• Quilmes - Buenos Aires - Argentina

jueves, 24 de marzo de 2011

Patagonia chilena: Aysen, ruta bien austral


En 1984, pobladores descubrieron las cavernas de mármol del lago Carrera

La XI Región de Chile es una isla dentro del país. En Chile, sólo se accede por agua o aire, desde Puerto Montt la Carretera Austral marca el camino. Bosques, cuevas de mármol, fiordos y glaciares.

Se escucha tronar, un bloque de hielo se desprende del glaciar Montt; miles de témpanos flotan por el fiordo y el canal Baker; el río Bertrand transporta 900 mil metros cúbicos de agua transparente por segundo; en Coyhaique llueve, y unos cuantos milímetros se suman a los 1.200 que caen cada año; un nuevo coigüe crece en el bosque caduco que tapiza las laderas del cerro Castillo; las truchas saltan en la calma turquesa del lago Carrera. Un día normal en la zona sur de Aysén, la XI Región de Chile.

Hace cincuenta años, ninguna ruta llegaba hasta estas latitudes. Los pobladores, herederos de la cultura tehuelche –y a la vez gauchos que tomaban mate, jugaban al truco y bailaban chamamé–, circulaban a caballo por senderos trazados por el uso o se movían por el archipiélago, entre fiordos y glaciares, con embarcaciones de madera de lenga o ciprés. Llevar ganado desde Puerto Ibáñez, en el valle homónimo y a pocos kilómetros del paso fronterizo Pallavicini, hasta la ciudad de Coyhaique, la capital regional ubicada 116 kilómetros al noroeste, podía demorar hasta dos meses.

Recién en 1976 se impulsó definitivamente la construcción de la Carretera Austral que la dictadura de Pinochet terminó de delimitar; en 1999 se concluyó el último tramo y finalmente Puerto Montt (Región de los Lagos) se conectó vía terrestre con Villa O’Higgins. Hoy, recorre 1.240 kilómetros, 800 dentro de Aysén. Sin embargo, esta ruta hacia el confín del continente está asfaltada tan sólo hasta la localidad de Villa Cerro Castillo, un pueblo de 800 habitantes situado a los pies de la montaña que comparte su nombre, a 72 kilómetros –de pavimento– desde Coyhaique.

La ciudad de Balmaceda (a 56 kilómetros de Coyhaique), aeropuerto oficial de la región, recibe dos vuelos diarios desde Santiago (que hace escala en Puerto Montt, donde se llena), y cada dos o tres días desde Punta Arenas. Parece mucho para una zona que tiene sólo 100 mil habitantes y es la más vasta en territorio del país. Pero todo tiene su porqué: desde el norte de Chile, Aysén es accesible sólo por agua o por aire. O por Argentina, claro. A esta altura, la cordillera ya no es el límite internacional natural sino el fin accidentado del continente que se hunde en el mar formando archipiélagos y fiordos. Desde este aeropuerto, mirando hacia el este, sólo 300 metros separan de la estepa argentina, casi en el límite entre las provincias de Chubut y Santa Cruz.

Aysén una usina de oxígeno, los turistas son responsables del cuidado del ambiente

Hacia el sur
Desde Coyhaique empieza el recorrido a través de la Carretera Austral hacia el sur de la región. A 50 kilómetros de allí, antes de que el Campo de Hielo Norte empiece a cubrir los picos de la cordillera, la Estancia Punta del Monte ofrece jornadas de turismo rural que arrancan bien temprano con el avistaje de cóndores. El campo de la familia Galillea es una usina de restos arqueológicos tehuelches y un espacio en donde las actividades de una finca patagónica están al alcance del turista: esquila de ovejas y alpacas, cabalgatas, arreo de ganado con perros y el infaltable cordero cocido a la cruz para degustar con la suavidad del cabernet sauvignon chileno.

Todavía quedan lugares en el mundo donde no hay señal de celular y los Blackberrys no reciben mails laborales. Suelen ser espacios con mucho horizonte y silencio, como los que se encadenan entre lagos y valles desde Coyhaique hacia Villa O’Higgins o Caleta Tortel, las dos terminaciones de la Carretera.

