas, los cementerios, los palacios, los baños turcos, los monasterios, las plazas, las escuelas coránicas (medersas), los jardines y los talleres de los artesanos, organizados por gremios. En medio de este entramado arquitectónico emergen las cúpul as y los minaretes de las mezquitas de El-Ksar, Hamouda Pacha y Youssef Dey, construida por los turcos en el siglo XVII. En uno de los palacios del siglo XVIII, ahora transformado en restaurante, degustamos el menú clásico de Túnez: cuscús de pescado y verduras, confituras dulces y un digestivo té de menta servido en pequeños vasitos de vidrio.

Partimos rumbo al Museo Nacional del Bardo en el preciso momento en que el bullicio se congela: desde uno de los minaretes, el muecín –miembro de la mezquita– llama a una de las cinco oraciones diarias. Silencio y recogimiento. Desde la medina hasta el museo zanjamos unos cuatro kilómetros que bastan para hacernos sentir el calor africano. Segundo en importancia en África después del Museo de El Cairo, El Bardo reúne la colección más grande del mundo de mosaicos romanos y bizantinos. Aquí se encuentra la única imagen conocida del poeta Virgilio, flanqueado por las musas, y otra de Ulises tentado por el canto de las sirenas. En otras salas se suceden reliquias púnicas y piezas arqueológicas, de arte y vestimentas, testigos esplendorosos del pasado tunecino.

Ruinas de la Ciudad de Cartago

El desierto, aquí nomás
Welcome to Sahara saluda un cartel en el pequeño aeropuerto de Tozeur, una antigua ciudad romana rodeada por el desierto más grande del mundo. Antes, desde el aire, se desplegaron las crestas doradas de las enormes dunas. Ahora, en la terminal aérea, sorprende la presencia de dos Jumbo sin identificación comercial que cobijan, debajo de cada una de sus alas, un dúo de jet también blancos. El guía Awar Sadok despeja rápidamente la curiosidad: “Pertenecen a dos sultanes que han venido desde Emiratos Árabes a pasar sus vacaciones en Túnez. Viajan con todo su séquito –entre 300 y 400 personas, entre familiares y servidumbre–, además de trasladar también sus tiendas de campaña de varios ambientes –pueden llegar a 30 carpas gigantes– y sus vehículos terrestres. Los jet son su custodia en vuelo, aunque también los utilizan para movilizarse rápidamente, si es necesario”.

Pero, ¿por qué eligen el desierto como destino de vacaciones si viven rodeados de arena?. Según Sadok, “los árabes estamos ligados de una manera u otra con el desierto, con la ventaja de que el de Túnez no tiene un clima tan tórrido como el de otros países”. El desierto e s un mar sin agua, balizas ni faros. Un océano de arena que es imposible surcar sin un guía berebere. El calor y el frío que asolan al desierto son tan inseparables como el beduino y el camello, cuyas vidas están selladas por un ritual ancestral: el amo come la pulpa de los dátiles y su fiel compañero se alimenta de los carozos. Con todo, el vínculo dista de ser sagrado: en las tiendas de Tozeur se pueden comprar las mejores mantas de pelo de dromedario así como tapices, alfombras y máscaras fabricadas con su cuero, que encabezan el ranking de souvenires.

De rasgos fuertemente marcados, mirada penetrante y piel curtida por el sol, los berebere –divididos en las tribus tuareg, rif, sluh, haratin, kabil o shawaia, cada una con su propio dialecto– son expertos conocedores del Sahara, de sus vientos y sus arenas cambiantes. Y de sus lugares más recónditos, como ciertos pozos de agua disimulados bajo el eral. Resulta hipnótico observarlos marchar por el desierto, inmutables, con su mirada perdida en un horizonte que nunca se ve.

Amanece y partimos rumbo a las ruinas de la antigua ciudad de Tamerza. Por un camino pedregoso, enfilamos hacia la Cordillera de Atlas. Al cabo de algunas horas, en medio de un paisaje lunar, llegamos a este sitio desolado pero de gran interés para arqueólogos, paleontólogos y cineastas (aquí se filmaron escenas de El paciente inglés, En busca del arca perdida y la saga de La guerra de las galaxias, cuyos sets construidos en el campamento de Ong Jamel son hoy una atracción turística para quienes pasean por estas soledades)

Integrante de la tribu tuareg

En Túnez se afirma que “quien quiera conocer un pequeño rincón del paraíso, tiene que entrar a un oasis”. Elegimos el de Mides, uno de los más importantes de la región. Allí, en un cañadón al que se accede gracias a una larga escalera de piedra, hay un pequeño valle con formaciones rocosas y un tupido bosque de palmeras que clavan sus raíces entre pedruscos y arena. El agua cristalina corre con fuerza desde un estrecho desfiladero tachonado de manantiales y cascadas. En lo alto de la meseta se encarama un diminuto poblado, desde donde se domina panorámicamente el vergel. Emprendemos el regreso. Sobre la línea del horizonte cae un sol anaranjado a pique. Y la fortuna nos obsequia una postal inesperada: a lo lejos, u na caravana de tuareg se desplaza lánguidamente, a lomo de camello. Las fotografías se tiñen de dorado.

