Montañas con nieves eternas, lagos azules y yaks que pastan en llanuras interminables se ven desde el ferrocarril que une a Beijing con Lhasa, la capital tibetana. El recorrido, famoso por ser el más alto del mundo, convoca a turistas curiosos y a colonos chinos destinados a convertir al Tíbet en una región modelo para el régimen comunista.
Ahí está. A casi cinco mil metros de altura, soportando la nieve que cae sobre los montes tibetanos, hay un hombre solo con un rebaño de yaks y un refugio que no es más que una carpa fabricada con coloridas telas.
Aparece a lo lejos y su diminuta figura hace que todos los turistas a bordo del ferrocarril de Beijing a Lhasa se agolpen para tratar de tomarle una fotografía.
Si no hubo suerte, más adelante aparecerá otro pastor, y luego uno más, o sólo serán manadas de yaks pastando. Ellos y las montañas, con sus nieves eternas, son los sencillos protagonistas en los majestuosos escenarios de este viaje, que recorre 4.062 kilómetros y que se conoce como el Tren del Cielo, pues llega más cerca de las nubes que ninguna otra línea férrea en el mundo.
Los chinos, que son mayoría en el tren, ni se inmutan con el paisaje. Se quedan sentados, siguen comiendo los noodles que traen como provisión para el camino y tratan de acomodarse como sea para dormir.
Apenas salimos de Beijing algunos dejaron sus puestos y terminaron acostándose en el suelo, preparándose para estas 48 horas de viaje. Vienen cansados. Son trabajadores que por un incentivo económico del gobierno abandonan sus hogares para trasladarse a la capital del Tíbet.
Antes de la llegada del tren, que se inauguró el 1 de julio del 2006, llegar a Lhasa implicaba un esfuerzo gigante. El largo y difícil camino en auto era la alternativa, junto al avión.
Pero hoy los chinos están tan acostumbrados al viaje en ferrocarril que ni siquiera les afecta la altura. En cambio, algunos turistas occidentales, sobre todo los mayores, deben recurrir a los inhaladores de oxígeno que tiene cada pasajero bajo su asiento para luchar contra el dolor de cabeza y el mareo que aparecen en el segundo día de trayecto, cuando el tren se adentra en la meseta tibetana y los pastores nómades se dejan ver. Ni las cabinas presurizadas les ayudan a evitar la desagradable sensación.
Si alguien llegara a sentirse muy mal, el tren cuenta con médicos a bordo. Pero esta vez, por suerte, nadie parece necesitarlos.
Imágenes memorables
Uno quisiera tener memoria fotográfica cuando ve pasar frente a sí paisajes desolados que parecen sacados de la National Geographic.
Fue un día atrás que los turistas dejaron sus hoteles para tomar el tren, y a pesar del cansancio, nadie quiere que el viaje se acabe. Ni siquiera los más apunados.
Las detenciones de la locomotora en Shi Jiazhuang, Xi'an, Lan Zhou y Xi Ning sólo dieron tiempo para estirar las piernas. Pero eso ahora parece no tener ninguna importancia. El sol cae y el atardecer pilla al ferrocarril en un valle rodeado de inmensas montañas teñidas de rojo y naranja. Y, claro, los clicks–clicks–clicks de las cámaras vuelven a oírse.
Las entretenciones a bordo son pocas. Jugar naipes, leer o revisar el mapa. Pero la que lejos gana es mirar por la ventana, tratando de grabar los ríos y montes en la memoria, o de estamparlos en video.
Al llegar a Golmud, un pueblo de 200 mil habitantes, todavía hay gente que se acerca para ver pasar el tren. Después de vivir aislados, recibir constantemente a personas con rasgos e idiomas tan distintos sigue asombrando a los tibetanos.
