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domingo, 27 de junio de 2010

Suecia: en la región de Laponia

En el extremo norte de Suecia, Laponia es la tierra de la aurora boreal y el sol de medianoche. Una aventura entre hoteles de hielo, renos, el Círculo Polar Artico y la cultura sami, para explorar una región en gran parte aún intacta, hecha de paisajes que quitan el aliento.


El norte del norte es, sin duda, una tierra singular. Si visto a miles de kilómetros de distancia el mapa de Suecia ya se ve pegado al extremo más septentrional del mundo, ¿qué cabe imaginar para la punta más cercana al Círculo Polar Artico? Hielo, nieve, trineos, días largos en verano y cortos en invierno, manadas de renos, salidas de pesca... todo invita a la aventura en una región tan remota como rica en cultura y recursos naturales.

El norte de Suecia, como el norte de Finlandia, Noruega y Rusia, forma parte de la vasta Laponia, o Lappland, el hábitat tradicional del pueblo sami o lapón. Son los escenarios de las novelas pobladas de personajes excéntricos de Arto Paasilinna, las tierras más extremas recorridas en el maravilloso vuelo de Nils Holgersson, los bosques donde dice la leyenda que Papá Noel construye los juguetes para los chicos de todo el mundo. Pero curiosamente, para quien llega desde el otro extremo del planeta, entre tantas diferencias –el idioma, el pueblo sami, las tradiciones, los renos– hay sin embargo ciertas reminiscencias de las soledades australes, tal vez cierto hermanamiento que termina acercando a las regiones más remotas del globo.

Hotel de Hielo de Jukkasjärvi

HOTEL DE HIELO

La Laponia sueca se reparte entre las provincias de Norrbotten y Västerbotten, las más septentrionales del país. Desde Estocolmo, el punto de conexión aérea insoslayable para el viajero transcontinental, lo más conveniente es aterrizar en Kiruna, una de las principales localidades laponas, que además está gozando de cierta popularidad literaria gracias a Asa Larsson, uno de los nombres más en boga de la novela negra sueca.

Kiruna es el punto de partida para uno de los iconos de la región: el Hotel de Hielo de Jukkasjärvi, toda una rareza, ya que está íntegramente construido con bloques de hielo y nieve. Naturalmente, cada año se derrite... y cada año, desde mediados de noviembre, un equipo de escultores en nieve, diseñadores y arquitectos vuelve a reconstruirlo, siempre en una nueva versión que lo convierte en el auténtico “fénix de los hoteles”, aunque no renace de las cenizas sino del agua helada. Cada 10 de diciembre abre la primera fase, mientras el resto del hotel sigue en construcción; para el 23 de diciembre está lista también la iglesia de hielo donde se celebra la Navidad nórdica (y donde también se casan muchas parejas deseosas de un escenario absolutamente original para su boda). Para el 30 de diciembre, el efímero y fascinante hotel de hielo está terminado, hasta que el sol de la primavera lo devuelve nuevamente a la naturaleza que lo vio nacer. Todo en el Hotel de Hielo está hecho para sentir la experiencia de una vida: por el clima extremo y la rareza de dormir entre translúcidas paredes heladas; por esa naturaleza blanca y silenciosa que cubre la tierra hasta el infinito; por los días que son en realidad largas noches, apenas iluminadas por las fascinantes auroras boreales que se desprenden del cielo nórdico en una luminosa danza feérica y sutil.

Dos nativas del pueblo Sami

KIRUNA SAMI
El pueblo sami es nativo de la región de Laponia, y aunque hoy son pocos –unos 75.000, con unos 20.000 residentes en la parte sueca– conservan sus tradiciones con el mayor celo posible. La “nación sami”, o “región saapmi”, como ellos la llaman (evitando el término “lapón”, de connotación despectiva), abarca toda la zona por encima del Círculo Polar Artico en Suecia, Noruega, Finlandia y hasta la península rusa de Kola: todos estos países tienen un parlamento sami, y en Suecia esta asamblea tiene sede precisamente en Kiruna.

En parte, ya que también han logrado una buena integración con el resto de la sociedad sueca, los samis conservan algunas costumbres nómades: sobre todo en verano, cuando los pastores de renos y sus familias acompañan el traslado de las manadas desde los bosques hasta las montañas. Claro que esta particular trashumancia supo adaptarse a los tiempos, y además de los tradicionales esquíes y los perros, los samis acompañan el traslado de los animales con helicópteros y motos de nieve. Poco a poco fueron aceptando también que sus costumbres, tradiciones y modo de vida constituyen un atractivo turístico y una fuente de ingresos, a la par de los renos y las artesanías.

En las afueras de Kiruna, un pequeño museo sami ofrece el primer acercamiento a la cultura de este pueblo. El otro lugar por visitar es Jokkmokk, donde cada mes de febrero se organiza un célebre Mercado Sami que ya lleva 400 años de historia: a lo largo de los siglos, lo que era antaño una suerte de reunión de mercaderes de toda la región creció hasta convertirse en una semana de eventos culturales y conciertos que ofrece un contacto cercano con este pueblo cordial y profundamente enraizado en su entorno natural. Las artesanías sami, además, tienen el atractivo de lo exótico y vistoso: conocidas como slöjd, se separan a su vez en dos categorías, el slöjd duro y el slöjd blando. La primera es la que agrupa las artesanías masculinas, sobre todo cuchillos y tazas tallados con cuidadoso esmero en cuernos de reno. La segunda es más tradicional de las mujeres y abarca los tejidos, los adornos de estaño, los cestos tradicionales confeccionados con raíz de abedul. Para los visitantes es difícil resistir la tentación de volver con un sombrero lapón, colorido y en punta, capaz de combatir –igual que las botas de piel de reno– hasta el frío y el viento más intenso de una región de clima impiadoso. Durante una visita a Kiruna o a Jokkmokk vale la pena dedicar un día para compartirlo con las familias laponas que se abren al turismo: en alguna de sus granjas, donde crían renos, ofrecen salidas en trineos tirados por perros, comidas tradicionales –a base precisamente de carne de reno, sopa de leche y salmón, puré con eneldo y postres de yogur y frutos rojos– y salidas de pesca en los ríos utilizando también sus técnicas ancestrales de captura.

