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lunes, 20 de febrero de 2012

Corrientes: Iberá, safari litoraleño



Carpinchos, yacarés, chajás, ciervos de los pantanos... La rica fauna de los esteros correntinos es apreciable tanto en excursiones diurnas como en rondas nocturnas; un destino excepcional, no sólo por la variedad de animales

Aquí todo tiene otro ritmo. Es inútil apurarse, porque por empezar los 120 kilómetros que recorremos desde Mercedes hasta Colonia Pellegrini, el pueblo de 600 habitantes que funciona como puerta de acceso a los esteros del Iberá, son de tierra y obligan a andar bien despacio.

Pero no es sólo eso: llegar con prisa a estas tierras de cielo infinito equivale a ponerse una etiqueta de porteño que los correntinos perciben desde lejos, benévolos, como esperando que pronto -por obra y gracia de la naturaleza- al recién llegado se le contagie el tranquilo modo de vivir provinciano.

En Irupé Lodge, un complejo hotelero levantado a orillas de la laguna Iberá, aseguran que conocen el caso: los huéspedes que llegan a todo vapor, a veces después de haber recorrido al volante los 800 kilómetros que separan el pueblo de Buenos Aires, no tardan en bajar las revoluciones y pocas horas después cuesta convencerlos hasta de levantarse del deck con vista a la laguna, donde la naturaleza pone todo el espectáculo.

Teros, gallitos de agua, cormoranes, cardenales, algún chajá, se pasean sin perturbaciones frente a los ventanales del lodge; pocos metros más allá, sobre el embarcadero de donde parten lanchas que llevan a turistas en safaris acuáticos por la laguna, un grupo de carpinchos aguarda al sol cómodamente frente a un yacaré con cara de pocos amigos.


En lancha
Regi Lacona es suiza, oriunda de Zurich, pero un día dejó los ordenados Alpes en pos de esta naturaleza, que ella llama "la verdadera, esa que en la Argentina a veces se complica visitar de tan salvaje que es". Aquí construyó con Mauricio, su marido, misionero, ese sueño que llamaron Irupé, al borde de una de las reservas de fauna y flora más extraordinarias del planeta.

Nuestro primer acercamiento es en la lancha que Marcos, el guía de Irupé, maneja con habilidad entre los embalsados, esas islas de vegetación flotantes tan sólidas que pueden aguantar el peso de los animales. Por más que esforzamos la vista, no hay en nuestro horizonte ninguna otra persona: sólo camalotes, matorrales y animales por doquier. Si al principio nos cuesta distinguirlos por su inmovilidad, pronto empezamos a descubrir gran cantidad de yacarés apostados en las orillas, tomando ese sol del que toman su energía para luego cazar sus presas con mordiscos certeros.

"Todo lo que ven aquí es vegetación flotante; la parte que parece cortada con machete es porque los carpinchos se acuestan sobre ella en invierno, para tomar temperatura. El espesor de los embalsados puede ir de 30 a 120 centímetros, y en función de eso pueden soportar cierto kilaje. Esta isla está hoy aquí, pero puede no estar mañana", cuenta Marcos, mientras usa su caña para alejar la lancha incrustada en la vegetación.

Mientras tanto, los carpinchos nos miran. Nos parece oír el ladrido de un perro, pero no: son ellos los que emiten ese sonido mientras se acercan a la orilla. De pronto, aparece entre el verde una movediza mancha rojiza acompañada de un par de ojos curiosos y brillantes, es un ciervo de los pantanos, con las orejas bien erguidas, que descubrió la presencia humana. Pero no se mueve, sino que nos permite un acercamiento increíble y no se va hasta que lo fotografiamos desde todos los planos posibles. Asombrados, entendemos las palabras de Regi cuando cuenta que los turistas extranjeros siempre llegan muy informados -sólo los muy viajeros llegan hasta Iberá-, pero no pueden creer hasta qué punto la fauna es cercana y accesible.


Aguas brillantes
Iberá -los nativos pronuncian algo parecido a una u francesa para comenzar la palabra- significa aguas brillantes. Y no sólo de día: también de noche el paisaje reluce bajo la luz tenue de la luna cuarto creciente. Alrededor de las siete, después de un fallido intento por capturar alguna tararira con las cañas y la carnada que nos prestó Marcos (menudo susto nos hubiéramos dado de capturar alguna de las pirañas que también nadan con soltura por las aguas de la laguna), salimos para realizar un safari nocturno. Javier Birman, el chef de Iberá y factótum del complejo en los días de menor ocupación, nos lo había anticipado: los atardeceres de Corrientes están entre los más bellos del mundo.

El cielo color de fuego que contrasta con la vegetación en sombras no lo desmiente. La lancha avanza, y miles de bichitos siguen la luz de la linterna de Marcos, que nos guía en la oscuridad: aquí y allá, su foco ilumina nuevamente a los yacarés, que impresionan con la titilante luz de sus ojos rojos en la negrura del paisaje.

Oímos el aleteo de algunas aves que se apartan a nuestro paso, e increíblemente volvemos a divisar a la luz de la linterna un ciervo de los pantanos sobre la orilla del embalsado.

Mientras tanto, el cielo se cubrió de millones de estrellas que dibujan la estela de la Vía Láctea. El espectáculo parece tener su réplica terrestre en las nubes de luciérnagas que nos acompañan hasta que volvemos al muelle para desembarcar, aún bajo el mágico influjo de la noche de los esteros.


DATOS ÚTILES
Cómo llegar
Colonia Pellegrini está a 120 kilómetros de Mercedes, la localidad correntina a la que llegan las principales compañías de ómnibus desde Buenos Aires. En servicio cama, el trayecto de aproximadamente 800 kilómetros entre Buenos Aires y Mercedes demora unas diez horas y cuesta $ 180 por tramo. Luego hay que recorrer el tramo de tierra hasta Colonia Pellegrini: después de la lluvia sólo se puede pasar en vehículos 4x4, de modo que conviene contratar un transfer en Mercedes (algunos hoteles de Colonia Pellegrini ofrecen el servicio de traslado). También hay un servicio de ómnibus que realiza el trayecto una vez al día, pero muy lentamente y sin mayores comodidades.

Otra opción es viajar en avión hasta Posadas, y desde allí recorrer 200 kilómetros -por un camino que tampoco está en buen estado- hasta Colonia Pellegrini. En este caso, no hay servicio de ómnibus, pero se puede contratar transfer en 4x4. El pasaje aéreo Buenos Aires-Posadas ronda los $ 600 por tramo.


Dónde dormir
Irupé Lodge se encuentra apenas después de cruzar el puente, hacia la mano derecha, cuando se llega desde Mercedes. El hotel dispone de cuatro habitaciones estándar, cuatro superiores y una suite, que pueden recibir en total a unas 25 personas. Se destaca por su propuesta gastronómica, a cargo de Javier Birman, un chef con experiencia internacional. Ofrece paquetes con estada, excursiones y pensión completa (excepto bebidas) durante todo el año. (03773) 15-40-2193, 15-40-0661. Mail: info@ibera-argentina.com. Web: www.irupelodge.com.ar ; www.ibera-argentina.com . Habitación doble con desayuno, US$ 110 la noche. Habitación doble con pensión completa sin bebidas, más un safari por los esteros en lancha y una visita al Centro de Interpretación, US$ 164 en habitación doble, por persona, por noche.



UNA COMPLEJA RED DE RELACIONES
A pie o en lancha, desde Irupé Lodge se puede llegar hasta el Centro de Interpretación de la reserva del Iberá, sobre la orilla de la laguna Luna. Allí se puede recorrer una exposición permanente que explica las características de la flora y la fauna del lugar; también es posible contratar guías para diversas excursiones por el monte y la laguna. Un video explicativo de media hora ofrece una buena aproximación a la vida natural en los esteros, para comprender mejor la compleja red de relaciones entre la fauna, la flora y los distintos predadores del lugar, sostenidos por un invisible equilibrio que el hombre debería esforzarse por no quebrar.

Desde el Centro de Interpretación parten también dos senderos de distinta extensión que permiten internarse en el monte: aquí sorprenden los árboles, las plantas epífitas, las bromelias, el caraguatá y la palmera pindó, además de una familia de ruidosos monos carayá que de vez en cuando se deja ver entre la vegetación.

A CABALLO POR EL IBERA
"Para ver gauchos -dice Regi- hay que ir a Corrientes." Respetuosa de la cultura local, de la que admira tanto las tradiciones como su orgullo, ella impulsó una excursión muy particular que está entre las más atractivas para los extranjeros que llegan a Colonia Pellegrini: la visita a un grupo de familias del paraje Uguaí, que recibe a los viajeros en su casa, con lo que haya ese día, para llevarlos luego a dar un paseo a caballo hasta las últimas casas, esas que están donde ya no se ve el horizonte.

Para comprender qué tan distante es el lugar hay que pensar que primero se deben recorrer unos 30 kilómetros de tierra regresando desde la Colonia hacia Mercedes, para luego desviarse cinco kilómetros por otro camino de tierra hasta llegar a las primeras y aisladas casitas del paraje...

