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lunes, 18 de enero de 2010

Sudafrica: Aventuras en la sabana


La emoción del contacto con la fauna salvaje en un safari por la Reserva Sabi Sand. Además, una visita a la Ruta Jardín, sobre las costas del Indico.

La mañana no empezó como habíamos imaginado. Salimos a las seis, con la primera luz del día, apenas con un café liviano encima, y a casi dos horas de safari recorriendo la sabana africana, nada. O casi. Vimos impalas, antílopes y kudus, pero de los Cinco Grandes -como llaman a los leones, leopardos, elefantes, rinocerontes y búfalos- ni un rastro. Para colmo, la lluvia ya se convirtió en un diluvio. "Hoy no van a ver leones", nos habían dicho en el lodge, con esa certeza casi científica que envuelve las afirmaciones de los lugareños cuando hablan de la naturaleza que los rodea. "A los leones no les gusta mojarse", nos habían advertido. Y parecía cierto.

En la Land Rover en la que nos movemos, abierta y con techo de lona, la lluvia entra con furia por todos lados. Estamos empapados. Le pedimos a Grant, el ranger (guardaparque), que vuelva al lodge para desayunar y sacarnos el frío. Pero sigue aferrado al volante, subiendo y bajando por los estrechos caminos de la sabana, cruzando arroyos e internándose entre los espinosos arbustos de la Reserva Sabi Sand, en el Parque Kruger, nordeste de Sudáfrica, cerca del límite con Mozambique.

Grant intenta animarnos: nos muestra un extraño árbol -leadwood- de 1.000 años y hasta detiene la Land Rover para levantar un caracol gigante. Finalmente, empieza a evaluar la vuelta al lodge. En una curva del camino, vemos en el horizonte un grupo de animales que se desplaza. No podemos distinguirlos. Grant recibe un llamado por radio y sale a toda velocidad. Hace un rodeo a un túpido monte para interceptar el paso de los animales y se detiene en el camino. Toma el largavistas, enfoca y festeja: "Lions".


Los ojos del león

Los animales vienen caminando directamente hacia donde estamos detenidos. El ranger apaga el motor y pide silencio. Es muy inquietante verlos acercarse. Son muchos y están tan empapados como nosotros. No paran de aparecer leones. Salen de todos lados. ¿Qué harán? ¿Hay algún riesgo? Ya es tarde para esas preguntas: los tenemos al lado.

Un grupo de tres hembras y un macho de gran melena se detiene en el camino, a no más de cinco metros de nosotros. Dan vueltas alrededor del jeep. Una hembra no nos saca la mirada de encima. No hay barreras entre sus ojos dorados y nosotros. El silencio es total, apenas quebrado por el repiqueteo de la lluvia contra la tierra.

Llega el resto de la manada. Los cuento: 12 en total. Otro león de gran melena cierra la fila. Nos mira fijo, con recelo. Son segundos de extraña tensión. Su mirada hace sentir con crudeza que somos intrusos en su tierra. La manada finalmente se empieza a perder entre la vegetación mojada. Quedamos unos minutos en silencio: emocionados.

En el camino
La reserva privada Sabi Sand está a unos 450 km de Johannesburgo, moderna y de fuertes contrastes sociales. Allí se jugará la apertura y la final del Mundial de Fútbol Sudáfrica 2010, algo que recuerdan las enormes pelotas blancas que se ven en cada plaza y el ícono del mundial estratégicamente dispuesto en cada rincón de la ciudad.

Por la ventanilla de la combi que nos transporta hacia el norte del país van pasando paisajes de belleza hipnótica: inmensas planicies verdes coronadas por cerros azules, plantaciones de tabaco y, más adelante, peladas llanuras que llegan hasta donde da la vista. A las tres horas de viaje, llegamos a Nelspruit, otra de las sedes del mundial. A partir de aquí la vegetación se vuelve exuberante: imponentes montañas tapizadas de árboles, correntosos ríos marrones, tierra colorada y kilómetros de plantaciones de árboles cítricos. De este lado de la ventanilla de la combi, suena Bob Marley. Y Sudáfrica, ahora desmesurada y profundamente negra, libera recuerdos de Jamaica y otras islas del Caribe.