Parque Nacional Sarek

PARQUES NACIONALES

El invierno lapón tiene el atrapante misterio de la nieve y la gélida noche polar, pero el estío del extremo boreal no se queda atrás: ésta es la tierra del sol de medianoche, cuando en los días más próximos al solsticio de verano el sol nunca llega a ocultarse bajo la línea del horizonte.

La longitud de los días hace del verano una época ideal para emprender excursiones de ecoturismo por los parques nacionales de Laponia: para los más avezados, los que realmente quieran una experiencia agreste y de aventura, el destino ideal es el Parque Nacional Sarek, en Jokkmokk, uno de los más antiguos de Europa. De forma circular, con un diámetro promedio de 50 kilómetros, el parque no tiene caminos señalizados ni albergues donde refugiarse. Muchas de las montañas, que superan los 2000 metros de altura, son raramente exploradas, porque sólo para llegar se requiere una caminata de largo aliento... a veces bajo la lluvia, ya que los verdes espectaculares de la región –sobre todo en el delta del río Rapa– son directamente proporcionales al nivel de humedad. El Parque Nacional Abisko, en el noroeste, muy cerca de la frontera con Noruega, no se queda atrás: 200 kilómetros al norte del Círculo Polar Artico, fue creado a principios del siglo XX con intención de conservar los paisajes característicos del extremo norte, pero los años lo convirtieron en un sitio turístico para aventureros ecologistas. Entre los bosques de abedul, las cascadas de deshielo, los profundos valles cubiertos de vegetación y la tundra, una palabra heredada de los samis, es posible aquí también avistar alces. Esos raros cérvidos de ostentosa cornamenta, conocidos como “reyes de los bosques”, son frecuentes en las rutas de todo el norte de Suecia, Noruega y Finlandia, e impactan con su tamaño porque pueden superar los dos metros de altura. Si no hay suerte “al natural”, siempre se puede visitar el Parque de Alces de Vittangi, un poblado de un millar de habitantes que también depende del municipio de Kiruna.

Monte Kebnekaise
NIKKALUOKTA
En Laponia se levanta el monte Kebnekaise, la montaña más alta de Suecia: para los habituados a los Andes tal vez no impresione por su altura, que alcanza los 2104 metros, pero sí por la belleza de los paisajes y la increíble sensación de distanciamiento con cualquier punto del mundo habitado. Invita, además, a reflexionar sobre los riesgos del recalentamiento global, ya que al derretirse los glaciares de la cumbre la montaña va perdiendo altura gradualmente. El monte Kebnekaise, situado unos 150 kilómetros al norte del Círculo Polar Artico, forma parte de un macizo conocido como “los Alpes escandinavos” y en medio de su gigantesca soledad promete el avistaje, desde la cima, de casi el 10 por ciento de la superficie sueca.

El punto de partida para escalar o seguir las rutas de trekking en el Kebnekaise es otro pueblito interesante para la cultura sami, Nikkaluokta, donde hay un lodge de montaña, un restaurante, una proveeduría y una capilla donde se celebran bodas al estilo tradicional. En el corazón de tres valles, Nikkaluokta se abre como una región de belleza escenográfica, agreste y aparentemente inaccesible, pero al mismo tiempo generosa en la amplitud y deslumbrante virginidad de sus paisajes.

DATOS UTILES
Cómo llegar: En avión desde Estocolmo, hay vuelos de SAS hasta Kiruna ida y vuelta a partir de 400 dólares. En tren, el viaje ida y vuelta ronda los 250 dólares.

Dónde alojarse: El Hotel de Hielo (Ice Hotel) de Kiruna es la opción más exótica para el invierno. Pasar la noche en una habitación doble cuesta unos 400 dólares, www.icehotel.com. En las principales ciudades de Laponia, un habitación doble cuesta unos 170 dólares, aunque hay opciones de camping a partir de 18 dólares.

Más información: www.visitsweden.com

Graciela Cutuli
Pagina 12 - Turismo
Fotos: Web

lunes, 21 de junio de 2010

Nueva Zelanda: el país de la gran nube blanca

Interminables colinas verdes, selvas vírgenes y playas infinitas. Escenarios impresionantes y paradisíacos que nos han dado a conocer películas como “El señor de los anillos” o “El piano”. Sin embargo, descubrir Nueva Zelanda no sólo permite disfrutar de la naturaleza casi en estado puro, sino que también confronta al viajero con una cultura y una forma muy especial de ver la vida.
Un paraíso entre el océano Pacífico y la Antártida
Nueva Zelanda, rodeada por la inmensidad del Océano Pacífico y último retazo de tierra antes de alcanzar la helada Antártida, se compone de más de 700 islas entre las que destacan principalmente dos: la isla norte, donde se encuentran las ciudades más importantes, entre ellas Auckland y la capital del país, Wellington; y la isla sur, la más grande, pero menos habitada.

La flora y la fauna son, en su gran mayoría, exclusivas de Nueva Zelanda. Esto se debe a que el territorio neozelandés ha estado aislado y carente de presencia humana durante más de 85 millones de años, tras su separación del gran continente Gondwana. Los primeros humanos, los maoríes, procedentes de las islas de la Polinesia, llegaron a Nueva Zelanda en el siglo XIII, lo que convierte a este territorio en uno de los últimos lugares del mundo en ser habitado. Éstos dieron al nuevo territorio descubierto el nombre de Aotearoa, que significa “la tierra de la gran nube blanca”.

En la actualidad viven en Nueva Zelanda cerca de 4 millones de personas (¡y más de 50 millones de ovejas!). Dos tercios de la población habitan en la isla norte, y de ellos, la mitad en la ciudad de Auckland y sus alrededores.

