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martes, 3 de noviembre de 2009

Un tropico en Alaska

Agreste. El gobierno de Alaska alquila cabañas a US$ 35 la noche, que incluyen un horno a leña, algunas literas, una mesa con bancos, una alacena y un leñero fuera de la casa. Sólo resta disfrutar de la naturaleza y esperar ver los osos.

El Bosque Nacional Tongass es una selva tropical, pero fuera del trópico. Entre frutas finas, glaciares, osos gigantes y leyendas de aparecidos concentra la mayor biomasa planetaria.

Mientras sacaba del agua el remo del kayak en la bahía Thomas Bay del sudeste de Alaska, me detuve por un instante para escuchar el suave murmullo de la lluvia cayendo sobre el agua. Delgadas capas de niebla se posaban sobre las colinas cubiertas de abetos y hierbas de cicuta, tapadas por la neblina del lugar. De fondo, el gemido del arroyo Cascade Creek resonaba constantemente como recordatorio de que esta zona de Alaska es verdaderamente una selva tropical que recibe más de 250 centímetros de lluvia anuales. El clima es propicio para los patos y, sobre la playa rocosa de la bahía, una fila de aves acuáticas se sumergía y reaparecía con pescados en el pico. Inclinando la cabeza hacia atrás, deglutían la comida con sus largos pescuezos.

Mi marido, mi hijo y yo habíamos llegado temprano a la cabaña ese mismo día en un taxi acuático desde Petersburg, un pueblo de pescadores en el extremo norte de la isla Mitkoff en el Pasaje Interno de Alaska, aproximadamente 16 millas aéreas hacia el sudoeste de nuestro destino. La única manera de llegar era por vía aérea o marítima, exactamente lo que queríamos. Al planificar nuestro viaje en familia, mi intención era la de salir de los lugares habituales e ir a algún lugar sin electricidad, calles ni turistas como para poder experimentar la verdadera y auténtica Alaska. Pero con un niño de nueve años, cuya única experiencia de acampar era haber pasado algunos días en una carpa armada en nuestro jardín, irnos de mochileros a la selva no parecía ser la alternativa más práctica.

Una noche, descubrí en Internet que el gobierno de Alaska ofrecía cabañas a precios económicos (US$ 35 la noche). La casilla que más me llamó la atención fue la de Cascade Creek en el Bosque Nacional Tongass, una franja de 6.879.655 de hectáreas sin ningún camino o ruta terrestre. La descripción de la página web prometía la posibilidad de recoger frutos rojos con vistas de la vida silvestre y un camino de montaña con acceso a cascadas, un cañón, lagos de agua cristalina y áreas alpinas frecuentadas por cabras de montaña. Enseguida, lo reservé.

Y así fue que a las 8 de la mañana de un día brumoso de agosto, los tres nos embarcamos en una aventura por dos noches. Cargábamos bolsas de dormir y colchonetas, una hornalla portátil y utensilios de cocina, comida para tres días (incluyendo unos meros que habíamos pescado en una excursión de pesca la tarde anterior) y bidones de agua potable. En el bote había dos kayaks que habíamos alquilado para nuestra estadía. Tongass Kayak Adventures nos alcanzó hasta la cabaña, nos agregó una bolsa de cobertores de neoprene, chalecos salvavidas y otros implementos de remo incluyendo un botiquín de emergencia y una radio para pedir ayuda en caso de necesidad.

Mientras nos acercábamos, podíamos divisar la pequeña casilla de color marrón en un extremo de la playa rocosa en forma de medialuna. Del otro lado, vimos al arroyo Cascade Creek que desembocaba en las grises aguas glaciares de la bahía. Al frente de la casilla, había una piragua amarrada y la chimenea echaba humo. Como los huéspedes de la noche anterior aún estaban allí, dejamos nuestro equipaje afuera y decidimos inspeccionar el sendero del arroyo de Cascade Creek al otro lado de la bahía. Mientras caminábamos por la playa, un par de águilas peladas salieron volando desde los árboles y sobre la bahía. La lustrosa cabeza de una foca se asomó a la superficie para observarnos de cerca. Según un libro de senderos de montaña que compré en Petersburg, el primer kilómetro y medio del camino es considerado como el más fácil, así que empezamos a caminar primero sobre un sendero suave y mullido, pasando troncos recubiertos de musgo y liquen y luego seguimos caminando sobre tarimas instaladas por el Departamento Forestal. Las tarimas estaban recubiertas por un engranaje de plástico negro para facilitar la adherencia. Nos pareció una exageración hasta que cruzamos el puente de madera sobre una catarata y nos dimos cuenta de que el sendero se volvía mucho más empinado. Llovía.

Acuatico, se alquilan kayaks y se recomienda el trayecto en ferry por la Vía Marítima de Alaska.

