Las amplias playas de la costa este están reservadas para aquellos que buscan la tranquilidad y el silencio, alejados del bullicio y la rutina urbana. Los grandes hoteles, que de a poco se instalan en las playas, brindan a sus clientes un servicio de lujo, para que nada arruine el momento perfecto
A 900 kilómetros al este de Madagascar, bañado por las aguas del Océano Indico y protegido por arrecifes coralinos, se esconde un paraíso llamado Isla Mauricio, en el que conviven hindúes, musulmanes, cristianos y taoístas. Esta combinación de culturas da como resultado un país en el que las fiestas, música, gastronomía y demás expresiones artísticas hacen de la identidad de su gente –pacífica, alegre y extrovertida– un desafío secreto a descubrir: la cultura creole, o criolla, es el resultado de una mezcla única, representada en cada rincón de esta pequeña y paradisíaca isla.
Vacaciones de lujo es lo que ofrece Mauricio, con los mejores hoteles cinco estrellas, concentrados principalmente en el norte de la isla, que cuenta con una zona comercial altamente desarrollada, aunque en forma pacífica y armónica con la naturaleza, ya que la mayoría de las construcciones están hechas en madera. Las arenas de sus playas, por lejos las más concurridas, son blancas y finas, y las aguas de su mar, calmas y cristalinas; es que la mayor parte de la isla está rodeada por un arrecife coralino, que además es ideal para los amantes del buceo (muchos hoteles brindan cursos y proveen en forma gratuita el equipo básico). Peces payaso y doncellas son algunas de las especies que se podrán observar.
En la región norte también se encuentra Grand-Baie, conocido como el Saint-Tropez mauriciano, por el lujo de sus tiendas, la variedad de la oferta gastronómica –hay restaurantes chinos, criollos y franceses, entre otros– y su activa vida nocturna.
Para quienes buscan una temporada un poco más tranquila, alejada de los grandes centros turísticos y más próxima a la esencia de los mauritanos, la costa este es el mejor de los destinos, especialmente desde Port Louis (su capital) hacia el sur. Sus playas siguen siendo un paraíso de esos que suelen disfrutarse sólo en postales de lugares lejanos, con el plus de ser aún más extensas que las del norte. Además, sus olas –las de Tamarin, Ilot Sanchot y One Eye especialmente– son de las más reconocidas internacionalmente para la práctica de surf. Sin embargo, no es el lugar recomendado para aficionados, ya que sus olas rompen sobre el arrecife; para dominarlas y no terminar lesionado, es necesario tener vasta experiencia sobre la tabla.
Para otros deportes extremos, como kitesurf o windsurf, la costa este es ideal, con alisios –vientos que circulan entre los trópicos– constantes y grandes lagunas protegidas por la barrera de coral. Aquí, la urbanización es escasa, por lo que es el mejor lugar para quienes quieran huir del turismo de masas (la región de Morne Brabant es la más recomendable)
Rumbo al sur, el paisaje cambia drásticamente. Costas rocosas se alternan con grandes extensiones de playa, interrumpidas varias veces por impresionantes acantilados volcánicos. No es el lugar ideal para alojarse, pero tampoco puede saltearse una visita: la vista, el sonido y los aromas de las olas turquesas golpeando contra las rocas son una fotografía mental que quedará por siempre grabada en el recuerdo. En esta parte de la isla, en las colinas de Bois Chéri, también se encuentra la ruta del té. Se realizan visitas guiadas a la fábrica y al museo dedicados a ese producto, organizadas por varios operadores de la isla. El Parque Nacional de la Rivière Noire es otro de los atractivos de la parte más austral de la isla. Aquí habitan numerosas aves que se han convertido en especies endémicas de Mauricio, como ser las cotorras, los orugueros y los cernícalos, celosamente cuidados, especialmente teniendo el antecedente de lo que sucedió con el dodo, un pájaro del tamaño de un pavo representado en el escudo de la isla extinto hace unas pocas décadas.
Hacia el centro de la isla, el clima se vuelve mucho más húmedo y desaparecen los hoteles. Aquí reside la mayoría de los mauritanos, protegidos por montañas y cráteres volcánicos (inactivos), entre los que se esconden cascadas y rocas esculpidas por la erosión del agua. Yendo desde la costa, pueden apreciarse las plantaciones de caña de azúcar, que ocupan un 90 por ciento de las tierras cultivables. Entre marzo y septiembre, los altos tallos dominan el paisaje, escondiendo los picos rocosos de sus montañas.