Nueva Zelanda es especial
En Nueva Zelanda hace frío en el sur y calor en el norte, en Navidad es verano y en Agosto es invierno, y los europeos buscan en vano entre la inmensidad de las estrelladas noches las osas mayor y menor. A lo largo de una superficie algo mayor que la mitad de España, al viajero se le ofrece la posibilidad de descubrir playas doradas de arena fina, glaciares helados, desiertos volcánicos, escarpados fiordos, lagos alpinos o selvas de helechos, que pueden alcanzar hasta 15 metros de altura. Y a pesar de ello, en todo el territorio no existen prácticamente especies venenosas: no hay serpientes, ni escorpiones, ni cocodrilos, ni pirañas...

Los neozelandeses, que se denominan a sí mismos “kiwis”, adoran pasar su tiempo libre en la naturaleza. El nombre procede de una especie de ave no alada, típica de Nueva Zelanda, que se ha convertido en un símbolo del país y que se encuentra en peligro de extinción. Todo “kiwi” que se precie tiene en su posesión una autocaravana y, al menos, un pequeño barco a motor. Los fines de semana, la familia al completo conduce hasta la costa o alguno de los enormes lagos de las zonas centrales de las islas, donde acampan, pescan o hacen senderismo. La mayoría de los neozelandeses son gente optimista, abierta y hospitalaria.

Las ciudades más importantes
Con más de un millón de habitantes, Auckland, tanto en el aspecto cultural como económico, es la ciudad más importante y conocida de Nueva Zelanda. En la “ciudad de los veleros” abundan las posibilidades de practicar todo tipo de deportes de agua. En el puerto Princes, es posible alquilar yates o kajaks, tomar parte en excursiones a las islas del golfo de Hauraki. El edificio más emblemático de la ciudad es, sin duda, la Skytower, cuyos 328 metros la convierten en la torre más alta de todo el Hemisferio Sur. Los más atrevidos pueden hacer bungy jumping y demostrar su falta de vértigo saltando desde una plataforma a 192 metros del suelo.

Caminar por las calles de Auckland supone un subir y bajar continuo. Desde lo alto de la Skytower llama la atención la perfecta conicidad de los más de 60 montículos sobre los que está construida la ciudad, que no son otra cosa más que volcanes inactivos. A pocos metros de distancia de la Skytower, en pleno centro, se encuentra la Queenstreet, la calle comercial más bulliciosa de Auckland.

La capital, Wellington, aprisionada entre las montañas y el mar, es el centro político, administrativo y estudiantil de Nueva Zelanda. Y, cada vez más, un baluarte cultural, con una pulsante vida nocturna y una oferta amplísima de actividades artísticas, musicales y teatrales. Desde el puerto de Wellington parte el ferry que comunica la isla norte con la isla sur. A pesar de que la ciudad yace justo en la zona de choque de dos placas tectónicas, con la consecuente y constante amenaza de terremotos, y de las fuertes y frecuentes tempestades procedentes del mar de Tasmania.

Las mejores vistas panorámicas de la ciudad, sobretodo al atardecer, se encuentran desde el monte Victoria o desde la estación Kelburn, a la que se llega tomando el “Cable Car”, un pequeño tranvía que es una de las atracciones turísticas más populares. En Wellington se encuentra el museo más visitado de Nueva Zelanda: el Te Papa Tongarewa. Este ofrece informaciones detalladas sobre la naturaleza y la cultura del país. Y lo mejor de todo: ¡la entrada es gratuita! La vida nocturna bulle en el barrio multicultural alrededor de la Cuba Street y el Courtenay Quarter.

Naturaleza en estado puro
Olvidarse de la civilización es fácil en Nueva Zelanda. Una de las regiones deshabitadas más grandes del país son los fiordos, en la isla sur. Una de las grandes atracciones es la ruta de Milford Sound: cuatro días de senderismo con una distancia total a recorrer de 55km. Para evitar aglomeraciones de caminantes en las cabañas en las que se puede pasar la noche, sólo se permite el paso de 30 personas al día, lo cual significa que hay que reservar con mucha antelación. Todos los bosques son todavía vírgenes y cuando llueve, lo cual suele pasar a menudo y en abundancia, el agua se abre camino por todas partes pendiente abajo.

El parque nacional de Abel Tasman es el paraíso para aquellos que adoran la costa: desde Wainui Inlet hasta Kaiteriteri se extienden inmensas playas de arena dorada, en pintorescas bahías, separadas las unas de las otras por salientes o escollos rocosos. Aquí también se ofrece la posibilidad de hacer un recorrido a pie de 4 días, entre bosques y playas, o bien se puede optar por uno de los numerosos taxis de agua.

En el mundo solo hay 3 glaciares que desemboquen en una selva, y dos de ellos se encuentran en Nueva Zelanda (el tercero está en Sudamérica). Desgraciadamente, tanto el glaciar de Franz-Josef como el de Fox, han ido perdiendo extensión en los últimos años, pero el sonido del agua deslizándose entre las grietas y el hielo rompiéndose siguen maravillando al visitante. Para percibir en toda su plenitud la magnificencia de estas lenguas de hielo en movimiento, no hay nada mejor que tomar parte en una excursión en helicóptero.

Información de interés
Visado
Para viajes con una duración inferior a 3 meses, únicamente es necesario un pasaporte con más de seis meses de validez a partir del día de comienzo del viaje.

Control biológico
Para proteger a la flora y la fauna autóctona, se intenta impedir la introducción en el país de especies extrañas o plagas. Antes de pasar por la aduana, es necesario entregar un formulario donde el viajero asegura que no lleva ningún tipo de plantas (incluida fruta o verdura) ni de animales consigo. Especial atención ponen los neozelandeses al calzado o material de senderismo.

Vacunas
Para Nueva Zelanda no es necesaria ningún tipo de vacuna.

Moneda
La moneda de uso corriente es el Dollar neozelandés (NZD). El cambio actual es aproximadamente 1€ = 2 NZD.

