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miércoles, 15 de agosto de 2007

Corredor de las teleras



Entre Amaichá del Valle y Fiambalá, se concentra un grupo de mujeres que tejen en telares. Preservan una de las costumbres más simbólicas del NOA.

Cientos de años han pasado y la costumbre de tejer en telares sobrevive. Da pelea al paso del tiempo, a veces implacable. Nada de máquinas que trabajan a equis golpes por minuto, ni instalaciones eléctricas trifásicas y disyuntores. Decenas de mujeres que no quieren librar el arte al olvido, se sientan cada mañana frente a una carcasa hecha con palos de álamos y cruzan un hilo con otro, a fuerza de voluntad y perseverancia. Pero se enfrentan al riesgo de que las generaciones venideras no quieran continuar con el arte, porque el rédito económico, para la mayoría, no es suficiente. Y entonces aparece la necesidad de que algún organismo del estado las ayude a planificar su tarea, a comercializar sus productos, dignos y auténticos; una forma de preservar la cultura regional.

Tan bella como trabajosa, la tarea de telar se transmite cada vez menos de generación en generación y así corre el riesgo de desaparecer en algunos años más. La hipótesis se desprende del testimonio de varias mujeres que viven en Tucumán y Catamarca, quienes aún se dedican al arte, porque éste es su medio de vida. Y precisamente en el aspecto económico radica el futuro de la costumbre: en los lugares donde las teleras logran comercializar sus productos, enseñan la técnica a sus hijos y nietos. Entonces encuentran una alternativa para vivir en su lugar de origen. En cambio, en las viviendas donde se amontonan sin destino tapices, ponchos y mantas, todos escapan a batallar con el ovillo.

Las teleras del Noroeste se encuentran en un corredor que comienza en Amaichá del Valle (cerca de las Ruinas de Quilmes), Tucumán, y finaliza en Fiambalá, Catamarca. Los sitios turísticos más atractivos son las Ruinas de Quilmes, Belén, Tinogasta y Fiambalá. Geográficamente, el recorrido se inicia al pie de la precordillera, se aleja hacia los montes de espinillo y vuelve a la precordillera. En este contexto, el corredor de las teleras tiene atractivos geográficos y culturales.

A lo largo del trayecto, además, pueden verse las distintas formas de organización social y comercial de las artesanas. En Amaichá del Valle se agrupan en una cooperativa, en Belén se manejan como si fuesen empresas y hasta tienen una página de Internet, mientras que en Fiambalá llevan sus productos a la Secretaría de Turismo. Pero en parajes como Loro Huasi, pequeños y sin apoyo estatal, el camino se torna cuesta arriba.

Petrona Coria es una mujer de 70 años que vive en Fiambalá. Si bien encontró en esta actividad su medio de vida, reconoce otra de las aristas del problema: “La gente ya no usa esta tela para la ropa. Antes se hacían pantalones, por ejemplo. Eran prendas de uso diario, entonces se vendían mucho mejor. Ahora son sólo para adornos”. No por casualidad, estos productos se venden como símbolos de la zona. Entre los más buscados están los ponchos, las mantas y últimamente se han puesto de moda los caminos rústicos para adornar mesas y sillones.

Otro de los costados de la situación lo refleja Rita Castaño, también de Fiambalá, quien con 85 años opina: “Las chicas no quieren aprender, se aburren. Todas estudian, tienen puestos (trabajos en el gobierno). De seguir así, esta tradición se va a perder. Y no es su culpa. El problema principal es que hacer una manta, por ejemplo, demora bastante tiempo, lleva mucho trabajo, no se paga como corresponde… y por ahí la manta nunca llega a venderse”.
Decíamos que en Amaichá del Valle los artesanos están agrupados en una cooperativa. “Un día llegaron ingenieros del gobierno provincial–cuenta Rosa Fernández– y nos propusieron organizarnos para vender la producción.”

Este emprendimiento es parte del Programa Social Agropecuario (PSA) de Tucumán, mediante el cual ellos pudieron construir algunos locales sobre la ruta. Entonces, Rosa, a los 42 años, ya le enseña la técnica a sus hijos. “Acá nos juntamos los artesanos de Amaichá, del Bañado, de Quilmes. Las mujeres hacíamos dulces y mantas, y los hombres artesanías con madera y cerámica, pero no los podíamos vender. Ahora, desde que nos organizamos y tenemos un lugar donde mostrar lo que hacemos, los turistas se detienen a llevarse un recuerdo… y el trabajo rinde mucho más.”

Muy diferente es el panorama en la zona Santa María, Catamarca, apenas 30 kilómetros al sur de Amaichá, más precisamente en Loro Huasi y La Loma. Estas mujeres se hallan unidas por la tradición, la técnica y el amor por lo que hacen… pero las separa el límite provincial. “Vivimos trabajando –dice Elsa Arnedo–. Siempre haciendo tapices, alfombras grandes, de todos trabajos (sic). A mí me enseñó mi madre y a mi madre mi abuela.” Recuerda hoy, a los 58 años, que tela desde los 14 y dice resignada: “A mi hija no le interesa aprender”.

Cruzando la ruta, en la casa de enfrente, vive la hermana de Elsa. Se llama Eva, tiene 62 años, trabaja desde los 12 y solamente pudo transmitirle la técnica a una de sus tres hijas. Eva cree que “a las chicas jóvenes no les interesa porque prefieren casarse y cuidar a los hijos. Las que pueden estudian. En este barrio ya no hay juventud, casi todas las niñas se fueron a la capital (San Fernando del Valle de Catamarca)”.

La técnica de tejido en telar es una herencia aborigen, presumiblemente de los diaguitas. En algunos sitios se ha modificado con el tiempo, por ejemplo, por la influencia de los inmigrantes. Rita Castaño, con parte de ascendencia griega, cuenta que aprendió a bordar gracias a sus tías del Viejo Continente. Y lo hace sobre las típicas telas aborígenes: “Yo empecé a los 8 años. Iba a la escuela y cuando volvía, mi madre me sentaba en el bastidor a hilar, telar y bordar. Fui empleada del Registro Civil, pero siempre trabajé con mi madre”. Y como reforzando la idea de la tradición, agrega: “Ella murió a los 103 años y trabajó hasta poco tiempo antes de morir. ¡Nunca usó anteojos! (se ríe) La tradición en mi familia, desde que yo recuerdo, viene desde mi bisabuela… imagínese los años que hace”.

El trabajo de estas mujeres es asombroso. Durante 15 eternos días, los hilos se van cruzando uno a uno para finalmente obtener una manta de 2 metros de largo por 1,5 de ancho. De igual forma se elaboran alfombras, ponchos, tapices y pullóveres. Rita lo hace en el cálido living de su casona colonial, mientras que Elsa se arregla en el fondo del terreno, entre un cerco de cañas, mitigando el frío del invierno con una tímida fogata de leña. De una forma o de otra, ellas mantienen viva una importante tradición del Noroeste. Pero les falta ayuda, colaboración por parte de las autoridades para que puedan vender lo que producen. De no ser así, probablemente, la técnica propia de la cultura del Noroeste desaparezca, como la fogata de Elsa.

Leonardo Rodriguez
Revista Weekend
Edición 405 - Junio 2006

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