Un fascinante mosaico ambiental que concentra el 30 por ciento de las especies de aves y el 20 por ciento de las de mamíferos del país, y que mantiene una estrecha relación con las comunidades aborígenes
Cuando el lugar y todo lo que rodeaba al lugar, es decir, selva, monte, pastizal, bañado y sabana, cuando las 52.800 hectáreas de hoy eran millones antes, y antes quiere decir apenas un par de siglos, el yaguareté, o jaguar (yaguar, en guaraní), o tigre americano, o uturunco, como también se lo llama, era el mandamás de una vastísima región que se extendía desde el norte argentino hasta las orillas mismas del río Negro. Y más: los dominios de este pariente cercano del tigre asiático y del leopardo africano llegaban hasta el sudoeste de los Estados Unidos. Gracias a sus características únicas (caminante incansable, estupendo nadador, infalible predador y con gran capacidad de adaptación), el felino de mayor tamaño del continente americano y el tercero en importancia en el mundo, puede vivir tanto en el desierto de Mohave, en California, como en el Amazonas; en sabanas abiertas, en zonas anegadas o en las regiones montañosas de Bolivia y del norte argentino. Sólo dos límites frenan al yaguareté: el que le impone el hombre, al estrechar sus dominios, y la naturaleza, que permite su expansión hasta no más de los 2000 metros de altura sobre el nivel del mar.
Declarado Monumento Natural Nacional en 2001, hoy el yaguareté ocupa apenas entre el 10 y el 15 por ciento de su distribución original en la Argentina (se calcula una población de apenas de 250 ejemplares en el país, y alrededor de 10.000 en todo el continente). Su declinación se produjo con la velocidad del rayo. A mediados del siglo XIX vivía en cercanías de los bañados y las lagunas bonaerenses. Y el delta del Paraná era un refugio seguro (la ciudad de Tigre, antes Las Conchas, le debe su nombre). Su éxodo hacia el Norte se explica por la persecución que sufrió por considerárselo peligroso para las personas, por su valiosa piel, por su condición de trofeo en la caza mayor y por la alteración de su ambiente natural debido a la explotación forestal y agropecuaria.
En la actualidad, se lo puede encontrar en el Parque Nacional Iguazú, en Misiones; también, en el nordeste de Salta, el este de Jujuy, el nordeste de Santiago del Estero, el noroeste del Chaco y Formosa.
Precisamente, en el nordeste de la provincia de Formosa, en las 52.800 hectáreas que conforman el Parque Nacional Río Pilcomayo, ubicado en la subregión de esteros, cañadas y selvas de ribera, “hace unos quince años alguien logró ver un ejemplar y avisó de su existencia”, dice el guardaparques Matías Carpinetto, un cordobés de 28 años, técnico universitario en Administración de Areas Naturales Protegidas, a cargo del proyecto Relevamiento de Presencia del Yaguareté en el Parque Nacional Río Pilcomayo y Zona de Influencia. Del otro, del que se cree es el segundo, lo único que se puede apreciar es su huella estampada en un molde de yeso expuesta en la oficina de visitantes de la administración del parque.
A pesar de que el yaguareté hace tiempo dejó de ser la estrella del Parque Nacional Río Pilcomayo, aun cuando en su creación, en 1951, llegó a tener 285.000 hectáreas, lo cierto es que la leyenda del tigre americano sigue intacta. Por eso es que no se puede separar su figura del escenario que agigantó su historia. No es casual, entonces, que lo primero que quieran saber quienes visitan el parque es si todavía quedan yaguaretés. Y entonces les dirán que sí, que hay; que uno, seguro. Tal vez dos.
“En 2002 –explica Carpinetto–, una patrulla compuesta por guardaparques y combatientes de incendios relevó huellas de yaguareté. Este primer indicio permitió, cuatro años después, llevar adelante este proyecto para confirmar fehacientemente la presencia del tigre en el área protegida. Probablemente contemos con una población remanente, pero si definitivamente es una realidad la presencia del yaguareté en el área protegida, queremos facilitar sus posibilidades de existencia mediante las medidas de manejo que estén a nuestro alcance. Lo cierto es que el yaguareté todavía pisa suelo formoseño.”