Hacia la franja costera
La travesía ahora conduce a la ciudad de Hammamet, la tercera en importancia en Túnez y bañada por un mar de zafiro. Tras atravesar los viñedos de Grombalia y los olivares de Sahel, nos instalamos en el balneario-jardín de Port El Kantaoui, que tiene un aire a P uerto de Mogán, en la Gran Canaria. Hammamet fue fundada por los fenicios en el siglo IX a.C., siendo luego un enclave romano y más tarde musulmán, siempre en disputa por su emplazamiento estratégico. Se trata de una ciudad costera lujosa, moderna y muy animada, en cuya pintoresca marina amarran yates y veleros de ensueño.

Uno de los balnearios más excéntricos corresponde a Asdrúbal, un seis estrellas de 300 habitaciones que posee la suite más grande del mundo (1.542 metros cuad rados) y un campo de golf de 103 hectáreas, 27 hoyos, par 108, diseñado por Ronald Fream. Cerca del mar se halla la medina, con sus murallas perfectamente conservadas. Allí se apiñan tesoros tan preciados como la gran mezquita (año 850), la kasbah, el faro Khalef (año 859) y el ribat, fortaleza del siglo VIII. Además, claro, de cientos de tiendas, mercados y restaurantes por los que se pasearon desde Winston Churchill y Oscar Wilde hasta Sofía Loren y Elton John.

Cordillera de Atlas

Emprendemos la última etapa del viaje, hacia Kairouan. Antes, nos desviamos unos kilómetros para recorrer el coliseo romano El Jem, construido en 232 d.C. por el emperador Gordiano. Se trata del circo más grande conservado, después de los de Roma y Verona, y en su interior funciona un museo especializado en mosaicos romanos. Si la historia religiosa de África del Norte tiene una puerta de entrada, ésa es Kairouan. Ciudad santa del Islam, tiene la mezquita más antigua de Túnez y es la cuarta en importancia después de La Meca, Medina y Jerusalén. Los circuitos turísticos tienen su broche de oro en esta ciudad que, vista desde lejos, parece un dibujo en el desierto. Catorce aljibes de 50 mil metros cúbicos de agua cada uno (el mayo r llega a los 128 metros de diámetro) surten el riego y calman la sed en este enclave famoso por la elaboración de alfombras artesanales.

Una de lana de cordero requiere enlazar 80 mil nudos en ocho meses de trabajo, mientras que una de seda demanda más de un año de labor. Compradas directamente en un taller, pueden costar entre u$s 70 y u$s 800, en el caso de las de lana de cordero, mientras que las de seda pueden cotizarse hasta u$s 7 mil. Las murallas de la medina, de color ladrillo claro, dentadas y salpicadas por torres y bastiones, le dan al casco histórico un aire venerable y fuera del tiempo. En el zoco se encuentra el pozo de agua más antiguo: es del siglo VIII y per manece activo (el agua es extraída por una noria que mueve un corpulento camello; la gente se acerca a él, bebe lo necesario para calmar la sed y deja unas monedas para el camellero, en un rito que ya lleva trece siglos).

La mezquita de Kairouan es una de las más antiguas del mundo y uno de los monumentos más impresionantes del Magreb. Fue fundada en el año 670 y reconstruida en 836 por la dinastía de los Aghlabides, en su momento de mayor esplendor. Es también un hito histórico porque, desde aquí, Tarek Ibn Ziad se lanzó en el año 711 a la conquista de España. En su interior se abren diversas puertas, pero la más bella es la de Lala Rihanna. El gran patio centra l está embaldosado en mármol blanco y, en el centro, tres cuadrantes solares señalan la hora de la oración. Silencio y quietud son los puntos cardinales de la mezquita cuya sala de plegarias está flanqueada por decenas de columnas romanas de mármol rosa y negro. Aquí se encuentra la sepultura de Sidi Sahab, compañero de Mahoma y apodado el barbero porque llevaba consigo, como reliquia, tres pelos de la barba del profeta. Pero otro tesoro también se resguarda aquí: un Corán en pergamino azul con escritura dorada, el único en su especie que existe en el mundo musulmán, del que Túnez es un portal de acceso sin igual.