Clima
En Nueva Zelanda las temperaturas se mantienen relativamente constantes la mayor parte del año. La media oscila entre 24ºC y 15ºC, aunque en las zonas centrales así como en las montañas, en invierno (junio-septiembre) el termómetro cae a menudo por debajo de los 0ºC. La mejor época del año para viajar es entre octubre y marzo. Desde mediados de Diciembre hasta principios de Febrero tienen lugar las vacaciones de verano. Durante estos días se recomienda reservar alojamiento con antelación.

Normas de tráfico
Puesto que Nueva Zelanda es una antigua colonia inglesa, se conduce por la izquierda. La velocidad máxima permitida es de 100 km/h por carretera o autopista y de 50 km/h en ciudad.

Elisa Sánchez
Fotos: Raphael Eltrop
Revista 80 días

lunes, 14 de junio de 2010

Por los barrios de Roma

Barrio de Trastevere

De la movida del Trastevere al encanto de Garbatella, un paseo por otras calles de la capital italiana, cerca del centro histórico.

Es de esos atardeceres que uno desea que no terminen nunca. En la Piazza di Santa Maria in Trastevere, en Roma, el sol primaveral entibia las almas de los muchos que, siguiendo casi una tradición, se sientan en la escalinata de la fuente disfrutando de una birra fresca o un helado.
Por los alrededores, las calles peatonales rebosan de gente y en las tiendas de ropa y souvenires hay que esperar para ser atendido. Es el corazón del barrio de Trastevere, que se ha vuelto un recorrido obligado en Roma, una atracción más que se suma a la interminable lista de “imperdibles”, que va del Coliseo al Foro Romano, del Vaticano a la Fontana di Trevi, de las piazzas Spagna y Navona a Campo dei Fiori.

Es que más allá de estos atractivos ineludibles, la capital de Italia merece ser conocida desde ciertos barrios, en sus inicios populares y luego puestos de moda, como el propio Trastevere, pero también Testaccio, Garbatella y San Lorenzo. Pobladas de bares y restaurantes, estas zonas aledañas al centro histórico se convirtieron en centros de la noche y la movida romanas, con el “bonus track” de que en ellos todavía se puede ver a jubilados jugando a las cartas en viejos bares o charlando en plena calle con turistas que descubren el encanto de una “Roma de barrio” y sus mercados callejeros. “Es que recorriendo estos barrios uno puede entender, o al menos imaginar, cómo era la ciudad hace unos 40 ó 50 años”, dice Stefano, tan romano como la salsa alla matriciana y nuestro guía en este recorrido alternativo por la ciudad eterna.

Barrio San Lorenzo
Cruzando el Tíber
Estos cuatro barrios tienen orígenes muy antiguos, ya que fueron parte de los rioni (regiones) de la Roma imperial, que inicialmente eran cuatro pero que el emperador Augusto, antes del año cero, incrementó a 14. Desde el monte Gianicolo se puede obtener una buena panorámica de Roma y, justo abajo, una vista del Trastevere, que fue el rioni XIII y también uno de los barrios más poblados de la antigua Roma, donde vivían comunidades extranjeras, especialmente sirios y judíos, que trabajaban en el cercano puerto Emporium. También fue uno de los primeros en convertirse en un animado centro, ya desde fines de la Segunda Guerra Mundial. No faltan, incluso, quienes arriesgan que a esta altura ya pasó de moda, pero los hechos lo desmienten: sus calles siguen repletas de gente –italianos y turistas– que circulan por bares, trattorías y restaurantes, algunos casi legendarios, como el local original de La Parolaccia, en el número 3 de Vicolo del Cinque.

Tanta gente le suma vida y color a un barrio que supo mantener mucho de la atmósfera de principios de siglo, e incluso en partes conserva el antiguo sampietrini, típico pavimento formado por baldosas de porfirítica negra (sampietrino), creado durante el mandato del Papa Sixto V.
Trastevere invita al recorrido tranquilo, paso a paso, por sus callejuelas estrechas, a partir especialmente de la Piazza di Santa Maria in Trastevere y su basílica del siglo III. Cerca, en el antiguo Bar San Calisto, personas y personajes de distintas generaciones se encuentran para charlar, jugar al ajedrez o compartir el sgroppino, cóctel típico de la casa. “Entre estas mesas, muchos romanos pasamos buena parte de nuestra adolescencia”, confiesa nuestro guía Stefano. El barrio exhibe obras de artistas como Pietro Cavallini, Rafael o Bernini; este último, autor del bellísimo templete circular de San Pietro in Montorio, donde, se dice, fue martirizado San Pedro.

También se pueden ver las colecciones de pintura del Palazzo Corsini; la Porta San Pancrazio y la Porta Settimiana –ambas en la muralla Aureliana–.

Testaccio

El barrio de “la Roma”
Cruzando el Tíber por el Ponte Sublicio llegamos a Testaccio, que antiguamente era un barrio popular con dos plazas, un mercado y mesones que se abastecían en el matadero de la zona, en las últimas décadas se recicló a sí mismo. El nombre proviene del monte Testaccio, formado por fragmentos de 26 millones de ánforas (testae) de los años 140 aC. a 250 dC. El barrio supo ser la puerta de entrada de mercancías de la Roma Imperial, y los barcos, muchos de ellos cargados con aceite de oliva de la Bética (hoy Córdoba), la Tripolitania (Libia) o la Galia, descargaban a orillas del río. Las ánforas vacías se rompían, y sus retazos formaron este monte, de 40 metros.

Quizás, lo mejor de sitios como Testaccio es que han sabido reciclarse sin modificar mucho su fisonomía. Por eso hoy el barrio, de activa vida nocturna, mantiene esos edificios con comunidades de vecinos, portería y patio interior; sus fachadas medio despintadas, los cables cruzando las calles sin pudor, la ropa secándose a la vista de todos y las pizzerías al taglio, para saborear y seguir.

