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sábado, 18 de agosto de 2007

El país del último mohicano


Canadá sugiere adjetivos “árticos”, pero es mucho más que eso. Naturaleza exuberante, ciudades modernas y otras con el encanto del sabor de la tradición. Y lo más fascinante: su vocación multicultural. Hoy puede alardear de una diversidad étnica abrumadora exenta de tensiones sociales.

Cuando pensamos en Canadá se nos llena la imaginación de adjetivos árticos, de hielo y tundras silvestres. Y así es, aunque Canadá también es mucho más que eso. En verano (la estación más propicia para visitar el país), la temperatura es sorprendentemente calurosa y resulta difícil imaginar la gelidez de sus inviernos.

Los Apalaches de Estados Unidos se escurren hacia territorio canadiense, donde terminan en un áspero relieve trabado de fiordos y morrenas que seccionan las penínsulas de Nueva Escocia, Gaspé y las islas Príncipe Eduardo, cabo Bretón y hasta Terranova. Entre todas dibujan el golfo de San Lorenzo, que es en realidad un mar continental, pero que se denomina así porque en él desagua el río San Lorenzo; una región de frío violento y penetrante que se supone habría sido la puerta de Canadá para los europeos desde hace mil años, si es cierto que los vikingos o los normandos saltaron de Islandia a Groenlandia y de ésta hacia Labrador y Terranova.

En cualquier caso, aquella primera colonización no debió de salir bien, al contrario que la segunda, compuesta de franceses del Oeste (normandos, bretones y gascones), que tuvo lugar entre los siglos XVII y XVIII. Acudían a los bancos de pesca con los ojos nublados por la misma fascinación que podrían haber sentido los vikingos por estas tierras llenas de inmensos y misteriosos parajes helados envueltos en un conmovedor silencio blanco.

Si el Este de Canadá supone una salida hacia el continente europeo, el centro es su corazón minero y forestal. Los Grandes Lagos (Superior, Hurón, Erie y Ontario) se encuentran entrelazados por ríos y canales. Vista desde el cielo, esta región de Canadá parece una enorme pradera bordada de charcos de agua, pequeños lagos que no aparecen en los mapas, devorados por la escala. Hacia el flanco de las Montañas Rocosas, la pradera se ensancha en magníficos bosques boreales cuyos árboles van perdiendo reciedumbre hasta transformarse en una tundra de relieve estrangulado.

Al Norte del país, más allá de la Columbia Británica, Alberta, Manitoba y la bahía de Hudson, se encuentran los territorios del Noroeste, y Nunavut, la tierra de los inuit, que desde 1999 es un territorio semiautónomo situado en el Artico oriental. Nunavut significa “nuestra tierra” en lengua inuit, y es de difícil acceso, por no decir casi imposible, para el turista.

Las condiciones climatológicas son demasiado adversas, y las comunicaciones se hacen a través de pequeñas avionetas, que realizan vuelos no regulares. Allí se están recuperando técnicas tradicionales inuit de caza y construcción de iglúes, aunque del millón largo de canadienses nativos que hay en la actualidad –conocidos como “primeras naciones”–, la mayoría vive lejos de las reservas, integrados con el resto de la población, al contrario de lo que ocurre en EE.UU. Lo fascinante de Canadá es su vocación multicultural, que no aspira a asimilar sino que acepta la distinta procedencia racial y cultural de sus gentes.

Hay más de sesenta grupos minoritarios importantes en el país, pero el grueso de la población lo constituyen canadienses de ascendencia británica e irlandesa, por no hablar de los francófonos, que representan el 25 por ciento de la población total. El modelo parece funcionar: pocos países pueden alardear de una diversidad étnica tan abrumadora que, por otra parte, genere tan pocas tensiones sociales (o ninguna). Salvo en lo que se refiere a Quebec y sus aspiraciones de independencia: cada diez años aproximadamente, los independentistas pierden un referéndum y se disponen, plenos de entusiasmo, a preparar el siguiente.

Amable Toronto
Canadá es un país tan inmenso que, cuando pensamos en viajar hasta él, ni siquiera se nos ocurre por dónde comenzar. Yo lo hice por Toronto, la ciudad más grande y rica de la provincia de Ontario, que es a su vez la región más próspera del país. Allí conviven apaciblemente más de cien grupos étnicos. Es una ciudad dinámica, que transmite sensación de movimiento y laboriosidad. Situada a orillas del lago Ontario, fue un asentamiento de indios nativos en el siglo XVII y más tarde un puesto francés de comercio de pieles. Después de la II Guerra Mundial recibió más de 500 mil inmigrantes, sobre todo italianos y más tarde chinos. Con su CN Tower, la “estructura independiente” más alta del mundo, que tiene en la cúpula un suelo de cristal que pone los pelos de punta de puro vértigo, pero que hace las delicias de los niños; con sus rascacielos y su colorido Chinatown –donde puede saborearse verdadera comida china; esto es, no adaptada al gusto occidental–, Toronto es una ciudad que parece sacada del sueño futurista de un dibujante de comics. Limpia, amable, ordenada, eficiente...

