En una región de sierras y cascadas, una falla geológica divide en dos el cauce del río Uruguay y genera el maravilloso espectáculo de los Saltos del Moconá.
La máxima expresión de la selva de Misiones florece en el centro exacto de la provincia. Resiste a pie firme la escalada de desmontes, para ostentar su vitalidad trepada a las sierras, recubriendo arroyos y ríos y resguardando las pequeñas chacras de los agricultores. Bajo ese manto omnipresente, los desniveles del suelo de tierra colorada y roca basáltica dibujan escalones, en los que las aguas se precipitan en forma de cascadas que estallan en ollas naturales.
A lo largo del camino que vincula la costa del Paraná con la mucho menos explorada orilla del río Uruguay, el visitante puede darse por satisfecho con la brumosa panorámica del Salto Encantado, la melodía entrecortada del Salto Siete Pisos o la solitaria irrupción del Salto Paraíso en una atmósfera más que serena, donde revolotean mariposas y, con suerte, se detecta el insistente grito del pájaro yacutinga. No es poco, pero le conviene seguir explorando e ir por más.
Si bien toda esa manifestación sin retaceos de la selva y sus aguas calmas súbitamente enfurecidas se aquieta en la localidad de El Soberbio –ya en el borde mismo del río Uruguay–, el nuevo escenario no es más que un respiro fugaz. Aquí, nada se asemeja a lo que parece a primera vista.
Aunque los mapas indican que el río separa los territorios de Misiones y Brasil, ninguna referencia señala que el lecho verdoso es la columna vertebral de una región que prescinde de las fronteras culturales. El inmigrante europeo, el criollo, el brasileño y el originario guaraní son porciones armónicamente ensambladas de un todo que define la idiosincrasia de cada poblador. Son ellos los que refieren con más entusiasmo a los venerados Saltos del Moconá, surgidos en el punto donde convergen los arroyos Pepirí Guazú y Yabotí con los ríos Calixto y Serapiao. El ruidoso encuentro acontece 80 kilómetros aguas arriba.
Una falla geológica marca un tajo, a la manera de un certero hachazo de cien metros de profundidad, en las nacientes del río Uruguay. El extraño accidente divide el cauce en dos tramos paralelos, por lo cual, a lo largo de 3 kilómetros y medio, las aguas del brazo superior se derraman de costado sobre el nivel más bajo. Así, la naturaleza da forma a otro de los múltiples misterios que laten sobre la “tierra sin mal”, como sabiamente definieron los guaraníes para siempre esta región deslumbrante.
El Corredor Verde que conduce hasta la Reserva de Biósfera Yabotí –escudo protector de las mil hectáreas de bosque nativo del Parque Provincial Moconá– despega una vez que la ruta 7 deja atrás las plantaciones de té que rodean el casco urbano de Jardín América y bordea las casillas mínimas de una aldea guaraní. Bajo el techo de paja de cinco sencillos puestos levantados en la banquina, los descendientes de la cultura mbyá guaraní ofrecen sus artesanías y cultivos.
El guía Rodolfo de la Vega –uno de los cuatro miembros de la Cooperativa de Trabajo de Turismo Moconá– estaciona el vehículo, mientras subraya con crudeza una mancha oscura que sobrevuela la existencia de los pobladores originarios: “Sus trabajos son muy delicados, reflejan su talento y esfuerzo. Pero, lamentablemente, viven en condiciones miserables”. Enseguida, ese contraste se hace ostensible cuando una mujer de piel arrugada y edad imprecisa se acerca con sus cuatro chicos para ofrecer un magnífico crucifijo en caña tacuara y adornos con formas de animales en palo de paraíso.
Primeras cascadas
Unos kilómetros más adelante, todos los tonos de verde posibles colorean la amplia panorámica del Valle de Cuñá Pirú, incluso hasta teñir el horizonte borroneado. Por ese intrincado follaje habrá que seguir avanzando para poder admirar el más vistoso perfil del arroyo Cuñá Pirú. Cerca de Aristóbulo del Valle, el Salto Encantado aparece en secuencias parciales, recortado por los tentáculos de la selva. Dos senderos de alta dificultad se alargan 1.800 metros hasta las cascadas La Olla y del Picaflor, otras piezas vistosas del Parque Provincial Salto Encantado. Menos exigentes, los 365 peldaños de una escalinata bajan hasta el piletón de la caída mayor, para proponer un amable encuentro con mariposas y picaflores sobre las rocas, empapadas por la llovizna del agua volcada desde 62 metros de altura.
La hora de la siesta es un ritual que cumplen rigurosamente los pobladores y también parece empujar a sus madrigueras a los integrantes de la fauna misionera, un multitudinario universo que componen más de mil especies de vertebrados, 116 variedades de mamíferos, 150 tipos de reptiles y anfibios y 230 de peces. Pero en este preciso rato, en el camino hacia El Soberbio, desde la cerrada vegetación sólo asoman el caparazón amarronado de un tatú, el desproporcionado pico verde de un tucán de pecho rojo y tres coatíes, que cruzan el pavimento a los saltos por un túnel “pasafauna”.