Hasta aquí, sus atractivos naturales. Pero Mauricio es mucho más que arenas blancas, exóticos peces y aguas cálidas (lo que no es poco). Es que, dado su crisol de culturas, cada pueblo o ciudad esconde templos, museos, mercados y otros lugares imperdibles.
Una cultura atravesada por la diversidad
En el noroeste de Mauricio se recuesta Port Louis, la capital y mayor polo comercial, fundada durante la colonización francesa en el siglo XVIII, cuando fue utilizada como base naval. Distintas imágenes y pinturas reviven las lejanas décadas de corsarios, buques y fragatas ligeras, además de perpetuar los históricos edificios de comercio. Al llegar al mercado central (abierto todos los días desde las 5.30 hasta las 17.30, y los domingos hasta las 23), un aire de recuerdos y posibilidades encandila la intención de aquellos que tenían pensado ahorrar. Conocido por los lugareños como “El Gran Bazar”, el aroma portuario acompaña las filas cargadas de artesanías, verduras y frutas, exóticas especias. El de hierbas medicinales indias es uno de los puestos que mayor curiosidad despiertan entre los visitantes, con variedad de remedios y tratamientos para casi todo tipo de dolencias, desde una bolsa de tisiana para adelgazar (3 euros), hasta soluciones para la impotencia por menos de 5 euros.
Otro atractivo que devela la historia de la ciudad es el Museo Blue Penny, que recorre toda la historia de Mauricio. En él se guardan dos de los sellos postales más caros y antiguos del mundo: el Two Pence Blue y el Penny Orange. También, el Museo del Azúcar, construido en 1842 como consecuencia del lugar privilegiado que tuvo este cultivo en el período de la colonia. Aquí se recuerdan su modo de fabricación, su exclusiva caña, y su inigualable sabor. Para descansar luego de horas de caminata y no pasar por alto el almuerzo, vale la pena pasar por el restaurante Le Fangourin.
Unos pasos más al sur se erigen la Catedral de St. Louis (Sir William Newton Street), construida en 1850, y la Catedral St. James (Poudrière Street), de 1932, ambas de culto para los creyentes cristianos, que suman aproximadamente un tercio de la población total. El resto de los lugareños levantan sus plegarias de diversas formas. La convivencia pacífica entre hindúes, musulmanes, cristianos y taoístas, representados en los cuatro colores de su bandera nacional (rojo, amarillo, azul y verde) conforma la idiosincrasia de la isla y es la referencia perfecta del respeto a la diversidad religiosa.
Si recordamos los días de la Conquista, comprenderemos la esencia multicultural propia de su gente. Por un lado, sabemos que la tierra fue objeto de deseo de portugueses, holandeses, franceses y, finalmente, ingleses, quienes permanecieron allí hasta 1968, año en que se declaró la independencia. El esclavismo, por su parte, contribuyó a la conformación de la geografía étnica del lugar. No hay que olvidar que numerosos africanos, en su mayoría provenientes de la vecina Madagascar, se asentaron en Mauricio, llevando consigo sus primitivos rituales. Un tiempo después, el colonialismo se interesó por los chinos, tamiles e hindúes, y los introdujo como mano de obra barata.
Deportes naúticos. Paseos en lancha, surf, kitesurf, buceo y remo son algunas de las actividades que ofrece la isla
Los templos son la insignia de cada una de estas cuatro religiones. Merecen la atención de todo aquel que quiera profundizar en los credos y tradiciones milenarias que encierran estas creencias. En el centro de la capital, llama la atención, erguido e imponente, el mayor templo musulmán de la isla: Jummah Mosque. En el pueblo vecino de Sainte-Croix se encuentra el templo tamil más importante de la región (de procedencia hindú), reconocido por su fachada amarilla, rosa y verde, y su floral santuario. Camino al sur, a orillas del lago Gran Bassin, los hindúes encontraron un lugar de culto y con propiedades sagradas, donde acostumbran entregar sus plegarias y ofrendas. Frente al lago, edificaron el templo que lleva su nombre, para reforzar sus lazos entre rituales y comunitarios rezos. El espejo de la colonización se asienta al norte de la isla, en la iglesia Cap Malheureux (“Cabo de la desgracia”), un homenaje a los múltiples naufragios en la zona. Allí, cada domingo se celebra, desde el altar de piedra tallado, una misa para más de 100 fieles. Es curioso que lo que no ocurre entre religiones distanciadas por mares y grandes extensiones territoriales que viven en permanente disputa, en menos de 2.050 km2, se encuentren en convivencia armónica y pacífica. Sin duda, un mensaje de aliento abierto al mundo.
Laura Gambale / Camila Brailovsky
Perfil - Turismo
Fotos: PHC - representante en Sudamérica
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