El molde de la pisada en yeso está sobre una repisa, junto a la huella de un puma que, a diferencia del yaguareté, parece que hay más de dos. Pero los pumas son más. Aunque no tantos como el aguará guazú, conocido también como lobo de crin, lobisón o calac, en lengua qom, o toba, del que se han registrado 81 ejemplares en el período 1998-2005. Una cantidad importante, pero que no supera a la de los yacarés, que abundan. Una rareza de la naturaleza argentina. Rareza no en el sentido de su existencia –según el último censo efectuado entre enero y diciembre de 2005, fueron detectados 640 ejemplares, aunque algunos guardaparques calculan que la cifra puede llegar al millar–, sino porque han sobrevivido al exterminio.
La masacre tiene diferentes formas y caras. Una de ellas es convertir su mundo (el monte, la selva, el palmar, el pastizal) en nada. La otra es el contrabando de especies en peligro de extinción: en la Argentina, el tráfico clandestino de fauna mueve alrededor de 100 millones de dólares al año. Y los ejemplos son contundentes: por un aguará guazú, ejemplar buscado por coleccionistas y zoológicos privados, pueden llegar a pagarse 30.000 dólares; un mono carayá cuesta 900 dólares y por el cuero de yacaré se pagna hasta 500 dólares.
La conservación de ambientes naturales, la preservación de sus especies animales y vegetales y su relación con la comunidad, en especial con los pueblos indígenas, dueños ancestrales de esos espacios, ha tomado un giro histórico en los últimos cuatro o cinco años. Desde los tiempos fundacionales de la Administración de Parques Nacionales y hasta comienzos del actual gobierno nacional, las áreas protegidas se manejaban tal como fueron concebidas: como burbujas aisladas en vastas regiones del país; lugares exclusivos para unos pocos visitantes. Hoy, ese concepto ha cambiado: ya no se trata de conservar una ecorregión como una isla encerrada bajo una campana de cristal; por el contrario, se apunta a una nueva cosmovisión y a la integración de las comunidades originarias con las áreas protegidas: “la dimensión mágica de las áreas naturales protegidas”, como aclara Néstor Sucunza, intendente del Parque Nacional Río Pilcomayo. Y después amplía: “Las poblaciones indígenas nos enseñan modelos de relaciones y de dimensión del espacio que van más allá de aspectos económicos, productivos o estéticos. Los nativos pueden y deben ser quienes inspiren algunas claves fundamentales olvidadas de lo que debe ser un nuevo paradigma en la relación hombre-naturaleza en la visión del desarrollo”.
La vasta zona chaqueña estuvo ocupada por pueblos indígenas pertenecientes a una gran familia lingüística conformada por varias comunidades de origen patagónico, identificada con el nombre de guaycurú. Muchos de estos pueblos extendieron sus dominios fuera de lo que hoy es territorio argentino. Sólo permanecieron hasta el presente los mocovíes y, en mayor número, los tobas y los pilagás. Los primeros adoptaron el caballo, y su población, que ocupaba todo el actual territorio formoseño, se concentró en el Este, precisamente en las tierras del actual parque nacional.
Los pilagás son los únicos guaycurús que todavía conservan parte de su cultura. Viven desde hace varios siglos en la parte central de Formosa, sobre la margen del río Pilcomayo, y gracias a la gran riqueza biológica del Chaco oriental, la recolección de productos de la naturaleza fue la forma de vida casi exclusiva de estos aborígenes.
En rigor, el Parque Nacional Río Pilcomayo nació con su ambiente alterado cuando Formosa todavía era territorio nacional. Sólo trece años después de su creación la protección del lugar comenzó a ponerse en práctica, cuando Formosa ya era provincia. Durante ese período, el área siguió modificándose por la actividad agropecuaria. Recién a partir de 1991 comenzó la recuperación del área protegida.