De aquí para allá
Tabeditt es una pequeña población del Sahara, cercana a la antigua Tamerza. Dede allí parte el que ahora es un convoy turístico: el histórico Lézard Rouge (lagarto rojo) era el tren utilizado por los antiguos reyes tunecinos. Actualmente viaja 32 kilómetros en medio del desierto, paralelo al cauce del río Selja. Durante el trayecto atraviesa túneles de la cadena montañosa de la Cordillera de Atlas y se detiene dos veces: para observar las grandes cavernas de un cañadón y para echarle agua a la locomotora.

Pero, sin dudas, la experiencia tunecina no será completa si no se reali za un trayecto en camello, esos leales animales del desierto que pueden almacenar en su estómago hasta 90 litros de agua y no probar una gota durante una semana. Un dato curioso es que la planta de sus extremidades es de cuero, gracias a lo cual, cuando pisan el suelo, ésta se ensancha evitando que las patas se hundan en la arena. Los camellos de raza se pueden comprar libremente en los mercados al aire libre por la bicoca de u$s 600.

La mezquita de Kairouan

Brújula
Túnez goza de un clima sin mayores variaciones durante todo el año. La temporada alta se extiende entre mayo y setiembre. Una estadía de una semana a diez días es suficiente para conocer lo mejor del país.

El manjar predilecto de los tunecinos son los dátiles que, por su calidad, han transformado al país en el exportador más importante de África. La manera más común de degustarlos es con miel. La cocina tunecina está influenciada por los bereberes, andaluces, persas, turcos y egipcios. El plato nacional es el cuscus (guiso). Una de las preparaciones más sabrosas es el de cordero o pollo con sémola de trigo o verduras. También vale la pena probar el cordero a la menta, las gambas a la kerkenesa (en salsa de tomate), las chakchukas y las tbiklas, platos preparados a base a tomates, pimientos, cebollas, huevo frito y carne. Entre los postres más requeridos se encuentran los baklawas (pastelitos) con miel, frutos secos y almendras y la ghrayba, pastel a base de harina de garbanzos, mantequilla salada y azúcar. Nadie se levanta de la mesa sin beber un digestivo té de menta. Los vinos tunecinos son de alta calidad: Sidi Saad, Coteaux de Cartage, Cordón Vert de Thibar o Tardi son opciones infalibles. Entre los restaurantes, se recomiendan: Dar El Jeld y M’Rabet (Cartago), Dar Zarrouk (Sidi Bou Said), Chez Achour (Hammamet) y Pricesse Haroun (Kairouan)

Carlos Manuel Couto
El Cronista- Turismo
Fotos: web

jueves, 6 de marzo de 2008

Dubrovnik - Croacia: un tesoro al borde del mar azul

La ciudad amurallada de Dubrovnik

Una visita a la grandiosa ciudad amurallada de la costa dálmata. La arquitectura y los deliciosos sabores.

Entre la pendiente arbolada del Monte Srdj y el insólito azul del mar Adriático, una muralla rodea el casco antiguo de Dubrovnik. Naturaleza e ingenio humano se unen así para cuidar uno de los mayores tesoros de Croacia, codiciado por normandos, bizantinos y hasta el propio Napoleón.

No podría imaginarse mayor contraste entre semejantes precauciones y la confianza con que los habitantes de esta ciudad costera abren las puertas de sus casas y de sus historias.

Parece mentira: hace menos de veinte años aún caían las bombas sobre esta pequeña joya de techos rojos. Víctima de la guerra civil durante la disolución de Yugoslavia (1991-1995), Dubrovnik tuvo que esperar a los tiempos de paz para reconstruir sus edificios dañados, reparar sus heridas y recuperar el sitial de centro turístico por excelencia de la costa dálmata. Por entonces, algunas cosas cambiaron: Europa Oriental despuntó como novedad y las callecitas de Dubrovnik se poblaron de voces en diversos idiomas.

Huellas de la historia
Así y todo, lo primero que llama la atención es el mapa ubicado junto a la Puerta Pile, en el área occidental de la muralla, que muestra los lugares afectados por los bombardeos.

Desde allí, cruzando el puente, nace la calle Placa o Stradun, arteria principal que atraviesa el barrio antiguo -Stari Grad- hasta la puerta de Ploce, en el lado oriental. Es peatonal -como casi toda la ciudad amurallada, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO-, está hecha de piedra caliza y constituye un buen punto de referencia para cualquier recorrido.

Palacio Sponza

Aunque sus orígenes se remontan al siglo VII, se ven pocos vestigios de edificios o monumentos anteriores a 1667, cuando un terremoto destruyó la ciudad casi por completo. Así, al caminar por Placa sorprende la "novedad" de los edificios y fachadas, la mayoría de estilo barroco.