El ripio serpentea entre lagos, ríos y montañas hasta la siguiente gran parada, el lago General Carrera, y su primera puerta de entrada, Puerto Tranquilo. Pueblo rutero, este rincón al costado del segundo lago más grande de Sudamérica después del Titicaca (lago Buenos Aires del otro lado de la frontera), ofrece la constante postal del celeste del agua planchada, que, a los ojos, más que en la Patagonia hace sentir en el Caribe, pero con unos cuantos grados menos. Desde Tranquilo salen excursiones hacia el glaciar Exploradores, sobre el que se camina con grampones y, después del estrés de la caminata, se descansa con un whisky on the rocks, del Campo de Hielo Norte. Pero si hay algo por lo que se destaca este enclave turístico manso y en franco crecimiento, es por el paseo, ya sea en kayak o en lancha (eso lo determinará el tiempo), por las cavernas de mármol. A apenas unos minutos de navegación del muelle de partida, los islotes que decoran el lago invitan a pasar a su interior y conocer sus secretos. Paredes de mármol y cuevas de esta roca multicolor sirven de refugio para los navegantes. La paleta de celestes, porque el lago se funde con el cielo, la paz y el silencio abrumador hacen de estas cuevas un lugar mágico.

Es difícil nombrar cada río y lago que cruza esta carretera, tomaría el artículo entero. Pero quien se lance a recorrer el sur vecino tiene que saber que el agua acompaña el camino como un faro que marca cada puerto de llegada, aporta color y baña el valle estepario mixto (llueven 1.000 mm por año) donde echan raíces lengas, coigües y arbustos como el calafate, ñires, tepas y nalcas.

Los cóndores anidan frente al Valle de la Luna. En el horizonte, la Argentina

Próxima estación: pesca con mosca
El lago General Carrera tiene una angostura, y desde allí decide llamarse Bertrand, donde los glaciares Huemul, Huenul y Puentes aumentan el caudal que sigue hacia el Pacífico. Espacio ideal para la pesca con mosca, todo el bañado de este espejo de agua es custodiado desde los 4.058 metros por el cerro San Valentín, el más alto de la región. Cerca, el volcán Hudson amenaza desde su cráter, a 1.905 metros sobre el nivel del mar. En esta zona, tres lodges ofrecen paquetes de hasta una semana a pura pesca deportiva e incluyen actividades como canopy (tirolesa entre las copas de los árboles), canotaje, cabalgatas y escalada de los cerros vecinos.

La carretera coquetea, entra y sale de la cordillera hasta su tramo final, donde decide meterse directamente entre los cerros moldeados por el hielo y terminar frente al mar. Hoy en día, con los glaciares en retroceso, la escultura de las glaciaciones formó los fiordos que, como en Noruega, son ideales para la cría del salmón, y únicos para los amantes de la navegación.

Entre coigües y lengas, ciervos, pudúes, cóndores y alpacas

Pasarela al mar
Sin miedo al frío, pero sabiendo que la valija atesora suficiente abrigo, la siguiente parada es Caleta Tortel, una de las dos puntas de esta ruta patagónica. Previo stop en la ciudad de Cochrane para comprar provisiones y mandar el último mensaje de texto a la familia, para entrar a este pueblo que podría ser escenario de un cuento fantástico, lo mejor es alivianar el equipaje y, sin opción, dejar el auto estacionado a la sombra. Ubicada sobre el fiordo Baker y fundado en 1955 sobre el cerro Tortel, es una ciudad de calles que son pasarelas hechas de ciprés de las Guaitecas (islas del norte de la región) que exigen buenos pulmones para subir y bajar por los pasadizos. Pueblo pesquero y maderero, es el punto de partida para las excursiones embarcadas hacia los ventisqueros (lengua del glaciar que da al mar) Montt y Steffens y la Isla de los Muertos, que guarda el misterio de la muerte de toda una comunidad traída a principios de siglo XX a trabajar en la explotación del ciprés.