Pero dentro del ferrocarril, lo que sorprende a los turistas es el nulo dominio del inglés de la tripulación. Por suerte, la lengua no es barrera para admirar y ver alejarse algunos de los 283 puentes y 10 túneles que el tren atraviesa y que fueron construidos pensando en no bloquear las rutas de los animales migratorios.
La nieve cae, y sólo un poco antes de llegar al paso de Tanggula, el punto de línea férrea más alto del mundo –ubicado a 5.072 metros sobre el nivel del mar–, el cielo blanco vuelve a su azul intenso, el color característico en esta zona montañosa.
Es un azul que, contrapuesto con las llanuras eléctricamente verdes, recuerda al altiplano. Pero las banderas de colores izadas como ofrenda en las aldeas o roqueríos, que pasan en cámara rápida por la ventana, no permiten olvidar que ya estamos en el Tíbet.
Tan alto e inaccesible era hasta ahora Tanggula, que para los locales su nombre significa "las águilas no pueden volar más alto". Por eso no extraña que este hito de la ingeniería sea el máximo orgullo chino en la región.
Entre los pasajeros, la sensación es que hay que celebrar. A pesar de las recomendaciones de no tomar bebidas alcohólicas para evitar el apunamiento, pocos hacen caso. Un grupo de cuatro mochileras alemanas que están recorriendo Oriente piden cervezas. Los franceses de la mesa de atrás las siguen. Si hay que brindar, ahora es el momento, cuando el tren pasa bordeando el sagrado lago Nam Tso, con sus aguas esmeralda.
Y también es hora de almorzar, pero no es fácil manejar la técnica de los palillos chinos, comer las verduras salteadas, el pollo y arroz mientras se trata de admirar el paisaje. Pero hay que esforzarse, sobre todo si no se trajo ninguna provisión, aunque los fuertes aliños de las comidas no sean del gusto de los comensales más occidentales.
Ya es de noche y la llegada a la capital del Tíbet es inminente. Los horarios son estrictos, la idea es no retrasar el tren y demostrar ante todo la eficiencia del régimen comunista. Por eso, y como en cada viaje, la llegada a Lhasa es puntual. La moderna estación está repleta y todos los pasajeros deben descender.
Lhasa, destino final
Los chinos que llegan a la capital del Tíbet incentivados por el Gobierno bajan del tren con incertidumbre. Los turistas lo hacen con curiosidad. Muchos han escuchado que Lhasa ha perdido gran parte de su encanto por la masiva política de colonización china.
Es cierto que la gran cantidad de autos y motos y las pequeñas casas grises multiplicadas por la ciudad provocan la sensación de que algo ha sido destruido. Sin embargo, sólo hace falta caminar por las calles para encontrarse con decenas de monjes budistas con su túnica burdeo tradicional y darse cuenta de que el espíritu tibetano sigue vivo.
Desde antes que salga el sol, peregrinos dan vueltas alrededor del Templo Jokhang, ubicado en la zona de Barkhor, el enclave tibetano más importante de la ciudad.
Los círculos son una forma de oración, aunque otros más penitentes avanzan arrodillándose y luego tendiéndose en el suelo. Todos dan vueltas el mani, una rueda de madera o metal que en su interior tiene escrito mantras, y que es otra manera de rezar.
En el mismo perímetro, comerciantes y artesanos han puesto sus locales, donde venden pequeños budas, dibujos típicos en cuero, medallas con la cara del Dalai Lama, y manis de todos los tamaños.
Si visita el Templo Jokhang (la entrada cuesta 9 dólares), el más sagrado para los budistas tibetanos, después de las 19 horas podrá escuchar a los monjes recitando sutras. Pero sin importar la hora, desde su terraza superior siempre podrá apreciar una vista privilegiada del Palacio Potala, la construcción más emblemática de la ciudad y residencia del Dalai Lama hasta su huida a la India (visitas de 9 a 18 horas, la entrada cuesta 13 dólares).
