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martes, 20 de octubre de 2009

Bolivia: El espíritu de la Chiquitanía

San Javier: Fiesta Grande, es el ritual en el que los campesinos piden buenas cosechas

En Santa Cruz de la Sierra, un periplo por los pueblos y aldeas de la Chiquitanía, el polo cultural que crearon los jesuitas en el siglo XVII. Platos típicos y tradiciones milenarias

Las melodías del Barroco y el Renacimiento fluyen afinadas desde el escenario hacia las butacas, en la Casa de la Cultura de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia. Los acordes de las 25 voces del coro Paz y Bien se enriquecen cuando se acoplan diez violines, cuatro cellos y un contrabajo. No puede ser mejor la presentación del Festival de Temporada de Música Americana, que se celebra todos los años entre agosto y septiembre. El ensamble de jóvenes y adolescentes de San Ignacio de Velasco honra así -sin artificios- su pasado de misión jesuítica, aunque no reniega del más lejano origen chiquitano.

Más de 200 km al nordeste de esta ciudad, el avance de la colonización se cruzó con trece naciones originarias y desarrolló una estrategia que priorizaba la creatividad, bien diferente del modelo que alentaba el sometimiento a sangre y fuego. La deslumbrante arquitectura de los templos levantados entre 1691 y 1760 fue acompañada por talleres de música y escuelas de tallado en madera, oro y plata.

Esa herencia, decididamente enfocada en la expresión artística, se refleja hoy en la proliferación de compositores, musicólogos, instrumentistas, luthieres y maestros talladores. Un amplio bagaje de espíritus dedicados a crear.



Punto de partida
En San Javier, primera escala de la Ruta de los Jesuitas -que diez aldeas conforman desde aquí hasta Santo Corazón-, las calles de piedra avanzan empinadas entre gallineros y cercos de caña, hasta converger en la Piedra de los Apóstoles, una colina que amontona rocas bajo el sol demasiado caliente. En el centro de este escenario natural, diez mamas (las señoras mayores de las comunidades indígenas) dan la bienvenida a la Fiesta Grande de la Chiquitanía, un acontecimiento que convoca anualmente a fines de agosto a todo el pueblo y era anunciado desde hacía rato por el golpeteo de tamboritas, colgadas de los esmirriados cuerpos de cuatro ancianos.

"Ahora vamos a bailar", invitan aquellas mujeres de rostros brillantes y oscuros, a las que aquí se debe el mayor de los respetos. A unos pasos, el cacique mayor Francisco, líder del Cabildo Chiquitano, aprueba a mano alzada. Turistas y periodistas aportan sus pasos arrítmicos al yaritús, la danza nativa que la etnia pipoca bailaba desde mucho antes de la llegada de los jesuitas, para rogar una buena cosecha al dios avestruz. El ritual pagano nunca dejó de celebrarse, aunque los lugareños tuvieron que adecuarse a sus visitantes inesperados: San Pedro y San Pablo pasaron a ser los destinatarios de sus mayores plegarias.

Las voces y colores de la Bolivia profunda afloran sin la menor señal del paso del tiempo en 44 comunidades desperdigadas como un collar sin engarzar alrededor de San Javier. Asoman al costado de la ruta 4, en precarios puestitos donde las niñas vocean refrescos, yuca frita, arroz con leche, chicha (jugo de maíz o maní), somó (chicha con semilla), pan marraqueta y chipilo (plátano frito y salado), sin disimular su timidez.

El casco urbano de San Javier es un modesto caserío de tejados a dos aguas, a la sombra de la monumental obra de arte pergeñada por el religioso, músico y arquitecto suizo Martin Schmid en el siglo XVII: el diseño de la iglesia remite a un chalé centroeuropeo, cargado de ornamentación barroca en cedro tallado, tirantes del techo de tejas de cuchi (quebracho colorado), paredes de barro, pila bautismal de bronce y campanario sostenido por troncos del árbol momoqui. Una vistosa joya, replicada apenas con detalles diferentes, a 60 km de San Javier: en Concepción se devela uno de los misterios que la cultura chiquitana ocultó durante tres siglos. Fue otro helvético inquieto, el arquitecto Hans Roth, quien en 1972 se animó a indagar el contenido de unos cofres polvorientos, olvidados en dependencias de las iglesias jesuíticas, que el abandono parecía consumir a fuego lento.