Allí, Chacho y su esposa, Mercedes, montaron una suerte de quiosco de campo que resulta un hito curioso en medio de la nada; hasta allí llegan los paisanos a caballo en busca de algunos insumos esenciales y tocan para anunciarse el cencerro que alguna vez perteneció al caballo puntero de una tropilla. Si la cabalgata parte por la tarde, cuando llega la noche se comprende toda la dimensión del paisaje correntino, sin luces eléctricas que interrumpan la inmensa negrura. "Aquí -cuenta Chacho- es tanto el silencio que los paisanos sabemos cuando alguien se acerca a varios kilómetros, y hasta podemos saber quién es por el ritmo de su caballo, aunque falte bastante para verlo llegar."


Espinillo y caranday
Otra opción es dejarse guiar por Ramón Gómez, más conocido como Nené, que parte con su cabalgata desde Colonia Pellegrini hacia un palmar de palmeras caranday. Entre espartillos y palmeras, los mansos caballos avanzan mientras Nené desgrana algunas curiosidades: el lento crecimiento de la palmera, que marca un año en cada uno de los anillos del tronco; el uso combinado de la fuerte madera del espinillo con la más frágil del caranday en las construcciones del lugar; la historia de la formación de la colonia sobre las tierras donadas de una antigua estancia; sus preocupaciones -como las de tantos pobladores- por el futuro de esta región rica en agua y en una naturaleza mansa y deslumbrante


Pierre Dumas
La Nación - Turismo
Fotos: Web


viernes, 27 de enero de 2012

Vietnam: Viaje en el tiempo


Ciudad Ho Chi Minh

Un recorrido por el sur y el centro de uno de los países asiáticos que más rápido crece. La primera parada es la ex Saigón, luego Dalat, y por último, Hoi An.

Si la energía de una urbe se midiera por la cantidad de motocicletas que transitan sus calles, Ciudad Ho Chi Minh estaría primera en el ránking. Basta con mirar los números: la ex Saigón tiene 7 millones de habitantes y alrededor de 4 millones de motos. ¿Autos? Unos escasos 500 mil. En la ciudad más grande de Vietnam hay, por lo menos, una moto cada dos habitantes: empresarios, vendedores, estudiantes, familias enteras las utilizan como medio de transporte cotidiano y forman una marea de cascos que circula a toda hora por las calles (y veredas) de la ciudad. Es oficial: Saigón es no sólo la capital mundial de las motos sino, además, una de las metrópolis con más adrenalina del Sudeste Asiático.

Desde 2000, Vietnam –oficialmente llamada República Socialista de Vietnam– está entre los países de mayor crecimiento económico. Según el pronóstico de Goldman Sachs, en el 2025 será unas de las 17 economías más grandes del mundo; y, de acuerdo a las proyecciones de Pricewaterhouse Coopers, en el 2050 alcanzará un tamaño equivalente al 70 por ciento de la economía del Reino Unido.

Lo dicho: Vietnam crece a un ritmo desenfrenado y Ciudad Ho Chi Minh (CHCM), ubicada en el sur del país, es la prueba más fehaciente de su desarrollo. Cual museo viviente, CHCM relata su historia a través de su arquitectura, sus museos, sus templos y, sobre todo, su nombre. Originalmente, el territorio formó parte del Imperio Jemer y se llamó Prey Nokor, que significa ciudad bosque. En 1620, refugiados vietnamitas huyeron de una guerra que tenía lugar en el norte, se asentaron en la zona con permiso del rey jemer e, informalmente, comenzaron a llamarla Sài Gòn. En 1860, la ciudad se convirtió en la capital de la colonia francesa de la Cochinchina y fue bautizada, oficialmente, Saigón, la versión occidentalizada del nombre más popular que tuvo la ciudad. Tras las Segunda Guerra Mundial, Vietnam quedó oficialmente dividida en dos y Saigón pasó a ser la capital de Vietnam del Sur. Luego llegaría la guerra –en Vietnam, conocida como Guerra Americana– y, en 1975, la reunificación. Según de qué lado se mire, los hechos que ocurrieron aquel 30 abril se recuerdan como la caída de Saigón o el día de la victoria: el ejército de Vietnam del Norte invadió y ocupó distintos puntos estratégicos de Saigón y la ciudad se rindió, dando fin a la división del país y a una guerra que ya llevaba casi 20 años. Enseguida, fue rebautizada Ciudad Ho Chi Minh en honor al fallecido líder comunista y ex presidente de Vietnam del Norte. Pero, para muchos vietnamitas, nunca dejó –dejará– de llamarse Saigón.

Palacio de la Reunificación

Hoy, los recuerdos de la guerra quedaron circunscriptos al Museo de la Guerra, a los tanques abandonados y al Palacio de la Reunificación. La época colonial francesa ya no está presente más que en los bulevares, los teatros, las casas de ópera, las estaciones de tren y otras construcciones típicas, siendo la Catedral de Notre Dame vietnamita la más emblemática. La influencia china –que también marcó la historia del país durante varios siglos– puede encontrarse en los templos taoístas y confucionistas que abundan en la ciudad. CHCM supo sintetizar lo mejor de cada época y, a eso, sumarle una de sus características más esenciales: la vida callejera. O, como la llaman los vietnamitas: la cultura del asfalto.

CHCM es el centro económico, financiero e industrial de Vietnam. Sin embargo, la rutina de sus habitantes no corresponde a la de una urbe orientada a los negocios, sino a la de una ciudad asiática donde el espacio público domina las actividades diarias. Los saigoneses amanecen a las 6 con el canto de los gallos, la música de las radios y el aroma del pho (sopa de fideos típica) que se cocina en cada esquina. Desde temprano, algunas mujeres despliegan las verduras y frutas frescas sobre la vereda y otras van de mercado en mercado para hacer las compras del día; los hombres cargan frutas en canastos y animales enjaulados en el asiento de atrás de sus motos, mientras las vendedoras ambulantes pasean con sus sombreros cónicos y sostienen, cual balanza, dos contenedores con una vara sobre el hombro.

El ajetreo no tiene horario. Durante todo el día, familias enteras se suben a sus motos (se pueden llegar a ver cinco personas en un solo asiento) y compiten entre sí por transitar todos los huecos que haya disponibles en el asfalto. Los peatones son casi inexistentes, al igual que las reglas de tránsito: no se respetan carriles ni posiciones, se puede doblar en U sin aviso y es costumbre charlar de moto a moto o mandar mensajes de texto mientras se maneja. Eso sí: el casco es obligatorio (y su venta, uno de los negocios más redituables de la ciudad). El caos de tránsito probablemente sea uno de los aspectos más recordados (y temidos) de la ciudad, pero es parte inseparable del paisaje urbano de la ex Saigón y uno de los elementos que le otorgan esa velocidad tan distintiva. Y, al contrario de lo que pueda pensarse, no hace falta cruzar la calle corriendo: el truco es caminar muy despacio, para que sean los motociclistas los que esquiven a los peatones.

De noche, el ritmo no cesa. La ciudad se ilumina, florecen los mercados nocturnos, las mesas se sacan a la vereda y todos cenan al aire libre. Los extranjeros se reúnen en los bares y los habitantes locales charlan en las esquinas hasta pasada la medianoche. Pero los que más parecen disfrutar de la vida nocturna son las parejas mayores que sacan sus reposeras a la calle y se sientan a observar. Probablemente vean, en las motos que pasan, cómo su país avanza a toda velocidad.

 Dalat

La París de Vietnam
Los emperadores también se tomaban en vacaciones. Y, en Vietnam, lo hacían en Dalat. Ubicado a 1.500 metros de altura, Dalat fue el lugar elegido por Bao Dai, el último emperador de Vietnam, para construir su Palacio de Verano. Él, al igual que los dirigentes franceses que huían del calor y el caos de Saigón para refugiarse en la montaña, se sintió atraído por el aire fresco, los alrededores naturales y la tranquilidad de la zona.

Dalat es un reducto único en Vietnam: su clima fresco contrasta con la temperatura tropical del resto del país y en sus campos, en vez de arroz, crecen flores. Las montañas, las casitas de estilo francés y una réplica de la Torre Eiffel hacen que Dalat sea una fusión entre un pueblito de los Alpes y –según afirman sus habitantes, con orgullo– la megaurbe de París.

El primer hotel de Dalat fue construido en 1907. A fines del siglo XIX, un grupo de exploradores pidió al gobernador francés que construyera un resort en la zona montañosa de Vietnam. El plan era erigirlo en Dankia, pero uno de los miembros de la expedición encargada de construir las rutas propuso Dalat, a pocos kilómetros. Desde aquel día, los franceses se dedicaron a urbanizar y embellecer la ciudad construyendo villes, casas color pastel, bulevares, parques, escuelas, complejos de golf y centros de salud.

Esta ciudad de montaña no es para todos: atrae, principalmente, a los amantes del café (sus cafeterías son famosas en todo el país), a las parejas que se van de luna de miel, a los vietnamitas que buscan escapar del calor durante el fin de semana, a los golfistas y a los viajeros aventureros. Dalat es, además, el punto de partida de los easy riders, un grupo de motociclistas locales que realiza tours en motocicleta por la región central de Vietnam, un vehículo que permite el acceso a lugares que, de otra manera, un turista no podría conocer.