Los recorridos hacia el hielo son un paseo entre los fiordos. Con gorra contra el viento sur y una buena campera, es un viaje hacia lo desconocido, hacia una de esas pocas zonas de este planeta que siguen desiertas. La pausa corona el recorrido: se desembarca en una isla desde donde se mira hacia el ventisquero Montt, los anfitriones hacen el asado mientras témpanos flotan alrededor. Lo del whisky ya lo sabemos.

No hay tramo de esta ruta que no asombre con sus colores, no hay pueblo que no resulte amable ni actividad que no termine por ser purificante. Es tan cerca de Argentina que la tonada chilena se suaviza y la ronda de mate, acompañada de pan caliente, se disfruta al ritmo del chamamé o alguna rancherita. Es el Chile lejano, el que sobrevive el invierno con mucha leña y buenos guisos, que invita especialemnte entre septiembre y abril, y también cuando la nieve lo cubre. Igual que en el sur argentino, pero con el mar más cerca. Porque Patagonia hay una sola, y también tiene salida al Pacífico.

Kayak, una de las actividades principales en Aysén

Actividad ofrecida
Estancia Punta del Monte - www.puntadelmonte.cl
Avistaje de cóndores y asado típico, con traslados a Coyhaique, desde US$ 134.

Hacienda Tres Lagos - www.haciendatreslagos.com
Paquetes de pesca. 4 días, 3 noches, base doble, desde US$ 1.335.
5 días, desde US$ 1.640; 6 días, desde US$ 1.950.

Green Baker Lodge - www.greenbakerlodge.cl
Cabalgata hasta el Glaciar Nef. 6 noches, 7 días. Hay partes que se navega. US$ 1.450.
Kayak de travesía, 4 días de navegación. Noche en carpas y cabañas. US$ 1.400 en base doble, con comidas, equipos y tránsfer desde el aeropuerto de Balmaceda.

Patagonia Jet – www.patagoniajet.com
Excursión en el Jet Boat hasta el glaciar Leones. Full day, US$ 190.

Hostal Costanera (Puerto Tranquilo)
Excursión Catedrales de Mármol, US$ 12.
Trecking con navegación al glaciar Exploradores, US$ 80.
Paseo de día completo al glaciar Leones, con navegación y comidas, US$ 140.

Mariana Jaroslavsky (desde Chile)
Fotos: Perfil
Perfil - Turismo

sábado, 12 de marzo de 2011

México: Aislados en el golfo


Mapa de la Isla

A 150 kilómetros de Cancún, la pequeña isla de Holbox no pierde su tradición pesquera

No es fácil llegar hasta la isla de Holbox, un rincón perdido en el norte de la península del Yucatán, justo en el lado opuesto de las famosas arenas de Cancún, Tulum y Playa del Carmen. Pero al alcanzar este pequeño pueblo de calles de arena, huérfanas de autos, uno tarda pocos segundos en darse cuenta de que el recorrido valió la pena.

Holbox tiene apenas 42 kilómetros de largo y unos 2 de ancho. Era, años atrás, un lugar donde sólo habitaban pescadores. Hoy, los botes se mezclan en una playa eterna con hoteles pintorescos escondidos entre palmeras, hamacas, pelícanos, gaviotas y palapas donde se puede disfrutar de los atardeceres entre micheladas (cerveza con jugo de limón y sal) en un espacio distendido, ideal para bajar un cambio.

Pero llegar hasta aquí es casi una aventura en sí misma. El punto de partida es Cancún. Holbox está a sólo 150 kilómetros de allí, una distancia que en los mapas es corta, pero que en el terreno puede llevar hasta cinco horas recorrerla.

Desde Cancún se puede tomar un autobús lechero o alquilar un auto para viajar hasta Chiquilá, pueblo costero que está frente a la isla. El viaje en autobús demora unas tres horas y media. Desde Chiquilá hay que tomar un ferry, que tarda unos 40 minutos en cruzar las aguas del golfo de México hasta el muelle de Holbox. Una vez en el muelle de la isla basta con tomar uno de los cochecitos de golf que hacen de taxi para llegar hasta la costa o la plaza principal, donde se encuentra la mayoría de los hoteles.

