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jueves, 9 de agosto de 2007

Las mujeres voladoras de Totora: Bolivia


Durante el mes de Noviembre, el colonial pueblo de Totora se transforma en una colorida fiesta, donde cientos de personas llevan a cabo la celebración de los columpios de San Andrés, quizás, la tradición más original de Bolivia. Una vez al año, los habitantes del poblado se reúnen a despedir las almas de sus deudos que han bajado desde las montañas y a festejar la juventud de las mujeres que buscan novio.

Para ello, disponen gigantescos columpios en las calles adoquinadas, los adornan y se lanzan a festejar por varios días. Dentro del bus en que viajo me acompañan innumerables campesinas de llamativa vestimenta, hablan entre ellas en quechua y aunque puedo distinguir algunas palabras, el paisaje por la ventanilla distrae mi atención. De colorido ocre, con sus pequeñas casas de barro regadas por lomajes, irremediablemente me evocan los parajes de Chile central. Abruptamente, mi mente regresa a Bolivia ya que el camino por donde corre nuestro micro se transforma en una rústica senda adoquinada, haciendo brincar a los ocupantes de un lado a otro.

Después de cinco traqueteadas horas desde Cochabamba, arribamos con la luz del ocaso a Totora, pequeño poblado conocido por su arquitectura colonial. Al bajarme, camino por una angosta calle donde encuentro sentada en su pequeño almacén a la señora Olimpia Alba. Afortunadamente, domina el español y me comenta, “ahora estamos de fiesta y ha llegado justo para la celebración de los columpios de nuestro San Andrés.” Casi sin darme cuenta, me había internado en las montañas en busca de imágenes y había llegado increíblemente al lugar indicado. Una gran fiesta me esperaba. Pero una pregunta más a la señora Olimpia era vital: ¿qué ha pasado con las casas?.

“Fue el terremoto de 1998,” dijo. A juzgar por la expresión de su rostro, era evidente que no quería tocar el tema. Al siguiente día, al despuntar el sol, ya me encuentro fotografiando en las calles, que rápidamente albergan a numerosos visitantes llegados desde Cochabamba e incluso de Santa Cruz de la Sierra. Allí conozco a Ramiro Arispe, un geólogo dedicado a conservar la historia del pueblo, quien ha venido a apoyar su reconstrucción. “Totora tiene 485 casas coloniales, las que después del terremoto grado 6.5 en la escala de Richter, resultaron dañadas casi en su totalidad,” explica, mirando a su alrededor.


Caminamos entre numerosos jóvenes con disfraces, y a poco andar, nos encontramos explorando al interior de un precioso patio colonial. Ramiro comenta, “las casas que hay alrededor de la plaza pertenecieron a los empresarios de la coca, próspero negocio hasta el año 50.” Subo por un angosto camino, que conduce al cementerio, desde donde obtengo una buena panorámica del poblado y su asimétrica arquitectura. A distancia veo grandes varas que sobresalen de los techos. No son los soportes de las casonas, sino los columpios que durante todo noviembre, mecen las creencias ancestrales de los totoreños. Cuenta la tradición que el día 2 de noviembre bajan las almas de los muertos desde lo alto de la montaña o hanacpacha (cielo o mundo de arriba). Luego, durante todo el mes, se efectúan los balanceos en los columpios para ayudar a los espíritus, cansados de vagar en el mundo de los vivos, a regresar a sus moradas celestiales. Para esto, las varas son adornadas con cintas, banderas y serpentinas para que las almas se alejen alegres y con buen recuerdo del poblado y sus descendientes.

Desde las montañas han llegado numerosas mujeres cargando a sus bebes en sus espaldas para ver a las “mujeres voladoras”. Como dice Belisario Rioja, un ornitólogo que regresa año tras año para disfrutar de la fiesta, “las mujeres jóvenes y algunas que no han tenido suerte en el amor, se columpian con la creencia, y por qué no decirlo, con la certeza que al alcanzar un canasto con los pies obtendrán un novio. Al interior (del canasto) los familiares introducen pequeños obsequios, que simbolizan la llegada de las lluvias, buenas cosechas y fertilidad.” Mientras, dos robustos “empujadores” tiran de dos líneas hechas de cuero, que amarradas al asiento del columpio impulsan fuertemente a las muchachas por el aire, casi haciéndolas tocar el firmamento.”¡Flor que flamea, flor que flamea...!” gritan mientras vuelan por el cielo andino.

El sol cae en Totora y las mujeres ya han ayudado a sus deudos a regresar a la hanacpacha. Lentamente los canastos van desapareciendo en las manos de sus felices dueñas, que observan la suerte de sus compañeras o simplemente se pierden en las callejuelas sacudiéndose las serpentinas de la espalda, quizás para encontrarse con sus anhelados pretendientes.

Ricardo Carrasco Stuparich
Fotógrafo colaborador de Americas Magazine, recorriendo Sudamérica. Además sus trabajos son acogidos en National Geographic, The New York Times, GeoMundo, entre otras publicaciones internacionales.

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