¿Cuánto cabe en los ojos del hombre? El sur de Bolivia parece dejar abierta la pregunta por siempre. La primera mirada al pisar su tierra propone un silencio íntimo, y la contemplación minuciosa de sus detalles: no hay rincón que no cautive por belleza e impronta cultural, ambas sobrevivientes al paso tan creador como demoledor de la colonia.
Desfilan ante el asombro valles, quebradas y caminos de cornisa. Intensos verdes, rojos y ocres, y en la mezcla de texturas y tonalidades aparece la mano del hombre, aferrado con pasión a sus creencias. Es que toda Bolivia no sería lo que se ve sin el protagonismo de sus festividades, que encuentran su punto máximo en los carnavales, o en celebraciones como la de San Bartolomé (o de los Ch”utillos) que desde tiempos coloniales reúne en la localidad de La Puerta a bandas musicales autóctonas, con danzas caporales, diabladas, tinkus y más de 120 agrupaciones locales, cada 26 y 27 de agosto, afirmando un poco más la raíz de un pueblo que valora su historia.
Cambio de habito
Si bien geográficamente Potosí y gran parte del sur boliviano se asemeja al Noroeste argentino, hay matices culturales que sorprenden al visitante ni bien se cruza la frontera. Los cambios, más que en los rostros, se notan en los usos y costumbres, y en el andar calmo de la gente. En general se suele arribar a Potosí de dos maneras. La primera implica volar hasta La Paz, capital boliviana, y combinar con un colectivo hasta Potosí, el más sureño de los nueve departamentos bolivianos junto a Tarija. La otra opción propone una escala ascendente por tierra desde Jujuy, cruzando la frontera por La Quiaca, hasta los pagos bolivianos de Villazón, un neto pueblo de paso. Allí hay al menos dos premisas fundamentales: conseguir boleto en el codiciado Rápido del Sur, tren que en ocho horas permite llegar a Uyuni (dos horas menos que en colectivo) y llevarse por un precio increíble un aguayo, o manta, hecha a mano. El Salar de Uyuni es uno de los principales destinos turísticos del país, visitado por más de 60.000 turistas al año en excursiones de uno, dos y cuatro días.
Un oceano blanco
Alcanzan unos pocos kilómetros en la 4x4 para que la adrenalina se apodere del cuerpo y todo, absolutamente, se vuelva blanco. Blanco y luminoso. Blanco e infinito. Ubicado al sureste del departamento, casi en el límite con Chile, el salar ocupa 12.000 kilómetros cuadrados, cuestión que lo convierte en la mayor reserva de sal del planeta. Allí hay cuevas, islas repletas de cardones, fuentes de aguas termales y hasta un lujoso hotel hecho con la misma sal. Desde ya, no hay fotos ni palabras que alcancen.
La excursión comienza temprano, con una salida que se inicia en caravana hacia el viejo cementerio ferroviario y a bordo de camionetas equipadas para aguantar cualquier cosa posible. En unos pocos minutos se está a 3650 metros de altura, en el altiplano boliviano y sobre de la cordillera de los Andes. La primera parada estratégica se da en las inmediaciones de la procesadora de sal, que purifica los nitratos, sulfatos y demás minerales para llevar al mercado local, y para exportarlo a más de 20 destinos internacionales. A pocos metros del lugar un puñado de artesanos locales ofrecen trabajos más humildes, pero no menos espectaculares: portarretratos, ceniceros, tazas, alhajeros, juegos de dados, esculturas y hasta representaciones de la Pachamama son creados íntegramente con sal. Al lado, un pequeño museo exhibe estatuas de tamaño natural que figuran animales y personajes de la historia potosina.
La travesía continúa camino a la isla Incahuasi (o del Pescado), un área protegida en la que brotan Trichocereus pasacana, unos enormes cactus bicolores de hasta 10 metros de altura, desde donde se puede contemplar la inmensidad del salar. En el trayecto a Incahuasi suele haber unos centímetros de agua, que además de lograr el extraño efecto de espejo en el suelo, forma en su evaporación perfectos hexágonos, que continúan hasta donde el cielo parece fundirse con la tierra. Al llegar a la isla se paga un ticket de 10 bolivianos (algo menos de $5) que habilita a recorrer las 24 hectáreas del lugar. Un buen almuerzo a base de quinoa, chuletas fritas y ensalada de pepino y tomate repone las energías para seguir camino.