La ciudad tiene 200 mil habitantes y puede ser recorrida a pie. Los amantes de la naturaleza pueden practicar mountain bike y trekking o visitar las plantaciones de té y café en las afueras. Y los fanáticos de la arquitectura tendrán dónde entretenerse con dos lugares muy peculiares: la pagoda Linh Phuoc y la Casa de Huéspedes Hang Nga, también conocida como La Casa Loca. La pagoda está ubicada en Trai Mat y contiene un templo con una estatua de Buda de cinco metros de alto y una torre con una campana: es una de las pagodas más coloridas, detalladas y peculiares de Vietnam. En tanto, La Casa Loca es un hotel surrealista que fue diseñado por Hang Viet Nga, hija de un ex presidente de Vietnam, inspirada en los trabajos de Antonio Gaudí. La construcción no sigue ninguna regla arquitectónica: hay escaleras que conducen a la nada, mesas de té insertadas en huecos en las paredes, ventanas con forma de tela de araña, puentes y toboganes. Una casa del árbol de estilo absurdo que asegura una máxima: la estadía en Dalat podrá ser fresca, pero nunca será aburrida.

Hoi An

Nostalgia sin apuro
Mientras el resto del país crece, hay una ciudad que mira hacia atrás con nostalgia: Hoi An. Ubicada en el centro de Vietnam, sobre la costa del mar de la China Meridional, este enclave de casas amarillas, puentes, ríos y lámparas rojas quedó congelado en el siglo XVIII. Aquí, las motos aún no fueron descubiertas. Y el apuro, tampoco: todo queda tan cerca que no hace falta más que caminar. Además, el ruido y la velocidad arruinaría el aura de un pueblo donde los protagonistas son el arte, la gastronomía y la historia.

El pasado de Hoi An se remonta al siglo II, cuando los champa, civilización de origen malayo-polinesio, convirtieron aquel pequeño asentamiento en la capital comercial de su imperio y la llamaron Champa City. En el siglo XIV se retiraron hacia el sur y establecieron su nueva base en Nha Trang. Finalmente, en las postrimerías del siglo XVI, los Nguyen Lords, gobernantes del sur de Vietnam, fundaron la ciudad de Hoi An –también conocida como Faifo– y la convirtieron en el puerto de intercambio más importante del mar de la China Meridional. Así, Hoi An pasó a ser uno de los puntos más estratégicos de todo el Sudeste Asiático y eso hizo que, entre los siglos XVII y XVIII, mercaderes chinos, japoneses, indios y holandeses se asentaran en la ciudad.

A fines del siglo XVIII, sin embargo, el esplendor y la importancia comercial de Hoi An declinó. Da Nang, una ciudad portuaria cercana, se convirtió en el nuevo centro de intercambio de Vietnam central y Hoi An pasó rápidamente al olvido. Desde aquel momento, la ciudad se estancó en el tiempo y no sufrió ninguno de los cambios que atravesó el resto del país. El centro histórico de Hoi An fue nombrado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1999 y es el responsable de que, en las calles y calendarios de la ciudad, el siglo XVIII siga vigente.

Por la mañana, con tranquilidad, las mujeres barren las puertas de entrada y abren sus casas-tienda a la calle. La mayoría están construidas con madera y pintadas de amarillo, no tienen más de dos pisos y funcionan como negocios en la parte de adelante y como viviendas en el fondo. En la cultura callejera de Hoi An, las paredes del frente no existen: todas las construcciones se cierran, solamente de noche, con una reja o con maderas. Los vendedores ambulantes también ocupan las veredas temprano, ponen sus cacerolas en fila y cocinan el desayuno frente al río. Los galeristas exhiben los cuadros contra alguna pared pública, los conductores de cyclos (bicitaxis) comienzan a rondar la zona en busca del primer pasajero y los sastres sacan sus maniquíes con la muestra de ropa hecha a medida a la calle. Desde los barcos, ofrecen miniaturas a los que caminan bordeando el río. Si hay algo que Hoi An conoce a la perfección es el ritual de comprar y vender que viene practicando hace siglos.

Hoi An y Saigón pueden parecer la antítesis una de la otra, pero muchas de las actividades cotidianas de ambas ciudades son las mismas. La diferencia, sin embargo, radica en los sonidos. El centro de Hoi An es silencioso, tranquilo, ya que todo el ruido de la ciudad está concentrado a pocas cuadras, en el mercado local. Ahí, la velocidad vietnamita sigue intacta: las mujeres acomodan su oferta de frutas y verduras en varias mesas, pegadas una al lado de la otra, y conversan a los gritos. Los hombres, mientras tanto, cargan los canastos de sus motos con baguettes frescas (herencia de la época colonial) y zigzaguen entre los puestos del mercado. Cuando llueve, todos se ponen impermeables, improvisan techos de plástico con bolsas y siguen como si nada. Vietnam, cuando llueve, no para: ni siquiera el agua es capaz de frenar las actividades de un país que está en movimiento constante, como la marea.

Aniko Villalba
Ámbito Financiero
Fotos Web


lunes, 16 de enero de 2012

Magia, tradición y belleza en Portugal


Vista de Lisboa (La Baixa)

De la melancólica Lisboa a las bodegas de Porto y las playas de Algarve, un recorrido por paisajes y sabores incomparables. Todos los rostros de la cultura lusitana.

Es un hecho comprobado: al volver de Portugal , el viajero se sentirá eterna e irremediablemente embrujado. Bellos paisajes y ciudades entrañables, ricas en historia y cultura, gente sencilla y muy amable, una gastronomía exquisita.

Y en todas las estaciones, incluso en pleno invierno europeo, un clima benigno y radiante de sol.

Desde Lisboa , esa ciudad irresistible, sosegada y melancólica, pasando por Coimbra y Porto hacia el norte, potentes y magníficas; hasta las encrespadas y fabulosas costas del Algarve en el sur, el viaje a Portugal es una verdadera fiesta para los sentidos.

Llegando a Lisboa, la primera imagen será, probablemente, la Baixa , el barrio bajo, corazón de la ciudad y el de estilo más monumental después de que el marqués de Pombal lo mandara a reconstruir tras el terrible terremoto que sufrió Portugal en 1755 y que destruyó buena parte de la capital. La primera impresión impacta: los grandes edificios con las fachadas cubiertas de azulejos, las preciosas veredas adoquinadas en blanco y negro, los tranvías circulando.

Un enorme arco conecta la céntrica rua Augusta, poblada de tiendas y barcitos, con la Plaza de Comercio, lindísima, un espacio abierto rodeado de recovas que da al río Tajo (aquí se lo llama Tejo) y que ofrece una panorámica muy bella, con ese aire romántico, antiguo y melancólico que envuelve toda la ciudad.

Hacia el otro lado del río, van apareciendo las otras plazas que terminan de conformar el centro de Lisboa: Figueira, Rossio, Restauradores, hasta la elegante Avenida da Liberdade, poblada de hoteles y embajadas, que conecta con la Plaza Marques de Pombal y luego con Saldanha, barrio moderno, residencial y de negocios.

Toda la Baixa refleja el esplendor del antiguo imperio, cuando las naves portuguesas se lanzaban al mar a conquistar el mundo. La Lisboa inolvidable, sin embargo, está más arriba.

Barrio de Alfama

Ciudad extraña, distinta a todas, Lisboa trepa a las colinas a ambos lados de la Baixa. Hacia un costado se despliega Alfama , seductora y misteriosa, la zona más antigua de la capital, con sus resabios hebreos y moriscos. Es el barrio del fado (la música popular más genuina de Portugal) y la nostalgia, con sus angostas callejuelas y los balcones que estallan de geranios y ropa tendida: aquí las casitas son mínimas y todo el mundo cuelga la ropa en sogas hacia el exterior, lo que en conjunto da un efecto alegre y colorido. Jaulas con pajaritos asoman en los frentes pintados de colores. Las puertas están abiertas y los vecinos conversan en la vereda. La gente con la que uno se cruza es amable y sencilla, gentil como en pocas partes del mundo.

La mejor manera de llegar a Alfama es tomar el histórico tranvía 28 hasta el Castillo de San Jorge , el punto más alto. El viaje es encantador; el tranvía pasa por los sitios más emblemáticos de Lisboa y trepa por cuestas imposibles, angostísimas, donde el viajero inexperto se encomendará al cielo porque parece que, en cualquier momento, el vagón va a pegar contra los muros de las casas.

Desde el castillo, el barrio va bajando hacia el río en un enjambre desordenado de callejones y techos de tejas rojas, y varios miradores con unas vistas espectaculares. Entonces hay que animarse a caminar sin rumbo y perderse por ahí, para ir descubriendo poco a poco los secretos del barrio, sus paredes descascaradas, los talleres de artesanos, los restaurantes, las casas de fado.

