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miércoles, 2 de marzo de 2011

Un barco

The World

Esta es la historia supuestamente no interesante sobre el padre de los actuales megacruceros, del primer barco que permite comprar un "bien raíz" y quedarse a vivir, y de las utopías flotantes que se esconden tras esos gigantes del mar.

Al inicio de la novela utópica de William Alexander Taylor de 1901, Intermere, un pequeño vapor navega hacia un banco de niebla tres días al norte del Ecuador y cae en un remolino. "Me sentí siendo arrastrado dentro de las inconmensurables profundidades acuosas", cuenta el héroe. Pierde la conciencia y repentinamente despierta en una hamaca sobre la cubierta de una clase de barco completamente diferente, que tenía "una sucesión de suites y departamentos, ricamente pero sobre todo artísticamente decorados". El héroe imagina por un momento que está casi en el Paraíso, pero la nave, un "merocar" propulsado por "agentes sobrenaturales", resulta ser sólo uno de muchos avances tecnológicos ingeniados por una sociedad perfecta oculta dentro de la tierra.

El salto del transporte impulsado por vapor al yate de lujo pone a Intermere a mitad de camino entre la evolución y el pensamiento utópico: una multitud de autores, arquitectos e ingenieros primero identificaron el paraíso como una isla flotante, luego como una isla asequible a través de barcos, y finalmente como los barcos en sí mismos. El transporte se convirtió en el destino.

En 2002, cuando el buque de 43 mil toneladas bruto The World zarpó de un muelle de Oslo bautizado por un triunvirato de sacerdotes noruegos con un cóctel de agua bendita y champaña, eso marcó la primera vez en que era posible ser dueño de un bien raíz a bordo de un barco. El lanzamiento fue saludado con fanfarrias.
"Una aldea global en el mar", dijo el Boston Globe.
"Utopía a flote", dijo Macleans.

Volé a Noruega para conocer al hombre que había hecho aflorar barcos utópicos desde la mesa de dibujo. Knut Kloster Jr. se reunió conmigo en el aeropuerto usando una gorra de capitán baja a la altura de la frente, de manera que yo pudiera reconocerlo. Era extraño encontrarse con el mismísimo Kloster. Él era el padre de la industria de cruceros moderna, y el visionario vástago de una de las familias navieras más antiguas de Noruega.

"Me alegra no tener que usar más este sombrero", dijo Kloster.
En el camino hacia Oslo, él se sintió obligado a señalar el nuevo tren rápido de la ciudad, y durante el siguiente par de días mantendría su actuación como un reacio guía turístico. Kloster tenía casi 80, pero era un hombre grande, firme y alerta, que se movía inteligentemente a través de las calles, murmurando recriminaciones hacia los conductores que no se manejaban con el sistema de intersecciones no señalizadas. Nos sentamos en el lobby de mi hotel para iniciar nuestro debate. Casi todo mi debate con Kloster sería acerca de lo que debatiríamos en el evento de que decidiéramos, en conjunto, que la suya era una historia que valía la pena ser contada. Me agradó muchísimo.

Kloster no tenía gran respeto por la coherencia, y aún en nuestra primera conversación se distraía por cualquier cosa. "Desde luego es una historia interesante", dijo a propósito del esquema del gran megacrucero que él había propuesto por primera vez en los años 70. Ese no era The World. Era un plan que originalmente tenía el nombre código Phoenix Project, y respecto del cual Kloster había gastado decenas de millones de dólares a lo largo de los años.

Entonces, exactamente en el momento siguiente, él dijo, "soy un fracaso. Fracasé. Tú no conseguirás lo que sea que estés buscando de mí. Ya no estoy interesado en los cruceros".
Me llevó al único parque en Oslo donde podía pasear sin correa a su pastor alemán, un jardín escultórico lleno de piezas de Gustav Vigeland. Subimos juntos a la obra central, Monolith Plateau, que mostraba una gran columna de granito con cuerpos apilados y entrelazados, gente ayudándose unas a otras, apoyándose sobre los otros.

"Es acerca de la vida", dijo Kloster. "¿Quieres tomarme una foto?".
Le dije que no tenía cámara.
"Bien". Estaba terriblemente aliviado. "Pensé que querrías tomarte una foto".
Familias y jóvenes se reunían alrededor de la estatua, sumándose al collage de formas.
"Es acerca de la vida", dijo Kloster nuevamente.

La literatura utópica está tan llena de barcos y naufragios que ninguna historia sobre las utopías flotantes estaría completa sin la historia de un viaje. Mi viaje comienza cuando un repartidor burló el umbral de mi puerta y dejó una caja en mi vestíbulo. Descubrí la intromisión con un toque de temor. Dentro de la caja había otra caja, envuelta como un regalo con un hilo dorado. Dentro había un portadocumentos de cuero estampado con un curioso símbolo. Y adentro estaba mi invitación para The World.