Están habitados por la especie hormiga cortadora, y son de los lugares más visitados por científicos e investigadores
De eso hablan Mariano Lazaric, porteño, y Hugo Servín, formoseño, quienes junto a Diego Espínola, a cargo del sector de laguna Blanca, un espejo de agua de 700 hectáreas que se pone como fuego en los atardeceres y brilla casi inexplicablemente cuando la luna perfora la noche, recorren a diario el parque nacional con el sublime propósito de cuidar que el hombre no interrumpa, modifique, destruya ni altere el lento, silencioso y mágico andar de la naturaleza.
Dicen, además, que el de Río Pilcomayo es un parque que tiene sus complicaciones y que merece una permanente atención. Es que la proximidad del límite norte del parque con la República del Paraguay constituye un serio problema, habida cuenta de las diferencias en las políticas de conservación entre aquel país y la Argentina. “Hay sectores donde el río Pilcomayo apenas alcanza los 30 metros de ancho –explican los guardaparques–, lo cual facilita el paso de animales, tanto domésticos como salvajes. Puede ocurrir que un animal autóctono, con sólo cruzar el hilo de agua, se encuentre en un territorio donde no cuenta con la protección que le ofrece el parque del lado argentino.”
Actualmente se están desarrollando cuatro proyectos surgidos de un convenio entre la Administración de Parques Nacionales y la Fundación Ecosistemas del Chaco Oriental: relevamiento de presencia del yaguareté, uso de hábitat de mamíferos medianos y grandes, evaluación de patrones de diversidad de la ictiofauna y relevamiento de las poblaciones de yacarés negros y overos en laguna Blanca. En suma, uno de los tesoros naturales argentinos al que se le sigue construyendo una estructura de preservación.
Fauna
La biodiversidad es cuantiosa. En esto desempeña un papel preponderante la gran variedad de ambientes que la zona ofrece como hábitat para la fauna. En este mosaico ambiental se han registrado 295 especies de aves (equivalentes al 30% del total de la Argentina), 68 de mamíferos, 25 de anfibios y 31 de reptiles. Cigüeñas, garzas, biguás, mariposas, zorros de monte, iguanas overas, yacarés, pumas, tucanes, pirañas, boas, tapires, sapos buey, tortugas de agua y las serpientes falsa yarará, yarará grande y la curiyú, que alcanza los 4 metros de longitud. El gavilán planeador, pumas, ocelotes, el aguará-guazú, el ruidoso carayá –o mono aullador–, el nocturno mirikiná, de tan sólo cuarenta centímetros de altura y una cola de treinta, el oso hormiguero... Y el yaguareté (en la foto, su huella en molde de yeso)
Flora
Sobre las márgenes del río Pilcomayo y de sus cauces abandonados, muchos de los cuales pueden volver a tener agua en las crecidas, aparece la selva en galería. Aquí hay árboles tales como el laurel, la espina de corona y el higuerón, muy útil porque muchas aves y murciélagos consumen sus frutos. Como en toda selva, las lianas y enredaderas ocupan gran parte de la masa boscosa. En las isletas de monte, formadas por manchones irregulares de vegetación, predominan los quebrachos blanco y colorado chaqueño, el urunday, el guayacán –que se destaca por su follaje rojizo–, el algarrobo blanco y el negro, el lapacho amarillo y el rosado, y el cardón. En las sabanas con palmar, los palmares de caranday ocupan un vasto sector. Los lugareños aprovechan los frutos maduros fermentados para fabricar una bebida, y el cogollo (fruto) se consume crudo o asado. Las hojas se usan para confeccionar sombreros y pantallas, y los troncos se han utilizado para postes telefónicos y construcciones rurales. Esta palmera puede superar los 20 metros de altura.
