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martes, 6 de octubre de 2009

Brasilia, cerca del medio siglo

El puente Juscelino Kubitschek, en honor al presidente que fundó la ciudad

La capital del país vecino, construida en medio de la nada y poblada por funcionarios de otros rincones del país, prepara los festejos de los 50 años

El cielo es el mar de Brasilia. Sí. La frase es un slogan. Pero también un consuelo. En Brasilia el mar queda lejos. Muy lejos. Y eso, para muchos brasileños, sobre todo para los que llegaron desde la costa, los que vinieron alguna vez desde Río de Janeiro, podría haber sido una gran tragedia.

Pero Brasilia no está para tragedias. No fue concebida así. El ingenio, la poderosa mano del hombre, siempre ha sido más fuerte.

Hace 50 años aquí no había nada. Sólo tierra roja y seca, árboles achatados, algunos animales que pululaban entre los pastizales y un par de riachuelos. Hoy -después de haber levantado una enorme ciudad en sólo tres años- hay de todo. Y, primero, gente. La capital fue planeada para 500 mil habitantes. Hoy viven 2,6 millones. También hay largas avenidas, construcciones monumentales, edificios de formas extrañas, grandes puentes arqueados, cientos de iglesias, complejos centros comerciales, autos, muchísimos autos. Hasta hay un gran lago artificial. Y un parque. Una enorme área verde donde hoy, un soleado domingo, podemos ver parte de la nueva vida de la joven Brasilia.

Un estilo arquitectonico moderno

En el parque de la ciudad, no hay políticos ni senadores ni diputados ni ministros. O tal vez sí hay, pero no se ven. Nadie usa traje ni corbata. Sí shorts y zapatillas. Todo el mundo trota. O anda en bicicleta. Algunos están tomando una Skol gelada en las pequeñas barracas del parque. Otros están en zunga, jugando futvolley en pequeños y trasplantados pedazos de arena, como si estuvieran en Ipanema. Hace calor. Se ven lindas garotas por doquier. Suena música. Se oyen tambores, berimbaos.

Entonces se entiende: Brasilia, por más político y formal que parezca, también es Brasil.

En exactamente 6 meses y 24 días más, el próximo 21 de abril de 2010, Brasilia cumplirá 50 años. Y lo celebrará como corresponde: de aquí al próximo año, 50 nuevas obras deberían estar inauguradas en la ciudad. Más de dos millones de personas deberían reunirse en la llamada Esplanada dos Ministerios, el punto neurálgico de Brasilia, donde se alinean los edificios públicos, como enormes cajas de fósforos, justo frente al Congreso. El grupo U2 (o, como también se anuncia, Paul McCartney) debería tocar en vivo, y gratis, para la multitud. Y en la multitud debería haber, por supuesto, miles de brasilienses puros, los integrantes de las dos únicas generaciones que hasta ahora han nacido aquí: los que hoy tienen o rondan los cincuenta años, y sus hijos, que han comenzado a consolidar la verdadera identidad brasiliense.

"Brasilia es la síntesis de Brasil. Aquí hay personas que vinieron de todos los estados brasileños y que crearon una sociedad muy diferenciada, muy abierta", asegura Paulo Octavio, de 48 años, vicegobernador de Brasilia, organizador de los festejos, dueño de una de las principales inmobiliarias de la ciudad, y de cierto modo candango.

Lado derecho está el corredor de jardines, con la terminal de autobuses y después la Plaza de los Tres Poderes

En Brasilia llaman candangos a los que llegaron a construir la capital hace 50 años. Obreros venidos sobre todo del Nordeste y que, en vez de regresar a su tierra, decidieron quedarse al ver aquí un futuro mejor. Sin embargo, la ciudad no era para ellos, sino para los administradores del gobierno que vendrían de Río. Así, sólo les quedó poblar los alrededores. Y luego transformarlos en ciudades satélite, que hoy son cerca de veinte. Una de ellas se llama, justamente, Candangolandia.

Aunque no vino del Nordeste, sino del Sudeste, del estado de Minas Gerais, Paulo Octavio también construyó Brasilia. Claro que sin palas ni picotas. "Lo que más me gusta de Brasilia es la epopeya de su construcción -cuenta-. Soy parte de una generación que vio nacer, crecer y consolidarse a esta ciudad. Soy un privilegiado. Nosotros luchamos por la consolidación de Brasilia como capital. Yo entré en la política por eso."

A Brasilia casi todos vienen a trabajar. Muy pocos, a pasear (hay datos que dicen que sólo el 7 por ciento de los brasileños conoce Brasilia). Ya en el avión se ve demasiada gente con corbata, maletines y notebooks, agendando reuniones. Brasilia sólo vive de lunes a viernes, cuando los embotellamientos para entrar o salir del centro pueden ser infernales. Los fines de semana, en cambio, el centro está vacío.

Palacio Itamarati, próximo a la Plaza de los Tres Poderes

Cabeza, tronco y ruedas

Nunca se ve mucha gente caminando. Todos andan en auto, en ómnibus o en metro. "Hay un dicho muy popular aquí -cuenta Roberto Carneiro, de 46 años, brasiliense puro-. Se dice que el brasiliense tiene cabeza, tronco y ruedas. Si no se tieen auto en Brasilia se está en problemas. Hay taxis, pero son caros. Para los más jóvenes, los que no manejan, es difícil salir de noche. Ayer fui a buscar a mi hija a una fiesta y tuve que atravesar casi toda la ciudad."

