Primero escuché hablar del delta fabuloso sentado en la terraza de un céntrico bar intentando mitigar el sofocante calor del verano en Barcelona. Yo andaba solo y estaba inmerso en la lectura de un libro fotográfico de tribus africanas. Desde una mesa cercana, otro huésped solitario observó mi libro e inició una conversación que luego se prolongaría por varias horas.
La afición de Carlos, igual que la mía, eran los viajes. Me contó que había nacido en Venezuela, pero desde hacía dos años se encontraba en Barcelona estudiando antropología. Comenzamos a hablar de los lugares que habíamos visitado y fue entonces cuando surgió el Delta del Orinoco. Hablaba de una tierra indígena, con muchas tradiciones ancestrales, y sobre todo de una gente amable, hospitalaria, que se entregaba sin pedir nada a cambio. Carlos había nacido en Maturín, un pequeño pueblo campesino a unos 500 kilómetros al Oeste de Caracas, pero su espíritu aventurero le había llevado en numerosas ocasiones al Delta del Orinoco. Fueron tantas las maravillas relatadas en tan solo una tarde sobre ese estado venezolano que al regresar a casa sólo me rondaba una cosa por la cabeza, viajar hasta allí.
Después de estar once horas encerrado en un autobús con el aire acondicionado estropeado y un sol de justicia, un zumo natural y bien fresquito de guayaba hace que te sientas en el paraíso. Recuerdo que aquello fue lo primero que hice después de dejar la mochila a buen recaudo.
Además de ser la capital del estado Delta Amacuro y el único núcleo poblado de importancia, Tucupita es el punto de partida para acceder al Delta del Orinoco. Aquí acaba la sociedad tal y como la conocemos y empieza un nuevo mundo donde el capitalismo no tiene razón de ser.
Siempre me han fascinado los viajes en barco, creo que es la forma más romántica que existe de visitar un país. En algunas ocasiones he tenido la opción de elegir entre varios medios de transporte para internarme en los lugares más recónditos de un país, pero en esta ocasión no había elección. Estaba contento simplemente porque sabía que había dejado atrás el destartalado autobús, y a partir de ese momento todas las carreteras pasarían a ser acuáticas.
La embarcación partía a las doce del mediodía rumbo a mi sueño, así que sólo tenía el tiempo justo para saborear el que sería mi último desayuno conocido en varios días.
El motor se puso en marcha y el barco empezó a moverse. En apenas una hora ya habíamos dejado atrás La Horqueta, un puesto militar donde controlan todas las embarcaciones que entran y salen a fin de evitar el tráfico de cocaína que invade las cercanas islas caribeñas.
Al principio el río es ancho, pero poco a poco el agua se va diversificando en pequeños caños cada vez más angostos. Estos caños se cubren, como un manto, de plantas fluviales que navegan al son de la corriente, haciendo que sea imposible imaginar que nos desplazamos por el agua de un río. Incluso puede dar la sensación de que estás navegando en una enorme nube de un color verde intenso.
La embarcación va partiendo esta alfombra vegetal en dos mitades, de modo que al girar la vista a popa vemos como se abre un sendero acuático de un tono cobrizo que contrasta fuertemente con el verdor de la jungla.
El paisaje era tan evocador que no nos habíamos dado cuenta que era la hora de comer. “Waranoko está a unos quinientos metros río abajo, pararemos allí para llenar nuestras tripas,” dijo el piloto Nicolás, mientras señalaba la proa de la embarcación.
Es un pueblo pequeño, de no más de 100 habitantes donde todo gira alrededor del río. Los palafitos están construidos siempre en las orillas del río, de forma que los caños sirven de vías de comunicación entre las distintas comunidades y las “curiaras” (embarcaciones fabricadas con palma de moriche) son el único medio de locomoción. Por eso mismo los waraos se definen a sí mismos como “gente de las canoas”. En su lenguaje “wa” significa canoa y “arao” gente, lo cual no tiene nada de extraño, ya que si no fuera por estos desplazamientos por encima del agua, la frondosa y tupida vegetación sería un impedimento para poder moverse de un lugar a otro.
A los tres años de edad el warao ya es poseedor de una pequeña curiara que seguro manejará hábilmente por los serpenteantes cauces. Las canoas se construyen dependiendo de las necesidades, y si bien la mayoría son de unos seis metros, las hay que pueden llegar a sobrepasar los diez metros para el transporte de familias enteras.
El tórrido sol calentaba la espalda cobriza del Orinoco. Mientras los niños jugaban a subirse a los árboles una mujer warao con un enorme cuchillo preparaba hábilmente el pescado que su marido había capturado esa misma mañana. Aquello me impresionó sobremanera.
Recordaba las islas desiertas donde por mucho dinero que pudieras tener, sólo podías limitarte a subir a una palmera, coger un coco y comer lo que la madre naturaleza te estaba ofreciendo. En cierta manera el delta se parece bastante a la isla desierta de Robinsón Crusoe. La caza, la recolección, la pesca o cualquier otro alimento se reparte equitativamente entre las distintas familias de una comunidad, de tal modo que cada uno tiene su tarea asignada. Ese ayudarse unos a otros, así como el continuar las ancestrales tradiciones les ha impermeabilizado de capitalismo hasta el momento. Los palafitos se construyen de la misma forma que se abandonan cuando escasea la comida en el lugar. Esta es una sociedad nómada de pescadores, cazadores y recolectores.