De pronto, aparece de la nada un teatro romano de un siglo antes de Cristo en plena excavación. Otro poco, y un barcito minúsculo, donde se toma un café extraordinario (sépalo, en Portugal el café es sublime en casi todas partes).

Más allá está la Catedral –conocida como la Sé– un edificio impactante construido sobre una antigua mezquita musulmana. Y el monasterio de San Vicente de Fora, un clásico de la arquitectura manierista, al lado del cual se instala los martes y sábados el “mercado de la ladrona”, un mercadillo de usados y otras yerbas donde se puede encontrar de todo y por donde circulan los personajes más exóticos.

Tranvía 28

Al anochecer, mientras se van encendiendo los faroles en las calles, asoma la Alfama nocturna, con sus tabernas para escuchar fados y saborear una ginjinha , el licor de cerezas típico de Lisboa, y restaurantes para degustar del placer de una cataplana de pescado (el plato típico, ver De cataplanas y cocidos ), un pulpo cocido, o un bacalao en sus innumerables formas de preparación.

Hay restaurantes para todos los gustos, desde el clásico A Baiuca, para disfrutar de una noche de fado y especialidades portuguesas, hasta joyitas algo más ocultas, como Río Coira, en la calle que sube hasta el castillo, una taberna de barrio sencilla y barata, donde se come como los dioses.

Del otro lado de la Baixa, Lisboa vuelve a trepar hasta el Bairro Alto y Chiado , zona antigua y bohemia, y también el reducto más fashion de la ciudad porque en los últimos años se han instalado allí tiendas de marca y restaurantes de vanguardia, carísimos en relación con la media más que razonable de los precios en Portugal. Se puede llegar con el tranvía 28, claro, o caminando si se tienen buenas piernas y buen estado físico (las calles son bien empinadas), pero también con el elevador de Santa Justa , un elegante ascensor de hierro forjado diseñado por un discípulo de Gustave Eiffel.

Desde el punto de salida del elevador, ya en el Bairro Alto, se pueden captar las mejores imágenes de Lisboa: la Baixa hacia abajo, la inmensidad de Tajo a la derecha y, de frente, Alfama, en una panorámica soñada.

Las callejuelas adoquinadas del Bairro Alto están llenas de restaurantes, cafés, librerías y bares que anuncian sus noches de fado e incluyen el Chiado, poco más abajo caminando por el Largo do Chiado, la calle de los intelectuales y fundamental para la historia portuguesa: allí se reunía lo más granado de las artes y las letras.

Aquí se impone volver a perderse entre las callecitas. Sin embargo, una parada obligadísima es tomar un café o una cerveza en el Café A Brasileira, fundado en los años ’20 y del que era habitué el poeta Fernando Pessoa. Lo sigue siendo, en verdad, porque una estatua tamaño natural del escritor está tomando un café para toda la eternidad en una mesita de la terraza.

Plaza de comercio

Un tranvía más moderno une la Baixa con Belem, a media hora de Lisboa, un lugar que concentra algunos de los edificios más importantes de la ciudad, como la Torre de Belem, el Monumento a los Conquistadores y el Monasterio de los Jerónimos, una joya arquitectónica. A una cuadra de allí, otra joya de los sabores: la gente hace cola en la calle para probar los famosos pastéis de Belem, unos hojaldres rellenos con crema que se sirven calentitos y recién hechos, realmente deliciosos.

Lisboa tiene mucho más para ver, para sentir, para saborear, la Fundación Calouste Gulbenkian, el Museo de Arte Antiguo y el del Azulejo, el Centro Cultural de Belem, el Oceanario.

A sólo media hora de camino, hay también una ciudad pequeña y romántica: Sintra , a la que se puede llegar en auto (las rutas y autopistas en Portugal son excelentes) o en tren, desde la estación de Rossio.

Sintra es una ciudad para caminar y caminar. Son encantadoras las callecitas empedradas, las pequeñas tiendas, los palacios. Hay varios –es casi imposible abarcarlos todos en un viaje–, pero se destacan el Castelo dos Mouros, el Palacio Nacional de Sintra y, muy especialmente, el Palacio da Pena, situado en una de las colinas más altas de la ciudad, con una vista espectacular en medio del precioso entorno natural del parque natural Sintra-Cascais, y con un diseño extraño, mezcla de estilos neomanuelino, romántico, neogótico, y con fuertes toques árabes. Recorrerlo es una experiencia casi delirante, con sus tonos amarillos y anaranjados, las torres almenadas recortadas contra el cielo, los salones sobrecargados de muebles y ornamentación, los patios y jardines.

Hay también un tranvía que circula los fines de semana, y que une Sintra con la playa de Macas en un viaje lindísimo.

Antes de irse de Sintra, hay que pasar, además, por Piriquita, un café en el pequeño centro de la ciudad, para probar el famoso travesseiro , una masa de hojaldre, con dulce, muy rica.

Saliendo de Sintra, Cascais y Estoril (elegantes remansos de paz sobre la costa, con unas vistas espléndidas) son las ciudades más cercanas entre las muchas que irán apareciendo en el camino, cada una con su particular atractivo, casi siempre antiquísimas, y todas con esa calidez y proverbial amabilidad que caracteriza a los portugueses.

Coimbra

Ahora ponemos rumbo al norte, unos 200 kilómetros hasta Coimbra , ciudad universitaria, antigua, muy hermosa y llena de leyendas. Situada a orillas del río Mondego, tiene una parte alta, coronada por la universidad, y una parte baja con un espíritu más comercial.

La universidad es una de las más antiguas de Europa y tiene una biblioteca de estilo barroco que es uno de los grandes tesoros portugueses. Para las festividades académicas, y muchas veces también fuera de ellas, los estudiantes siguen usando el traje que marca la tradición, con camisa, corbata, chaleco, chaqueta larga y capa. Muchos siguen las costumbres de sus ancestros, como llevar en sus capas tantos tijeretazos como decepciones amorosas hayan tenido. Cuando inundan la ciudad, la imagen es inolvidable (por eso conviene visitar Coimbra en época de clases).

La ciudad se puede recorrer a pie, porque todo está cerca. Hay dos catedrales interesantísimas para ver: la Sé Velha (catedral vieja) y la Sé Nova (catedral nueva). También el puente de Santa Clara, con su hermosa panorámica de la parte histórica de la ciudad, el museo Machado de Castro, que ocupa el antiguo Palacio Episcopal, y la Iglesia de Santa Cruz, con su fachada increíble.

Vuelta al camino y, a poco más de 100 kilómetros, asoma Oporto (Porto para los amigos), en la desembocadura del río Duero , espléndida, con sus estrechas callejuelas medievales y sus majestuosos edificios.

El casco antiguo de Porto, la Ribeira , es espectacular. Es el viejo puerto fluvial, que trepa escalonadamente una colina desde el río. Las oficinas portuarias se transformaron en encantadoras tabernas y tascas. Los edificios están revestidos de azulejos de colores y los balcones tienen preciosas barandas de hierro forjado. También aquí la ropa cuelga en los frentes. Desde los muelles, parten barcazas construidas a la manera de las viejas embarcaciones (se llaman rabelos ), que realizan paseos por el río igual que en el pasado, cuando transportaban los inmensos toneles con ese vino que le ha dado fama mundial a la ciudad.

Entre los puentes que cruzan el Duero, el enorme y metálico Luis I es una institución, conectando la ciudad con Vilanova de Gaia, paraíso de los almacenes que albergan las cavas de los célebres vinos.

Desde la orilla del río, un tranvía vetusto ofrece un paseo maravilloso hasta las playas de Foz, escenario de grandes gestas de los marinos portugueses cuando se lanzaban a la mar. Todo, todo tiene un sabor romántico, de otros tiempos.

Porto

Hay viajeros que destinan sólo un día a Porto, que alcanza para recorrer la Ribeira y las márgenes del Duero. Pero vale la pena quedarse por lo menos otro día y conocer la catedral, la Rua das Flores, el Palacio de la Bolsa, la Torre de los Clérigos y tres piezas de colección: la librería Lello & Irmao, de 1906, sin duda entre las más bellas del mundo, el Mercado de Bolhào, paraíso gastronómico, y el famoso Café Majestic, obra maestra de la Belle Époque.

Una leyenda que circula en el Algarve (la costa del sur de Portugal) cuenta que un rey moro, para calmar la nostalgia que su amada princesa nórdica sentía por sus tierras, ordenó plantar miles de almendros en sus reinos para que cuando florecieran, a fines de enero, su blancura le trajera el recuerdo de la nieve. Cierto o no, en invierno el Algarve se pone especialmente bello, resplandeciente de blancos y rosados y, además, con un tiempo benigno, soleado y agradable, sin temperaturas extremas, como es característico en esta región. Más aún, los enormes contingentes de turistas que atiborran esta zona en verano brillan ahora por su ausencia, lo que le da un encanto adicional.

Toda la costa del Algarve está salpicada de localidades (algunas son ciudades, otras pequeños pueblos de pescadores), distantes a pocos kilómetros entre sí, ideales para ir recorriendo de a poco, parando y disfrutando.

