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miércoles, 19 de diciembre de 2007

Cruceros: Por los helados mares del Sur

EL BARCO NORUEGO MS NORDNORGE, SEMIOCULTO POR UN ICEBERG, FRENTE A LA BASE BRASILEÑA FERRAZ

Islas Malvinas, Georgias del Sur y Antartida
Alguien comenta, con gracia, en los días previos a la partida: "¿Qué otro destino puede ser más lejano y solitario? ¡La luna!". Cuando se pronuncia la palabra Antártida algo extraño sucede en las personas, despertando las más extravagantes fantasías. La travesía había provocado una reacción inesperada en el entorno: recomendaciones en exceso, pedidos -casi ruegos- de convertir en fotos toda la experiencia y hasta llamados algo inquietantes "de despedida". Por fin llega el gran momento, un martes de primavera a la hora del ocaso. "Uno no hace un viaje; el viaje lo hace a uno". La frase del escritor John Steinbeck encabeza el programa de actividades del primer día a bordo del crucero MS Nordnorge, a modo de acápite o de presagio. Lentamente, el barco noruego se aleja de la costa porteña para dirigirse a un objetivo lejano y ambicioso: alcanzar el continente antártico, haciendo escalas en las islas Malvinas y Georgias del Sur. Es verdad. Suena inalcanzable, inhóspito, inhumano, gélido.Durante dieciocho días, la nave se convierte en el hogar de pasajeros disímiles, quienes -se presume- jamás hubieran iniciado un diálogo en circunstancias más convencionales. Sin esperas después del check-in, cada uno ingresa a su cabina (o camarote) y, de inmediato, se desarma la valija por completo y se llena el placard con la alegre idea de "mudarse" al buque.

El primer amanecer es intenso, al despertar con el oleaje bajo el cuerpo. Será porque el suelo se encuentra siempre en movimiento, o será porque la fuerza de la naturaleza hace trastabillar al más ateo, pero este viaje es para muchos una permanente búsqueda de equilibrio. En el restaurante del cuarto piso (deck 4), los mozos filipinos están pendientes de los 213 pasajeros durante el desayuno, aunque sea buffet. Sonríen siempre y se esmeran por agregar a su inglés neutro alguna frase en el idioma del interlocutor. A veces se sospecha si detrás de esa cordialidad no estarán riendo a carcajadas al observar el esfuerzo de los pasajeros por caminar de costado, zigzagueando entre los platos fríos y calientes, cargando tazas de café.

En este piso también se encuentran la biblioteca, la boutique, el bendito Café Vagar -abierto las 24 horas- y salones de conferencias.

No saber inglés o alemán es un problema. Una pareja española no entiende una palabra del programa diario ni de las indicaciones que continuamente anuncian los altavoces. Como si se tratara de Gran Hermano, el joven apunta al techo con su índice y pregunta: "¿Qué es lo que ha dicho? ¡Vale!".

La mejor vista del barco le pertenece al gran salón del deck 7 ubicado sobre la proa, al lado del bar con piano. Dos mujeres alemanas guardan un silencio de catedral y realizan movimientos mínimos cuando me ven contemplar el mar hipnótico desde un sillón.

No hay una ola igual a otra. Los primeros días transcurren en altamar y se aprenden algunos secretos porque las aguas azules y temperamentales son también un destino a conocer, con idioma propio. La primera escala será West Point Island (isla Remolinos), en la Gran Malvina. Las charlas sobre pingüinos, aves diversas, elefantes marinos y focas leopardo, cambian de tono para "explicar" la Guerra de Malvinas de 1982 bajo el título "It's war!" (en alusión a una vieja tapa de The Sun). Un matrimonio belga pregunta intrigado: "¿Por qué esas islas son tan importantes para los argentinos?". Obviamente, Malvinas es para la mayoría de los pasajeros una escala más antes de llegar al continente blanco.

La tarde transcurre apacible y soleada. La mujer de Las Vegas teje una manta verde. El señor escocés lee un best-seller junto a la bandera noruega que flamea en la popa. La pareja de periodistas mexicanos toma su tequila con chiles, unos ajíes picantes que llevan en la mochila por si les da "abstinencia de picor". La dama sueca pinta acuarelas en la terraza del deck 7. Una argentina toma mate. Y el catalán solitario recorre todos los pisos, incansable desde el alba, obsesionado por absorber cada paisaje. Como la inglesa de los prismáticos, firme en la proa.