En los esteros, bañados y lagunas, los suelos están permanentemente inundados. Se destacan las totoras, el jazmín de bañado, los juncos, la margarita de bañado y la llamada popularmente saeta o flecha de agua. Entre las plantas flotantes, sobresalen la amapola de agua, el jacinto de agua, el camalote, el aguapé y la estrella de agua o sanguinaria.
Clima
El parque se sitúa en una zona de clima subtropical templado. Las precipitaciones promedian los 1200 milímetros anuales y la temperatura media anual es de 23°C. En época estival las temperaturas máximas pueden alcanzan los 40°C y los inviernos no están exentos de días con temperaturas bajo cero y heladas.
Ubicación
Nordeste de la provincia de Formosa. El límite norte lo constituye el río Pilcomayo y una parte del noroeste el denominado río Pilcomayo inferior o sur. La parte que se encuentra recostada sobre el Pilcomayo limita con la República del Paraguay. Los límites sur y este están constituidos por estancias y chacras de producción agropecuaria. La ciudad más próxima de mayor importancia es Clorinda, a unos 40 km. Formosa, la capital provincial, se encuentra a 150 km del parque.
Cómo llegar
Desde Formosa capital hasta la ciudad de Clorinda, por la ruta nacional Nº 11. Desde allí, la ruta nacional Nº 86 hasta cerca del límite sur del parque, en la localidad de Naick Neck. Desde este punto, un camino vecinal lo llevará al parque después de recorrer unos 4 kilómetros. Existe otra entrada, cercana a la localidad de Laguna Blanca. Se trata del Destacamento de Guardaparques Estero Poí, al que se llega también por la ruta 86. El ingreso al parque es gratuito y la temporada más propicia para visitarlo es de marzo a noviembre.
Fuentes:
Jorge Palomar (Fotos: Graciela Calabrese )
Revista - La NaciónCuando el lugar y todo lo que rodeaba al lugar, es decir, selva, monte, pastizal, bañado y sabana, cuando las 52.800 hectáreas de hoy eran millones antes, y antes quiere decir apenas un par de siglos, el yaguareté, o jaguar (yaguar, en guaraní), o tigre americano, o uturunco, como también se lo llama, era el mandamás de una vastísima región que se extendía desde el norte argentino hasta las orillas mismas del río Negro. Y más: los dominios de este pariente cercano del tigre asiático y del leopardo africano llegaban hasta el sudoeste de los Estados Unidos. Gracias a sus características únicas (caminante incansable, estupendo nadador, infalible predador y con gran capacidad de adaptación), el felino de mayor tamaño del continente americano y el tercero en importancia en el mundo, puede vivir tanto en el desierto de Mohave, en California, como en el Amazonas; en sabanas abiertas, en zonas anegadas o en las regiones montañosas de Bolivia y del norte argentino. Sólo dos límites frenan al yaguareté: el que le impone el hombre, al estrechar sus dominios, y la naturaleza, que permite su expansión hasta no más de los 2000 metros de altura sobre el nivel del mar.
Declarado Monumento Natural Nacional en 2001, hoy el yaguareté ocupa apenas entre el 10 y el 15 por ciento de su distribución original en la Argentina (se calcula una población de apenas de 250 ejemplares en el país, y alrededor de 10.000 en todo el continente). Su declinación se produjo con la velocidad del rayo. A mediados del siglo XIX vivía en cercanías de los bañados y las lagunas bonaerenses. Y el delta del Paraná era un refugio seguro (la ciudad de Tigre, antes Las Conchas, le debe su nombre). Su éxodo hacia el Norte se explica por la persecución que sufrió por considerárselo peligroso para las personas, por su valiosa piel, por su condición de trofeo en la caza mayor y por la alteración de su ambiente natural debido a la explotación forestal y agropecuaria.
En la actualidad, se lo puede encontrar en el Parque Nacional Iguazú, en Misiones; también, en el nordeste de Salta, el este de Jujuy, el nordeste de Santiago del Estero, el noroeste del Chaco y Formosa.