"Tuvimos que reconstruirla muchas veces", dice en perfecto inglés una chica que pasa su hora de almuerzo junto a la entrada del monasterio franciscano. "Quedó bonita, ¿no le parece?", sonríe. A pocos metros, de la antigua farmacia Mala Braca -fundada en el siglo XIV- emana el suave perfume floral de sus cremas y ungüentos.

Algunas cuadras más adelante, la calle Placa desemboca en la Plaza Luza, donde se levanta la Torre del Reloj: allí, dos estatuas de bronce -llamadas los zelenci- se encargan de anunciar con campanadas la llegada de cada nueva hora.

Alrededor se sitúan algunos de los edificios más importantes y de visita casi obligada: el palacio Sponza, con el archivo histórico, la preciosa Catedral de Velika Gospa (levantada en el siglo XII y reconstruida en el XVIII, según el estilo barroco italiano) y la iglesia de San Blas, patrono de la ciudad. Junto a ella, hacia la derecha, se eleva la fachada del Palacio de los Rectores.

Este monumental edificio de estilo gótico renacentista funcionó como sede de gobierno cuando Dubrovnik, por entonces llamada Ragusa, era una república independiente que rivalizaba con la de Venecia y consolidaba una tradición política y cultural que le valdría el apodo de "la Atenas eslava".

Dubrovnik nocturna

También se la conoce como La perla del Adriático. Por poco menos de cinco euros es posible acceder al interior para admirar el jardín central y el atrio en el que, durante el verano, tienen lugar los conciertos nocturnos.

Impronta mediterránea
Tras la caminata, es hora de premiarse con una parada en los alrededores de la plaza Luza, donde abundan los bares y cafés. Entre ellos se destacan el Gradska Kavana sobre Placa y el Cjenic, junto a la iglesia de San Blas. También está la opción de dejarse tentar por el aroma de unos calamares fritos y disfrutar de un almuerzo tardío en cualquier restaurante de la zona.

Fiel a su impronta mediterránea, la gastronomía se luce con los pescados y los mariscos, acompañados de arroz, aceite de oliva y delicias tales como el imperdible jamón de Dalmacia o el queso de oveja de la Isla de Pag.

Los más apurados encuentran algunos de estos productos para comer al paso a escasos metros del Palacio de los Rectores, donde todos los días -menos los domingos- se levanta el mercado callejero de la plaza Gundulic.

Plaza Luza

A la izquierda de la Plaza Luza está el lado norte de la ciudad, donde las calles se transforman en escaleras que trepan por la ladera del monte.

Por allí, muy cerca del límite con la muralla que da al mar, se agrupan varias iglesias -entre ellas San Sebastián, San Nicolás-, una de las sinagogas más antiguas de Europa y un monasterio, que, junto a la iglesia ortodoxa y la mezquita situadas en el lado sur, marcan la presencia de diversos cultos.

Por la noche, los hermosos edificios brillarán aún más con la luz de las farolas y los locales de la calle Prijeko, en el lado norte, competirán por atraer a los visitantes con cenas al aire libre en sus terrazas.

Pero aún no se pone el sol: son las seis de la tarde y queda media hora para ingresar a las murallas. El paseo es uno de los imperdibles de la visita a Dubrovnik: desde lo alto se ven, no muy lejos, los cruceros que ya parten desde la marina y el perfil de la isla de Lokrum que interrumpe el horizonte del Adriático. En la pendiente del monte brillan los techos y las cúpulas coloreadas por el atardecer que ya cae sobre la merecida paz de la ciudad.

Isla de Lokrum

Datos útiles
Una habitación doble en un hotel de tres estrellas sale desde 70 euros la noche. Otra opción son los apartamentos con lugar para dos a seis personas, que cuestan desde 40 euros (www.dubrovnik-apartments.com).

Embajada de Croacia en Bs. As.: 4777-6409
e-mail: embajada@embajadadecroacia
htpp://es.croatia.hr (en castellano).

María Sol Porta
Clarín - Viajes
Fotos: Clarín y Web

domingo, 2 de marzo de 2008

La Antártida se derrite: los efectos del cambio climatico

Antartida Argentina

Deshielos extraordinarios y la novedad de las lluvias están modificando la fisonomía antártica. Argentina investiga los cambios

La huella que se deja en la Antártida puede perdurar más tiempo que la vida de la persona que da ese paso. El hielo es capaz de guardar los mayores secretos por millones de años. Pero eso era una verdad científica hasta ahora. El cambio climático lo está modificando todo en esta tierra mítica. Voy dejando las huellas de mis botas en un hielo que se está derritiendo. Caminamos sobre trozos de témpano en la bahía López de Bertodano, en la isla Seymour, rumbo al campamento donde se construye la Estación Científica Valverde. Allí, si la Cancillería argentina pone pronto la firma para que llegue el dinero de un convenio con Brasil, comenzarán a estudiar las emanaciones de metano que desde el lecho marino se producen cada vez con mayor intensidad, y que contribuyen enormemente al efecto invernadero. Mi guía es el geólogo Rodolfo del Valle, de la Dirección Nacional del Antártico, un veterano de 35 años de trabajo antártico con más de 60 campañas en el Polo Sur. "Esto me provoca una tristeza enorme. Esta tierra está cambiando a un ritmo frenético. La Antártida que yo conocí está desapareciendo. Si lo tuviera que decir en términos no científicos, se está derritiendo".