En la cuarta mañana aparecen las islas Malvinas en la ventana de la cabina 601. En botes Polar Circkle con capacidad para ocho personas se llega a West Point luego de uniformarse como un expedicionario del siglo XXI con salvavidas, botas de lluvia y pantalones impermeables. Se camina cuesta arriba hasta Devil's Nose, donde convive una colonia de pingüinos rockhopper con albatros entre la niebla y el viento helado. Ken conduce una Land Rover con volante a la derecha. El galés visita la isla de flores amarillas y cuatro habitantes desde hace 15 años. Residen en una casa de madera blanca, junto a un mástil con la bandera británica.

Miles de cruceristas visitan cada año la casa de los Napier -cuyos familiares llegaron en 1879-, que invitan con té y budines. Una tradición que empezó en 1968, cuando arribó el primer crucero. La única condición: dejar las botas embarradas en la puerta.

Los últimos minutos permiten recorrer la playa de arena clara, donde tres aves de rapiña negras irradian espanto desde un barco semienterrado y derruido.

Después del almuerzo ("estuve en Malvinas", la mente repite incesante y aturdida), se navega rumbo al sur de la Gran Malvina, hasta New Island (isla de Goicoechea). Conversador, el inglés Tony Chater vive en las islas desde 1972, donde vende fotos y postales.

Escucha por la radio la final del Mundial de Rugby entre Inglaterra y Sudáfrica y elogia a Los Pumas. Un lugar insólito para enterarse que se ubicaron en el tercer puesto. Tony y Kim tienen dos hijos y otra casa en Puerto Argentino. La población se completa con Georgina, que es argentina y vive aquí con su padre y su novio. Son siete personas y cientos de pingüinos rockhopper.

Aunque intensa, la primera jornada malvinense termina con un signo de interrogación que no respondieron los pequeños seres de ojos rojos y penachos amarillos. Pero la jornada en Puerto Argentino (Stanley), en la Isla Soledad, resulta devastadora, insuficiente, perdurable. En ese orden.

LOS PASAJEROS RECORREN LA ISLA REY JORGE, EN SHETLANDS DEL SUR

En Puerto Argentino
El barco llega a las 7.30 de un domingo gris. Reconocible por el recuerdo de dolorosas fotografías con soldados, la costera Ross Road es la calle adecuada para conocer la ciudad. Abundan las construcciones típicamente inglesas, y las casas de madera con techos de colores. Las Villas Jubilee, de 1887 y paredes con ladrillos de barro son la excepción. A pocos metros y junto a la Catedral se levanta el curioso Arco de Barba de Ballena, huesos de mandíbulas de ballenas que conmemoran el centenario de la posesión británica de las islas en 1933.

En la costa se encuentra Victory Green: cuatro cañones sólo disparan en ceremonias como el cumpleaños de la Reina. A un costado, se exhibe el mástil de madera de la antigua nave SS Gran Bretaña. Precisamente, la Bahía de Stanley es uno de los mayores cementerios de barcos del siglo XIX. Como el Yelung, que arribó averiado en 1870 y quedó en la orilla abandonado. Sobre las colinas de enfrente se destacan cuatro nombres formados con piedras blancas. Pertenecen a barcos patrulleros de la Marina Real: Barracuda, Beagle, Protector y Endurance.

Los cruceristas visitan las iglesias (católica y anglicana), el Correo en el edificio Townhall (con cabinas teléfonicas y buzón colorados) y el viejo astillero. Hasta llegar al Monumento a la Liberación. Sí, el 14 de junio es feriado y se recuerda a "los británicos que perdieron sus vidas en la liberación de las Falklands de las fuerzas argentinas, que invadieron las islas en 1982". En Malvinas siempre definen a la guerra con dos términos: invasión y liberación.

Nikki pertenece a la séptima generación de ingleses en Malvinas. Durante la guerra se mudó a la estancia de sus primos de Long Island, y recuerda a los soldados argentinos: "Se veían muy jóvenes e inocentes". Todavía se escribe con Pedro Miguel.

El Museo es uno de los sitios más impactantes, con cartas y armas de soldados argentinos, un despacho de DYN sobre la rendición de Menéndez, recortes de diarios ingleses y la reconstrucción de un pozo de zorro. Cesa la lluvia y se abre un arcoiris sobre los giftshops y los pubs Globe y Victory. En el interior, uno se pregunta si no estará en Londres.

Hacia el Continente Blanco
Un martes, cuando se visita el puente de mando y el capitán Arnvid Hansen habla de los radares, comienza a nevar con furia. Los pasajeros salen a cubierta a sacar fotos de la tormenta. La tarde regala la aparición del primer iceberg en el horizonte. En la pizarra donde se van tildando las especies que se han visto hasta el momento, se cuelga un anuncio eufórico sobre el acontecimiento, con latitud y longitud incluidas.