Vista aérea de la isla

Bienvenido, en maya
Ya al llegar al muelle y al cruzar el pueblo uno tiene la certeza de que está lejos del mundo de los resorts y el bullicio de las grandes ciudades costeras. Las calles están cubiertas de arena, hay un cajero automático en toda la isla, los lugareños hablan maya, y la plaza central está dominada por locales que venden artesanías y algunos restaurantes que ofrecen cebiches, pescados, tacos, pizzas o la célebre parrillada de mar, entre otros manjares. Meses atrás se inauguró el primer cine, donde todos los días se anuncia en una cartulina escrita a mano, pegada en la pared, las dos películas que se emitirán esa noche.

El colorido reina en las paredes de todas las casas de la isla, donde viven alrededor de 2000 personas dedicadas a la pesca o al turismo. Hay una pequeña comunidad italiana, dedicada, cuándo no, a la gastronomía y la hotelería.

"A los gringos les venden Cancún, no esto", dice Miguel, mientras prepara una michelada en una de las palapas sobre la playa, donde cuelga un cartel que reza Slow food. Miguel es un mexicano nacido en Oaxaca que se mudó acá hace seis años. Además de atender el lugar ofrece excursiones para ver una de las atracciones de la isla: el tiburón ballena, el pez más grande del mundo.

El tiburón ballena llega a las aguas de Holbox en el verano boreal, de junio a septiembre. A pesar de su nombre y su tamaño atemorizantes, el tiburón ballena, dicen aquí, es un pez dócil y gentil, con el que se puede nadar tranquilamente. Esa es, justamente, la experiencia que brinda Miguel, al igual que muchos otros lugareños. "La piel es como de terciopelo", apunta, luego de sonreír y asentir con la cabeza cuando se le pregunta si tocó alguno.

Holbox, que en maya significa agujero negro, ofrece además de este tipo de vivencias mucha tranquilidad y una atmósfera muy relajada. Un día típico puede empezar con una caminata por la playa para tomar el desayuno en El Cafecito, pequeño café montado por italianos, a unas pocas cuadras de la plaza principal. Para el resto del día, la mayoría de los hoteles venden tragos o cerveza para matar las horas de playa, ya sea en una tumbona, una hamaca, un box con colchón y almohadones o nada más que una toalla sobre la arena.

En el atardecer, luego del regreso de los pescadores, la playa se llena de gaviotas y pelícanos que revolotean sobre los botes de los pescadores. Esta es la mejor hora para acercarse hasta algunas de las palapas para disfrutar de una porción de guacamole o un plato de cebiche mientras el sol se pone en el horizonte dando paso a un cielo repleto de estrellas.

Muelle

Tacos y langosta
La plaza principal del pueblo y sus calles aledañas cuentan con varias opciones para cenar por menos de 20 dólares, en lugares sencillos o sofisticados. El menú de la isla ofrece comederos con algunos íconos de la comida mexicana, como los típicos tacos y quesadillas, pero también langosta, mariscos, cebiches, pescados o, si se prefiere, todo junto en una parrillada de mar.

Pero como la magia del lugar ha sido un imán para muchos extranjeros que se instalaron allí, se encuentran también platos de todas las latitudes y para todos los paladares. Edelyn, sobre la plaza, tiene en su menú una curiosa pizza de langosta. Los nostálgicos pueden acercarse hasta La Parrilla de Juan, rincón argentino en una terraza a pasos de la plaza, donde se pueden degustar bifes. Sin ser el restaurante más atractivo de la isla, Los Pelícanos, con sus pastas con salsa de mariscos, goza de una excelente reputación.

Aunque el pueblo muere a las 22, cuando el silencio se hace aún más profundo, hay algo de espacio para la vida nocturna en las barras y la música de un puñado de bares, que levanta un poco durante el receso del Spring Break norteamericano, cuando jóvenes estudiantes huyen a las playas mexicanas.

