Castillo de San Jorge, una fortaleza amurallada del siglo X, en la colina más alta del centro de Lisboa.
Con sangre azul mitológica, en esta ciudad de tranvías y azulejos, Oriente, Africa y América se estrecharon la mano por primera vez. Del barrio moro al Alto, la movida lisboeta en tierra de navegantes.
Más allá de su cultura, sus atractivos, sus calles y contrastes, Lisboa tiene ese no-sé-qué que la hace inolvidable. Sus imágenes quedan atrapadas, para siempre, en la retina y en el alma, más como una verdadera fortuna que como una maldición, y se niegan a abandonar a los visitantes. Todo arrullado por la melodía –perenne, suave, con reminiscencias nostálgicas– del fado.
Esa música representa el espíritu portugués e hipnotiza aun a los más insensibles. Exagerando un poco, claro, porque Lisboa no necesariamente retrocede en el tiempo. Aunque la modernidad asoma, por ejemplo, en la más reciente área del Parque de las Naciones, el pasado de esta ciudad está bien presente y la condena a una encantadora melancolía. Tan encantadora que, pese a una larga jornada de exploración a pie, siempre dan ganas de caminarla una cuadra más y descubrir más azulejos, balcones, personajes y bares. Admirar sus techos. Sentir la brisa del océano, cruzar el Tajo. Escuchar su canto. Y dejarse llevar.
Mito y realidad
Cuenta la historia que, atrapada tras un río con salida al mar, fue fundada por el mismísimo Ulises. La realidad, más prosaica, la ubica como un enclave de la época fenicia. Y con ese espíritu comerciante a cuestas, los primeros navegantes portugueses, cristianos, hicieron suyas esas rutas acuáticas recién en el siglo XIII. De una agresiva política colonial, la ciudad sufrió un terremoto en 1755 y resurgió de sus propias cenizas. Nacieron sus proyectos urbanísticos, tal como los soñó Joao V, majestuosos.
Con siete colinas –como Roma, pero sin sus ruinas– y siete miradores, los adoquines de sus callejuelas invitan a empezar. ¿Lo único que se necesita? Calzado cómodo, el corazón dispuesto y los ojos bien abiertos.
Laberintos de piedra y música
Con la voz triste y susurrante de Amália Rodrigues –la mayor de las fadistas portuguesas (ver recuadro)– cargada en un mp3 o resonando en la memoria, la locación ideal para partir es el barrio moro de Alfama: una laberíntica trama de pasajes y escaleras, donde las agujas del reloj parecen retroceder. Es uno de los barrios más antiguos y el primero al que el caminante debería apuntar. Sobre todo porque, después de subir y bajar entre casitas mínimas y ropa tendida en sogas de lado a lado, se llega al Castillo de San Jorge, una fortaleza amurallada del siglo X, con torres, escaleras y pasadizos que invitan a soñar en doncellas y caballeros.
Lo mejor, sin embargo, está afuera: desde la Plaza de Armas, al pie de los viejos cañones, se tiene una de las mejores vistas de la ciudad y su río. Y para completar el paseo, se puede entrar a la Torre de Ulises, con una vista de 360º de la ciudad. Los tranvías –otra constante lisboeta, esos que amaba el genio Fernando Pessoa y tomaba Pereira, el personaje de Antonio Tabucchi– suben y bajan, llevan y traen. Y llegan hasta la próxima parada, la Baixa.
Centro histórico y comercial –aunque éste sea un término que no es lo que más se destaca en Lisboa–, entre las plazas Da Figueira y Dom Pedro IV (al norte) y la de Comercio (al sur y frente al río, con su famosa arcada), se puede almorzar bacalao, pero en las calles laterales, donde hay mejor precio y un ambiente menos “saturado” de turistas. Degustar el porto –producido en la ciudad homónima– o el vinho verde (elixir suavemente ácido, gaseoso, en apariencia inocuo), es un trámite imperdibles. Y otra vez, el camino conduce a Amália: en la rúa de Aurea está la disquería que rinde honor a la Rainha do Fado y a todo el melancólico espíritu del género.
De Baixa, hacia el oeste, se sube al Bairro Alto, la respuesta lisboeta a la movida de cualquier ciudad que se precie de culturosa y noctámbula. Bohemio, de espíritu joven y fachadas viejas, desprolijo y amigable, vive cuando cae el sol. Durante el día, el barrio se ve depoblado, como una ciudad fantasma. Sus tavernas, al llegar la noche, también tienen dos caras: las que de veras están cerradas y otras que sólo parecen estarlo. ¿La razón? Los locales y los visitantes se entremezclan, suben y bajan, entran y salen.¿Dónde ir? Habría que ser un experto para la certeza absoluta; así es que lo mejor es dejarse llevar por las notas que escapan de las ventanas y elegir, a gusto y piacere, el enclave perfecto. Ciertas noches, especialmente durante el fin de semana, esto no resulta de lo más sencillo. Pero sin duda vale la pena intentarlo.