En Georgias del Sur todo es desmesurado. Bahía Fortuna es la primera escala, con montañas salpicadas de nieve, desfiles de esbeltos pingüinos rey y elefantes marinos durmiendo como rocas. Pero todas las expectativas serán superadas en Grytviken al día siguiente.

Cada día la tripulación propone y la Antártida dispone. Por eso, en lugar de bajar a una base polaca, se visita la Base Ferraz en la isla Rey Jorge. A paladas se cava en el hielo un túnel escalonado para despejar el acceso. Como corresponde a una base brasileña, hay música y los hombres ofrecen café en remera y ojotas. Al enterarse de la presencia de seis argentinos llaman al "Maradona brasileño". Paulo saluda con su parecido lejano, la doctora vende souvenirs y los pasajeros envían postales. Se trata de una costumbre vigente en la Antártida gracias al cotizado sello postal del confín del mundo. Algunos se escriben a sí mismos para confirmar que pisaron suelo antártico.

Luego de conocer a los pingüinos de barbijo en la isla Medialuna, el sol anaranjado se hunde en el mar a las 21.30. Noticias de otro mundo dicen que Cristina ganó las elecciones presidenciales. El día 14 comienza con rocas de hielo golpeando contra la base del bote que conduce a la isla Danco. Hay apenas una hora para subir a un cerro habitado por pingüinos papúa. La experiencia de acostarse apartada en la nieve es interrumpida por otro espectáculo superlativo: cientos de pingüinos nadan hacia la costa a toda velocidad, saltan en el aire y comienza una marcha de película. La visita a la isla se prolonga gracias a esta manifestación, que cruza el surco hecho en la nieve por los humanos y obliga a esperar a que pase el último pingüino. Se vuelve al barco con el alma expandida. El desembarco en Neko Harbour marca un hito. Por primera vez se pisa el continente antártico –no una isla–, al mismo tiempo que aparece la bandera argentina sobre un refugio cerrado.

Entre icebergs azules y turquesas, los altavoces anuncian el avistaje de una ballena minke. Los mexicanos invitan con champagne y el rockero sueco vende sus discos. Es la última noche en el barco para cuatro británicos que se quedarán hasta marzo en la Base Port Lockroy. Después de una exitosa venta de souvenirs, se instalan en cabañas de madera oscura, austeras y cálidas. El capitán amaga con transitar el magnífico Canal Lemaire, entre altas montañas que aprietan el paso. Aunque vuelve por la cantidad de hielo y retoma el Estrecho Gerlache, ha sido uno de los días más gratificantes. Ahora el mar parece un lago, sin altibajos.

Pero la Antártida aún depara otra sorpresa en su larga noche de despedida, cuando enormes placas de hielo cubren por completo la superficie marina. El desembarco en la isla Decepción tiene sabor a final, pero feliz. Aunque la marea no deja que afloren aguas termales en la playa volcánica, diez pasajeros se bañan en el mar antártico sin el habitual chapuzón caliente. Por fortuna, también es inusual la calma del temido Pasaje Drake, lo más peligroso del viaje. Al otro día, cuando el avión alcanza la altura crucero –vaya paradoja–, el sol ilumina gruesas nubes onduladas y me permite volver a la Antártida. mejor, traerla conmigo.

La sensibilidad antártica
Visité la Antártida unas 25 veces, un lugar que empecé a descubrir a través de las lecturas de los expedicionarios. Es un continente donde no encuentro diferencias de banderas ni de culturas, todos mis amigos son iguales aquí. El medio es mucho más fuerte que las personas y los problemas son discutidos de forma más transparente. Me gusta mucho revivir esta experiencia, y encuentro ciertas analogías con mi querida Para Ti, en Brasil, preservada por una casualidad geográfica porque sus bahías dificultan la apertura de carreteras. De cierta forma, con la Antártida acontece lo mismo: hay aislamiento y dificultades en el medio. No vengo por la majestuosidad ni la belleza, sino por la sensibilidad antártica. Y creo que la gente vuelve porque, además de haber más información, todo cambia. Un viaje en octubre es completamente distinto a uno en diciembre. En lo personal, luego de cruzar el Atlántico a remo y de recorrer la Antártida en velero y vivir cien días en mi nave encallada, sigo proyectando embarcaciones. Voy a bajar a la Antártida todas las veces que pueda.

Diana Pazos
Clarín - Turismo

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