En cuanto a la visita a La Boca, les pregunto si los van a llevar a conocer la cancha, que vale realmente la pena, elevada, compacta y casi cilíndrica. Me dicen, después de consultar sus libretas, que los llevarán a Caminito. Se me pasa por la cabeza, como una pesadilla en tecnicolor, un domingo a mediodía en Caminito, maquillado para turistas. Les digo que, por lo general, los porteños tratamos de evitar ese paraje demasiado preparado y carísimo en relación a lo que ofrece; si vamos, visitamos la galería Proa cuyos techos dan sobre el Riachuelo: la mejor vista del barrio, desde una terraza que hubiera pintado Spilimbergo. Les digo que vayan al Tigre, en el Tren de lancha hasta cualquier recreo. Se miran y me preguntan si el Tigre no se parece demasiado al delta del Ebro. No sé qué contestarles porque nunca se me hubiera ocurrido la comparación.
Para cortar el silencio que indicaría que no sé nada de la ciudad donde vivo, les recomiendo que vayan al Centro Cultural Recoleta, si tienen libre un sábado o un domingo a la tarde. Allí hay una mezcla de gente y cosas, donde la cantidad de paseantes locales evita un pintoresquismo sólo apto para el turismo. Enseguida se me ocurre una idea inadecuada: ¿por qué no se van hasta Liniers, a conocer una feria extraordinaria gestionada por comerciantes bolivianos? Pueden tomar el subte más viejo de América latina, ya depor sí una antigüedad pintoresca, que los acerca a mitad de camino desde el Centro.
Crece la desconfianza: los turistas piensan que han venido a conocer la Argentina, no comunidades bolivianas. Les explico, entonces, que Argentina es eso: un lugar de llegada, adonde probablemente algunos de sus parientes lejanos arribaron hace un siglo desde España. Que Buenos Aires no sería lo que es sin ese flujo constante de gente que viene de lejos y que el tono cosmopolita de la ciudad tiene que ver no simplemente con elites que hablaban lenguas extranjeras a fines del siglo XIX sino con migrantes pobres que llegaban primero de Europa, después de las provincias y, finalmente, de Bolivia, Paraguay o Perú. Buenos Aires es cosmopolita no sólo por arriba, sino, fundamentalmente, por abajo: las especias que se venden en la feria de Liniers alimentan nuestro cosmopolitismo tanto como los restaurantes de sushi que surgieron varias décadas después de que los inmigrantes japoneses llegaran a la Argentina, sin que se les ocurriera venderles pedacitos de pescado crudo a los porteños que, en aquel entonces, se atenían a una dieta estricta de cuadril y papas fritas.
Sobre el espectáculo de tango no se me ocurre nada con que ayudar a mis interlocutores catalanes. No sé nada de tango por una razón muy sencilla: los gustos musicales se forman en la primera adolescencia y la mía coincidió con la gloria de Elvis Presley, que obligaba a oponerse de modo absoluto a la cultura musical de los padres. Después no reparé esa carencia seguramente reprochable. Compenso la falta recomendándoles las mejores disquerías que conozco y sigo hablando a toda velocidad sobre un tema que les preocupa: las propinas. Creo ser justa cuando les digo que una base del diez por ciento es de rigor, y que de allí para arriba. Ellos suspiran aliviados porque pensaban que el régimen neoyorquino del quince por ciento regía en todas las ciudades del nuevo mundo (en Barcelona los porcentajes son muy inferiores).
Conozco perfectamente Buenos Aires y, sin embargo, parezco dubitativa frente a los interrogantes turísticos. Buenos Aires no tiene grandes atracciones, comparada con otras ciudades de América latina como México o Río de Janeiro. Es, sin embargo, una ciudad extraordinaria para conocer, pero nunca en tres días. Esa es una medida de tiempo inadecuada. París impacta en pocos minutos, lo mismo que Roma. Buenos Aires, como Berlín, pide otro paso.
Beatriz Sarlo
Novelista - Ensayista
Revista Viva - Diario Clarín
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