Playas

Pies en la arena
Con todo, la extensa playa de la isla, donde la blancura de la arena se pierde en aguas que oscilan entre el celeste y el turquesa, es la joya del lugar. Para quienes busquen un poco de adrenalina en las aguas se pueden tomar lecciones de kite por 75 dólares o alquilar por 25 dólares la hora tablas para remar el océano de pie.

Una larga caminata por la costa hacia el área de la reserva de Yum-Balam lleva a un paraíso tropical donde abundan las iguanas, los flamencos rosados y pelícanos. Es un lugar imperdible para los aficionados al avistamiento de aves.
Estar cerca de la playa es un poco más caro que quedarse en un hotel en la plaza del pueblo, pero vale la pena. Los precios de los hoteles oscilan entre los 75 y 200 dólares en la playa, por encima de los valores que se consiguen lejos de la arena.
Pero muchos de estos hoteles tienen un espíritu de posada, ofrecen tumbonas y hamacas en la playa, mucha madera y velas que se mezclan con telas verdes, celestes, rojas y amarillas. La playa ofrece desde opciones rústicas hasta otras más sofisticadas, pero la mayoría envueltas en la misma filosofía: poca gente, mucha personalidad y detalles de una casa bien cuidada más que de un hotel. Mawimbi es uno de los hoteles recomendables, atendido por una pareja de viajeros italianos, Carmelo y Ornella (habitaciones de 75 a 195 dólares).

Holbox es una joya escondida detrás de horas de viaje, de esas que cuesta encontrar, y que le hacen dudar a uno si será buena idea contarlo. No sea cosa que por el temor a que, dentro de muchos años, a alguien se le ocurra crear un vuelo directo a su pequeño aeropuerto, o construir uno de esos hoteles que ofrecen todo libre a precios que asustan, una avalancha de foráneos termine por espantar la magia de un lugar donde el tiempo parece, por momentos, haberse detenido.

Nadando con tiburones ballena

DATOS UTILES
Cómo llegar
La isla de Holbox queda a 150 kilómetros de Cancún. Hay que llegar hasta el pueblo de Chiquilá (en bus se tarda unas tres horas y media) y allí tomar el ferry, que en 40 minutos cruza hasta la isla.

Rafael Mathus Ruiz
La Nación - Turismo
Fotos: Web

miércoles, 2 de marzo de 2011

Un barco

The World

Esta es la historia supuestamente no interesante sobre el padre de los actuales megacruceros, del primer barco que permite comprar un "bien raíz" y quedarse a vivir, y de las utopías flotantes que se esconden tras esos gigantes del mar.

Al inicio de la novela utópica de William Alexander Taylor de 1901, Intermere, un pequeño vapor navega hacia un banco de niebla tres días al norte del Ecuador y cae en un remolino. "Me sentí siendo arrastrado dentro de las inconmensurables profundidades acuosas", cuenta el héroe. Pierde la conciencia y repentinamente despierta en una hamaca sobre la cubierta de una clase de barco completamente diferente, que tenía "una sucesión de suites y departamentos, ricamente pero sobre todo artísticamente decorados". El héroe imagina por un momento que está casi en el Paraíso, pero la nave, un "merocar" propulsado por "agentes sobrenaturales", resulta ser sólo uno de muchos avances tecnológicos ingeniados por una sociedad perfecta oculta dentro de la tierra.

El salto del transporte impulsado por vapor al yate de lujo pone a Intermere a mitad de camino entre la evolución y el pensamiento utópico: una multitud de autores, arquitectos e ingenieros primero identificaron el paraíso como una isla flotante, luego como una isla asequible a través de barcos, y finalmente como los barcos en sí mismos. El transporte se convirtió en el destino.

En 2002, cuando el buque de 43 mil toneladas bruto The World zarpó de un muelle de Oslo bautizado por un triunvirato de sacerdotes noruegos con un cóctel de agua bendita y champaña, eso marcó la primera vez en que era posible ser dueño de un bien raíz a bordo de un barco. El lanzamiento fue saludado con fanfarrias.
"Una aldea global en el mar", dijo el Boston Globe.
"Utopía a flote", dijo Macleans.