Desde Tavira al este, muy pintoresca, con sus callejuelas empinadas y el mar cristalino (hay una isla enfrente, paradisíaca), pasando entre otras por Olhào, Faro, Albufeira y Portimâo hasta llegar a Lagos, una de las más importantes, con una costa fabulosa, de rocas y acantilados, con oasis de arena dorada y un casco urbano bien atractivo.

Lagos fue la residencia de Enrique el Navegante y base del comercio con las colonias portuguesas en Africa. Hay un antiguo mercado de esclavos, un fuerte y un casco histórico inmenso, con construcciones blancas y calles empedradas, lleno de restaurantes donde probar unas buenas sardinas asadas rociadas con el clásico vinho verde portugués que, en realidad, es blanco. El invierno es también el momento ideal para hacer algunas incursiones al interior, como la Sierra de Monchique, muy popular entre los portugueses, con su centro de aguas termales, u otros pueblitos agrícolas tradicionales como Estoi o Almansil.

Costa Vicentina

Viajando hacia el oeste, la Costa Vicentina es otro de los tesoros del país –una maravilla natural, con playas salvajes, refugio de especies protegidas– para recorrer con tiempo.

Pero antes, justo en la punta del continente, a unos pasos de la ciudad de Sagres, el Cabo San Vicente es el punto más meridional de la Península Ibérica; es el lugar donde los antiguos creían que se terminaba el mundo.

Como último lugar donde se pone el sol en Europa, ver un atardecer en el Cabo San Vicente es más que una tradición: es una experiencia intensa, sobrecogedora, seguramente difícil de olvidar. Como llegar, literalmente, al fin del mundo, y del viaje.

Claudia Dubkin (Especial)
Clarín - Viajes
Fotos: Web

lunes, 26 de diciembre de 2011

Sudáfrica-Ciudad del Cabo: una nueva maravilla


Ciudad del Cabo, vista panorámica

Urbe con historia, pero cosmopolita y moderna, atrae con playas, colinas, viñedos a su alrededor y una de las nuevas maravillas naturales del mundo: Table Mountain

Si uno despertara dentro del nightclub Asoka, jamás adivinaría en qué ciudad se encuentra. Peinados nuevos, ropa extravagante y música electrónica, en una disco que podría estar en cualquier otra urbe cosmopolita. Si uno amaneciera en una calle del centro podría sentirse en Sydney, Dublín o las afueras de Londres: autos nuevos con el volante a la derecha y construcciones modernas entre casas de estilo victoriano. Si uno abriera los ojos en Ciudad del Cabo sin conocerla, nunca pensaría que está en el continente negro.

La ciudad más europea de Africa carga con ese atributo tras siglos de colonialismo y décadas de apartheid. Su posición estratégica entre Oriente y Occidente resultó tal vez su condena: aventureros, mercaderes, soldados y piratas han pasado por aquí en busca de nuevos rumbos y tierras para plantar... bandera. Sus huellas son indelebles. Otros llegaron desde Asia como esclavos o, en los últimos años, como representantes de grandes empresas. La expansión china en el continente es vertiginosa y aquí se siente con fuerza, al igual que en Johannesburgo. También hay una importante migración de países como Angola, Zimbabwe y Mozambique, y cada vez más viajeros del mundo que vienen por unos días y deciden quedarse para siempre. Las razones están a la vista.

Ciudad del Cabo es una de las urbes más lindas del planeta. Su geografía privilegiada combina mar y montaña, y atrae especialmente en verano, cuando la población se duplica: los 5 millones de habitantes se convierten en 10, ávidos de sol y arena.

Alquilé este auto y me voy para la playa, dice la luneta trasera de un viejo coche a la salida del aeropuerto. Otra luneta: Faltan 23 días para Navidad. La costumbre local de llevar mensajes a cuestas refleja un espíritu veraniego que se anticipa.

En los últimos años, cada vez más gente viene en busca de los viñedos cercanos, que han adaptado sus cascos de estancia a los nuevos tiempos del turismo vitivinícola. Pinotage, alojamiento, piscina y spa; un combo irresistible. Quienes llegan por primera vez a la región (o por segunda o tercera) también incluyen en su recorrido un safari en alguna reserva.

Ciudad del Cabo tiene dos emblemas naturales impedibles. Por un lado, la zona donde se juntan los océanos Atlántico e Indico, que se puede apreciar desde miradores desarrollados para el turismo. Por otro, una de las nuevas 7 maravillas del planeta, conocida como Table Mountain (montaña de la Mesa), que le da un marco inigualable a la ciudad. También es un símbolo Robben Island, a 12 km de la costa, que alternó entre cárcel y leprosario a través de los siglos. En tiempos del apartheid, allí estuvieron detenidos líderes opositores, entre ellos Nelson Mandela.

El Waterfront, un renovado puerto repleto de tiendas de todo tipo, restaurantes y también bares para trasnochar

Calles y vuelta al mundo
El primer intento por subir a la montaña de la Mesa fracasa. Llegamos cerca de las 9.30 hasta el acceso al teleférico, pero está cerrado por el viento en la cima. Suele pasar, dicen en ventanilla. Hay que tenerlo en cuenta y confirmalo por teléfono antes de venir hasta acá, por un camino zigzagueante de 20 minutos.

El cambio de planes adelanta el paseo por la ciudad, que es la segunda más poblada de Sudáfrica, después de Johannesburgo, y una de sus tres capitales, junto con Pretoria y Bloemfontein. Camino al centro atravesamos el barrio malayo, conocido como Bo-Kaap y muy fácil de distinguir: todas sus casas están pintadas de colores chillones. Imposible pasar de largo sin tomar unas fotos y, en lo posible, también un té en algún bar de este micromundo de mezquitas y tiendas de comida árabe.

A pocas cuadras, un mercado de artesanías al aire libre -el Green Market- ocupa una manzana con puestos muy parecidos entre sí, que venden cuadros de los Big Five, miniaturas talladas y estatuas de tamaño natural, huevos de avestruces pintados a mano y radios artesanales hechas con alambres y tapas de gaseosa. La variedad asombra, pero los precios son un poco más altos que en Bahía Hout, destino del día siguiente.

Long Street es la calle más famosa. Tiene bares con mesas en la vereda, aires turísticos y rastros de un pasado más bohemio. La mayoría de los hostels se ubica a su alrededor y es la zona cervecera preferida por los jóvenes. La actividad nocturna más sofisticada se mudó a Kloof St, continuación de esta misma calle.

Otro paseo muy buscado es Victoria & Alfred Waterfront, un puerto que huele a hortensias. Sus muelles y almacenes de mediados del siglo XIX han sido reciclados y convertidos en restaurantes y tiendas de ropa y diseño. En el lugar hay también un centro comercial interminable, un anfiteatro al aire libre, el mayor acuario del continente y una luminosa vuelta al mundo para disfrutar desde lo alto.

Después de un risotto de frutos de mar y degustación de quesos en Societi, la noche sigue en The Power and the Glory, uno de esos bares de moda que cambian de ubicación cuando se hacen demasiado conocidos, y más tarde en Asoka, para terminar la noche sin saber en qué ciudad estamos.

Cape Point, donde se juntan las aguas

Mares enfrentados
Desayunar frente al Atlántico y almorzar junto al Indico suena a extravagancia, pero es una simple rutina en una de las vías más transitadas por el turismo en la región. Luego del segundo intento fallido por subir a Table Mountain -esta vez llamamos por teléfono antes de ir- llegamos a Camps Bay, a sólo diez minutos del centro. Es una bahía abierta con arena blanca y grandes olas. Mucha gente elige ver aquí la caída del sol sobre el agua, con un trago en alguno de los bares chic de su avenida costanera. Por la hora, nosotros optamos por un desayuno.

Clifton es la bahía más popular y su cuarta playa (4th Beach), la preferida de la mayoría. Camino al extremo sur del cabo aparece Hout Bay, buena parada para comprar artesanías, donde también se contratan paseos a lugares como Seal Island, repleto de focas.

Bandas musicales esperan la llegada de los catamaranes para tocar a la gorra y los artesanos, con calculadora en mano, proponen regatear hasta por una pulsera de hilo. Los precios están en rands y son mejores que en los mercados del centro.

Muchos llegan a Cabo de la Buena Esperanza con la idea de encontrar un show de corrientes enfrentadas. No es tan así. La unión de los océanos es imposible de distinguir, pero el paisaje salpicado por la furia del mar bien vale la visita. También, la foto junto al cartel que acredita que llegamos a este mítico punto del planeta.

Cape Point es el lugar más buscado. Una caminata de 20 minutos alcanza el faro ubicado en la colina. Se puede subir también en funicular, para disfrutar de las ballenas australes entre mayo y noviembre, y de un marco de acantilados imponente -superan los 200 metros- durante todo el año. Algunos dicen ver al Flying Dutchman (el Holandés Errante), un barco que, según la leyenda, fue condenado a navegar para siempre.

Sobre un acantilado junto al cálido Indico probamos atún colorado, ostras, langostinos on the rocks y pescado del día a la plancha. El lugar se llama Black Marlín y fue creado en una vieja estación ballenera. Por un almuerzo y vista increíble pagamos 160 rands cada uno (80 pesos argentinos). Para el café, el lugar ideal es Summer Town, un pueblo a cinco minutos del restaurante. Hasta ahí se puede llegar en tren desde Ciudad del Cabo.