Las otras excursiones de dos y cuatro días agregan la maravillosa experiencia de acampar en el salar, llegar a islas más profundas, conocer géiseres, aguas termales y fósiles milenarios, entre otras cosas.
Pueblo minero
La llegada a la ciudad de Potosí, siete horas de colectivo mediante, requiere despojarse del clima internacional, casi glamoroso, del salar. Andar sus callecitas adoquinadas, de veredas casi inexistentes, implica sumergirse en las huellas de la colonia. Potosí aún guarda en sus entrañas las memorias de lo que supo ser una de las ciudades más importantes del mundo, cuando la habitaron cerca de 160.000 personas en el siglo XVII, una cifra superior en ese entonces a la de Londres o París. Ese pasado esplendoroso ya no existe, aunque hoy la ciudad se ilumina con sus múltiples fiestas locales, que rescatan el valor de la tradición y la hermandad de un pueblo esencialmente minero. Esto se juega a las claras en el aspecto económico, donde aún hoy Potosí gira en torno de los minerales como producto nominal, y si bien posee ganadería y una interesante producción agrícola de quinoa, trigo y cebada, la explotación minera sigue marcado su destino. En la ciudad se destaca la sincronía de sus atractivos y la impronta barroca en las construcciones. Su urbanización se asienta en las planicies de la cordillera Oriental de los Andes, aunque se encuentra sumergida en un pequeño valle ondulado, que les da a casi todas sus calles una pendiente retadora. Declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco en 1987, la ciudad se ubica a más de 4000 msnm, y es una de las más altas del mundo. Desde los cerros circundantes puede verse por completo la totalidad de las casitas, los edificios de su centro cívico y la imponente construcción de la Universidad Tomás Frías.
El primer vistazo a la ciudad puede darse desde la plaza mayor, eje central de la movida potosina. A unas cuadras de ahí, en los concurridos mercados, tejen y venden de todo las pintorescas cholitas, vestidas con ropa hecha a mano como sus ancestros quechuas. Algunos de sus descendientes, en cambio, ya se han adaptado al incontenible paso de la modernidad, y lucen camperas de jean y ropas más usuales a los ojos visitantes. En el camino es frecuente cruzar alguna de las 80 antiquísimas iglesias, templos o monasterios, muchos de los cuales tienen varios siglos de historia. La Torre de la Compañía, con tres cúpulas, un arco de cinco aberturas y 32 columnas salomónicas, resume la espiritualidad católica de la época colonial.
Para quien busque alejarse un poco de la urbe, los baños termales de Miraflores y sus sulfurosas aguas proponen un día a puro relax, en un marco natural que resulta tan envidiable como reparador.
Pero si de recuperar energías se trata, los restaurantes potosinos son los encargados de devolver el alma al cuerpo: la cazuela de Potosí, una espesa sopa a base de maní, con papas, arroz, carne y pescado; o los chambergos, roscas de harina con azúcar molida, fortalecen al invitado de inmediato. Para los más valientes, el desafío será el picante de pollo con ají amarillo en cantidades considerables. Claro que si la idea es recorrer la ciudad sin pausa, la comida a ingerir debe ser liviana para poder sobrellevar la altura sin mayores problemas.
Tras la plata del Rico
La excursión más requerida por los visitantes conduce a las minas. En cualquier centro turístico de la ciudad puede contratarse el servicio guiado, que dará cuenta de la historia de Potosí sin adornos.
Mitos y leyendas se entrelazan en torno del inmortal cerro Rico. Cuentan que fue el indio Diego Huallpa, buscando una de sus llamas perdidas, quien subió su ladera y debajo de unas matas de paja encontró una veta de plata del tamaño de un hombre, que brotaba como una vena del corazón de la tierra. Descubierto el tesoro, llegaron los españoles desde Porco para hacer de esa montaña un milagro económico que transformó Europa. Plata y estaño en sus orígenes, y otros minerales hoy, siguen siendo la fuente de ingreso de gran parte de la población. Según estudios de las empresas que comercializan sus minerales, el cerro aportará riquezas durante 500 años más.