Tras siete horas de viaje nos acercamos a Sabi Sand. En la carretera se multiplican los carteles con ofertas de lodges y safaris, y puestitos con animales tallados en madera. Salimos de la ruta y tomamos un camino de arena. Llueve mucho y el camino está en mal estado. Un hombre alto, negro y de campera amarilla nos hace señas desesperadas para que nos desviemos a la derecha. A los 500 metros desembocamos en una enorme laguna y volvemos al camino original. El hombre negro y de campera amarilla ya no está. Hay camionetas que se atascaron en la arena mojada. Seguimos adelante. Pasamos un pequeño cementerio con cruces negras. Y a los pocos minutos llegamos a una barrera de control: un cartel anuncia Puerta Sabi Sand.

El lugar de los milagros
Nos alojamos en Boulders, un lujoso lodge donde hace dos semanas estuvo la actriz Scarlett Johansson. Boulders y su vecino lodge Ebony pertenecen a la cadena Singita (en la lengua local shangaan, "lugar de los milagros"), y están en la reserva Sabi Sand, dentro del Parque Nacional Kruger. El recibimiento no puede ser mejor: desde la recepción, se ve a unos 100 metros a un elefante tomando agua del río Sand, y más allá, cientos de monos que corren por una planicie.

Graeme nos da la bienvenida y comienza a desgranar algunas de las reglas que debemos respetar en el lugar. Al amanecer y desde el atardecer no nos podemos mover solos en el lodge, ya que puede haber animales merodeando el lugar. Además, hay que cerrar la habitación con llave: los monos saben abrir la puerta y, si bien no son agresivos, acostumbran a llevarse lo que les llama la atención.

Luego nos acerca una hoja que debemos firmar. Allí dejamos constancia que sabemos que en la zona hay animales peligrosos y que nos hacemos responsable de lo que pudiera ocurrir.

No, no estamos en Animal Kingdom. Ni en un zoológico ni entre animales amaestrados. Los animales se mueven en su hábitat natural y los propietarios de las reservas no saben siquiera cuántos hay ni dónde están. Las reservas privadas tienen una ventaja con respecto a los parques nacionales africanos: al ser mucho más chicas, hay una mayor densidad de animales y, por lo tanto, mayores chances de verlos. Sólo eso. Por lo demás, nada garantiza qué animales se podrán ver. Todo depende de la suerte. Y también de la paciencia de los guías. Como con los 12 leones.


El hombre leopardo
Salimos de safari dos veces por día: a las seis de la mañana y al atardecer. En nuestro primer safari, Grant explica que en el jeep no hay que gritar ni hacer movimientos bruscos o pararse. Y, sobre todo, dice en voz alta, está absolutamente prohibido bajarse del jeep.

En una silla incorporada al capó de la Land Rover viaja Lawrence, un baquiano encargado de identificar huellas de animales, que es presentado como el hombre leopardo. En pocos minutos, Lawrence demostrará que lleva bien puesto su apodo. A unos 500 metros del lodge, hace una seña para que se detenga el jeep; se baja, observa unas pisadas en el camino y sentencia: "Hay leopardos cerca". A los cien metros encontramos dos cachorros grandes de leopardo, caminando por una huella de la sabana. Los seguimos de cerca: tienen el pelaje muy brilloso y se mueven con una gran elegancia. Muy cerca de allí, encontramos a la madre cazando, mimetizada entre unos troncos. La observamos de cerca. De a ratos se para y se mueve con sigilo, como si hubiese encontrado una presa. Nos mira y vuelve a esconderse. Una yunta de pájaros empieza a dar vueltas alrededor del leopardo y a cantar muy fuerte. Cacería arruinada: "Están avisando a otros animales que hay peligro". El leopardo se echa a dormir.

En el lodge brindamos con excelentes cabernet y syrah sudafricanos en honor de Lawrence, el hombre leopardo y su rápido hallazgo. "Tienen suerte, hay gente que tarda varios días en ver un leopardo y a ustedes apenas les llevó minutos", dice Grant.