Cruzamos de un trozo de hielo de unos diez metros de largo por cuatro o cinco de ancho a otro más pequeño pero de consistencia transparente. Este es hielo milenario, de las barreras que cubrían las costas de la península antártica, la zona reclamada por Argentina como su territorio. Son icebergs que comenzaron a desprenderse del que se creía era un hielo eterno. Todo comenzó el 28 de enero de 1995, cuando colapsó en apenas unas horas la barrera de Larsen A, de unos 1.600 kilómetros cuadrados y hasta 300 metros de espesor. Las barreras son plataformas de hielo que fluyen sobre el mar. La causa fue muy simple: había aumentado la temperatura a niveles nunca vistos. En la base argentina Marambio, la más cercana al lugar, se habían registrado ese verano temperaturas bastante por encima de cero grado: fue el verano más cálido registrado hasta ese momento. El siguiente desastre sobrevino en el 2002. Entre el 31 de enero y el 17 de febrero se desintegró la barrera Larsen B. Colapsaron casi 800 kilómetros cuadrados de hielos de un promedio de 230 metros de espesor, de los cuales sólo unos 30 metros emergían del agua. Otra vez, se estaban batiendo los récords de calor. Claro que no fue sólo el calor. También está la lluvia. Hasta hace unos 20 años aquí sólo nevaba. Pero ahora en la península antártica llueve casi todos los días y eso hace que los glaciares se derritan.

"El día en que supimos lo de la barrera de Larsen casi me pongo a llorar. Los seres humanos tendríamos que recordar ese día. Es un hito en la era de la destrucción de nuestro planeta. Y casi nadie en el mundo tiene idea de lo que sucedió", cuenta Rudy del Valle mientras sorteamos los últimos trozos de témpanos que fueron traídos hasta la costa por un viento de 50 nudos (unos 90 kilómetros por hora) que sopló la noche anterior. Tenemos que alcanzar la moto Polaris que está en tierra firme y es la única capaz de sortear esta geografía lunar donde hasta hace apenas unos días había un glaciar que se fue perdiendo en la bahía como ocurre cada verano desde hace 60 millones de años. La diferencia es que en este febrero ya no hay rastros de esa capa helada.

Fragmentos de hielo a la deriva, al fondo la Isla Cockburn

En el campamento nos espera Jorge Lusky, un experto en navegación y logística antártica. Se lo puede ver desde lejos, sosteniendo los tablones que martilla Jesús, el carpintero del Ejército que está terminando la casa principal del laboratorio. Hugo, enfermero, cocinero, pintor, reparador de todo, alcanza las herramientas mientras mira de reojo la olla de puchero que vamos a comer esta noche. Ellos tres y Rudy del Valle son los arquitectos, constructores y hasta decoradores del instituto que le permite a la ciencia argentina determinar la cantidad precisa de metano que está saliendo a la atmósfera y ver cómo esto recrudece el calentamiento global. El metano es el tercer factor más grave del efecto invernadero, junto al vapor de agua y el dióxido de carbono.

Argentina también podría tener la información para saber si esta zona que reclama como propia -aunque el Tratado Antártico firmado en 1959 por Argentina, Australia, Chile, Francia, Nueva Zelanda, Noruega y Estados Unidos no otorga soberanía de ningún territorio y prohíbe toda explotación- contiene una reserva energética superior a la del petróleo de Oriente Medio. "Este es un proyecto fundamental, en el que venimos trabajando desde hace años. Ahora tenemos la oportunidad de que la Universidad de San Pablo otorgue 3,5 millones de dólares para ponerlo en marcha, pero aún no está la decisión. Nosotros seguimos adelante con la convicción de que tendremos uno de los mejores centros científicos de la Antártida. Y para eso estamos dispuestos a clavar, a serruchar, a hacer pozos y a vivir en carpas por meses. Nosotros somos del hielo, somos una parte más de este territorio único", explica Del Valle, mientras frente a nosotros el sol cambia la luz y hace que el mar se vea en un tono rosa fuerte, el hielo celeste y las montañas de un marrón muy claro. La isla Cockburn, levantada de sedimento volcánico, le da un toque de negro azabache muy brillante.