Montaña de la Mesa

Al fin, la Mesa
Un mantel de vapor cubre la cima plana de la montaña de la Mesa, pero no hay viento, de manera que podemos subir. El teleférico es un inmenso dispositivo giratorio con ventanales, que en 5 minutos asciende hasta los 1085 msnm. La velocidad es suficiente como para sentir que uno puede estrellarse contra la roca, pero el arribo es suave y nos introduce en un lugar sin comparación.

La visibilidad al principio es nula, ya que las nubes lo cubren todo. La sensación de estar rodeados de precipicio sólo se confirma cuando comienza a despejarse. Ahora sí: hacia cualquier lado que uno mire, todo es

cielo. Hay que asomarse hasta algunos de los extremos para ver la ciudad, las bahías, Robben Island y las cimas empinadas de los cerros que hacen de centinelas: el pico del Diablo y la Cabeza de León.

El circuito tiene algunos desniveles, pero es mayormente plano. Es con una gran piedra cuyo pico fue talado. Los senderos unen los mejores miradores hacia los distintos frentes. El principal -que sale en todas las fotos desde abajo- es de tres kilómetros. Hay un bar con mesas de madera a la intemperie y un local de suvenires.

En circuitos de trekking de variada dificultad, se asciende del pueblo a la cima en dos o tres horas.

La montaña puede ser el lugar perfecto para empezar 2012. El último teleférico de este año subirá a las 23 del 31 de diciembre y descenderá dos horas más tarde, después del brindis.

El barrio malayo Bo-Kaap

Vinos, Leones, y Peces que masajean
Hay dos cocodrilos que se perdieron hace tres años durante una inundación y aún no aparecen. Los huéspedes de Santé, un resort en una región de viñedos (a una hora de la ciudad), no se muestran preocupados por eso, mientras andan en canoa en la laguna que integra varios emprendimientos turísticos. Al lado, por ejemplo, hay un parque de leones que no se escapan, pero se hacen oír.

Creado hace diez años, Santé es un resort ecofriendly de 4 estrellas. Muchos vienen únicamente a pasar el día y disfrutar del spa, como cuatro mujeres que llegan en helicóptero todos los meses, se hacen masajes, las uñas y las manos, y regresan sin pernoctar. Uno de los servicios curiosos del spa es la terapia Dr. Fish Nibble. Hay que poner los pies dentro de una pecera y un cardumen se ocupa de limar las asperezas.

Estadio Soccer City

DATOS UTILES
Dónde dormir
  • The Table Bay: en V & A Waterfront, una propuesta de cinco estrellas, de la cadena Sun International. Más, en www.suninternational.com
  • Santé: hotel, resort & spa. Más, en www.santesa.co.za

Dónde comer
  • Societi: bistró sofisticado y con ambiente cordial, bar de tragos y terraza. www.societi.co.za
  • Black Marlín: junto al mar, imperdible en el paseo al Cape Point. www.blackmarlin.co.za

Qué hacer
  • Montaña de la Mesa: cuesta 195 rands (100 pesos argentinos) subir y bajar en teleférico. Horarios e información (por ejemplo, si está cerrado o abierto según el clima), en www.tablemountain.net Comprando los tickets desde el sitio hay 10% de descuento.
  • Robben Island: para información de acceso y el museo, www.robben-island.org.za

Más información
La moneda sudafricana es el rand: 2 rands equivalen a 1 peso argentino, aproximadamente

Martin Wain
La Nación - Turismo
Fotos: La Nación y Web

lunes, 5 de diciembre de 2011

Buenos Aires: Turismo Subterráneo


Aduana Taylor

La Manzana de las Luces, el Museo del Bicentenario y una red de túneles olvidados son parte de una nueva manera de conocer la Ciudad: ingresando al pasado.

Los museos, las milongas, los cafés notables y los parques; el teatro, el cine y los recitales. Los amantes de Buenos Aires saben que la Reina del Plata tiene muchas caras y que la variedad de propuestas resulta infinita. Pero tal vez su costado más oculto, el menos conocido, es el que tiene que ver con su pasado.

Guardado bajo el cemento del desarrollo de Buenos Aires, que pasó de ser una aldea a una gran ciudad en menos de cien años –a principios del siglo XIX tenía 40 mil habitantes, a fines, más de 500 mil–, el pasado de la capital se recorre a pie en un itinerario por los más antiguos adoquines porteños, entre Montserrat y San Telmo.

Donde hoy se encuentra el monumento al genovés Cristóbal Colón, frente a la Casa de Gobierno, se encontraba el fuerte (construido en el siglo XVIII) y luego la Aduana Taylor. Abierto de 11 a 19, el Museo del Bicentenario, esa especie de nave de acrílico que se ve en el lugar donde la Av. L. N. Alem se convierte en Paseo Colón, es un paseo por la historia de Buenos Aires, desde las comunidades originarias, el pasado del fuerte, la Aduana y, como un extra, el único trabajo que el muralista mexicano Alfredo Siqueiros realizó en la Argentina: Ejercicio Plástico. Se entra por Hipólito Yrigoyen 219.

La pequeña ciudad fundada por Pedro de Mendoza en 1536 se edificó sobre las barrancas del arroyo Tercero del Sur, conocido como el Zanjón de Granados. En 1580, sobre su cauce se delimitó un solar que entregó el mismo Juan de Garay a Juan González.

Después de siglos de aristocracia, su destino fue conventillo y vinería, hasta que en 1985 se encontró, 4 metros bajo tierra, al entubamiento del zanjón realizado a fines del siglo XVIII, además de cientos de elementos que permiten develar usos y costumbres de la antigua Buenos Aires.
Aduana Taylor

En 1500 metros cuadrados distribuidos entre dos manzanas (una puerta de entrada es la Casa Mínima, ingreso angostísimo sobre el Pasaje San Lorenzo), la obra de ingeniería olvidada que se creyó una red de túneles secretos, ubicada en Defensa 755, organiza visitas guiadas de lunes a viernes y los domingos.

“Estos espacios permiten ir más allá de la historia de la ciudad como planeamiento. Hablan de la vida cotidiana de la gente en el pasado, elementos que no se encuentran en las fuentes escritas”, asegura la arqueóloga Flavia Zorzi, voluntaria del área de Patrimonio de la Ciudad de Buenos Aires.

El arqueólogo Daniel Schávelzon, fundador y director del Centro de Arqueología Urbana (CAU) y autor del libro Túneles de Buenos Aires, Historias, mitos y verdades del subsuelo porteño trabaja desde hace tres décadas en la desmitificación del sustrato de la Ciudad de Buenos Aires e intenta develar la verdadera función que cumplieron y cumplen las supuestas redes de canales y pasajes secretos ocultos bajo el suelo de la urbe.

Según él, el contrabando era una actividad corriente y la Ciudad por el siglo XVII era tan pequeña que encuentra ridícula la idea de que esclavos negros hayan trabajado a escondidas de los restantes 1.800 habitantes para cavar túneles y contrabandear (con presunta participación de las autoridades).

Además, junto con el CAU trabaja en la arqueología de rescate, lo que significa que cada vez que se hace un pozo para construir un edificio en la Ciudad y se encuentran restos arqueológicos, si la fortuna es buena, Schávelzon se entera y con su grupo de trabajo van hacia el rescate de la memoria de estas latitudes.

En 1894 se prohibieron los pozos y aljibes y la mayoría fueron rellenados con basura. Hoy, esos rellenos son un libro abierto del pasado y las piezas valiosas que se restauran pasan a ser exhibidas en organismos públicos como privados. La basura habla de la dieta alimenticia, de la vajilla, de costumbres. “En el Convento Santa Catalina encontramos variedad de aves. Parece que las monjas comían muchos pichones de palomas, loros y piches”, asegura el arqueólogo especialista en restos óseos Mario Silveira desde su escritorio-laboratorio del CAU en Ciudad Universitaria.

El Parque Lezama y una antigua casa en Bolívar 373 fueron importantes centros de excavación. La tanguería Michelangelo, construida sobre terrenos que pertenecían al convento Santo Domingo, además de entretener con espectáculos del baile compadrito, pone a la vista un interesante acervo que habla de las comunidades aborígenes de la zona y conserva recuerdos del Almacén Huergo.

Túnel Manzana de Las Luces

Pero si hablamos del subsuelo porteño, de intrigas y misterios, la Manzana de las Luces se lleva todas las medallas. Una red de túneles inconclusos que se cree que fue construida por los jesuitas para escapar de algún posible ataque invasor se encuentra debajo de los edificios encerrados entre las calles Perú, Moreno, Bolívar y Alsina.

Encima funcionaron las casas virreinales, la Procuraduría de Misiones, el primer periódico, la primera Universidad de Buenos Aires y el Congreso de la Nación y todavía funcionan el Colegio Nacional Buenos Aires y la Iglesia de San Ignacio. Los túneles, con fama de cámaras de tortura utilizadas por los monjes para infieles y herejes, se ubican a 6 metros bajo tierra, datan del siglo XVIII y se visitan solamente los domingos.