Entre copa y copa, hago la pregunta obligada: ¿por qué no atacan los felinos? Grant dice que ven al jeep y a las personas que van en él como una sola cosa, y que por el tamaño no lo consideran una presa. Además, que como no se sienten agredidos, no atacan. Le pregunto entonces por qué lleva un fusil. "Me hace sentir más seguro, pero nunca tuve que usarlo", asegura. Habrá que confiar, entonces, que sin bajar del jeep no hay peligro.

En Sabi Sand nunca se deja de estar en contacto con la naturaleza ni siquiera en la suite. El lodge tiene paredes de vidrio del piso al techo que hacen sentir al huésped integrado al paisaje. Las amplias habitaciones tienen altos techos de paja, muebles y adornos africanos, un gran living con hogar, un baño enorme con bañera victoriana y una terraza de madera y piscina con vista al río y al monte.

En cada habitación hay una ficha para marcar los animales que se ven en los safaris. En la reserva hay 150 especies de mamíferos y 500 de aves. Hemos visto hipopótamos bañándose en el río; cientos de impalas; cebras y, a lo lejos, un rinoceronte. Seguimos llenando casilleros de la ficha: waterbuck, cientos de pájaros de estridentes colores y, desde muy cerca, un elefante comiendo hojas de un árbol. También vimos una jauría de unos 40 perros salvajes

(parecidos a las hienas; flacos, feos, amarillos y negros) cazando un impala y luego, a cinco metros de nosotros, devorárselo en cuestión de minutos.

El último safari lo cerramos con un brindis con gin tonic y vino tinto en un claro del monte, bajo el cielo violeta y naranja del atardecer de la sabana. Alguien se lamenta porque no pudimos ver jirafas. Nos ponemos de acuerdo para hacer una salida muy temprano al día siguiente, en un ratito de tiempo que nos queda antes de partir de Sabi Sand.

Partimos casi de noche, a las cinco de la mañana. Luego de una hora de recorrido, cuando ya debíamos regresar al lodge, divisamos a lo lejos una cabeza amarilla que sobresale entre las copas de los árboles. Al llegar, encontramos siete jirafas comiendo hojas de los árboles. Nos detenemos muy cerca, apagamos el motor y observamos en silencio. Grant se da vuelta y nos dice: "Argentinos, tienen suerte, mucha suerte".


El mono y las naranjas

Otra vez en la carretera, con rumbo hacia el sudeste de Sudáfrica. Vamos al lujoso hotel y spa Pezula, en el pueblito de Knysna, a 500 km de Ciudad del Cabo, en la esplendorosa Ruta Jardín, una franja que se extiende bordeando la selvática montaña Lounge y el océano Indico.

Pezula (Arriba, con los dioses, en la lengua local shona) es un hotel boutique cinco estrellas con atractivos que lo convierten en un destino en sí mismo. En la propiedad, además del hotel hay casas privadas administradas como un country, que cuenta entre sus socios a Roger Federer, hijo de una sudafricana, que pasa sus veranos en una residencia del Pezula a orillas del mar. El hotel tiene más pergaminos: el campo de golf más grande del país y la fama de ser el mejor spa sudafricano.

El hotel está instalado en la cima de una colina, en medio de un espléndido escenario natural. Las vistas son majestuosas. De un lado, una gran laguna, la silueta del pueblo de Knysna rodeando el espejo de agua y las montañas. Del otro, casas pintadas en colores pastel -terracota, celeste, verde, blanco- que balconean a los bancos de arena y a los greens del campo de golf y, como fondo, el mar azul. El lugar es ideal para las caminatas, los paseos en bicicleta y las cabalgatas. También se puede practicar tenis, cricket y golf. Y hay gimnasio, piscina al aire libre y otra climatizada.

Temprano en la mañana salimos hacia las montañas, donde nos espera una excursión que combina trekking y una travesía por un río que muere en el mar Indico. La caminata cubre una distancia de 4 km, en medio de un bosque que apenas deja filtrar los rayos del sol. Hay tramos muy empinados y otros en bajada, que hay que sortear tomándose del tronco de los árboles.

En el trayecto, el guía, David, muestra algunos árboles con propiedades curativas, plantas venenosas y también enseña a identificar rastros de animales. Luego de una hora de caminata, llegamos al río Witels, un hilo de agua de color azul oscuro. Una vez que nos aseguran que el río no está habitado por cocodrilos, nos largamos a remar en canoas.