El viento casi se detiene y la temperatura está por los dos o tres grados bajo cero. Para la Antártida es un día de primavera. Con esas condiciones se puede prender el fuego y pronto aparece sobre la parrilla un enorme bife de chorizo adobado por Hugo, un suboficial del Ejército con dos invernadas en este territorio. Comemos afuera sobre una mesa improvisada con una plancha de metal de las que se usan para hacer las paredes del laboratorio. Rudy me cuenta su vida con una enorme tristeza. Le acaban de avisar por el teléfono satelital que su mamá de noventa años se rompió la cadera. "Justo anoche se fue un avión. Ahora tengo que seguir penando desde 4.000 kilómetros de distancia. Esta es la vida del antártico", dice, y mira al horizonte donde sobresalen los conos de hielo de la isla James Ross teñidos de un rojo intenso por el sol que se va.

Es hora de ir a dormir a la carpa anaranjada, donde un skua (especie de gaviota grande color marrón oscuro) se posó en el mástil. Mañana hay que levantarse muy temprano para regresar a la base Matienzo y volar en los helicópteros hasta un iceberg junto a Pedro Skvarka, el científico argentino que descubrió el quiebre de la barrera Larsen B.

El geólogo Rudy del Valle explora la Antartida desde hace 35 años

Los pilotos del Bell 212 esperan las confirmaciones que le dan los instrumentos para poder salir. El ingeniero Skvarka está ansioso. Hace tres días que espera viajar hacia "su" glaciar, el de la Bahía del Diablo, en la isla Vega. Lo viene monitoreando desde 1999. Dos veces al año, en febrero y en agosto, va a registrar sus movimientos. En verano depende de los helicópteros de la Fuerza Aérea Argentina. En invierno hace el recorrido en una potente moto de nieve por encima del mar congelado. Finalmente los helicópteros sobrevuelan la isla Seymour. Desde el aire se puede ver cómo flotan en el Mar de Weddell decenas de miles de témpanos. Desde siempre, los glaciares avanzaban, desprendían enormes paredes de hielo en el mar y volvían a avanzar. Pero en los últimos años, desde que la capa de ozono se redujo y dejó pasar los peligrosos rayos ultravioletas, los glaciares sueltan en el mar sus bloques de hielo y ya no vuelven a reproducirlos.

"El 90 por ciento de los glaciares del mundo está en retroceso, y acá se ve mucho más", me cuenta Skvarka mientras el helicóptero se acerca a la isla Vega. Tras 40 minutos de vuelo, el enorme glaciar de la Bahía del Diablo está a la vista. Skvarka lo mira como si hubiera encontrado a su novia. Se pueden ver las dos lenguas de hielo cayendo sobre el mar, pero también enormes porciones de roca entre medio.

Los helicópteros bajan en una playa de cantos rodados y descargan cajas con víveres e instrumentos. Nos dejan a Skvarka y a mí y continúan vuelo hasta la cima del glaciar, donde van a dejar una moto de nieve con la que el ingeniero y su ayudante recorrerán varios kilómetros al día. "A simple vista puedo ver un mayor retroceso desde la última vez que vine. Se pueden perder hasta 100 metros por temporada", explica Skvarka, mientras lo ayudo a armar la carpa central de su campamento antes de que se levante más viento y la tarea sea imposible. Cuando los helicópteros regresan ya está firme la estructura. El viento aumenta y los helicópteros tienen que partir de inmediato. Tengo la última imagen desde el aire de Skvarka mirando el glaciar mientras se rasca la cabeza. Creo verle una expresión de desaliento. Si toda esa agua dulce, los 32 millones de metros cúbicos de hielo que cubren la Antártida, se derritieran, el mar podría crecer entre 7 y 70 metros. Lo suficiente como para sumergir, por ejemplo el Delta del Paraná, Puerto Madero o Manhattan.

El helicóptero de la fuerza aérea brasileña que lleva al presidente Lula da Silva entra por encima de la bahía Potter y da la vuelta por el imponente nunatak (pico montañoso que aparece dentro de un glaciar) Yamana. Le están dando un tour exclusivo al presidente brasileño que hizo su primera visita antártica a la única base que tiene su país aquí, la Comandante Ferraz, que cumple 25 años. Dos días más tarde llega a la zona el barco oceanográfico Ariel Rocher de la armada brasileña, lanza el ancla y saca a uno de sus dos helicópteros Puma que hace 15 viajes para trasladar a siete científicos de ese país que van a medir la reducción del permafrost, el hielo que queda debajo de la primera capa de hielo y piedras al retirarse los glaciares. Hay otras dos misiones brasileñas en otras islas. El presidente Lula regresa a Brasilia y asegura que su país no tiene ninguna pretensión territorial en la Antártida, pero aclara que "tenemos una definición estratégica de explorar e investigar en el continente". También anuncia un fuerte incremento a los 8 millones de dólares anuales que se gasta en la base Ferraz y la compra de un rompehielos.