Me encontré con el barco en Luleå, Suecia, en el golfo de Bothnia. El pueblo no era exactamente un destino turístico, y la única palabra que mi taxista necesitó por dirección fue "barco". En un momento dado, The World debiera tener una población de 200 huéspedes y 250 tripulantes, dándole un promedio de pasajeros por tripulante único. Excepto que no había pasajeros, realmente. Los apartamentos en The World alcanzan precios de 1 a 8 millones de dólares, y muchos de los residentes usan el barco como su segunda casa -o tercera, o cuarta-.

The World rodea el mundo incesantemente, siguiendo eventos mundiales y parando en puertos que la mayoría de los cruceros ignoran. Como Luleå. Por lo tanto, a veces acepta humildes instalaciones, y estaba ahora amarrado junto al pueblo, pasado unas vías ferroviarias rotas y alineado con un viejo rompehielos llamado Twin Screws.

El taxi pasó por la barrera de control temporal del barco, manejada por miembros de su fuerza de seguridad reclutada entre Gurkas. Corrí hasta la pasarela porque estaba lloviendo. Una multitud de residentes se acurrucaba dentro, apretados en la zona de seguridad de a bordo, esperando para desembarcar. Había sido informado de que la privacidad es la máxima prioridad del barco, pero los residentes parecían suficientemente amistosos, relucientes y alegres, aunque no como turistas, y con un resplandor sobre ellos. El resplandor de saber que el tiempo te pertenece.

En mi segundo día en Noruega, en el living de su casa de Oslo, Kloster y yo nos embarcamos nuevamente en un debate sobre los debates de esta historia que eventualmente deberíamos tener.

La casa me recordaba una dacha rusa: espacios ampliamente abiertos, muebles correspondientes a una amplia variedad de siglos y culturas, obras de arte originales en las paredes que intimidaban a los observadores por parecer ligeramente familiares. Kloster estaba dudando de sí mismo otra vez, y yo me encontré a mí mismo ofreciendo conversación a un serio utopista quebrado.

El imperio naviero de Kloster comenzó con hielo. El abuelo de Kloster transportó bloques a través de cargueros desde el norte de Noruega antes de la época de la refrigeración, y su padre cambió el negocio hacia el petróleo cuando se descubrieron depósitos en el Mar del Norte. Por un tiempo, la flota de buques-tanque de los Kloster fue tan grande como cualquiera en el mundo. Kloster estudió arquitectura naval en el MIT, y se hizo cargo de los negocios de la familia a los 30. Él llevó la compañía en nuevo rumbo casi de una vez, construyendo un barco de casi 9 mil toneladas llamado Sunward para llevar jubilados británicos a Gibraltar. El espíritu visionario de Kloster se asomó incluso entonces. El Sunward ofrecía servicios inusuales para un ferry: cabinas para pasar la noche, restaurantes a bordo.

El plan Gibraltar se bloqueó cuando Franco reclamó la península. Como británicos y españoles libraron una Guerra Fría en miniatura, Kloster se quedó con un barco, pero nadie lo ocupaba.
En Florida, el futuro fundador de Carnival Cruise Line, Ted Arison, tenía precisamente el problema opuesto. Había construido una infraestructura para llenar un hoyo en la industria de cruceros caribeña, pero el buque israelí que había alquilado fue llamado a servir como transporte de tropas en la Guerra de los Seis Días de 1967. Tenía el destino, pero no un barco.

Arison telefoneó a Kloster, y tres semanas después el Sunward llegó a Miami. La sociedad fue salvajemente exitosa -agregaron el Starward, el Skyward y el Southward-, pero Norwegian Cruise Line se liquidó en la corte. Kloster y Arison eran diferentes clases de capitalistas. Arison era despiadado, motivado por el lucro y la competencia. Kloster rompía en lágrimas sobre la cubierta del Sunward, leyendo The greening of America de Charles Reich. Kloster sostenía el capitalismo como una fe, pero templándola con consciencia y con la creencia de que la industria de los cruceros estaba posicionada de manera única para combatir contra la alienación cultural y el malestar, para convertirse en un medio para la comunicación global.

La disputa legal terminó con Arison retirándose por un tiempo y con Kloster mudándose a Florida para hacerse cargo del negocio. En 1972, tuvo la visión de una clase de barco completamente nueva. En un discurso llamado La forma de las cosas por venir presentado a agentes de viajes británicos en Viena, Kloster citó a Emerson y estableció planes para "un diseño ultramoderno" de casco dividido como el de los catamaranes, que podría ofrecer tener al mismo tiempo un observatorio para astronomía y una sala de observación submarina para el estudio de la vida marina. Los barcos no eran más que sólo barcos. Los buques del futuro, le dijo Kloster a los agentes, debían servir como un "nexo" para tres grupos de personas: los que visitan los barcos, los que viven y trabajan en ellos, y aquéllos que son visitados por los barcos.