Mariana Jaroslavsky
Diario Perfil - Turismo
Fotos: Web

sábado, 19 de noviembre de 2011

Argentina: Golf sin salir de casa

Cancha de gol del Hotel Llao Llao de Bariloche

Los golfistas que llegan gastan cuatro veces más que los turistas tradicionales. El tango, el asado y el malbec hacen que prefieran Argentina a Escocia.

Más de 5 millones de turistas visitan la Argentina cada año. Muchos frecuentan alguna de las 320 canchas de golf diseminadas a lo largo de todo el territorio y gastan mucho más que otros turistas. No por nada, la Argentina fue distinguida como el mejor destino de golf de América Latina y el Caribe en 2011, por la Asociación Internacional de Tour Operadores de Golf. “Argentina se está consolidando como uno de los destinos preferidos del mundo para practicar golf no sólo por la larga tradición que este deporte tiene en nuestro país, sino también por toda la oferta turística que existe”, explica Susan Marples, Coordinadora de Turismo de Golf del Instituto Nacional de Promoción Turística (Inprotur). “Se trata de un combo muy apreciado por el jugador, quien pasa el día en el court, pero a la noche puede disfrutar de una buena infraestructura turística, gastronómica y de entretenimiento”, continúa la especialista.
Así, junto con Australia, Sudáfrica e India (aunque muy lejos aún de los más tradicionales Escocia, Estados Unidos e Inglaterra), el país registró un aumento del 15 por ciento en esta modalidad durante 2010 y es cada vez más visitado por extranjeros de altísimo poder adquisitivo, que buscan algo más que un palo y un hoyo. “El tango, el asado, la Patagonia y el Malbec hacen que, por ejemplo, un alemán prefiera venir a la Argentina antes que viajar a Escocia, que es la cuna del golf”, asegura Nicolás Iorio, de la agencia WeGolf.

Una vez dentro del país, las regiones más buscadas son Buenos Aires, a la cabeza (donde se encuentran los clubes centenarios, como Mar del Plata, Lomas Athletic, San Andrés –el más viejo de Sudamérica– y Hurlingham), la Patagonia y Mendoza. “El tema de los viñedos y las bodegas funciona como un imán para esta clase de turistas. Por lo general, se trata de grupos de amigos, de entre 35 y 70 años, a los que les divierte jugar al golf y tomar vino. En cierta medida, se trata de viajes de egresados para gente grande”, comenta Iorio. En menor medida, también llegan grupos de mujeres solas (a quienes se les ofrece paquetes de Golf & Spa), parejas y familias enteras. “Podría pensarse que mientras los padres juegan al golf, mandan a los chicos a escuelas de polo”, razona Marples al pensar en el éxito que también despierta nuestro polo entre los extranjeros. “Por lo general, se trata de personas que no conocen el país y cuando vienen se sorprenden, se encuentran con una cultura mucho más europea de lo que se imaginaban, mucho más civilizada, donde la gente camina con traje y celular por el microcentro, donde se come bien y, entonces, deciden volver”, concluye.

En números. Un paquete de seis o siete noches en Buenos Aires arranca en los 1.300 dólares, tarifa basada en hoteles de cuatro estrellas y a la que se le suele sumar una extensión de tres o cuatro noches más en la Patagonia. “Estos valores ya son el doble de lo que vale un viaje tradicional a la Argentina, es decir, sin golf”, afirma Iorio.

Sin embargo, lo más sorprendente es la diferencia de dinero que estos turistas premium gastan durante su estadía. “Se estima que cuatro veces más que el tradicional, ya que no tienen problema en elegir hoteles y restaurantes de primer nivel”, dice Marples. Así, mientras un turista cualquiera gasta un promedio de 106 dólares por día, según el Indec, un jugador de golf no baja de los 450. “Por esta razón, es un segmento muy apreciado que debe crecer”, continúa.

¿Cómo lograr que esos 5,3 millones de turistas que visitan el país año a año tengan su réplica en las canchas de golf? ¿Cómo hacer para que la Argentina, líder en el área a nivel regional, también lo sea a escala global (actualmente se ubica en el puesto número 15)? Abrir la mentalidad, coinciden los especialistas. “Acá los clubes son muy tradicionales, muy exclusivos y muy cerrados a la persona que no es socia. Y eso es un poco lo que hay que cambiar, modernizarse, tener presencia en Internet. Idealmente, tendrían que aplicar también el revenue management, es decir, apuntar a la mayor ocupación posible, como en los aviones, donde se establecen distintos precios según la ubicación de los asientos –explica Iorio–. Esto permitiría que el lunes a las 10 de la mañana, cuando los courts están vacíos, la tarifa sea más barata, mientras que el sábado al mediodía, sea bastante más elevada.”

Laura Blanco

Río Negro: Swinging en el Llao Llao
En Bariloche se adaptó la tecnología LED para iluminar canchas de golf y poder jugar de noche. La pelota tiene un timer y también se enciende con cada golpe.

Jugar al golf? La elección se multiplica por miles en la Argentina, de sur a norte y de este a oeste. Pero, ¿de noche? ¿Es posible? Desde el año pasado, un lugar ofrece la posibilidad de vivir esa nueva experiencia en el país. En Bariloche, al pie del pico nevado del volcán Tronador y con el lago Nahuel Huapi de testigo, el campo de golf del emblemático Hotel Llao Llao (recientemente distinguido con la norma ISO) aparece iluminado dos veces a la semana durante el verano. ¿Luces? ¿En una cancha de centenares de yardas?

La idea, nacida en Estados Unidos, llevó más de un año de trabajo para ser adaptada a las posibilidades locales. En una primera etapa, la empresa encargada de desarrollar el proyecto probó con lo obvio: metros de cables surcaban los fairways para abarcar toda la superficie necesaria; pero no parecía un modo viable de iluminar la cancha. “Era muy caro hacerlo así, y además no se lograba el brillo que buscábamos. Entonces optamos por explorar una solución propia”, explica Guillermo Tessman, el ideólogo, mientras por la ventana del Club House de la cancha se aprecia una gama de colores luminosos que vigilan el andar de los golfistas.

El golf nocturno es posible, al fin y al cabo, gracias a la tecnología LED; pequeñas estacas iluminadas por dentro demarcan el tee de salida de cada hoyo, el fairway, los búnkers y el green, y también suben hasta la bandera. En cada sector el color de la luz es diferente, para que el jugador sepa exactamente en qué lugar del recorrido anda su pelota.

La pelota… Tal vez allí esté el aspecto más sofisticado de esta innovación. Cada bola también posee en su interior luces de LED, que se activan con el golpe. Desde ese momento, un timer colocado dentro de la misma se activa por diez minutos, tiempo suficiente para que el jugador, además de ver el recorrido por el aire, pueda llegar hasta ella para seguir jugando. ¿Y si el próximo tiro se produce antes de los diez minutos? El timer arranca otra vez de cero.

Las luces funcionan gracias a las baterías que se colocan. Aquí juega la ecología: todas son recargables, y la empresa tiene un convenio con otra que se encarga de reciclarlas cuando se agota su vida útil (veinte horas aproximadamente). “Nuestra tecnología produce luz fría, reutilizable, de bajo consumo y mucha potencia”, amplía Tessman.

El carácter lúdico de la experiencia, también, crece a la sombra de las estrellas. “El jugador se planta distinto de día que de noche. A esta hora vienen sólo a divertirse, se sorprenden con lo que les va pasando, se ríen mucho. No existe esa concentración típica de una competencia”, compara el desarrollador. Y se puede comer, además: al final de los cinco hoyos preparados para jugar con la luna de testigo, cada viernes aparece desde la cocina una fondeau de queso, para arrancar, y otra de chocolate. Y eso sí que se festeja más que un hoyo. El menú para dos personas tiene un valor de 300 pesos, e incluye una copa de vino.

La práctica del golf nocturno puede desarrollarse desde fines de diciembre y hasta fines de febrero en la cancha que rodea la nave central del famoso hotel, todos los viernes desde las 21. El costo, para los huéspedes, es de 90 pesos, y de 120 pesos para los visitantes. Los que salen de jugar, diferencias de hándicap al margen, se igualan en algo: las ganas de volver a vivir la curiosa aventura.

Andres Eliceche (Desde Bariloche)
Notas de Perfil-Turismo

lunes, 31 de octubre de 2011

Australia: La sagrada Ayers Rock


Este inmenso peñasco, en el Parque Nacional Uluru-Kata Tjuta, es una sorprendente aparición en pleno desierto.

Es un sitio sagrado para los pueblos originarios de Australia , y se puede decir que se transforma en algo similar para los miles de turistas de todo el mundo que lo visitan cada año y caen ante el embrujo de su imponente presencia y sus cambios de color, y sobre todo ante ese rojo brillante que adquiere cuando la acaricia el sol del atardecer.