La controversia en esta zona la lanzó Gran Bretaña cuando en octubre anunció que va a presentar a las Naciones Unidas un reclamo de soberanía de más de un millón de kilómetros cuadrados como extensión de la plataforma continental de las Islas Malvinas. El Foreign Office dice que está recogiendo y procesando datos para extender los derechos de explotación británicos sobre petróleo, gas y minerales hasta 350 millas en el océano Antártico. Una zona que justamente reclaman Argentina y Chile

Rusia va mucho más allá. Mientras Lula estaba vestido de anaranjado entre la nieve, Sergei Baliasnikov, el vocero del Instituto Ruso de Investigación Científica del Artico y la Antártida, anunciaba que habían realizado un acto de soberanía inédito y contrario al Tratado Antártico. "La bandera rusa fue colocada en el lecho marino del Polo Sur geomagnético, en las coordenadas 64 grados 28 minutos latitud sur y 137 grados 37 minutos longitud este". La "simbólica" operación fue realizada en el fondo del mar de Durvil por el buque Académico Karpinski. Ocurría apenas seis meses después de que dos minisubmarinos rusos plantaran la bandera en la plataforma submarina del Polo Norte, lanzando una carrera geopolítica de consecuencias imprevisibles. El Tratado Antártico tiene vigencia hasta el 2048 y pone un paraguas protector por sobre toda pretensión territorial, pero el cambio climático está dejando al descubierto demasiadas riquezas y nadie sabe hasta cuándo se va a cumplir.

Aurora Boreal

El Twin Otter dio dos vueltas por encima de la plataforma de hielo Warszawa, en el centro de la isla King George, hasta que encontró el lugar exacto para aterrizar. Bajó los patines de los esquís y en la tercera pasada se deslizó suavemente por encima del suelo helado para detenerse al final de una pista interminable. El blanco profundo y el silencio penetrante lo envuelve todo hasta que aparece el vehículo de oruga Logan de la base argentina Jubany para rescatarnos. Bajamos tres pasajeros y una buena carga de reserva para la dotación. Entre los que llegan está Jorge Strelin, geólogo, profesor, investigador de la Dirección Nacional Antártica y experto conocedor de este continente. «él también está preocupado por el cambio climático y las transformaciones que vemos. "Cuando lo vi por primera vez, hace 35 años, este mismo glaciar -el Fourcade, que cae señorialmente hacia la bahía Potter— llegaba hasta el pie de la base. Ahora se retiró más de 600 metros. Es muy marcado", comenta Strelin. Aunque advierte que en términos geológicos tenemos que tener cuidado. "Los glaciares oscilaron mucho en los últimos 1.000 años".

Encuentro a Strelin y a su ayudante Fernando una semana más tarde en el refugio Elefante de la zona Especialmente Protegida 132, cerca de Punta Stranger. Está exultante. Encontró un liquen y piedras con los que puede probar que existió una pequeña Era del Hielo hace unos 350 años, en la que ese glaciar se retrotrajo más que en este momento. "Esto demuestra que el hielo antártico tuvo grandes oscilaciones en el tiempo, incluso antes de la industrialización que se supone es la que termina produciendo el calentamiento global que vivimos", explica mientras cocinamos unas milanesas en la rústica cocina del precioso refugio. Pero la inquietud y las dudas que plantea Strelin no quedan ahí. Cuenta que es muy probable que las fuertes nevadas y temperaturas extremadamente bajas que hubo en la zona el invierno pasado se deban al hielo desprendido de la barrera de Larsen y otras zonas, como consecuencia del calentamiento global. "Esto es como poner cubitos en un vaso. El agua se enfría. Y eso es lo que ocurrió en el mar. Ese es el fenómeno que mostró la película 'El día después de mañana', el calentamiento termina causando una glaciación", cuenta Strelin mientras podemos mirar por la ventana la llegada de una manada de elefantes marinos de tres toneladas cada uno. La Antártida es extrema y anárquica.