Según la descripción del sendero, después de haber caminado aproximadamente 4 kilómetros, llegaríamos a una confluencia que nos conduciría al Lago Falls. Allí encontraríamos una canoa con la que nos desplazaríamos hasta otro sendero que eventualmente nos conduciría al Lago Swan. Pero con el camino taponado de troncos que dejó alguna tormenta, se nos hacía difícil darnos cuenta de cuánto habiámos caminado y decidimos pegar la vuelta e ingresar a la cabaña. En el interior, había dos literas (una simple y una doble), una mesa con bancos, un mostrador y un horno a leña (también había un horno a diesel). Una caja pegada a la pared en la parte de afuera servía para almacenar la comida. La galería al frente de la casilla daba a la bahía de Thomas y a la playa. Estábamos rodeados de arbustos cargados de moras. Un pequeño arroyito bajaba hacia la bahía.

Mientras llovía, nos entreteníamos leyendo el libro de huéspedes. Uno, 20 años antes, había escrito: “Llovió todos los días”. Un visitante alegó haber encontrado un oso en una de las camas. Y, en 1997, un cazador registró que el motor de su bote se había roto, sus alimentos y cigarrillos habían desparecido y no tenía manera de establecer contacto con el mundo exterior. “Nunca más me iré de viaje sin decirle a nadie a dónde voy”, escribió.

Luego de un paseo en kayak por la tarde, cocinamos la cena, grillando mero en una fogata a leña que logramos mantener encendida a pesar de la lluvia. Para aclimatarnos al lugar, nuestro agente de viajes en Petersburg nos había dado un libro: La historia más extraña que jamás haya sido contada, de Harry D. Colp. Había sido un buscador de oro en la zona, a principios del siglo XX. Mientras la noche de verano lentamente se extinguía (teníamos alrededor de 16 horas de luz de día), nos acostamos. Yo encendí una lámpara y comencé a leer las memorias de Colp en voz alta. Resulta que la tranquila bahía en la que nos estábamos alojando era conocida por los lugareños como la Bahía de la Muerte ya que un derrumbe había sepultado una aldea de 500 indígenas Tlingit en 1750. Y, aparentemente, sus fantasmas merodeaban la zona desde entonces. En cada capítulo, Colp contaba acerca de varios buscadores de oro que habían venido a la zona y que habían perdido la razón por culpa de los espíritus malignos.

Sin embargo, la única visita que nosotros recibimos fue la de un pequeño crucero que pasó por la bahía sin detenerse y la de una serie de marsopas que se desplazaban elegantemente en el agua. Ni siquiera el puercoespín sobre el cual nos habían advertido hizo su aparición.

Todo era tan tranquilo que al día siguiente nos quedamos dormidos. Cuando nos despertamos, salimos a recoger algunos arándanos para agregarle a los panqueques del desayuno y luego nos fuimos en kayak hacia la costa de Scenery Cove (Caleta con Vista Panorámica) y el Glaciar Baird, en el extremo norte de Stikine, vestigio de lo que una vez fueran las enormes sabanas de hielo que cubrían gran parte de Norteamérica en la época del Pleistoceno. Si el día anterior había sido lluvioso, éste ya parecía digno de un récord.

En la mañana del último día salió el sol, así que fuimos en el kayak hasta la isla Ruth. Cuando nos acercábamos al extremo rocoso del sur de la isla, apareció frente a nosotros un curioso grupo de focas dándonos un show. El taxi acuático estaba reservado para el mediodía y cuando regresábamos, vimos el crucero de la noche anterior anclado en la playa cerca del arroyo Cascade Creek. Mientras que cargábamos nuestros kayaks en el bote para emprender el regreso hacia Petersburg, oímos el estruendoso ruido de un hidroavión que aterrizó junto al crucero, llevando más turistas. Debe ser una linda experiencia pero para mí no se compara con la cabaña y el sonido constante de la lluvia cayendo sobre el techo de Alaska.

Arroyo Cascade Creek, de origen glaciar, desemboca en las aguas de la bahía Thomas

Remoto y entre osos
Cuando comencé a planificar nuestra escapada a Alaska con mi familia, una de las cosas que quería era pasar algún tiempo en un lugar alejado al que no se pudiera acceder por tierra y sin gente alrededor. Irnos de mochileros parecía una idea algo desalentadora (había leído el libro Camino a los parajes remotos, en el que John Krakauer relata la muerte de Christopher McCandless en la zona virgen de Alaska) pero hospedarnos en una cabaña me pareció la forma ideal de combinar el deseo de escapar del mundanal ruido con algo de comodidad.

En realidad, esto es relativo. Aunque las cabañas son ciertamente más cómodas que una carpa, por lo general no tienen electricidad ni cañerías ni calefacción más allá de una estufa a leña. Cuentan con literas, pero no hay colchones, hornallas para cocinar ni utensilios de cocina. Lo aconsejable es llevar bolsas de dormir, colchonetas, una hornalla u horno portátil, así como implementos de cocina y todos los alimentos y agua necesarios para su estadía (o un filtro de agua). En general es fácil conseguir leña, pero no hay garantías de que así sea.

Para empezar a planificar el viaje es útil consultar el sitio www.recreation.gov y allí ir al apartado del Departamento de Parques y Esparcimiento al Aire Libre del Estado de Alaska (dnr.alaska.gov/parks/cabins/index.htm)

Amy Virshup
The New York Times - Travel

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