El esfuerzo por subir todos los escalones que llevan a la cima del Potala vale la pena: en él se puede conocer las habitaciones del Dalai, las bibliotecas, las salas donde se reunía con sus invitados y los lugares de oración. Pero es mejor no ir el mismo día en que uno llega porque el mal de altura (Lhasa está a 3.650 metros sobre el nivel del mar) podría jugarle en contra.
NorbulinKa, también llamado el Palacio de Verano (la entrada cuesta 8 dólares y abre entre las 9.30 y las 17.30 horas), está rodeado de un gran parque lleno de flores. Es allí donde los Dalai pasaban los meses más calurosos.
Siempre que el tiempo lo permita, los familias tibetanas acampan ahí los fines de semana, y no es raro que se realicen conciertos de música típica. Además las dueñas de casa suelen reunirse a tomar té y pasar la tarde.
Otra atracción de Lhasa es el monasterio Sera (7 dólares), que sirve de universidad para 400 monjes. Un poco más arriba hay una de las pocas congregaciones de mujeres budistas que siguen estudiando. Es sólo para que lo sepa, porque ese lugar no puede visitarse.
Finalmente, el monasterio Deprung construido en 1416 y ubicado a diez kilómetros de la ciudad, cuenta con una vista grandiosa del valle de Lhasa y es otra visita obligada si está en el Tíbet.
Para llegar es recomendable pedirle al taxi que lo espere porque después será muy difícil encontrar otro transporte. Pero antes de subirse a él pida en su hotel que hablen con el taxista. En Lhasa se cuentan con los dedos las personas que manejan el inglés y el español es casi desconocido. Y eso que, según cifras oficiales chinas, para 2020 el Tíbet recibirá diez millones de turistas.
Para entonces, quién sabe si el Barkhor, con sus edificios de piedra, su olor a incienso y a velas hechas con grasa de yak seguirá existiendo. Tal vez las motos hayan invadido incluso estas calles peatonales y quizás los niños ya no hablen en tibetano y sólo se comuniquen en chino, como los cientos de colonos que se instalan a diario en Lhasa. n
Shangri-La Express, la versión de lujo
Si busca recorrer estos mismos paisajes inolvidables pero con mayor comodidad, paradas diarias con visitas guiadas en diferentes ciudades, y además dos días de tur en Lhasa y Beijing, entonces su opción es el Shangri La Express, un tren de lujo de la misma compañía del Transiberiano y que hace el viaje desde Beijing hacia Goldmud en cuatro días.
El Shangri La Express no llega a Lhasa ya que no cuenta con el sistema de oxigenación necesario, por eso la última parte del viaje se hace a bordo del Tren del Cielo.
Con cabinas dobles o personales, un vagón con piano bar, cómodas duchas, dos comedores, clases de chino mandarín a bordo y un encargado de la limpieza y orden de cada vagón, el Shangri La Express recuerda un crucero de lujo pensado sólo para una treintena de pasajeros. Un guía en su idioma lo acompañará durante la travesía. En Xian, famoso por sus Guerreros de Terracota, gozará de un masaje de pies oriental y de los bailes típicos. Y en Luoyang conocerá las Grutas de Longmen, donde hay más de 100 mil budas tallados sobre relieve, entre otras maravillas. Como referencia, el recorrido de 11 días cuesta desde 5.995 dólares por persona.
Más información:
Dormir
Kyichu Hotel: uno de los primeros hoteles privados de Lhasa. Tiene 52 habitaciones; dobles desde 27 dólares. www.kyichuhotel.com
Dhod Gu Hotel: tres estrellas con habitaciones amplias y limpias. Dobles desde 65 dólares. www.dhodguhotel.com
El tren a Lhasa puede ser tomado desde Beijing, Shanghai o Chengdu. El pasaje en el vagón de asientos vale 53 dólares; en cama, entre 110 y 170 dólares. Éste se compra sólo en Beijing.
Para entrar al Tíbet se necesita un permiso chino. Lo tramitan las agencias de turismo.
