La ciudad norteña tiene la mayor feria de América latina desde 1688. Religiosa, tórrida y salvaje, se abre al turismo en el delta del río Amazonas.
Por las calles de Belem se forman túneles de árboles de mango y se respira el aroma a selva. Mucha humedad y más calor caracterizan a la capital del Estado de Pará, al nordeste de Brasil, ciudad que conoció la grandeza cuando la fiebre del caucho, a fines de siglo XIX, la convirtió en un centro productivo elemental para el mundo y el más importante del Amazonas, junto con la ciudad de Iquitos, en Perú.
A los pies del delta que forma el río Amazonas cuando desemboca en el Atlántico, allí, bien al norte de Brasil, se forma el archipiélago Marajó, integrado por más de 3 mil islas. La ciudad, rodeada de canales y los últimos y más lentos brazos del río “mais grande do mundo”, alberga en sus alrededores a seis parques ambientales.
Como el Amazonas, el río, el delta y todo el país, Belem sorprende por sus dimensiones. Puerta de entrada a la selva y ubicada sobre la línea del Ecuador –hace falta vacunarse contra la fiebre amarilla antes de viajar–, fue un puerto peleado por ingleses, holandeses, franceses y portugueses, cosa que se refleja en la ecléctica arquitectura. En estos días está celebrando, como desde hace más de doscientos años (desde 1793) todos los octubres, una de las fiestas religiosas más convocantes del globo: la fiesta del Círio de Nossa Senhora de Nazaré para la que llegan alrededor de 1 millón y medio de peregrinos. Hasta el 24, misas, procesiones, música y ferias alegrarán las calles de esta ciudad de más de 2 millones de habitantes.
Y las dimensiones a lo brasileño continúan. El mercado Ver-o-Peso es la mayor feria de América latina. Fundada en 1688 por los portugueses que pretendían controlar con impuestos la entrada y salida de productos del Amazonas, se mantuvo de pie a través del tiempo y hoy es un viaje hacia los aromas más autóctonos. Pescados frescos por todos lados, carnes, hierbas medicinales, especias, frutas y verduras lo convierten en ese paraíso que todo viajero sabe apreciar.
La Cidade Velha, el barrio más antiguo de la ciudad, data del siglo XVII, cuando los portugueses se asentaron en lo que se conoce como la Bahia de Guajará. Allí levantaron el Forte do Castelo, que se visita y desde donde se aprecia una buena vista del cemento que se siente intruso entre tanto verde. Además, la Catedral Metropolitana da Sé y la Igreja do Santo Alexandre son dos tesoros arquitectónicos que no deberían obviarse.
Selva adentro
En el corazón de la ciudad, se encuentra el Parque Zoobotánico y el Museo Parense Emílio Goeldi, un espacio en donde las anacondas y los jaguares se combinan con multicolores especies de flora autóctona. Además, hay espacios dedicados a antiguas comunidades amazónicas, donde se puede conocer y aprender sobre cómo vivían y convivían en un ambiente donde la naturaleza parece tan impenetrable.
El Mangal das Garcas, a pocos minutos del centro, conserva ecosistemas típicos de la zona y los abre al público a través de paseos en barco.
De nuevo con un buen repelente de mosquitos en la piel, al día siguiente, sigue el ecoturismo. Después de una visita al Jardín Botánico Bosque Rodrigues Alves, el paseo continúa hacia las playas de agua dulce y agua cálida de la Ilha Mosqueiro, una antigua zona de fin de semana de las familias “caucheras”.
Bosques tupidos, ríos y arroyos esperan a 15 kilómetros del centro de la ciudad. El Bioparque Amazônia es un resumen de la selva distribuido en 22 kilómetros de senderos en un área que conecta cuatro ecosistemas autóctonos, donde se pueden ver lagartos, cocodrilos, monos, osos hormigueros, guacamayos, papagayos, tucanes, pacaranas, el águila arpía e infinidad de pájaros. Además, cuenta con un museo que guarda tres mil piezas de conchas y moluscos de todos los continentes.
Mariana Jaroslavsky
Perfil - Turismo
Imagenes: Web
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