El viejo matadero y frigorífico (mattatoio) es un espacio ocupado que se convirtió en centro social y cultural; cerca funciona el Macro (Museo de Arte Contemporáneo de Roma), en una vieja fábrica de cerveza. Y en la plaza de Testaccio se organiza un mercado popular como los de antes, con carteles escritos a mano y ofertas de comidas, ropa, utensilios.

Junto a la Porta San Paolo, en el Cementerio Protestante o de los Poetas, descansan, entre otros, los restos de Antonio Gramsci y del poeta inglés John Keats. Pero además de estos aires poéticos, Testaccio es también “el barrio de la Roma”, equipo del corazón de tantos romanos. Aquí, entre construcciones populares, pubs, restaurantes y señoras que los domingos preparan su infaltable pasta alla matriciana, el equipo tuvo su primera cancha y en él “quedó nuestro corazón”, dice nuestro guía. Y, al pasar por la Pirámide Cestia, del 12 aC. dobla la apuesta: “Testaccio es el corazón de Roma, un corazón rojo y amarillo”.

Garbatella

Ciudad jardín
“Lo que más me gusta es ver las casas, los barrios. Y el barrio que más me gusta es Garbatella”, dice Nanni Moretti en su película Caro Diario, mientras pasea “in Vespa” por la ciudad eterna.
En Garbatella hay pocos turistas, aunque es seguramente el barrio más pintoresco y original de Roma, con una buena oferta de restaurantes de cocina romana en los alrededores. Pero lo que lo hace único es su arquitectura –bautizada “barocchetto”, por su inspiración en el Barroco–, que es incluso objeto de estudio para muchos estudiantes. Algunos lo describen diciendo que “es un lugar que no pertenecía a nadie, y que hoy es de todos”, aunque también se pueda arriesgar que, probablemente, está destinado a convertirse en uno de los principales distritos culturales de Roma.

Su vida nocturna no es fuerte como en Trastevere o San Lorenzo, pero la presencia de la Tercera Universidad dinamiza la noche con bares y pubs entre la via Ostiense, el Gazometro y el nuevo Palladium, hoy nuevamente teatro. Cerca, cruzando la Ostiense, se encuentra la basílica de San Paolo Extramuros, una de las cinco iglesias más antiguas de Roma y la más grande después de San Pedro, con una monumental nave central revestida en mármol. Es propiedad extraterritorial de la Santa Sede, y alberga la tumba del apóstol Pablo.

Garbatella tuvo origen en el período de entreguerras, y fue un barrio “rojo” y obrero, donde la Resistencia Partisana encontró apoyo incondicional. Se ideó importando el modelo de “ciudad jardín” británico, con viviendas agrupadas, jardines y huertos en común. Desandar sus calles es como trasladarse a un pequeño pueblo de la campiña, y traspasar el portal de algún patio es encontrar, como nos pasa esta vez, a parejas de jubilados arreglando los jardines y dispuestos a la amable charla. Y todo a pocos minutos del Coliseo y el centro de Roma.
El distrito universitario

El barrio de San Lorenzo, cerca de la estación Roma Termini, toma su nombre de la cercana basílica de San Lorenzo Extramuros. La presencia de la Universidad “La Sapienza”, que con casi 150.000 estudiantes es la más grande de Europa, le aporta una juventud que mantiene activa la vida nocturna en restaurantes, pizzerías, pubs y clubes. Antiguo barrio obrero, San Lorenzo es hoy el “distrito universitario” de Roma, con aires bohemios, muros pintados con proclamas políticas y sedes de partidos de izquierda.
De día, es un barrio para relajarse, entre restaurantes que ofrecen gnoccis caseros, pizzerías, comercios de ropa informal de segunda mano, o de cosmética japonesa y flores de Bach. Hay centros multifuncionales como Drome, donde se puede ver teatro, navegar por Internet o probar comida vegetariana. O sitios como Formula Uno, que lleva más de 20 años sirviendo pizzas con mozzarella casera o el baccalà (bacalao) frito, típico plato romano.

El acelerado curso de arquitectura romana iniciado de la mano de nuestro guía en el Foro cierra aquí, en el Cementerio Monumental del Verano, con impresionantes tumbas y mausoleos en zonas barroca, romántica y racionalista. Aquí yacen artistas de la talla de Vittorio Gassman, Marcello Mastroianni o Vittorio de Sica. También ellos habrían disfrutado de este este paseo por una amable Roma de barrio.

Porta Portese

Más de cuatro mil puestos callejeros
Entre los mercados populares de Roma –que los tiene, y varios– el más famoso es el de Porta Portese, que funciona todos los domingos desde muy temprano cerca del Ponte Sublicio, en el barrio de Trastevere. Sus orígenes se remontan a la Segunda Guerra Mundial, cuando éste fue el mercado negro de la ciudad. Hoy, principalmente en la Via Portuense pero también en calles aledañas, casi cuatro mil puestos ofrecen, literalmente, de todo, de lo más útil a lo más inservible, y en ese magma, recorriendo con tiempo y paciencia para revolver, se pueden encontrar productos bien decentes a buenos precios. Los stands comienzan a instalarse desde la madrugada, y ya a las siete de la ma-ñana están atestados de discos, muebles antiguos, ropa desde 1 euro, som-breros, camisetas de fútbol, herramientas, radios antiguas, alimentos, bicicletas, souvenires de la Unión So-viética, libros. Conviene ir temprano, porque ya antes de las 11 la multitud comienza a dificultar la caminata. Luego de la una de mediodía los puestos comienzan a ser desmantelados, y todo se liquida a precios rebajados. Bien vale una visita.