Info web
www.china–train–ticket.com
www.seat61.com
www.chinatibettrain.com
www.gwtravel.co.uk
www.treneseuropeos.cl
Amalia Torres
El Mercurio - Chile
Ahí está. A casi cinco mil metros de altura, soportando la nieve que cae sobre los montes tibetanos, hay un hombre solo con un rebaño de yaks y un refugio que no es más que una carpa fabricada con coloridas telas.
Aparece a lo lejos y su diminuta figura hace que todos los turistas a bordo del ferrocarril de Beijing a Lhasa se agolpen para tratar de tomarle una fotografía.
Si no hubo suerte, más adelante aparecerá otro pastor, y luego uno más, o sólo serán manadas de yaks pastando. Ellos y las montañas, con sus nieves eternas, son los sencillos protagonistas en los majestuosos escenarios de este viaje, que recorre 4.062 kilómetros y que se conoce como el Tren del Cielo, pues llega más cerca de las nubes que ninguna otra línea férrea en el mundo.
Los chinos, que son mayoría en el tren, ni se inmutan con el paisaje. Se quedan sentados, siguen comiendo los noodles que traen como provisión para el camino y tratan de acomodarse como sea para dormir.
Apenas salimos de Beijing algunos dejaron sus puestos y terminaron acostándose en el suelo, preparándose para estas 48 horas de viaje. Vienen cansados. Son trabajadores que por un incentivo económico del gobierno abandonan sus hogares para trasladarse a la capital del Tíbet.
Antes de la llegada del tren, que se inauguró el 1 de julio del 2006, llegar a Lhasa implicaba un esfuerzo gigante. El largo y difícil camino en auto era la alternativa, junto al avión.
Pero hoy los chinos están tan acostumbrados al viaje en ferrocarril que ni siquiera les afecta la altura. En cambio, algunos turistas occidentales, sobre todo los mayores, deben recurrir a los inhaladores de oxígeno que tiene cada pasajero bajo su asiento para luchar contra el dolor de cabeza y el mareo que aparecen en el segundo día de trayecto, cuando el tren se adentra en la meseta tibetana y los pastores nómades se dejan ver. Ni las cabinas presurizadas les ayudan a evitar la desagradable sensación.
Si alguien llegara a sentirse muy mal, el tren cuenta con médicos a bordo. Pero esta vez, por suerte, nadie parece necesitarlos.
Imágenes memorables
Uno quisiera tener memoria fotográfica cuando ve pasar frente a sí paisajes desolados que parecen sacados de la National Geographic.
Fue un día atrás que los turistas dejaron sus hoteles para tomar el tren, y a pesar del cansancio, nadie quiere que el viaje se acabe. Ni siquiera los más apunados.
Las detenciones de la locomotora en Shi Jiazhuang, Xi'an, Lan Zhou y Xi Ning sólo dieron tiempo para estirar las piernas. Pero eso ahora parece no tener ninguna importancia. El sol cae y el atardecer pilla al ferrocarril en un valle rodeado de inmensas montañas teñidas de rojo y naranja. Y, claro, los clicks–clicks–clicks de las cámaras vuelven a oírse.
Las entretenciones a bordo son pocas. Jugar naipes, leer o revisar el mapa. Pero la que lejos gana es mirar por la ventana, tratando de grabar los ríos y montes en la memoria, o de estamparlos en video.
Al llegar a Golmud, un pueblo de 200 mil habitantes, todavía hay gente que se acerca para ver pasar el tren. Después de vivir aislados, recibir constantemente a personas con rasgos e idiomas tan distintos sigue asombrando a los tibetanos.
Pero dentro del ferrocarril, lo que sorprende a los turistas es el nulo dominio del inglés de la tripulación. Por suerte, la lengua no es barrera para admirar y ver alejarse algunos de los 283 puentes y 10 túneles que el tren atraviesa y que fueron construidos pensando en no bloquear las rutas de los animales migratorios.