Para quienes no estén en el mejor estado físico –las callejuelas empinadas no se andan con chiquitas–, el famoso elevador de Santa Justa es un punto clave para fotografiar, y un útil medio de transporte. Ideado, no es para menos, por el propio Gustave Eiffel, que dejó su sello disperso por las principales capitales de Europa.
Alfacinhas. Es el apodo que reciben los lisboetas, por el cultivo intenso de lechuga (alface es lechuga en portugués) en la Antigüedad
Encanto manuelino
Qué sería de la imaginería de Lisboa sin sus míticos azulejos. Con un estilo arquitectónico propio, encargado bajo el reinado del emperador Manuel I, con características únicas, su forma más reconocible es el trabajo minucioso, con color y mil diseños en tonos azulinos, que componen la bella cerámica típica portuguesa.
Procedente de Africa del Norte, el arte del azulejo entró en la Península Ibérica a mediados del siglo XIV. Con técnicas incorporadas del Renacimiento italiano, los revestimientos en muros y cocinas de la época reflejaban imágenes de caza, vida rural o gastronomía local, venerada por los lusitanos. Lisboa es, en esencia, una ciudad orgullosamente azulejada. El Museo Nacional del Azulejo (cerca de la Plaza del Comercio), las fábricas y los souvenirs en forma de azulejo de todos los tamaños –desde pequeñas muestras de 2 euros hasta los cientos que el turista desee gastar en grandes murales a pedido, con envíos a domicilio en todo el mundo– se reproducen por los rincones.
También puede visitarse la Fábrica Sant’Ana, en el barrio de Chiado y trabajando desde 1741, que ofrece una opción más interesantes que en las tiendas típicamente destinadas a turistas. Otra opción de este arte al paso está en el metro de Lisboa. Las estaciones Parque, Oriente, Cais do Sodré y Campo Pequeno son algunas de las que tienen los mejores murales.
Elegancia sin fin
Siempre hacia el oeste y junto al río, del Bairro Alto se deja atrás la bohemia y se baja a Lapa, barrio de mansiones donde están los hoteles de lujo, los restaurantes elegantes y un orgullo de reminiscencias de esplendor que luego se intentó plasmar en el barrio homónimo de Río de Janeiro, pero que aquí se mantiene un poco más en pie.
Ya hay que dejar de caminar para tomar un taxi, tranvía o colectivo hacia Belém, barrio para el que se debe reservar un día si se quiere ver todo. Para empezar, dos monumentos imperdibles: la Torre de Belém, del siglo XIV, y el Padrão dos Descobrimentos, de 1690, orgullosos símbolos de la estirpe navegante portuguesa. Para seguir, no pueden obviarse los museos de Diseño y de Arqueología y el Monasterio de los Jerónimos, donde descansan los restos de dos héroes portugueses de diferente estirpe: el valiente descubridor Vasco da Gama y el ya mencionado y omnipresente Fernando Pessoa. El espíritu de los viajes hacia América también reside ahí, y se ven las veletas desde donde se orientaban los navegantes de las carabelas. Es que todo se resume en Lisboa: pasión y sentimiento; nostalgia e historia; mito y realidad; viejo y nuevo. Es así, tan cálida como la brisa en agosto y tan húmeda como su río y su mar.
La brújula
La mejor ruta: desde Buenos Aires, el pasaje de ida y vuelta a Lisboa –vía San Pablo o Madrid– cuesta desde US$ 1.300 en temporada baja.
*Hospedaje: las opciones de Lisboa son variadas y, en su mayoría, encantadoras. Pequeñas posadas de la Alfama ofrecen alojamiento y desayuno desde € 60 por persona, pero hay hostels por menos y hoteles cinco estrellas por € 250, con vista al mar.
*Un souvenir: un disco de fado, por supuesto. Y también vinho verde, azulejos o el típico gallito multicolor lusitano, un símbolo para los portugueses.
Voces
“Lisboa, vieja ciudad llena de encanto y belleza.
Siempre hermosa al sonreír
Y al vestir” (Lisboa Antiga)
“Desde que existe la muerte,
inmediatamente la vida es absurda.
Siempre pensé así.”
La frase no es de una letra de la canción típica portuguesa, pero bien podría serlo. Es el pensamiento de Amália Rodrigues, la más célebre fadista del siglo XX. Su voz inconfundible, su fraseo arrastrado y su aire entre melancólico y ausente la hicieron famosa en el mundo entero. El pueblo la amaba, y ella lo amaba de vuelta, con sus melodías tristes, envolventes, desde los principales escenarios europeos hasta el más pequeño de los bares lisboetas. Su heredera más directa, hoy, es la espléndida Mísia; con un aire “a lo Betty Blue” y una voz ronca, aguardentosa, retomó el gusto del público por una música inconfundible que le canta al desamor, la muerte y la nostalgia.
Clara Fernandez Escudero
Diario Perfil
Fotos: Perfil
No hay comentarios:
Publicar un comentario