Precisamente, en el nordeste de la provincia de Formosa, en las 52.800 hectáreas que conforman el Parque Nacional Río Pilcomayo, ubicado en la subregión de esteros, cañadas y selvas de ribera, “hace unos quince años alguien logró ver un ejemplar y avisó de su existencia”, dice el guardaparques Matías Carpinetto, un cordobés de 28 años, técnico universitario en Administración de Areas Naturales Protegidas, a cargo del proyecto Relevamiento de Presencia del Yaguareté en el Parque Nacional Río Pilcomayo y Zona de Influencia. Del otro, del que se cree es el segundo, lo único que se puede apreciar es su huella estampada en un molde de yeso expuesta en la oficina de visitantes de la administración del parque.
A pesar de que el yaguareté hace tiempo dejó de ser la estrella del Parque Nacional Río Pilcomayo, aun cuando en su creación, en 1951, llegó a tener 285.000 hectáreas, lo cierto es que la leyenda del tigre americano sigue intacta. Por eso es que no se puede separar su figura del escenario que agigantó su historia. No es casual, entonces, que lo primero que quieran saber quienes visitan el parque es si todavía quedan yaguaretés. Y entonces les dirán que sí, que hay; que uno, seguro. Tal vez dos.
Dentro de la rica fauna del parque, el yacaré overo es la especie que más individuos reúne: entre 600 y 1000 ejemplares
“En 2002 –explica Carpinetto–, una patrulla compuesta por guardaparques y combatientes de incendios relevó huellas de yaguareté. Este primer indicio permitió, cuatro años después, llevar adelante este proyecto para confirmar fehacientemente la presencia del tigre en el área protegida. Probablemente contemos con una población remanente, pero si definitivamente es una realidad la presencia del yaguareté en el área protegida, queremos facilitar sus posibilidades de existencia mediante las medidas de manejo que estén a nuestro alcance. Lo cierto es que el yaguareté todavía pisa suelo formoseño.”
El molde de la pisada en yeso está sobre una repisa, junto a la huella de un puma que, a diferencia del yaguareté, parece que hay más de dos. Pero los pumas son más. Aunque no tantos como el aguará guazú, conocido también como lobo de crin, lobisón o calac, en lengua qom, o toba, del que se han registrado 81 ejemplares en el período 1998-2005. Una cantidad importante, pero que no supera a la de los yacarés, que abundan. Una rareza de la naturaleza argentina. Rareza no en el sentido de su existencia –según el último censo efectuado entre enero y diciembre de 2005, fueron detectados 640 ejemplares, aunque algunos guardaparques calculan que la cifra puede llegar al millar–, sino porque han sobrevivido al exterminio.
La masacre tiene diferentes formas y caras. Una de ellas es convertir su mundo (el monte, la selva, el palmar, el pastizal) en nada. La otra es el contrabando de especies en peligro de extinción: en la Argentina, el tráfico clandestino de fauna mueve alrededor de 100 millones de dólares al año. Y los ejemplos son contundentes: por un aguará guazú, ejemplar buscado por coleccionistas y zoológicos privados, pueden llegar a pagarse 30.000 dólares; un mono carayá cuesta 900 dólares y por el cuero de yacaré se pagna hasta 500 dólares.
La conservación de ambientes naturales, la preservación de sus especies animales y vegetales y su relación con la comunidad, en especial con los pueblos indígenas, dueños ancestrales de esos espacios, ha tomado un giro histórico en los últimos cuatro o cinco años. Desde los tiempos fundacionales de la Administración de Parques Nacionales y hasta comienzos del actual gobierno nacional, las áreas protegidas se manejaban tal como fueron concebidas: como burbujas aisladas en vastas regiones del país; lugares exclusivos para unos pocos visitantes. Hoy, ese concepto ha cambiado: ya no se trata de conservar una ecorregión como una isla encerrada bajo una campana de cristal; por el contrario, se apunta a una nueva cosmovisión y a la integración de las comunidades originarias con las áreas protegidas: “la dimensión mágica de las áreas naturales protegidas”, como aclara Néstor Sucunza, intendente del Parque Nacional Río Pilcomayo. Y después amplía: “Las poblaciones indígenas nos enseñan modelos de relaciones y de dimensión del espacio que van más allá de aspectos económicos, productivos o estéticos. Los nativos pueden y deben ser quienes inspiren algunas claves fundamentales olvidadas de lo que debe ser un nuevo paradigma en la relación hombre-naturaleza en la visión del desarrollo”.