Uluru , también conocido como Ayers Rock, no es geológicamente más que lo que su nombre en inglés indica: una roca, o digamos, para ser más exactos, una formación rocosa compuesta por arenisca que se encuentra casi en el centro exacto de Australia, en el Territorio del Norte, 430 kilómetros al sudoeste de la ciudad de Alice Springs y a nada menos que unos 2.800 kilómetros de Sidney.

Casi en el centro exacto de Australia (el llamado Red Center, o Centro Rojo), y en el corazón del Parque Nacional Uluru-Kata Tjuta , la formación rocosa se erige como una especie de vigía de casi 350 metros de altura –aunque la mayor parte de ella se encuentra bajo tierra– en medio de un árido y duro desierto, donde las temperaturas promedio superan los 35 grados en verano y las lluvias no alcanzan a sumar 100 mm en todo el año.

Aun así, este monolito de piedra que en 1987 fue declarado Patrimonio de la Humanidad es uno de los monumentos más visitados del país. Tanto, que ha generado una verdadera “industria de la creatividad” o, para algunos, de lo kitsch: se lo puede admirar sobrevolándolo en avionetas o helicópteros, caminando por múltiples senderos de trekking, paseando en camellos, haciendo tours a la luz del amanecer o al atardecer; contratando el Cave Hill tour, que promete una experiencia cultural indígena, o hasta disfrutando de una cena de gala, con manteles, copas de cristal y un buen vino australiano, justo a sus pies, mientras el sitio sagrado va siendo devorado por las sombras de la noche.

También llamado “el ombligo del mundo”, Uluru y su vecino monte Kata Tjuta tienen un profundo significado histórico y cultural para los habitantes originarios de la zona, los anangu, para quienes este gran bloque de piedra representa el punto crucial en la intrincada red de rutas del Tjukurpa o Tiempo del Sueño –el principio de todo, la creación–. Aquí, en el lado norte habitaban los pitjantjatjara u hombres canguro, y en el sur, los yankuntjatjara u hombres serpiente. Entre ellos, en torno a Uluru se libraron dos grandes batallas, que aún son rememoradas en cantos y ceremonias de orígenes ancestrales.

Los propios anangu organizan visitas guiadas en las que, además de dar explicaciones sobre la flora y fauna y la vida en la zona, narran algunas de estas leyendas. Como la del lagarto Kandju, que llegó hasta aquí buscando su bumeran perdido, y que se representa en las grietas de la superficie rocosa.

El perímetro de Uluru (de 9,4 km) presenta numerosas cuevas y recovecos con pinturas y grabados, muchos de ellos relacionados con la fertilidad y la iniciación, que los nativos consideran de origen divino. Incluso las representaciones cercanas de Wandjina, un dios que se asemeja mucho a un astronauta o extraterrestre, dejan volar las teorías y especulaciones.

Muchas de estas representaciones e incluso zonas –como algunas cuevas– son sagradas para los habitantes locales, por lo que se pide a los visitantes no ingresar ni tomar fotografías. Hay cavernas exclusivas para hombres y otras únicas para mujeres, y no es posible infringir esta regla, pues sólo mirar las pinturas realizadas en la caverna del sexo opuesto puede acarrear terribles castigos por parte de Kandju, el Gran Lagarto. E incluso hay carteles que solicitan nada más que respeto, sobre todo a quienes llegan con la intención de escalar el Uluru: “No debería hacerlo. No es lo más importante. Lo realmente auténtico es detenerse y oír. Estar atento a todo lo que le rodea. Escuchar y comprender” , dice uno de ellos. Aun así, no son pocos los tercos que insisten y ascienden hasta la cima, a contemplar el desierto desde 348 metros de altura.

Según la inclinación de los rayos solares y la época del año, la superficie de Uluru adquiere distintas tonalidades. Su imagen más famosa es la del atardecer, pero quienes tienen la suerte de admirarlo en alguno de los escasos días de lluvia de la zona pueden verlo en un infrecuente tono gris plateado cruzado por curiosas franjas negras, que no son otra cosa que algas que crecen en los pequeños cursos de agua.

Con la entrada de tres días al Parque Nacional (US$ 24), se puede recorrer tanto Uluru como el cercano Kata Tjuta (a 25 km), también llamado monte Las Olgas, un grupo de extrañas formaciones, igualmente sagrado para los pueblos originarios. Kata Tjuta quiere decir “muchas cabezas”, y esa es una de las impresiones que causa este conjunto de cimas, cuya máxima altura es de 546 metros. La leyenda dice que allí arriba vivía Wanambi, la gran serpiente del arco iris, que sólo descendía en la estación seca. Y partes de la montaña se identifican con los liru (hombres serpiente), el hombre canguro malu, o los pungalunga, caníbales gigantes.

Como fuera, Kata Tjuta es sin dudas el complemento necesario de toda visita al desierto rojo de Australia y a Uluru. Y a sus fantásticas leyendas. El lugar perfecto para hacer caso a aquel aviso de los anangu, y detenerse a oír. A escuchar y comprender. O al menos intentarlo.

Pablo Bizón
Clarín - Viajes
Imagen: Clarín

jueves, 20 de octubre de 2011

Belem-Brasil: Entre anacondas y jaguares


La ciudad norteña tiene la mayor feria de América latina desde 1688. Religiosa, tórrida y salvaje, se abre al turismo en el delta del río Amazonas.

Por las calles de Belem se forman túneles de árboles de mango y se respira el aroma a selva. Mucha humedad y más calor caracterizan a la capital del Estado de Pará, al nordeste de Brasil, ciudad que conoció la grandeza cuando la fiebre del caucho, a fines de siglo XIX, la convirtió en un centro productivo elemental para el mundo y el más importante del Amazonas, junto con la ciudad de Iquitos, en Perú.

A los pies del delta que forma el río Amazonas cuando desemboca en el Atlántico, allí, bien al norte de Brasil, se forma el archipiélago Marajó, integrado por más de 3 mil islas. La ciudad, rodeada de canales y los últimos y más lentos brazos del río “mais grande do mundo”, alberga en sus alrededores a seis parques ambientales.

Como el Amazonas, el río, el delta y todo el país, Belem sorprende por sus dimensiones. Puerta de entrada a la selva y ubicada sobre la línea del Ecuador –hace falta vacunarse contra la fiebre amarilla antes de viajar–, fue un puerto peleado por ingleses, holandeses, franceses y portugueses, cosa que se refleja en la ecléctica arquitectura. En estos días está celebrando, como desde hace más de doscientos años (desde 1793) todos los octubres, una de las fiestas religiosas más convocantes del globo: la fiesta del Círio de Nossa Senhora de Nazaré para la que llegan alrededor de 1 millón y medio de peregrinos. Hasta el 24, misas, procesiones, música y ferias alegrarán las calles de esta ciudad de más de 2 millones de habitantes.


Y las dimensiones a lo brasileño continúan. El mercado Ver-o-Peso es la mayor feria de América latina. Fundada en 1688 por los portugueses que pretendían controlar con impuestos la entrada y salida de productos del Amazonas, se mantuvo de pie a través del tiempo y hoy es un viaje hacia los aromas más autóctonos. Pescados frescos por todos lados, carnes, hierbas medicinales, especias, frutas y verduras lo convierten en ese paraíso que todo viajero sabe apreciar.

La Cidade Velha, el barrio más antiguo de la ciudad, data del siglo XVII, cuando los portugueses se asentaron en lo que se conoce como la Bahia de Guajará. Allí levantaron el Forte do Castelo, que se visita y desde donde se aprecia una buena vista del cemento que se siente intruso entre tanto verde. Además, la Catedral Metropolitana da Sé y la Igreja do Santo Alexandre son dos tesoros arquitectónicos que no deberían obviarse.

Selva adentro
En el corazón de la ciudad, se encuentra el Parque Zoobotánico y el Museo Parense Emílio Goeldi, un espacio en donde las anacondas y los jaguares se combinan con multicolores especies de flora autóctona. Además, hay espacios dedicados a antiguas comunidades amazónicas, donde se puede conocer y aprender sobre cómo vivían y convivían en un ambiente donde la naturaleza parece tan impenetrable.


El Mangal das Garcas, a pocos minutos del centro, conserva ecosistemas típicos de la zona y los abre al público a través de paseos en barco.

De nuevo con un buen repelente de mosquitos en la piel, al día siguiente, sigue el ecoturismo. Después de una visita al Jardín Botánico Bosque Rodrigues Alves, el paseo continúa hacia las playas de agua dulce y agua cálida de la Ilha Mosqueiro, una antigua zona de fin de semana de las familias “caucheras”.

Bosques tupidos, ríos y arroyos esperan a 15 kilómetros del centro de la ciudad. El Bioparque Amazônia es un resumen de la selva distribuido en 22 kilómetros de senderos en un área que conecta cuatro ecosistemas autóctonos, donde se pueden ver lagartos, cocodrilos, monos, osos hormigueros, guacamayos, papagayos, tucanes, pacaranas, el águila arpía e infinidad de pájaros. Además, cuenta con un museo que guarda tres mil piezas de conchas y moluscos de todos los continentes.

Mariana Jaroslavsky
Perfil - Turismo
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