Escenas y postales de la dura vida en la Antártida
El viento asusta más que el frío, la basura se recicla y hay pocas enfermedades
A la Antártida hay que tenerle paciencia. La bióloga espera que aterrice el Twin (avión con esquís) en el glaciar desde hace dos semanas. Es su única vía de posible regreso a Buenos Aires. Ya terminó su trabajo de estudio de las aves y mata el tiempo ayudando a sus compañeros en otras investigaciones, mientras pregunta constantemente por las condiciones del tiempo. Sale el sol, pero aún así no es demasiado bueno para el aterrizaje sobre el hielo carcomido por la última lluvia. La bióloga lleva ya tres meses trabajando en los laboratorios de la base Jubany y tendrá que esperar hasta que llegue el avión o que no haya oleaje para que un bote la alcance hasta la base chilena -desde donde tiene una posibilidad de salida-, o que pase el barco Aviso Castillo en rumbo a la base argentina Marambio. En la Antártida el tiempo es una medida muy flexible.

Hay bases como Marambio con una gran infraestructura y varios aviones, helicópteros y vehículos de todo tipo para el transporte. La de Estados Unidos, McMurdo, en el Polo Sur, tiene una población estable de casi 3.000 personas y hasta una línea de colectivo que lleva a la gente de una punta a la otra del enorme complejo. Los brasileños tienen un barco oceanográfico que puede operar en casi todas las condiciones climáticas. La base chilena Frei tiene un tráfico constante de aviones: en verano incluso llega hasta la Antártida un vuelo de Lan Chile.

El científico Pedro Skvarka en la Isla Vega monitoreando el deshielo

El viento es el amo de este continente
La temperatura puede andar en los 30 grados bajo cero y aún así es soportable con una vestimenta adecuada. Pero la velocidad de las ráfagas es determinante. Tres grados sobre cero con vientos de 40 o 50 nudos (de 60 a 90 kilómetros por hora) pueden ser más molestos que un termómetro marcando muy por debajo de la línea roja. La retirada de los glaciares deja zonas en las que se acumula el agua por debajo de las piedras y la tierra y produce una verdadera ciénaga. Es muy fácil perder una bota en ese barro, si es que uno tiene suerte de que alguien le dé una mano para salir de allí. También están los chorrillos, pequeñas salidas del agua del permafrost, el hielo que queda acumulado por debajo de la primera capa terrestre. Esos son especiales para que se encajen los vehículos, incluso si son los modernos Polaris de tracción delantera.

En la Antártida se recicla toda la basura. Hay cuatro tachos en cada lugar por donde pasa el hombre; uno para los desperdicios de comida, otro para papeles, el de los plásticos y el de los vidrios. Todo debe ser llevado al continente. También está prohibido llevar animales o plantas: no se puede criar pollos, mantener un caballo para el transporte o producir verduras frescas en invernaderos. Si uno ve hasta un papelito que se le hubiera volado a algún explorador por el intenso viento tiene la obligación de recogerlo. A pesar de esto, en las zonas cercanas a las bases aparecen algunas botellas de plástico arrastradas por las ráfagas de 100 kilómetros por hora.

La Antártida es ponerse y sacarse ropa a cada momento
Para salir en estos meses de verano se procura una ropa interior térmica, pantalones de esquí, polar, campera de alta montaña, gorro con orejeras, guantes y siempre anteojos para evitar las emisiones solares de los dañinos rayos ultravioleta. Y siempre hay que estar preparado para todo: en un rato puede llover, nevar, soplar viento intenso y salir el sol. Recién después de quince días en suelo antártico el cuerpo comienza a habituarse.

A pesar de lo riguroso del clima hay aquí muy pocas enfermedades. El médico de la base Jubany asegura que es por la ausencia de virus que contagien. Pero los biólogos creen que hay bacterias de la gripe en muchas aves de la región, aunque el frío no permite la propagación. Lo cierto es que si viene alguien desde el continente con un resfrío, lo más probable es que toda la base se contagie. Durante el invierno, cuando los que están en la Antártida casi no tienen contacto con el exterior, no hay enfermedades contagiosas.

Nada se puede programar en la Antártida con mucha anticipación, y menos sin conocer el último pronóstico del tiempo. Cada mañana, a las ocho, se levantan los que trabajan en la infraestructura de las bases y los científicos. En el desayuno se lee el primer parte. Entonces se sabrá qué se puede o no hacer. Si el viento supera los 38 kilómetros por hora no se puede volar, navegar o hacer largas caminatas. El particular clima antártico también trae otras complicaciones: el biólogo de La Plata que estudia los petreles tiene que trabajar de noche, pero en el verano antártico el sol se esconde una hora al día.

La Antártida es salvaje como fue el resto de la Tierra hace 600 años. La única diferencia es que aquí nunca se encontraron evidencias de la existencia del hombre antes de que llegaran los exploradores. Y eso la convierte en una tierra aún por conquistar. Esta es la última tierra mítica.

Gustavo Sierra - Enviado Especial
desde Estación Valverde - Antartida
Diario Clarín - Edición impresa 2/03/2008
Fotos: Clarín y Web