Para la visita se suele comprar hojas de coca y algunos explosivos como forma de agasajar a los mineros, que permiten a los ajenos conocer el lugar que les da y les quita la vida. Por irreal que parezca, es difícil que un minero pase los 45 años, siempre y cuando no sufra accidentes. Y hay que estar ahí para comprobarlo. Sólo unos pasos por los estrechos caminos alcanzan a dar cuenta de su trabajo en los más de 5000 túneles de la montaña. Entre las particularidades de allí abajo se encuentra el “Tío”, el espíritu que habita las minas y es dueño de la riqueza escondida y la vida de los hombres. Los mineros brindan con él, le invitan su coca y piden permiso para la extracción. Repetitivo e invencible, sus imágenes aparecen en cada uno de los socavones, y pese al esfuerzo de los españoles, su figura se mantuvo desde el primer día de trabajo en las minas.
La coca es la otra gran protagonista del lugar: “Nos quita el hambre y un poco el frío”, explica Freby, minero desde siempre, mientras sacude con la mano el haz de luz que molesta sus ojos. El ritmo no debe disminuir, así que el hombre sonríe, recoge gustoso las provisiones y se convierte nuevamente en sombra, hasta desaparecer.
Casa de la Moneda
De vuelta al centro, y en sólo dos horas, es posible concretar la otra gran visita de la ciudad. El museo Casa de la Moneda, a media cuadra de la plaza, es para los expertos una de las construcciones más importantes de la arquitectura sudamericana. En sus salones se atesoran pinturas virreinales, esculturas del siglo XIX, las primeras monedas emitidas y hasta momias, que la visita guiada permite ver por $20 bolivianos. En el primer piso y bajo riguroso control policial descansan tres inmensos conjuntos de engranajes de madera, algo similares a las paletas de los viejos barcos a vapor. Son las maquinarias de laminación para acuñar moneda, que siglos atrás producían valores para gran parte del mundo. En la planta baja todavía está la marca circular del paso de animales y pies de indios, que hacían girar sus engranajes hasta convertir el metal en moneda. Una importante colección de cuños y troqueles termina por ofrecer la simpática experiencia de hacerse una moneda propia. Tomando un martillo de diez kilos y dando un golpe seco sobre la matriz del cuño elegido, habrá de crearse un souvenir contante y sonante de ese paso por la ciudad platera.
¿Que es un salar?
Un salar es básicamente el resultado de un largo proceso de acumulación de sales (cloruros, sulfatos, nitratos, boratos) que no drenaron en su momento hacia el océano. Esos sedimentos precipitan por una fuerte evaporación, que a largo plazo es mayor a las aguas que pueda recibir (por ejemplo de lluvias o deshielos). Generalmente, este proceso ocurre en lugares áridos con altas tasas de evaporación. El área que hoy ocupa el salar de Uyuni estaba cubierto hace 40.000 años por el lago Ballivián, un extenso mar interior que existió hasta el final del Pleistoceno. Su salmuera se compone de litio, boro, potasio, magnesio, carbonatos y sulfatos de sodio, y otros componentes como la ulexita, o “piedra televisión”, que es transparente y tiene el poder de refractar a la superficie la imagen de lo que esta debajo. Al salar de Uyuni se lo considera además como la mayor reserva de litio, aunque es muy difícil su extracción por falta de agua.
Algunos estudios aseguran que el salar está compuesto por capas de salmuera superpuestas con barro y tiene una profundidad de 120 metros. Se estima además que contiene unos 64 mil millones de toneladas de sal, de los cuales se extraen anualmente 25 mil toneladas con diversos destinos.
Datos Utiles
Embajada de Bolivia en Argentina. Teléfono: (011) 4394-1463.
www.embajadadebolivia.com.ar
http://www.casanacionaldemoneda.org.bo/
Texto e imagen: Pablo Donadio
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