Volé a Noruega para conocer al hombre que había hecho aflorar barcos utópicos desde la mesa de dibujo. Knut Kloster Jr. se reunió conmigo en el aeropuerto usando una gorra de capitán baja a la altura de la frente, de manera que yo pudiera reconocerlo. Era extraño encontrarse con el mismísimo Kloster. Él era el padre de la industria de cruceros moderna, y el visionario vástago de una de las familias navieras más antiguas de Noruega.

"Me alegra no tener que usar más este sombrero", dijo Kloster.
En el camino hacia Oslo, él se sintió obligado a señalar el nuevo tren rápido de la ciudad, y durante el siguiente par de días mantendría su actuación como un reacio guía turístico. Kloster tenía casi 80, pero era un hombre grande, firme y alerta, que se movía inteligentemente a través de las calles, murmurando recriminaciones hacia los conductores que no se manejaban con el sistema de intersecciones no señalizadas. Nos sentamos en el lobby de mi hotel para iniciar nuestro debate. Casi todo mi debate con Kloster sería acerca de lo que debatiríamos en el evento de que decidiéramos, en conjunto, que la suya era una historia que valía la pena ser contada. Me agradó muchísimo.

Kloster no tenía gran respeto por la coherencia, y aún en nuestra primera conversación se distraía por cualquier cosa. "Desde luego es una historia interesante", dijo a propósito del esquema del gran megacrucero que él había propuesto por primera vez en los años 70. Ese no era The World. Era un plan que originalmente tenía el nombre código Phoenix Project, y respecto del cual Kloster había gastado decenas de millones de dólares a lo largo de los años.

Entonces, exactamente en el momento siguiente, él dijo, "soy un fracaso. Fracasé. Tú no conseguirás lo que sea que estés buscando de mí. Ya no estoy interesado en los cruceros".
Me llevó al único parque en Oslo donde podía pasear sin correa a su pastor alemán, un jardín escultórico lleno de piezas de Gustav Vigeland. Subimos juntos a la obra central, Monolith Plateau, que mostraba una gran columna de granito con cuerpos apilados y entrelazados, gente ayudándose unas a otras, apoyándose sobre los otros.

"Es acerca de la vida", dijo Kloster. "¿Quieres tomarme una foto?".
Le dije que no tenía cámara.
"Bien". Estaba terriblemente aliviado. "Pensé que querrías tomarte una foto".
Familias y jóvenes se reunían alrededor de la estatua, sumándose al collage de formas.
"Es acerca de la vida", dijo Kloster nuevamente.

La literatura utópica está tan llena de barcos y naufragios que ninguna historia sobre las utopías flotantes estaría completa sin la historia de un viaje. Mi viaje comienza cuando un repartidor burló el umbral de mi puerta y dejó una caja en mi vestíbulo. Descubrí la intromisión con un toque de temor. Dentro de la caja había otra caja, envuelta como un regalo con un hilo dorado. Dentro había un portadocumentos de cuero estampado con un curioso símbolo. Y adentro estaba mi invitación para The World.

Me encontré con el barco en Luleå, Suecia, en el golfo de Bothnia. El pueblo no era exactamente un destino turístico, y la única palabra que mi taxista necesitó por dirección fue "barco". En un momento dado, The World debiera tener una población de 200 huéspedes y 250 tripulantes, dándole un promedio de pasajeros por tripulante único. Excepto que no había pasajeros, realmente. Los apartamentos en The World alcanzan precios de 1 a 8 millones de dólares, y muchos de los residentes usan el barco como su segunda casa -o tercera, o cuarta-.

The World rodea el mundo incesantemente, siguiendo eventos mundiales y parando en puertos que la mayoría de los cruceros ignoran. Como Luleå. Por lo tanto, a veces acepta humildes instalaciones, y estaba ahora amarrado junto al pueblo, pasado unas vías ferroviarias rotas y alineado con un viejo rompehielos llamado Twin Screws.