Volpetti

Sabores de las calles romanas (Donato De Santis. Chef)
A Roma hay que conocerla a pie, y en ese andar, hay que aprovechar para disfrutar de su cocina, que es muy rica. Y es casi obligatorio comer en la calle; por ejemplo, una pizza al taglio, que son buenísimas, o unos buenos suplí, croquetas de arroz y carne rellenas de mozzarella. La cocina romana es tan simple como sabrosa, y los romanos son tradicionalistas en los sabores: fetuccini a la romana, spaghetis, pizzas, mortadela, coda alla vaccinara (rabo estofado), salsa matriciana, originaria del Abruzzo pero romanizada. La porchetta romana también es muy co-mún y se encuentra en todos lados, aunque probablemente el plato más famoso sea el de los alcauciles, en distintas formas y preparaciones, pero siempre deliciosos. Junto al Trastevere, el ghetto o barrio judío tiene una cocina muy interesante, mitad romana y mitad judía. Y ahora, que empieza el verano, hay que disfrutar de la tradición del grattachecca, una ralladura de hielo saborizada que se vende en vasitos de plástico, con siropes aromatizados y a veces con fruta fresca. En verano es una delicia tradicional de la calle y se ofrece en muchos quiosquitos, especialmente cerca del Tíber. Y siempre trato de pasar por Volpetti, en la via Marmorata, pleno Testaccio. Es una tienda gastronómica con especialidades de toda Italia: trufas, jamones, quesos, pastas, aceites, embutidos, comidas recién cocinadas, listas pa-ra llevar. Una delicia.

Pablo Bizón
Viajes - Clarín
Fotos: Web

sábado, 5 de junio de 2010

Sudafrica: Aventuras en la sabana


La emoción del contacto con la fauna salvaje en un safari por la Reserva Sabi Sand. Además, una visita a la Ruta Jardín, sobre las costas del Indico.

La mañana no empezó como habíamos imaginado. Salimos a las seis, con la primera luz del día, apenas con un café liviano encima, y a casi dos horas de safari recorriendo la sabana africana, nada. O casi. Vimos impalas, antílopes y kudus, pero de los Cinco Grandes -como llaman a los leones, leopardos, elefantes, rinocerontes y búfalos- ni un rastro. Para colmo, la lluvia ya se convirtió en un diluvio. "Hoy no van a ver leones", nos habían dicho en el lodge, con esa certeza casi científica que envuelve las afirmaciones de los lugareños cuando hablan de la naturaleza que los rodea. "A los leones no les gusta mojarse", nos habían advertido. Y parecía cierto.

En la Land Rover en la que nos movemos, abierta y con techo de lona, la lluvia entra con furia por todos lados. Estamos empapados. Le pedimos a Grant, el ranger (guardaparque), que vuelva al lodge para desayunar y sacarnos el frío. Pero sigue aferrado al volante, subiendo y bajando por los estrechos caminos de la sabana, cruzando arroyos e internándose entre los espinosos arbustos de la Reserva Sabi Sand, en el Parque Kruger, nordeste de Sudáfrica, cerca del límite con Mozambique.

Grant intenta animarnos: nos muestra un extraño árbol -leadwood- de 1.000 años y hasta detiene la Land Rover para levantar un caracol gigante. Finalmente, empieza a evaluar la vuelta al lodge. En una curva del camino, vemos en el horizonte un grupo de animales que se desplaza. No podemos distinguirlos. Grant recibe un llamado por radio y sale a toda velocidad. Hace un rodeo a un túpido monte para interceptar el paso de los animales y se detiene en el camino. Toma el largavistas, enfoca y festeja: "Lions".

Los ojos del león
Los animales vienen caminando directamente hacia donde estamos detenidos. El ranger apaga el motor y pide silencio. Es muy inquietante verlos acercarse. Son muchos y están tan empapados como nosotros. No paran de aparecer leones. Salen de todos lados. ¿Qué harán? ¿Hay algún riesgo? Ya es tarde para esas preguntas: los tenemos al lado.

Un grupo de tres hembras y un macho de gran melena se detiene en el camino, a no más de cinco metros de nosotros. Dan vueltas alrededor del jeep. Una hembra no nos saca la mirada de encima. No hay barreras entre sus ojos dorados y nosotros. El silencio es total, apenas quebrado por el repiqueteo de la lluvia contra la tierra.

Llega el resto de la manada. Los cuento: 12 en total. Otro león de gran melena cierra la fila. Nos mira fijo, con recelo. Son segundos de extraña tensión. Su mirada hace sentir con crudeza que somos intrusos en su tierra. La manada finalmente se empieza a perder entre la vegetación mojada. Quedamos unos minutos en silencio: emocionados.


En el camino
La reserva privada Sabi Sand está a unos 450 km de Johannesburgo, moderna y de fuertes contrastes sociales. Allí se jugará la apertura y la final del Mundial de Fútbol Sudáfrica 2010, algo que recuerdan las enormes pelotas blancas que se ven en cada plaza y el ícono del mundial estratégicamente dispuesto en cada rincón de la ciudad.

Por la ventanilla de la combi que nos transporta hacia el norte del país van pasando paisajes de belleza hipnótica: inmensas planicies verdes coronadas por cerros azules, plantaciones de tabaco y, más adelante, peladas llanuras que llegan hasta donde da la vista. A las tres horas de viaje, llegamos a Nelspruit, otra de las sedes del mundial. A partir de aquí la vegetación se vuelve exuberante: imponentes montañas tapizadas de árboles, correntosos ríos marrones, tierra colorada y kilómetros de plantaciones de árboles cítricos. De este lado de la ventanilla de la combi, suena Bob Marley. Y Sudáfrica, ahora desmesurada y profundamente negra, libera recuerdos de Jamaica y otras islas del Caribe.

Tras siete horas de viaje nos acercamos a Sabi Sand. En la carretera se multiplican los carteles con ofertas de lodges y safaris, y puestitos con animales tallados en madera. Salimos de la ruta y tomamos un camino de arena. Llueve mucho y el camino está en mal estado. Un hombre alto, negro y de campera amarilla nos hace señas desesperadas para que nos desviemos a la derecha. A los 500 metros desembocamos en una enorme laguna y volvemos al camino original. El hombre negro y de campera amarilla ya no está. Hay camionetas que se atascaron en la arena mojada. Seguimos adelante. Pasamos un pequeño cementerio con cruces negras. Y a los pocos minutos llegamos a una barrera de control: un cartel anuncia Puerta Sabi Sand.