En 1979, NCL estaba lista para ir tras esas palabras. La compañía compró el último gran transatlántico, el France, refaccionándolo y rebautizándolo como Norway. Esta nave marcó un cambio de paradigma. Hasta ese momento, se creía que 20 mil toneladas era todo lo grande que un crucero podía ser para conseguir beneficios. El Norway triplicó esa cifra y el negocio resultó bastante bien. La nave incorporaba una variedad de tiendas y boutiques a lo largo de "calles" llamadas Champs-Elysées y Fifth Avenue. Kloster aclamó al "megabarco" como "un destino en y fuera de sí mismo".

Treinta años más tarde, Kloster era el tipo agradable que había fallado al final. Arison se había recuperado, usando dinero que legítimamente le había permitido a Kloster iniciar lo que eventualmente se convertiría en la más grande compañía de cruceros del mundo. En los 80, Kloster apostó todo lo que tenía al Phoenix Project, su visión de una utópica ciudad flotante, y perdió.

Kloster tuvo dos hijos, los cuales han ofrecido innovadoras ideas para los cruceros. El mayor, también llamado Knut, tuvo la visión de The World. El más joven propuso una especie de resort playero flotante. Como padre de estos gemelos pródigos, Kloster niega que cualquiera de esas ideas tenga algo que ver con el Phoenix Project. En mi cabeza, The World completaba la historia que el anciano Knut estaba reacio a contar.

Durante la primera navegación de The World, el barco golpeó el mismo arrecife de The floating island de Julio Verne. Su compañía administradora perdió 100 millones luchando contra el ambiente en la industria de los viajes post 9/11. Sus acreedores los embargaron, tratando de manejar el barco ellos mismos, y perdieron otros 150 millones. El futuro se veía desolador hasta que los residentes tropezaron con la misma solución que los millonarios de Verne: ellos lo compraron. "El barco ahora es una cooperativa", dijo el San Francisco Chronicle.

Puse un pie a bordo de The World justo a tiempo para asistir a la ceremonia de reconocimiento de la tripulación en el Colosseo, el teatro del barco. El staff casi completo se había reunido, así que el Capitán Ola Harsheim, un hombre que lucía exactamente como los autorretratos de Van Gogh, podía ofrecer congratulaciones a varios miembros de la tripulación por sus años de servicio. Los alojamientos de los tripulantes, en las cubiertas inferiores del barco -las cubiertas sin terrazas-, hicieron fácil comparar a The World con la versión flotante de los falansterios del utopista Charles Fourier, cuya visión burguesa mantenía las distinciones de clases. E. M. Cioran había descrito una vez los falansterios estilo hotel de Fourier como "el más efectivo purgante que conozca", sin embargo un benigno espíritu de "comunidad" estuvo en labios tanto de los residentes como del staff de The World durante toda mi estadía. Estamos todos en el mismo bote, dijeron.

Luego de la ceremonia, me mostraron mi apartamento. Era uno de muchos a bordo que habían sido creados a partir de dos apartamentos/estudios durante un periodo de reorganización, y como mi cuarto era un espejo de cada uno de los otros apartamentos tenía una extraña cualidad duplicadora. Tenía dos baños y dos terrazas con dos puertas correderas. Tenía dos televisores pantalla plana, pero sólo una cocina, una botella de champaña esperando por mí, y sólo una bañera (tamaño doble).

Un número de espejos estratégicamente ubicado expandían el espacio, proveyendo otra fuente de duplicaciones -o cuadruplicaciones-, con el resultado de que en un momento yo podía mirar a través de las puertas de un cuarto y no estar completamente seguro de que yo realmente estaba parado ahí, y en otro momento mirar dentro de una sala y experimentar una clase de temor vampiresco al no ver un reflejo donde esperaba verlo. El apartamento era como una hogareña casa de la risa, lo que es otra manera de decir que a veces me perdía dentro. Era una de las propiedades más pequeñas a bordo.

Me paré en una de mis terrazas justo cuando un sueco, abajo en el muelle, tomó una foto del barco conmigo en él. En algunos puertos, The World es un espectáculo. Lewis Mumford: "La máquina autónoma, en su doble capacidad como instrumento universal visible y objeto de un trabajo colectivo invisible, se ha convertido a sí mismo en una utopía".

Este artículo fue compilado en The Best American Travel Writing 2010. Una crónica de J.C. Hallman

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