• Quilmes - Buenos Aires - Argentina

lunes, 31 de octubre de 2011

Australia: La sagrada Ayers Rock


Este inmenso peñasco, en el Parque Nacional Uluru-Kata Tjuta, es una sorprendente aparición en pleno desierto.

Es un sitio sagrado para los pueblos originarios de Australia , y se puede decir que se transforma en algo similar para los miles de turistas de todo el mundo que lo visitan cada año y caen ante el embrujo de su imponente presencia y sus cambios de color, y sobre todo ante ese rojo brillante que adquiere cuando la acaricia el sol del atardecer.

Uluru , también conocido como Ayers Rock, no es geológicamente más que lo que su nombre en inglés indica: una roca, o digamos, para ser más exactos, una formación rocosa compuesta por arenisca que se encuentra casi en el centro exacto de Australia, en el Territorio del Norte, 430 kilómetros al sudoeste de la ciudad de Alice Springs y a nada menos que unos 2.800 kilómetros de Sidney.

Casi en el centro exacto de Australia (el llamado Red Center, o Centro Rojo), y en el corazón del Parque Nacional Uluru-Kata Tjuta , la formación rocosa se erige como una especie de vigía de casi 350 metros de altura –aunque la mayor parte de ella se encuentra bajo tierra– en medio de un árido y duro desierto, donde las temperaturas promedio superan los 35 grados en verano y las lluvias no alcanzan a sumar 100 mm en todo el año.

Aun así, este monolito de piedra que en 1987 fue declarado Patrimonio de la Humanidad es uno de los monumentos más visitados del país. Tanto, que ha generado una verdadera “industria de la creatividad” o, para algunos, de lo kitsch: se lo puede admirar sobrevolándolo en avionetas o helicópteros, caminando por múltiples senderos de trekking, paseando en camellos, haciendo tours a la luz del amanecer o al atardecer; contratando el Cave Hill tour, que promete una experiencia cultural indígena, o hasta disfrutando de una cena de gala, con manteles, copas de cristal y un buen vino australiano, justo a sus pies, mientras el sitio sagrado va siendo devorado por las sombras de la noche.

También llamado “el ombligo del mundo”, Uluru y su vecino monte Kata Tjuta tienen un profundo significado histórico y cultural para los habitantes originarios de la zona, los anangu, para quienes este gran bloque de piedra representa el punto crucial en la intrincada red de rutas del Tjukurpa o Tiempo del Sueño –el principio de todo, la creación–. Aquí, en el lado norte habitaban los pitjantjatjara u hombres canguro, y en el sur, los yankuntjatjara u hombres serpiente. Entre ellos, en torno a Uluru se libraron dos grandes batallas, que aún son rememoradas en cantos y ceremonias de orígenes ancestrales.

Los propios anangu organizan visitas guiadas en las que, además de dar explicaciones sobre la flora y fauna y la vida en la zona, narran algunas de estas leyendas. Como la del lagarto Kandju, que llegó hasta aquí buscando su bumeran perdido, y que se representa en las grietas de la superficie rocosa.

El perímetro de Uluru (de 9,4 km) presenta numerosas cuevas y recovecos con pinturas y grabados, muchos de ellos relacionados con la fertilidad y la iniciación, que los nativos consideran de origen divino. Incluso las representaciones cercanas de Wandjina, un dios que se asemeja mucho a un astronauta o extraterrestre, dejan volar las teorías y especulaciones.

Muchas de estas representaciones e incluso zonas –como algunas cuevas– son sagradas para los habitantes locales, por lo que se pide a los visitantes no ingresar ni tomar fotografías. Hay cavernas exclusivas para hombres y otras únicas para mujeres, y no es posible infringir esta regla, pues sólo mirar las pinturas realizadas en la caverna del sexo opuesto puede acarrear terribles castigos por parte de Kandju, el Gran Lagarto. E incluso hay carteles que solicitan nada más que respeto, sobre todo a quienes llegan con la intención de escalar el Uluru: “No debería hacerlo. No es lo más importante. Lo realmente auténtico es detenerse y oír. Estar atento a todo lo que le rodea. Escuchar y comprender” , dice uno de ellos. Aun así, no son pocos los tercos que insisten y ascienden hasta la cima, a contemplar el desierto desde 348 metros de altura.

Según la inclinación de los rayos solares y la época del año, la superficie de Uluru adquiere distintas tonalidades. Su imagen más famosa es la del atardecer, pero quienes tienen la suerte de admirarlo en alguno de los escasos días de lluvia de la zona pueden verlo en un infrecuente tono gris plateado cruzado por curiosas franjas negras, que no son otra cosa que algas que crecen en los pequeños cursos de agua.