En la zona de esteros con palmeras caranday predominan los hormigueros gigantes, de unos tres metros de diámetro por cuatro de profundidad
La vasta zona chaqueña estuvo ocupada por pueblos indígenas pertenecientes a una gran familia lingüística conformada por varias comunidades de origen patagónico, identificada con el nombre de guaycurú. Muchos de estos pueblos extendieron sus dominios fuera de lo que hoy es territorio argentino. Sólo permanecieron hasta el presente los mocovíes y, en mayor número, los tobas y los pilagás. Los primeros adoptaron el caballo, y su población, que ocupaba todo el actual territorio formoseño, se concentró en el Este, precisamente en las tierras del actual parque nacional.
Los pilagás son los únicos guaycurús que todavía conservan parte de su cultura. Viven desde hace varios siglos en la parte central de Formosa, sobre la margen del río Pilcomayo, y gracias a la gran riqueza biológica del Chaco oriental, la recolección de productos de la naturaleza fue la forma de vida casi exclusiva de estos aborígenes.
La región donde actualmente se encuentra el parque fue base para el asentamiento de productores agroforestales desde fines del siglo XIX, lo que estimuló la colonización del este formoseño, que hasta entonces estaba enteramente ocupado por los aborígenes. Este proceso de colonización agrícola tuvo su culminación con la fundación de la misión Tacaaglé, en 1902, que se expande sobre grandes zonas del actual parque nacional. Fue el inicio de la desaparición de varias especies, entre ellas, el lobo gargantilla, el venado de las pampas, el ciervo de los pantanos y el yaguareté.
Río Pilcomayo es un parque que conmueve por su historia y por su agreste y dura belleza. Se trata de un lugar que, por sus características, obliga a quien lo visita a desplegar toda la paciencia posible. Requiere de tiempo avistar su fauna y entender su geografía. La historia y la naturaleza van de la mano y, al decir de sus guardaparques, conocer el pasado es el primer paso obligado para disfrutar de todo lo que Río Pilcomayo ofrece.
Están habitados por la especie hormiga cortadora, y son de los lugares más visitados por científicos e investigadores
Dicen, además, que el de Río Pilcomayo es un parque que tiene sus complicaciones y que merece una permanente atención. Es que la proximidad del límite norte del parque con la República del Paraguay constituye un serio problema, habida cuenta de las diferencias en las políticas de conservación entre aquel país y la Argentina. “Hay sectores donde el río Pilcomayo apenas alcanza los 30 metros de ancho –explican los guardaparques–, lo cual facilita el paso de animales, tanto domésticos como salvajes. Puede ocurrir que un animal autóctono, con sólo cruzar el hilo de agua, se encuentre en un territorio donde no cuenta con la protección que le ofrece el parque del lado argentino.”
Actualmente se están desarrollando cuatro proyectos surgidos de un convenio entre la Administración de Parques Nacionales y la Fundación Ecosistemas del Chaco Oriental: relevamiento de presencia del yaguareté, uso de hábitat de mamíferos medianos y grandes, evaluación de patrones de diversidad de la ictiofauna y relevamiento de las poblaciones de yacarés negros y overos en laguna Blanca. En suma, uno de los tesoros naturales argentinos al que se le sigue construyendo una estructura de preservación.