Sergi Reboredo
http://www.aventura-mag.com
La afición de Carlos, igual que la mía, eran los viajes. Me contó que había nacido en Venezuela, pero desde hacía dos años se encontraba en Barcelona estudiando antropología. Comenzamos a hablar de los lugares que habíamos visitado y fue entonces cuando surgió el Delta del Orinoco. Hablaba de una tierra indígena, con muchas tradiciones ancestrales, y sobre todo de una gente amable, hospitalaria, que se entregaba sin pedir nada a cambio. Carlos había nacido en Maturín, un pequeño pueblo campesino a unos 500 kilómetros al Oeste de Caracas, pero su espíritu aventurero le había llevado en numerosas ocasiones al Delta del Orinoco. Fueron tantas las maravillas relatadas en tan solo una tarde sobre ese estado venezolano que al regresar a casa sólo me rondaba una cosa por la cabeza, viajar hasta allí.
Después de estar once horas encerrado en un autobús con el aire acondicionado estropeado y un sol de justicia, un zumo natural y bien fresquito de guayaba hace que te sientas en el paraíso. Recuerdo que aquello fue lo primero que hice después de dejar la mochila a buen recaudo.
Además de ser la capital del estado Delta Amacuro y el único núcleo poblado de importancia, Tucupita es el punto de partida para acceder al Delta del Orinoco. Aquí acaba la sociedad tal y como la conocemos y empieza un nuevo mundo donde el capitalismo no tiene razón de ser.
Siempre me han fascinado los viajes en barco, creo que es la forma más romántica que existe de visitar un país. En algunas ocasiones he tenido la opción de elegir entre varios medios de transporte para internarme en los lugares más recónditos de un país, pero en esta ocasión no había elección. Estaba contento simplemente porque sabía que había dejado atrás el destartalado autobús, y a partir de ese momento todas las carreteras pasarían a ser acuáticas.
La embarcación partía a las doce del mediodía rumbo a mi sueño, así que sólo tenía el tiempo justo para saborear el que sería mi último desayuno conocido en varios días.
El motor se puso en marcha y el barco empezó a moverse. En apenas una hora ya habíamos dejado atrás La Horqueta, un puesto militar donde controlan todas las embarcaciones que entran y salen a fin de evitar el tráfico de cocaína que invade las cercanas islas caribeñas.
Al principio el río es ancho, pero poco a poco el agua se va diversificando en pequeños caños cada vez más angostos. Estos caños se cubren, como un manto, de plantas fluviales que navegan al son de la corriente, haciendo que sea imposible imaginar que nos desplazamos por el agua de un río. Incluso puede dar la sensación de que estás navegando en una enorme nube de un color verde intenso.
La embarcación va partiendo esta alfombra vegetal en dos mitades, de modo que al girar la vista a popa vemos como se abre un sendero acuático de un tono cobrizo que contrasta fuertemente con el verdor de la jungla.
El paisaje era tan evocador que no nos habíamos dado cuenta que era la hora de comer. “Waranoko está a unos quinientos metros río abajo, pararemos allí para llenar nuestras tripas,” dijo el piloto Nicolás, mientras señalaba la proa de la embarcación.
Es un pueblo pequeño, de no más de 100 habitantes donde todo gira alrededor del río. Los palafitos están construidos siempre en las orillas del río, de forma que los caños sirven de vías de comunicación entre las distintas comunidades y las “curiaras” (embarcaciones fabricadas con palma de moriche) son el único medio de locomoción. Por eso mismo los waraos se definen a sí mismos como “gente de las canoas”. En su lenguaje “wa” significa canoa y “arao” gente, lo cual no tiene nada de extraño, ya que si no fuera por estos desplazamientos por encima del agua, la frondosa y tupida vegetación sería un impedimento para poder moverse de un lugar a otro.
A los tres años de edad el warao ya es poseedor de una pequeña curiara que seguro manejará hábilmente por los serpenteantes cauces. Las canoas se construyen dependiendo de las necesidades, y si bien la mayoría son de unos seis metros, las hay que pueden llegar a sobrepasar los diez metros para el transporte de familias enteras.
El tórrido sol calentaba la espalda cobriza del Orinoco. Mientras los niños jugaban a subirse a los árboles una mujer warao con un enorme cuchillo preparaba hábilmente el pescado que su marido había capturado esa misma mañana. Aquello me impresionó sobremanera.
Recordaba las islas desiertas donde por mucho dinero que pudieras tener, sólo podías limitarte a subir a una palmera, coger un coco y comer lo que la madre naturaleza te estaba ofreciendo. En cierta manera el delta se parece bastante a la isla desierta de Robinsón Crusoe. La caza, la recolección, la pesca o cualquier otro alimento se reparte equitativamente entre las distintas familias de una comunidad, de tal modo que cada uno tiene su tarea asignada. Ese ayudarse unos a otros, así como el continuar las ancestrales tradiciones les ha impermeabilizado de capitalismo hasta el momento. Los palafitos se construyen de la misma forma que se abandonan cuando escasea la comida en el lugar. Esta es una sociedad nómada de pescadores, cazadores y recolectores.
Sergi Reboredo
http://www.aventura-mag.com
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