La lógica urbanística de Lúcio Costa -obra que luego rellenó el arquitecto Oscar Niemeyer y decoró el paisajista Roberto Burle Marx- fue centralizarlo todo. Así, Brasilia se organizó con la forma de un avión: en el medio -el cuerpo del avión- se construyó el Eje Monumental, donde están los tres poderes del Estado y los principales monumentos; en los lados -las alas del avión- se crearon el sector hotelero, sur y norte, y las famosas supercuadras.

Las supercuadras son el sello de Brasilia, formas futuristas de organización vecinal cuya idea original fue tener todo en un solo perímetro: las viviendas, todas iguales, en edificios de no más de seis pisos; el colegio, la iglesia, la farmacia, la panadería. Todo para no moverse de allí y sólo salir para trabajar en las oficinas, los ministerios, el Congreso.

Catedral Metropolitana de Nossa Senhora Aparecida

Pero la utopía no funcionó. Muchos comerciantes, que llegaron a Brasilia con la lógica convencional, pusieron la entrada de sus negocios hacia la avenida exterior, no hacia la supercuadra. Los residentes ya no podían ir por dentro. Para comprar comenzó a ser necesario ir en auto. Con los años, al ver que la calidad de los colegios fiscales en las supercuadras iba empeorando, quienes vivían allí comenzaron a mandar a sus hijos a escuelas privadas, fuera del barrio. Así, los que hoy usan las escuelas fiscales son, sobre todo, los hijos de los obreros que vienen desde las ciudades satélite a trabajar en las supercuadras. Un obrero no podría vivir allí.

Pero se vive bien en la capital. Es un buen lugar, por ejemplo, para criar niños. La ciudad es tranquila, hay bajos índices de violencia, en comparación con otras grandes ciudades de Brasil. Además, los salarios, para quienes trabajan en salud, seguridad y educación, son altos: los profesores, por ejemplo, son los mejor pagados del país. La vida es, tal vez, demasiado plácida. Los bares cierran a las 2 de la mañana. Los fines de semana, cuando muchos salen de Brasilia (los políticos, sobre todo) no pasa nada, salvo alguna que otra fiesta universitaria que se anuncia con antelación. ¿Pasar el carnaval aquí? Un error: en febrero no hay nadie.

Sin embargo, Brasilia está saliendo de la abulia. El turismo cívico, por ejemplo, ha crecido. Desde la llegada al gobierno del popular Lula da Silva, en 2003, ver dónde trabaja el presidente se ha vuelto mucho más interesante para el brasileño común. Aparecen, incluso, supercuadras gastronómicas, como la 404 y 405 Sul, donde se han concentrado prestigiosos restaurantes: el Peixe Na Rede, el Fred, el Bargaço, el Nu Ceu, el Portal 4.

Es cosa de tiempo. Brasilia aún es joven como para tener una oferta culinaria consolidada. Si no ha cumplido ni 50.

Edificio de departamentos tipicos

El sueño de Don Bosco
Brasilia no es una ciudad, es un sueño. Lo fue en 1789, cuando los inconfidentes (opositores a Portugal) pidieron por primera vez llevar la capital desde Río (antes, hasta 1763, estuvo en Salvador de Bahía) al interior. Lo fue en 1891, cuando una nueva Constitución ordenó su mudanza, aunque nada se concretó entonces. Fue la misma época en que el padre italiano Don Bosco tuvo su famosa premonición: vio una tierra de riqueza y prosperidad cerca de un lago, ubicada entre los paralelos 15 y 20 del hemisferio sur. Don Bosco es, de hecho, el patrón de Brasilia.

Y fue un sueño en 1955, cuando irrumpió el carismático Juscelino Kubitschek, entonces candidato socialdemócrata a la presidencia de Brasil. El apostó a construir una nueva gran capital y en tiempo récord, dentro de su ambicioso plan de desarrollo: "Cincuenta años de progreso en cinco años de gobierno".

El 21 de abril de 1960 Brasilia abrió los ojos al mundo, para marcar el cierto y deseado encuentro de Brasil con su grandeza, como reza el monumento que hoy es hito turístico de la ciudad. "Brasilia es monumental por su valor y su significado", dice Claudio Queiroz, arquitecto, profesor de la Universidad de Brasilia, discípulo de Athos Bulcao (el responsable de los mosaicos que decoran plazas y paredes de Brasilia), y que también trabajó con Costa y Niemeyer.

"Existe un momento mítico en la historia de Brasil, cuando los degradados -los primeros portugueses que llegaron para pagar penas con trabajos forzados, los negros que vinieron como esclavos y los indios- sólo tenían un camino para ser libres, y ése era huir al interior, al sertão -continúa-. Ellos se mezclaron en el interior de Brasil, se quedaron y no volvieron más a la matriz colonial. Ellos son el centro de la identidad brasileña. Por eso, Brasilia, que está en el interior, en el medio, es comprendida como un símbolo nacional."

Claudio Queiroz habla con pasión. También llegó a Brasilia en busca de una vida mejor. Y se quedó para siempre.

"Brasilia es sobre todo la reconciliación de la ciudad con la naturaleza -dice Queiroz-. El carácter de Brasilia es el de una ciudad-parque. Es una ciudad inventada. El símbolo de una nación nueva, pero formada por pueblos muy antiguos."

Caminamos por los verdes pastizales del Eje Monumental, frente a las torres del Congreso.

Las avenidas, ahora silenciosas, se pierden como líneas rectas en el horizonte. Un viento fresco nos golpea la cara. Y entonces miramos hacia arriba. Y allí está: el cielo de Brasilia. El mar de Brasilia.

Más información
www.braziltour.com

Sebastián Montalva
El Mercurio - Chile
Fotos: El Mercurio/GDA/Web/caminandosinrumbo.com

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