El lugar de los milagros
Nos alojamos en Boulders, un lujoso lodge donde estuvo la actriz Scarlett Johansson. Boulders y su vecino lodge Ebony pertenecen a la cadena Singita (en la lengua local shangaan, "lugar de los milagros"), y están en la reserva Sabi Sand, dentro del Parque Nacional Kruger. El recibimiento no puede ser mejor: desde la recepción, se ve a unos 100 metros a un elefante tomando agua del río Sand, y más allá, cientos de monos que corren por una planicie.

Graeme nos da la bienvenida y comienza a desgranar algunas de las reglas que debemos respetar en el lugar. Al amanecer y desde el atardecer no nos podemos mover solos en el lodge, ya que puede haber animales merodeando el lugar. Además, hay que cerrar la habitación con llave: los monos saben abrir la puerta y, si bien no son agresivos, acostumbran a llevarse lo que les llama la atención.

Luego nos acerca una hoja que debemos firmar. Allí dejamos constancia que sabemos que en la zona hay animales peligrosos y que nos hacemos responsable de lo que pudiera ocurrir.

No, no estamos en Animal Kingdom. Ni en un zoológico ni entre animales amaestrados. Los animales se mueven en su hábitat natural y los propietarios de las reservas no saben siquiera cuántos hay ni dónde están. Las reservas privadas tienen una ventaja con respecto a los parques nacionales africanos: al ser mucho más chicas, hay una mayor densidad de animales y, por lo tanto, mayores chances de verlos. Sólo eso. Por lo demás, nada garantiza qué animales se podrán ver. Todo depende de la suerte. Y también de la paciencia de los guías. Como con los 12 leones.

El hombre leopardo
Salimos de safari dos veces por día: a las seis de la mañana y al atardecer. En nuestro primer safari, Grant explica que en el jeep no hay que gritar ni hacer movimientos bruscos o pararse. Y, sobre todo, dice en voz alta, está absolutamente prohibido bajarse del jeep.

En una silla incorporada al capó de la Land Rover viaja Lawrence, un baquiano encargado de identificar huellas de animales, que es presentado como el hombre leopardo. En pocos minutos, Lawrence demostrará que lleva bien puesto su apodo. A unos 500 metros del lodge, hace una seña para que se detenga el jeep; se baja, observa unas pisadas en el camino y sentencia: "Hay leopardos cerca". A los cien metros encontramos dos cachorros grandes de leopardo, caminando por una huella de la sabana. Los seguimos de cerca: tienen el pelaje muy brilloso y se mueven con una gran elegancia. Muy cerca de allí, encontramos a la madre cazando, mimetizada entre unos troncos. La observamos de cerca. De a ratos se para y se mueve con sigilo, como si hubiese encontrado una presa. Nos mira y vuelve a esconderse. Una yunta de pájaros empieza a dar vueltas alrededor del leopardo y a cantar muy fuerte. Cacería arruinada: "Están avisando a otros animales que hay peligro". El leopardo se echa a dormir.

En el lodge brindamos con excelentes cabernet y syrah sudafricanos en honor de Lawrence, el hombre leopardo y su rápido hallazgo. "Tienen suerte, hay gente que tarda varios días en ver un leopardo y a ustedes apenas les llevó minutos", dice Grant.

Entre copa y copa, hago la pregunta obligada: ¿por qué no atacan los felinos? Grant dice que ven al jeep y a las personas que van en él como una sola cosa, y que por el tamaño no lo consideran una presa. Además, que como no se sienten agredidos, no atacan. Le pregunto entonces por qué lleva un fusil. "Me hace sentir más seguro, pero nunca tuve que usarlo", asegura. Habrá que confiar, entonces, que sin bajar del jeep no hay peligro.

En Sabi Sand nunca se deja de estar en contacto con la naturaleza ni siquiera en la suite. El lodge tiene paredes de vidrio del piso al techo que hacen sentir al huésped integrado al paisaje. Las amplias habitaciones tienen altos techos de paja, muebles y adornos africanos, un gran living con hogar, un baño enorme con bañera victoriana y una terraza de madera y piscina con vista al río y al monte.

En cada habitación hay una ficha para marcar los animales que se ven en los safaris. En la reserva hay 150 especies de mamíferos y 500 de aves. Hemos visto hipopótamos bañándose en el río; cientos de impalas; cebras y, a lo lejos, un rinoceronte. Seguimos llenando casilleros de la ficha: waterbuck, cientos de pájaros de estridentes colores y, desde muy cerca, un elefante comiendo hojas de un árbol. También vimos una jauría de unos 40 perros salvajes

(parecidos a las hienas; flacos, feos, amarillos y negros) cazando un impala y luego, a cinco metros de nosotros, devorárselo en cuestión de minutos.

El último safari lo cerramos con un brindis con gin tonic y vino tinto en un claro del monte, bajo el cielo violeta y naranja del atardecer de la sabana. Alguien se lamenta porque no pudimos ver jirafas. Nos ponemos de acuerdo para hacer una salida muy temprano al día siguiente, en un ratito de tiempo que nos queda antes de partir de Sabi Sand.

Partimos casi de noche, a las cinco de la mañana. Luego de una hora de recorrido, cuando ya debíamos regresar al lodge, divisamos a lo lejos una cabeza amarilla que sobresale entre las copas de los árboles. Al llegar, encontramos siete jirafas comiendo hojas de los árboles. Nos detenemos muy cerca, apagamos el motor y observamos en silencio. Grant se da vuelta y nos dice: "Argentinos, tienen suerte, mucha suerte".

El mono y las naranjas
Otra vez en la carretera, con rumbo hacia el sudeste de Sudáfrica. Vamos al lujoso hotel y spa Pezula, en el pueblito de Knysna, a 500 km de Ciudad del Cabo, en la esplendorosa Ruta Jardín, una franja que se extiende bordeando la selvática montaña Lounge y el océano Indico.