El ambiente quieto se altera apenas en el pequeño poblado, impregnado del perfume empalagoso de citronella y lemon grass. Los susurrantes saludos y diálogos en portugués empiezan a sonar delante del templo amarillo de la Iglesia Evangélica Luterana y se multiplican sobre la vereda del Museo de las Esencias. Frente a la costanera sombreada por gomeros, chivatos y palmeras, el traqueteo de la balsa que transporta pasajeros y vehículos hasta Porto Soberbo aporta la única melodía al paso del río.
Rumbo a Moconá por la ruta 2, la selva y sus habitantes se desperezan, refrescados por una tímida brisa que asoma bajo el sol atenuado. Sobre la angosta franja acomodada entre el camino zigzagueante y los paredones de roca basáltica de la serranía giran a duras penas las cuatro ruedas de un carro polaco de madera, tirado por dos esforzados bueyes. Sin soltar las riendas, el conductor y sus hijos –de cabellos rubios y ojos claros nítidamente europeos– devuelven el saludo sin ahorrar sonrisas, como señal inequívoca de un buen presagio para los forasteros.
Será que en este apéndice poco explorado de Misiones una pátina de optimismo acompaña los pasos de la gente. O, quizás, los inmigrantes adoptaron los hábitos de preservación de los pobladores originarios y se conforman con extraer de la naturaleza sólo lo necesario para subsistir. Lo cierto es que se los ve a gusto en la tierra que los cobija. Satisfechos, hasta decidieron homenajear el entorno natural con los nombres de sus caseríos: Primavera, La Flor, Puerto Paraíso.
Asoma el Moconá
En la Reserva y Jardín Botánico Yasí Yateré (a 30 km de Moconá), la bienvenida prodigada por Adriana Fiorentini se condice con ese espíritu que irradia esperanza. “No hay mejor lugar que este para criar hijos y disfrutar de la energía que nos brinda la naturaleza”, suelta la mujer con un envidiable rictus distendido y arranca una caminata por senderos que perforan la selva. El trayecto vincula plantas aromáticas, bromelias, más de treinta variedades de orquídeas y 16 tipos de helechos. Un escuálido arroyo amaga con desaparecer debajo de un puente y resurge transformado en una sonora cascada, que interrumpe los silencios del espeso manto vegetal antes de desembocar en el río Uruguay. Por el momento, los Saltos del Moconá siguen modelándose en la imaginación, mientras la fabulosa geografía misionera se dedica a revelar sus pliegues sin ninguna urgencia.
El día se esfuma y obliga a retomar mañana la senda hacia el mayor objetivo. Al sol le queda poca vida en el parque de la Posada La Misión y, otra vez, hay que aguzar el oído para descubrir que un pájaro yacú poí picotea un coco colgado de la copa de una palmera. También se escuchan los últimos trinos de los zorzales, benteveos, tacuaritas y chingolos, en retirada ante el creciente murmullo de los grillos, que llega desde la selva misionera y el Parque estadual do Turvo, en la orilla brasileña.
La camarera Carina sirve un sabroso pastel de papas y departe con los pasajeros en un español afectado por el portugués. Después, se la escucha dialogar en perfecto portugués con sus compañeros de la cocina. El magnífico panorama del río y la costa sigue alumbrado por las estrellas y una luna soñada durante la noche y se desdibuja al amanecer, a expensas de la niebla que genera la humedad reinante.
“Acá la selva se mantuvo más o menos virgen porque el río Uruguay siempre fue poco navegable. Para transportar madera en barcos de gran calado, los campesinos amontonaban la producción en la orilla, a la espera de que el río creciera en invierno”, alecciona de la Vega ya con la mira decididamente apuntada al Moconá.
Por fin, la hora esperada parece haber llegado, después de superar un angosto puente sobre el arroyo Yabotí y una complicada trepada de 800 metros de largo. La primera aparición de los Saltos de Moconá se limita al sonido atronador de agua que se vuelca. Se escucha –pero todavía persiste en ocultarse– a los pies del mirador que corona el trekking de 1.800 metros del sendero Chachí.
Por primera vez cambio el paso y regreso a las corridas –seguido por el guía– hasta el puesto de los guardaparques, decidido a captar de una buena vez ese perfil enfurecido de la selva. Otro camino desciende hasta un embarcadero, donde una lancha se bambolea entre los saltos de una decena de dorados. La embarcación navega entre los enormes bloques de roca basáltica y en un par de minutos se mete de lleno en las aguas agitadas por la cadena de saltos, una sucesión de cascadas que se precipitan desde 3 a 10 metros de altura. Cuanto más avanza por el angosto pasaje de aguas agitadas, más bailotea la lancha y sacude sin piedad a sus pasajeros.
Pero todo es regocijo para los turistas, indiferentes a los baldazos de agua que los empapan. Nada los conmueve más que el espectáculo central del Moconá. Parecen entregados, gritando frases sin sentido, emocionados y exorcizados por la selva.
Diario Clarín - Viajes