Por el corazón de la selva
El río es un pequeño tajo en medio de la espesura de la selva. En algunos tramos alcanza un ancho de unos 80 metros y en otros se angosta hasta no más de ocho o diez, y se desliza mansamente. Finalmente, a los 20 minutos de canoa, el río hace una gran curva contra las paredes de una montaña de la que cuelgan casas de madera y, después de sortear unas dunas, las aguas azules del río Witels se pierden entre el oleaje del mar.

Allí mismo, en Noetzie, una playa de 500 metros enmarcada por dos grandes peñones, el hotel Pezula tiene un refugio superexclusivo: The Castle.

A orillas del Indico, el lujoso complejo está formado por un enorme castillo y cinco suites dispersas por la playa. Tienen dos pisos, están construidas en piedra y cuentan con estar, comedor, family room, patio, galería y piscina. Cada suite dispone de un ejército de empleados: desde chofer y chef hasta pastelero y mayordomo. Las suites son amplias, confortables, decoradas con buen gusto y tienen una magnífica vista del mar desde todos los ambientes. Hay un detalle: pasar una noche allí cuesta 10.000 dólares.

Nos ofrecen un verdadero banquete en una terraza del castillo. Sobre la mesa, las camareras dejan botellitas que disparan agua por si se acercan monos a robar comida. Degustamos frutos de mar y carnes, y bebemos syrah.

El postre lo sirven bajo una sombrilla en la playa. Apenas nos sentamos, se arma un gran alboroto: "Monky, monky". Vemos a un pequeño mono que pasa corriendo con los brazos cargados de naranjas. Lo corre un negro alto y vestido todo de negro. El monito pega un salto y se pierde entre la vegetación. Victorioso y con sus naranjas a cuestas. Como para recordar que estamos en Sudáfrica. Donde a veces el hombre es un intruso en tierras salvajes. Y donde no siempre decide las reglas de juego.

Ciudad del Cabo - Bella, luminosa y cosmopolita
Entre las montañas y frente al mar, Ciudad del Cabo, otra de las sedes del Mundial de Fútbol, seduce a primera vista. Fundada por colonos holandeses en 1652, la ciudad más antigua de Sudáfrica atrae con su impronta cosmopolita, su estética urbana, sus paisajes, playas y la movida cultural. Su sello inconfundible es la Table Mountain, un macizo de 1.000 metros que por efecto de la erosión es plano como una mesa. Vale la pena ascender hasta la cima en un moderno telesférico giratorio para observar desde allí el mar, la ciudad y hasta Robben Island, donde estuvo preso Nelson Mandela.

Otro de los imperdibles de la ciudad es el Waterfront, una zona del puerto que fue reciclada y cuenta con shoppings, tiendas de recuerdos, bares y restaurantes alrededor de una luminosa bahía. La movida nocturna se concentra allí y en Long Strett, repleta de discos, bares y pubs. El Castillo de la Buena Esperanza, declarado monumento nacional, es una construcción de la época colonial, que se encuentra muy bien conservada. En los salones del edificio se puede ver mobiliario de época y tiene un museo que recrea la historia de la colonización del país. También es interesante el museo Iziko, donde se exhiben esqueletos de ballenas, animales embalsamados y atuendos tribales. Para las compras, el lugar indicado es Green Market, templo del regateo, donde decenas de puestos ofrecen ropa, objetos de decoración y artesanías autóctonas.

Otro punto alto es la hotelería. Entre los hoteles modernos, se destaca Cape Grace, junto a una bella marina y con una de las mayores bodegas de whisky del hemisferio sur. Entre los históricos, el señorial hotel Mount Nelson, desde donde enviaba sus crónicas de La guerra de los boers el por entonces corresponsal de guerra Winston Churchill.

Información
MONEDA: La moneda sudafricana es el rand. Un dólar equivale a 6.70 rands, en promedio.
HORARIO: Hay cinco horas de diferencia. Cuando en Buenos Aires son las 12, en Sudáfrica las 17.
ATENCION: Es conveniente tomar pastillas contra la malaria si se visita el Parque Kruger. Son seis tomas, una por semana, empezando una semana antes del viaje.

Eduardo Diana
Clarín - Viajes
Fotos: Web - Clarín

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