La tarea de restauración de los templos le llevó 27 años, hasta su muerte en 1999. A lo largo de esa gesta llena de contratiempos, Roth descubrió unas cajas de cuero y extrajo los papeles ajados de 3.052 partituras, libros de bautismos, defunciones y matrimonios (el más antiguo está fechado en 1738) y consignó en su diario: "Gran parte están deterioradas, sucias, gastadas y quemadas en las orillas, falta gran parte de las tapas y los cuadernillos son meras hojas sueltas". A partir de la apertura de la Sala de Restauración y la recuperación del material, el panorama que desanimó a Roth fue cambiando, en un minucioso proceso hoja por hoja, todavía inconcluso.

Bosque Chiquitano

Del silencio a los ruidos molestos

El techo a dos aguas de la Catedral de Concepción dibuja una gigantesca "v" invertida frente a la plaza de Concepción. Sólo las figuras esbeltas de cuatro palmeras -que indican los puntos cardinales- y la cruz central parecen desafiar la opulencia de la obra cumbre. Repentinamente, la atmósfera silenciosa de la Chiquitanía sucumbe ante el paso alocado de las mototaxis.

Sin embargo, no parece haber motor capaz de interrumpir el sueño profundo en el hotel Chiquitos. En lo mejor de ese momento sublime -alrededor de las 4 de la madrugada-, dos golondrinas inoportunas deciden anidar debajo del tejado. Raspan el cielorraso de cañas sin ningún miramiento, se ganan una serie de maldiciones y el descanso se hace trizas, hasta que el canto de un gallo piadoso ordena levantarse.

Unos minutos más tarde, la Chiquitanía y su gente vuelven a prodigar su característica hospitalidad. Osvaldo Parada Achával, el dueño del hotel, se ríe a carcajada limpia del desplante de los pájaros e invita un delicioso paseo por el parque, teñido de los fucsias de algunas de las 627 variedades de orquídea que cultiva.

En las afueras del pueblo, las sesenta familias de la comunidad Guayaba se esmeran por ofrecer el auténtico desayuno chiquitano. Sacudidas por el ritmo de la Banda Guayabera, las mujeres sirven sus masas en una enorme hoja de plátano. Desfilan panes de arroz, masacos (plátano con charque), yuca y roscas de maíz, mientras las tejedoras en liencillo trabajan a la vista y el maestro tallador Sebastián Supayabe le saca lustre a un ángel en madera.

Atardecer en el río Parapeti

La buena mesa
Los platos más representativos de la gastronomía de Santa Cruz y alrededores son sencillos en su preparación, aunque pródigos en calorías. El locro, como los cambas (pobladores del oriente boliviano) denominan la sopa de pollo, es una especialidad muy extendida en la región. Los sabores autóctonos también incluyen sopa de maní, lechón al horno, keperí (piel del estómago de la vaca) al horno, majao (arroz con carne de pato o charque, huevo y plátanos fritos), yuca (tubérculo) frita como la papa y picante de ají locoto con tomate. Para beber, jugos de piña, tamarindo y achachairú (fruta tropical), somó (refresco de maíz) y mocochinchi (refresco de durazno seco deshidratado, con melaza de azúcar, canela y clavo de olor).

En cuanto a los postres, es una delicia una especie de flan conocida como Tres leches, tablillas de dulce de leche sólido y helados caseros de fruta. En Santa Cruz, los mejores lugares para probar la comida típica son los restaurantes La Casa del Camba y Los Lomitos y los mercados populares Los Pozos y La Ramada. En los sitios de mayor categoría, el precio por persona de una cena o un almuerzo oscila entre 3 y 4 dólares.

Las dos caras de una maravilla
El hecho de que la maravillosa obra de las misiones esté en pie tiene sus pros y contras. Por un lado, proporciona tanto a nuestros hermanos bolivianos como a los turistas extranjeros un rico conocimiento de la evangelización a través de las artes y la música. Pero también muestra de qué manera han desaparecido muchas etnias autóctonas. Lamentablemente, todas han perdido parte de su identidad, la lengua y el modo de vida y se fusionaron en una cultura única, diseñada por los jesuitas. De todas maneras, es muy valioso el rescate, para poder recuperar y mostrar el ayer genuino de la región que los colonizadores llamaron Chiquitanía. Un pueblo con cultura tiene identidad, nos dice de dónde provenimos. Gracias a los historiadores, pudimos enterarnos hace pocos años que aquí había danzas ancestrales, maravillosos músicos indígenas y luthieres de música barroca y renacentista. Crecí con los rumores que aseguraban que las paredes de las iglesias escondían pinturas antiquísimas y que había archivos de creación musical. Fue muy emocionante descubrir eso y constatarlo como real.


Cristian Sirouyan.
Clarín - Viajes
Fotos: Clarín - Wiki

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