La nieve cae, y sólo un poco antes de llegar al paso de Tanggula, el punto de línea férrea más alto del mundo –ubicado a 5.072 metros sobre el nivel del mar–, el cielo blanco vuelve a su azul intenso, el color característico en esta zona montañosa.
Es un azul que, contrapuesto con las llanuras eléctricamente verdes, recuerda al altiplano. Pero las banderas de colores izadas como ofrenda en las aldeas o roqueríos, que pasan en cámara rápida por la ventana, no permiten olvidar que ya estamos en el Tíbet.
Tan alto e inaccesible era hasta ahora Tanggula, que para los locales su nombre significa "las águilas no pueden volar más alto". Por eso no extraña que este hito de la ingeniería sea el máximo orgullo chino en la región.
Entre los pasajeros, la sensación es que hay que celebrar. A pesar de las recomendaciones de no tomar bebidas alcohólicas para evitar el apunamiento, pocos hacen caso. Un grupo de cuatro mochileras alemanas que están recorriendo Oriente piden cervezas. Los franceses de la mesa de atrás las siguen. Si hay que brindar, ahora es el momento, cuando el tren pasa bordeando el sagrado lago Nam Tso, con sus aguas esmeralda.
Y también es hora de almorzar, pero no es fácil manejar la técnica de los palillos chinos, comer las verduras salteadas, el pollo y arroz mientras se trata de admirar el paisaje. Pero hay que esforzarse, sobre todo si no se trajo ninguna provisión, aunque los fuertes aliños de las comidas no sean del gusto de los comensales más occidentales.
Ya es de noche y la llegada a la capital del Tíbet es inminente. Los horarios son estrictos, la idea es no retrasar el tren y demostrar ante todo la eficiencia del régimen comunista. Por eso, y como en cada viaje, la llegada a Lhasa es puntual. La moderna estación está repleta y todos los pasajeros deben descender.
Lhasa, destino final
Los chinos que llegan a la capital del Tíbet incentivados por el Gobierno bajan del tren con incertidumbre. Los turistas lo hacen con curiosidad. Muchos han escuchado que Lhasa ha perdido gran parte de su encanto por la masiva política de colonización china.
Es cierto que la gran cantidad de autos y motos y las pequeñas casas grises multiplicadas por la ciudad provocan la sensación de que algo ha sido destruido. Sin embargo, sólo hace falta caminar por las calles para encontrarse con decenas de monjes budistas con su túnica burdeo tradicional y darse cuenta de que el espíritu tibetano sigue vivo.
Desde antes que salga el sol, peregrinos dan vueltas alrededor del Templo Jokhang, ubicado en la zona de Barkhor, el enclave tibetano más importante de la ciudad.
Los círculos son una forma de oración, aunque otros más penitentes avanzan arrodillándose y luego tendiéndose en el suelo. Todos dan vueltas el mani, una rueda de madera o metal que en su interior tiene escrito mantras, y que es otra manera de rezar.
En el mismo perímetro, comerciantes y artesanos han puesto sus locales, donde venden pequeños budas, dibujos típicos en cuero, medallas con la cara del Dalai Lama, y manis de todos los tamaños.
Si visita el Templo Jokhang (la entrada cuesta 9 dólares), el más sagrado para los budistas tibetanos, después de las 19 horas podrá escuchar a los monjes recitando sutras. Pero sin importar la hora, desde su terraza superior siempre podrá apreciar una vista privilegiada del Palacio Potala, la construcción más emblemática de la ciudad y residencia del Dalai Lama hasta su huida a la India (visitas de 9 a 18 horas, la entrada cuesta 13 dólares).
El esfuerzo por subir todos los escalones que llevan a la cima del Potala vale la pena: en él se puede conocer las habitaciones del Dalai, las bibliotecas, las salas donde se reunía con sus invitados y los lugares de oración. Pero es mejor no ir el mismo día en que uno llega porque el mal de altura (Lhasa está a 3.650 metros sobre el nivel del mar) podría jugarle en contra.