El taxi pasó por la barrera de control temporal del barco, manejada por miembros de su fuerza de seguridad reclutada entre Gurkas. Corrí hasta la pasarela porque estaba lloviendo. Una multitud de residentes se acurrucaba dentro, apretados en la zona de seguridad de a bordo, esperando para desembarcar. Había sido informado de que la privacidad es la máxima prioridad del barco, pero los residentes parecían suficientemente amistosos, relucientes y alegres, aunque no como turistas, y con un resplandor sobre ellos. El resplandor de saber que el tiempo te pertenece.

En mi segundo día en Noruega, en el living de su casa de Oslo, Kloster y yo nos embarcamos nuevamente en un debate sobre los debates de esta historia que eventualmente deberíamos tener.

La casa me recordaba una dacha rusa: espacios ampliamente abiertos, muebles correspondientes a una amplia variedad de siglos y culturas, obras de arte originales en las paredes que intimidaban a los observadores por parecer ligeramente familiares. Kloster estaba dudando de sí mismo otra vez, y yo me encontré a mí mismo ofreciendo conversación a un serio utopista quebrado.

El imperio naviero de Kloster comenzó con hielo. El abuelo de Kloster transportó bloques a través de cargueros desde el norte de Noruega antes de la época de la refrigeración, y su padre cambió el negocio hacia el petróleo cuando se descubrieron depósitos en el Mar del Norte. Por un tiempo, la flota de buques-tanque de los Kloster fue tan grande como cualquiera en el mundo. Kloster estudió arquitectura naval en el MIT, y se hizo cargo de los negocios de la familia a los 30. Él llevó la compañía en nuevo rumbo casi de una vez, construyendo un barco de casi 9 mil toneladas llamado Sunward para llevar jubilados británicos a Gibraltar. El espíritu visionario de Kloster se asomó incluso entonces. El Sunward ofrecía servicios inusuales para un ferry: cabinas para pasar la noche, restaurantes a bordo.

El plan Gibraltar se bloqueó cuando Franco reclamó la península. Como británicos y españoles libraron una Guerra Fría en miniatura, Kloster se quedó con un barco, pero nadie lo ocupaba.
En Florida, el futuro fundador de Carnival Cruise Line, Ted Arison, tenía precisamente el problema opuesto. Había construido una infraestructura para llenar un hoyo en la industria de cruceros caribeña, pero el buque israelí que había alquilado fue llamado a servir como transporte de tropas en la Guerra de los Seis Días de 1967. Tenía el destino, pero no un barco.

Arison telefoneó a Kloster, y tres semanas después el Sunward llegó a Miami. La sociedad fue salvajemente exitosa -agregaron el Starward, el Skyward y el Southward-, pero Norwegian Cruise Line se liquidó en la corte. Kloster y Arison eran diferentes clases de capitalistas. Arison era despiadado, motivado por el lucro y la competencia. Kloster rompía en lágrimas sobre la cubierta del Sunward, leyendo The greening of America de Charles Reich. Kloster sostenía el capitalismo como una fe, pero templándola con consciencia y con la creencia de que la industria de los cruceros estaba posicionada de manera única para combatir contra la alienación cultural y el malestar, para convertirse en un medio para la comunicación global.

La disputa legal terminó con Arison retirándose por un tiempo y con Kloster mudándose a Florida para hacerse cargo del negocio. En 1972, tuvo la visión de una clase de barco completamente nueva. En un discurso llamado La forma de las cosas por venir presentado a agentes de viajes británicos en Viena, Kloster citó a Emerson y estableció planes para "un diseño ultramoderno" de casco dividido como el de los catamaranes, que podría ofrecer tener al mismo tiempo un observatorio para astronomía y una sala de observación submarina para el estudio de la vida marina. Los barcos no eran más que sólo barcos. Los buques del futuro, le dijo Kloster a los agentes, debían servir como un "nexo" para tres grupos de personas: los que visitan los barcos, los que viven y trabajan en ellos, y aquéllos que son visitados por los barcos.

En 1979, NCL estaba lista para ir tras esas palabras. La compañía compró el último gran transatlántico, el France, refaccionándolo y rebautizándolo como Norway. Esta nave marcó un cambio de paradigma. Hasta ese momento, se creía que 20 mil toneladas era todo lo grande que un crucero podía ser para conseguir beneficios. El Norway triplicó esa cifra y el negocio resultó bastante bien. La nave incorporaba una variedad de tiendas y boutiques a lo largo de "calles" llamadas Champs-Elysées y Fifth Avenue. Kloster aclamó al "megabarco" como "un destino en y fuera de sí mismo".