Con la entrada de tres días al Parque Nacional (US$ 24), se puede recorrer tanto Uluru como el cercano Kata Tjuta (a 25 km), también llamado monte Las Olgas, un grupo de extrañas formaciones, igualmente sagrado para los pueblos originarios. Kata Tjuta quiere decir “muchas cabezas”, y esa es una de las impresiones que causa este conjunto de cimas, cuya máxima altura es de 546 metros. La leyenda dice que allí arriba vivía Wanambi, la gran serpiente del arco iris, que sólo descendía en la estación seca. Y partes de la montaña se identifican con los liru (hombres serpiente), el hombre canguro malu, o los pungalunga, caníbales gigantes.

Como fuera, Kata Tjuta es sin dudas el complemento necesario de toda visita al desierto rojo de Australia y a Uluru. Y a sus fantásticas leyendas. El lugar perfecto para hacer caso a aquel aviso de los anangu, y detenerse a oír. A escuchar y comprender. O al menos intentarlo.

Pablo Bizón
Clarín - Viajes
Imagen: Clarín

jueves, 20 de octubre de 2011

Belem-Brasil: Entre anacondas y jaguares


La ciudad norteña tiene la mayor feria de América latina desde 1688. Religiosa, tórrida y salvaje, se abre al turismo en el delta del río Amazonas.

Por las calles de Belem se forman túneles de árboles de mango y se respira el aroma a selva. Mucha humedad y más calor caracterizan a la capital del Estado de Pará, al nordeste de Brasil, ciudad que conoció la grandeza cuando la fiebre del caucho, a fines de siglo XIX, la convirtió en un centro productivo elemental para el mundo y el más importante del Amazonas, junto con la ciudad de Iquitos, en Perú.

A los pies del delta que forma el río Amazonas cuando desemboca en el Atlántico, allí, bien al norte de Brasil, se forma el archipiélago Marajó, integrado por más de 3 mil islas. La ciudad, rodeada de canales y los últimos y más lentos brazos del río “mais grande do mundo”, alberga en sus alrededores a seis parques ambientales.

Como el Amazonas, el río, el delta y todo el país, Belem sorprende por sus dimensiones. Puerta de entrada a la selva y ubicada sobre la línea del Ecuador –hace falta vacunarse contra la fiebre amarilla antes de viajar–, fue un puerto peleado por ingleses, holandeses, franceses y portugueses, cosa que se refleja en la ecléctica arquitectura. En estos días está celebrando, como desde hace más de doscientos años (desde 1793) todos los octubres, una de las fiestas religiosas más convocantes del globo: la fiesta del Círio de Nossa Senhora de Nazaré para la que llegan alrededor de 1 millón y medio de peregrinos. Hasta el 24, misas, procesiones, música y ferias alegrarán las calles de esta ciudad de más de 2 millones de habitantes.


Y las dimensiones a lo brasileño continúan. El mercado Ver-o-Peso es la mayor feria de América latina. Fundada en 1688 por los portugueses que pretendían controlar con impuestos la entrada y salida de productos del Amazonas, se mantuvo de pie a través del tiempo y hoy es un viaje hacia los aromas más autóctonos. Pescados frescos por todos lados, carnes, hierbas medicinales, especias, frutas y verduras lo convierten en ese paraíso que todo viajero sabe apreciar.

La Cidade Velha, el barrio más antiguo de la ciudad, data del siglo XVII, cuando los portugueses se asentaron en lo que se conoce como la Bahia de Guajará. Allí levantaron el Forte do Castelo, que se visita y desde donde se aprecia una buena vista del cemento que se siente intruso entre tanto verde. Además, la Catedral Metropolitana da Sé y la Igreja do Santo Alexandre son dos tesoros arquitectónicos que no deberían obviarse.

Selva adentro
En el corazón de la ciudad, se encuentra el Parque Zoobotánico y el Museo Parense Emílio Goeldi, un espacio en donde las anacondas y los jaguares se combinan con multicolores especies de flora autóctona. Además, hay espacios dedicados a antiguas comunidades amazónicas, donde se puede conocer y aprender sobre cómo vivían y convivían en un ambiente donde la naturaleza parece tan impenetrable.


El Mangal das Garcas, a pocos minutos del centro, conserva ecosistemas típicos de la zona y los abre al público a través de paseos en barco.

De nuevo con un buen repelente de mosquitos en la piel, al día siguiente, sigue el ecoturismo. Después de una visita al Jardín Botánico Bosque Rodrigues Alves, el paseo continúa hacia las playas de agua dulce y agua cálida de la Ilha Mosqueiro, una antigua zona de fin de semana de las familias “caucheras”.

Bosques tupidos, ríos y arroyos esperan a 15 kilómetros del centro de la ciudad. El Bioparque Amazônia es un resumen de la selva distribuido en 22 kilómetros de senderos en un área que conecta cuatro ecosistemas autóctonos, donde se pueden ver lagartos, cocodrilos, monos, osos hormigueros, guacamayos, papagayos, tucanes, pacaranas, el águila arpía e infinidad de pájaros. Además, cuenta con un museo que guarda tres mil piezas de conchas y moluscos de todos los continentes.

Mariana Jaroslavsky
Perfil - Turismo
Imagenes: Web