NorbulinKa, también llamado el Palacio de Verano (la entrada cuesta 8 dólares y abre entre las 9.30 y las 17.30 horas), está rodeado de un gran parque lleno de flores. Es allí donde los Dalai pasaban los meses más calurosos.
Siempre que el tiempo lo permita, los familias tibetanas acampan ahí los fines de semana, y no es raro que se realicen conciertos de música típica. Además las dueñas de casa suelen reunirse a tomar té y pasar la tarde.
Otra atracción de Lhasa es el monasterio Sera (7 dólares), que sirve de universidad para 400 monjes. Un poco más arriba hay una de las pocas congregaciones de mujeres budistas que siguen estudiando. Es sólo para que lo sepa, porque ese lugar no puede visitarse.
Finalmente, el monasterio Deprung construido en 1416 y ubicado a diez kilómetros de la ciudad, cuenta con una vista grandiosa del valle de Lhasa y es otra visita obligada si está en el Tíbet.
Para llegar es recomendable pedirle al taxi que lo espere porque después será muy difícil encontrar otro transporte. Pero antes de subirse a él pida en su hotel que hablen con el taxista. En Lhasa se cuentan con los dedos las personas que manejan el inglés y el español es casi desconocido. Y eso que, según cifras oficiales chinas, para 2020 el Tíbet recibirá diez millones de turistas.
Para entonces, quién sabe si el Barkhor, con sus edificios de piedra, su olor a incienso y a velas hechas con grasa de yak seguirá existiendo. Tal vez las motos hayan invadido incluso estas calles peatonales y quizás los niños ya no hablen en tibetano y sólo se comuniquen en chino, como los cientos de colonos que se instalan a diario en Lhasa. n
Shangri-La Express, la versión de lujo
Si busca recorrer estos mismos paisajes inolvidables pero con mayor comodidad, paradas diarias con visitas guiadas en diferentes ciudades, y además dos días de tur en Lhasa y Beijing, entonces su opción es el Shangri La Express, un tren de lujo de la misma compañía del Transiberiano y que hace el viaje desde Beijing hacia Goldmud en cuatro días.
El Shangri La Express no llega a Lhasa ya que no cuenta con el sistema de oxigenación necesario, por eso la última parte del viaje se hace a bordo del Tren del Cielo.
Con cabinas dobles o personales, un vagón con piano bar, cómodas duchas, dos comedores, clases de chino mandarín a bordo y un encargado de la limpieza y orden de cada vagón, el Shangri La Express recuerda un crucero de lujo pensado sólo para una treintena de pasajeros. Un guía en su idioma lo acompañará durante la travesía. En Xian, famoso por sus Guerreros de Terracota, gozará de un masaje de pies oriental y de los bailes típicos. Y en Luoyang conocerá las Grutas de Longmen, donde hay más de 100 mil budas tallados sobre relieve, entre otras maravillas. Como referencia, el recorrido de 11 días cuesta desde 5.995 dólares por persona.
Más información:
Dormir
Kyichu Hotel: uno de los primeros hoteles privados de Lhasa. Tiene 52 habitaciones; dobles desde 27 dólares. www.kyichuhotel.com
Dhod Gu Hotel: tres estrellas con habitaciones amplias y limpias. Dobles desde 65 dólares. www.dhodguhotel.com
El tren a Lhasa puede ser tomado desde Beijing, Shanghai o Chengdu. El pasaje en el vagón de asientos vale 53 dólares; en cama, entre 110 y 170 dólares. Éste se compra sólo en Beijing.
Para entrar al Tíbet se necesita un permiso chino. Lo tramitan las agencias de turismo.
Info web
www.china–train–ticket.com
www.seat61.com
www.chinatibettrain.com
www.gwtravel.co.uk
www.treneseuropeos.cl
Amalia Torres
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