Pezula (Arriba, con los dioses, en la lengua local shona) es un hotel boutique cinco estrellas con atractivos que lo convierten en un destino en sí mismo. En la propiedad, además del hotel hay casas privadas administradas como un country, que cuenta entre sus socios a Roger Federer, hijo de una sudafricana, que pasa sus veranos en una residencia del Pezula a orillas del mar. El hotel tiene más pergaminos: el campo de golf más grande del país y la fama de ser el mejor spa sudafricano.

El hotel está instalado en la cima de una colina, en medio de un espléndido escenario natural. Las vistas son majestuosas. De un lado, una gran laguna, la silueta del pueblo de Knysna rodeando el espejo de agua y las montañas. Del otro, casas pintadas en colores pastel -terracota, celeste, verde, blanco- que balconean a los bancos de arena y a los greens del campo de golf y, como fondo, el mar azul. El lugar es ideal para las caminatas, los paseos en bicicleta y las cabalgatas. También se puede practicar tenis, cricket y golf. Y hay gimnasio, piscina al aire libre y otra climatizada.

Temprano en la mañana salimos hacia las montañas, donde nos espera una excursión que combina trekking y una travesía por un río que muere en el mar Indico. La caminata cubre una distancia de 4 km, en medio de un bosque que apenas deja filtrar los rayos del sol. Hay tramos muy empinados y otros en bajada, que hay que sortear tomándose del tronco de los árboles.

En el trayecto, el guía, David, muestra algunos árboles con propiedades curativas, plantas venenosas y también enseña a identificar rastros de animales. Luego de una hora de caminata, llegamos al río Witels, un hilo de agua de color azul oscuro. Una vez que nos aseguran que el río no está habitado por cocodrilos, nos largamos a remar en canoas.

Por el corazón de la selva
El río es un pequeño tajo en medio de la espesura de la selva. En algunos tramos alcanza un ancho de unos 80 metros y en otros se angosta hasta no más de ocho o diez, y se desliza mansamente. Finalmente, a los 20 minutos de canoa, el río hace una gran curva contra las paredes de una montaña de la que cuelgan casas de madera y, después de sortear unas dunas, las aguas azules del río Witels se pierden entre el oleaje del mar.

Allí mismo, en Noetzie, una playa de 500 metros enmarcada por dos grandes peñones, el hotel Pezula tiene un refugio superexclusivo: The Castle.

A orillas del Indico, el lujoso complejo está formado por un enorme castillo y cinco suites dispersas por la playa. Tienen dos pisos, están construidas en piedra y cuentan con estar, comedor, family room, patio, galería y piscina. Cada suite dispone de un ejército de empleados: desde chofer y chef hasta pastelero y mayordomo. Las suites son amplias, confortables, decoradas con buen gusto y tienen una magnífica vista del mar desde todos los ambientes. Hay un detalle: pasar una noche allí cuesta 10.000 dólares.

Nos ofrecen un verdadero banquete en una terraza del castillo. Sobre la mesa, las camareras dejan botellitas que disparan agua por si se acercan monos a robar comida. Degustamos frutos de mar y carnes, y bebemos syrah.

El postre lo sirven bajo una sombrilla en la playa. Apenas nos sentamos, se arma un gran alboroto: "Monky, monky". Vemos a un pequeño mono que pasa corriendo con los brazos cargados de naranjas. Lo corre un negro alto y vestido todo de negro. El monito pega un salto y se pierde entre la vegetación. Victorioso y con sus naranjas a cuestas. Como para recordar que estamos en Sudáfrica. Donde a veces el hombre es un intruso en tierras salvajes. Y donde no siempre decide las reglas de juego.

Bella, luminosa y cosmopolita
Entre las montañas y frente al mar, Ciudad del Cabo, otra de las sedes del Mundial de Fútbol, seduce a primera vista. Fundada por colonos holandeses en 1652, la ciudad más antigua de Sudáfrica atrae con su impronta cosmopolita, su estética urbana, sus paisajes, playas y la movida cultural. Su sello inconfundible es la Table Mountain, un macizo de 1.000 metros que por efecto de la erosión es plano como una mesa. Vale la pena ascender hasta la cima en un moderno telesférico giratorio para observar desde allí el mar, la ciudad y hasta Robben Island, donde estuvo preso Nelson Mandela.

Otro de los imperdibles de la ciudad es el Waterfront, una zona del puerto que fue reciclada y cuenta con shoppings, tiendas de recuerdos, bares y restaurantes alrededor de una luminosa bahía. La movida nocturna se concentra allí y en Long Strett, repleta de discos, bares y pubs. El Castillo de la Buena Esperanza, declarado monumento nacional, es una construcción de la época colonial, que se encuentra muy bien conservada. En los salones del edificio se puede ver mobiliario de época y tiene un museo que recrea la historia de la colonización del país. También es interesante el museo Iziko, donde se exhiben esqueletos de ballenas, animales embalsamados y atuendos tribales. Para las compras, el lugar indicado es Green Market, templo del regateo, donde decenas de puestos ofrecen ropa, objetos de decoración y artesanías autóctonas.

Otro punto alto es la hotelería. Entre los hoteles modernos, se destaca Cape Grace, junto a una bella marina y con una de las mayores bodegas de whisky del hemisferio sur. Entre los históricos, el señorial hotel Mount Nelson, desde donde enviaba sus crónicas de La guerra de los boers el por entonces corresponsal de guerra Winston Churchill.

Datos Utiles
Moneda
La moneda sudafricana es el rand. Un dólar equivale a 6.70 rands, en promedio.

Diferencia horaria
Hay cinco horas de diferencia. Cuando en Buenos Aires son las 12, en Sudáfrica las 17.

Atención
Es conveniente tomar pastillas contra la malaria si se visita el Parque Kruger. Son seis tomas, una por semana, empezando una semana antes del viaje.

Internet
www.flysaa.com
www.westcliff.co.zaw
www.singita.com
www.capegrace.com
www.pezularesorthotel.com
www.mountnelson.co.za

Eduardo Diana
Clarín - Viajes
Fotos: Web