Treinta años más tarde, Kloster era el tipo agradable que había fallado al final. Arison se había recuperado, usando dinero que legítimamente le había permitido a Kloster iniciar lo que eventualmente se convertiría en la más grande compañía de cruceros del mundo. En los 80, Kloster apostó todo lo que tenía al Phoenix Project, su visión de una utópica ciudad flotante, y perdió.

Kloster tuvo dos hijos, los cuales han ofrecido innovadoras ideas para los cruceros. El mayor, también llamado Knut, tuvo la visión de The World. El más joven propuso una especie de resort playero flotante. Como padre de estos gemelos pródigos, Kloster niega que cualquiera de esas ideas tenga algo que ver con el Phoenix Project. En mi cabeza, The World completaba la historia que el anciano Knut estaba reacio a contar.

Durante la primera navegación de The World, el barco golpeó el mismo arrecife de The floating island de Julio Verne. Su compañía administradora perdió 100 millones luchando contra el ambiente en la industria de los viajes post 9/11. Sus acreedores los embargaron, tratando de manejar el barco ellos mismos, y perdieron otros 150 millones. El futuro se veía desolador hasta que los residentes tropezaron con la misma solución que los millonarios de Verne: ellos lo compraron. "El barco ahora es una cooperativa", dijo el San Francisco Chronicle.

Puse un pie a bordo de The World justo a tiempo para asistir a la ceremonia de reconocimiento de la tripulación en el Colosseo, el teatro del barco. El staff casi completo se había reunido, así que el Capitán Ola Harsheim, un hombre que lucía exactamente como los autorretratos de Van Gogh, podía ofrecer congratulaciones a varios miembros de la tripulación por sus años de servicio. Los alojamientos de los tripulantes, en las cubiertas inferiores del barco -las cubiertas sin terrazas-, hicieron fácil comparar a The World con la versión flotante de los falansterios del utopista Charles Fourier, cuya visión burguesa mantenía las distinciones de clases. E. M. Cioran había descrito una vez los falansterios estilo hotel de Fourier como "el más efectivo purgante que conozca", sin embargo un benigno espíritu de "comunidad" estuvo en labios tanto de los residentes como del staff de The World durante toda mi estadía. Estamos todos en el mismo bote, dijeron.

Luego de la ceremonia, me mostraron mi apartamento. Era uno de muchos a bordo que habían sido creados a partir de dos apartamentos/estudios durante un periodo de reorganización, y como mi cuarto era un espejo de cada uno de los otros apartamentos tenía una extraña cualidad duplicadora. Tenía dos baños y dos terrazas con dos puertas correderas. Tenía dos televisores pantalla plana, pero sólo una cocina, una botella de champaña esperando por mí, y sólo una bañera (tamaño doble).

Un número de espejos estratégicamente ubicado expandían el espacio, proveyendo otra fuente de duplicaciones -o cuadruplicaciones-, con el resultado de que en un momento yo podía mirar a través de las puertas de un cuarto y no estar completamente seguro de que yo realmente estaba parado ahí, y en otro momento mirar dentro de una sala y experimentar una clase de temor vampiresco al no ver un reflejo donde esperaba verlo. El apartamento era como una hogareña casa de la risa, lo que es otra manera de decir que a veces me perdía dentro. Era una de las propiedades más pequeñas a bordo.

Me paré en una de mis terrazas justo cuando un sueco, abajo en el muelle, tomó una foto del barco conmigo en él. En algunos puertos, The World es un espectáculo. Lewis Mumford: "La máquina autónoma, en su doble capacidad como instrumento universal visible y objeto de un trabajo colectivo invisible, se ha convertido a sí mismo en una utopía".

Este artículo fue compilado en The Best American Travel Writing 2010. Una crónica de J.C. Hallman

Diario El Mercurio - Chile
Revista del Domingo