Toronto es un buen lugar para residir, lleno de museos, tranquilas universidades y gentes acostumbradas a convivir civilizadamente. O al menos ésa es la sensación que transmite al visitante. Además cuenta con la ventaja de su cercanía a las famosas cataratas del Niágara.

Las cataratas del Niágara en realidad son dos, separadas por la isla Goat –que aguanta como puede el empuje vehemente e imparable y el desgaste que produce la fuerza del agua–: una de 260 metros de ancho y la otra de 670. Destino típico para los recién casados en viaje de luna de miel, las cataratas tienen un lado norteamericano y uno canadiense, unidos por el Rainbow Bridge, un puente desde el que se divisan ambos países.

Ottawa, la capital
Junto al río del mismo nombre se encuentra la capital de Canadá: Ottawa. Fue escogida como tal para zanjar la tradicional rivalidad entre la población inglesa y la francesa, entre Toronto y Montreal. Los canadienses, siempre conciliadores y diplomáticos, prefieren tirar por la vía de en medio. Ottawa, pequeña y humilde en principio, tiene, sin embargo, una acusada personalidad. Atravesada por el canal Rideau –navegable en verano, patinable en invierno–, está llena de museos y es aficionada a los festivales. Los edificios neogóticos de piedra arenisca del Parlamento son su estampa más característica, y le dan un aire de amable presunción aderezada con el toque de gracia de sus puntiagudos tejados de cobre verde.

Desde Ottawa se puede hacer una escapada hasta Algonquin Provincial Park, que con sus teatrales bosques de arces y abetos, por los que campan alces que hocican los charcos salinos al borde de las carreteras, es todo un símbolo de Canadá. La riqueza de su fauna es famosa –y muy populares los numerosos castores y colimbos–, tanto como la excelencia de su pesca (truchas, percas...), y la belleza de los atardeceres mientras el viajero da un paseo en canoa rodeado por el escalofriante señorío sigiloso de los bosques que rodean los lagos.

Ciudades francesas
Situada en la confluencia de los ríos San Lorenzo y Ottawa, Montreal fue fundada por un grupo de franceses católicos y, todavía hoy, la mayoría de su población es francófana (un 70 por ciento frente a un 15 por ciento de origen británico, y el resto perteneciente a distintas etnias). Es una ciudad moderna, bulliciosa, con un Vieux-Montreal (o ciudad antigua) lleno de bistrots, comercios y boutiques de moda. Una ciudad que no es que sea afrancesada; es que es francesa hasta la médula. Y tan llena de iglesias que, como decía Mark Twain, es difícil lanzar una piedra y no darle a una.

Pero el centro motor del nacionalismo francocanadiense es Quebec City, una de las ciudades más antiguas de Norteamérica. Paseando por sus calles se tiene la sensación de estar en una villa radicalmente francesa, europea. La impresión no deja de ser curiosa y desconcertante. La parte vieja se sitúa al pie de los acantilados de Cap Diamant, con La Citadelle elevándose majestuosamente sobre ellos, y la ciudad amurallada (o Haute Ville), con su imponente Château Frontenac vigilando sin tregua las casitas extendidas al borde del río San Lorenzo. La belleza de Quebec City es sorprendente porque no resulta demasiado conocida en el resto del mundo, siendo como es, sin duda, una de las poblaciones más hermosas, elegantes y mejor conservadas de Norteamérica.

La costa de Charlevoix, por su parte, al Nordeste de Quebec City y en dirección a la península de Gaspé, ha sido declarada reserva biosférica de la humanidad por la Unesco: posee unos extraordinarios bosques boreales enredados entre valles que acogen en sus curvas de verdor a viejos pueblos protegidos por los acantilados. Toda una fiesta para el viajero.

Los Parques Nacionales
Banff National Park es el más célebre y celebrado de los parques nacionales canadienses. Con razón. Sus parajes, recorridos antaño por indios stoney, kootenay y pies negros, hoy son visitados por millones de turistas que hacen senderismo, piragüismo o esquí. Su belleza es imperiosa: saltos de agua que manan detrás de cada recodo; las cumbres nevadas de los picachos de las Rocosas; los lagos de aguas tan cristalinas que parecen mentira; los glaciares solemnes, relucientes y graves bajo el implacable sol de verano...

El lago Louise es una de las muchas joyas del parque: una lengua de hielo procedente del glaciar Victoria se hunde en las entrañas del lago y lo mantiene a una temperatura increíblemente baja incluso en el sofocante verano. Las aguas turquesas forman un contraste de cegadora suntuosidad contra el blanco virtuoso del glaciar del fondo y el color de los bosques de la ribera. Resulta abrumadora tanta perfección en la naturaleza, pero, desde luego, no cansa.

Icefields Parkway es una carretera que serpentea entre glaciares a lo largo de 230 kilómetros. Entre flores alpinas y gigantes de hielo, que han disminuido con el siglo XX, conduce hasta el arisco Jasper National Park, con sus lagos, huraños y turbadores (Maligne Lake, Medicine, Pyramid...), sus cataratas salvajes (como Athabasca Falls), sus prados, cañones y profundas gargantas escarbadas en la roca caliza. Sólo por recorrer Banff y Jasper ya hubiera merecido la pena el viaje.


Angela Vallvey
El País Semanal

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