Fauna
La biodiversidad es cuantiosa. En esto desempeña un papel preponderante la gran variedad de ambientes que la zona ofrece como hábitat para la fauna. En este mosaico ambiental se han registrado 295 especies de aves (equivalentes al 30% del total de la Argentina), 68 de mamíferos, 25 de anfibios y 31 de reptiles. Cigüeñas, garzas, biguás, mariposas, zorros de monte, iguanas overas, yacarés, pumas, tucanes, pirañas, boas, tapires, sapos buey, tortugas de agua y las serpientes falsa yarará, yarará grande y la curiyú, que alcanza los 4 metros de longitud. El gavilán planeador, pumas, ocelotes, el aguará-guazú, el ruidoso carayá –o mono aullador–, el nocturno mirikiná, de tan sólo cuarenta centímetros de altura y una cola de treinta, el oso hormiguero... Y el yaguareté (en la foto, su huella en molde de yeso)
Flora
Sobre las márgenes del río Pilcomayo y de sus cauces abandonados, muchos de los cuales pueden volver a tener agua en las crecidas, aparece la selva en galería. Aquí hay árboles tales como el laurel, la espina de corona y el higuerón, muy útil porque muchas aves y murciélagos consumen sus frutos. Como en toda selva, las lianas y enredaderas ocupan gran parte de la masa boscosa. En las isletas de monte, formadas por manchones irregulares de vegetación, predominan los quebrachos blanco y colorado chaqueño, el urunday, el guayacán –que se destaca por su follaje rojizo–, el algarrobo blanco y el negro, el lapacho amarillo y el rosado, y el cardón. En las sabanas con palmar, los palmares de caranday ocupan un vasto sector. Los lugareños aprovechan los frutos maduros fermentados para fabricar una bebida, y el cogollo (fruto) se consume crudo o asado. Las hojas se usan para confeccionar sombreros y pantallas, y los troncos se han utilizado para postes telefónicos y construcciones rurales. Esta palmera puede superar los 20 metros de altura.
En los esteros, bañados y lagunas, los suelos están permanentemente inundados. Se destacan las totoras, el jazmín de bañado, los juncos, la margarita de bañado y la llamada popularmente saeta o flecha de agua. Entre las plantas flotantes, sobresalen la amapola de agua, el jacinto de agua, el camalote, el aguapé y la estrella de agua o sanguinaria.
Los guardaparques Matías Carpinetto, Mariano Lazaric, Ignacio Arce y Hugo Servín, de cabalgata por el palmar
Clima
El parque se sitúa en una zona de clima subtropical templado. Las precipitaciones promedian los 1200 milímetros anuales y la temperatura media anual es de 23°C. En época estival las temperaturas máximas pueden alcanzan los 40°C y los inviernos no están exentos de días con temperaturas bajo cero y heladas.
Ubicación
Nordeste de la provincia de Formosa. El límite norte lo constituye el río Pilcomayo y una parte del noroeste el denominado río Pilcomayo inferior o sur. La parte que se encuentra recostada sobre el Pilcomayo limita con la República del Paraguay. Los límites sur y este están constituidos por estancias y chacras de producción agropecuaria. La ciudad más próxima de mayor importancia es Clorinda, a unos 40 km. Formosa, la capital provincial, se encuentra a 150 km del parque.
Cómo llegar
Desde Formosa capital hasta la ciudad de Clorinda, por la ruta nacional Nº 11. Desde allí, la ruta nacional Nº 86 hasta cerca del límite sur del parque, en la localidad de Naick Neck. Desde este punto, un camino vecinal lo llevará al parque después de recorrer unos 4 kilómetros. Existe otra entrada, cercana a la localidad de Laguna Blanca. Se trata del Destacamento de Guardaparques Estero Poí, al que se llega también por la ruta 86. El ingreso al parque es gratuito y la temporada más propicia para visitarlo es de marzo a noviembre.
Fuentes:
Jorge Palomar (Fotos: Graciela Calabrese )
www.parquesnacionales.gov.ar
2 comentarios:
Muy buena informacion, agradesco lo escrito en el articulo, ya q me sirvio para un trabajo para el colegio.
saluda atte.
Carolina Garcia
Gracias Carolina
Saludos
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